domingo, 7 de noviembre de 2010

DAVID FERNÁNDEZ RIVERA [1.755]


David Fernández Rivera

Nació en Vigo, España (1986). Poeta, dramaturgo, letrista, actor y director teatral. Ha publicado: Alambradas (Colección violeta-ILE, 2010); Calipso (Ediciones Parnaso, 2010); Manifiesto del retorno y la liberación, en la revista "La Zorra y el Cuervo" (México, 2010); Corceles - Antología personal (Ediciones TH, 2006); Canciones de mi ausencia (Libro electrónico, 2005); Sentimiento y luz (Ayuntamiento de Vigo, 2005); Caminando entre Brumas (Ediciones TH, 2005), siendo este último ganador del Premio "TH" al mejor poemario del año 2004. Corceles; TH (2006); Canciones de mi ausencia; Parnaso (2010); Entre la sombra y el grito; Alambradas; Éride (2010); Sahara; Poesía eres tú (2011) y Ágata (2014).

Desde el 2009 forma parte de REMES (Red mundial de escritores en español). Colabora activamente en diferentes revistas nacionales e internacionales de literatura como: Mester de Vandalía, Palabras Diversas, Resonancias literarias, Con voz propia, Almiar, La Sombra del membrillo, Cuadernos del matemático y Trece trenes, entre otras. 

Ha prologado los siguientes libros: Antología "Versos contra espadas" (Ediciones "Toro de Hierro", 2006) y la colección "Imágenes de naturaleza" de Luis Lorenzo (2005). También ha sido jurado del II Concurso "Toro de Hierro" en 2006. Ha obtenido los premios: "TH" al mejor poemario del año (Valencia, 2004); Primer premio de la Asociación cultural "Poegía" (Gijón, 2003); Premio a la mejor prosa poética en el primer certamen de relatos cortos E.D.T. (2003); Primer Accésit del I Concurso "Toro de Hierro" de poesía (Valencia, 2003); Finalista del Certamen "Antonio López" (Getafe, 2004); Finalista del concurso "Víctor Pozanco" (Barcelona, 2004); Finalista "Villa de Monasterio" (Badajoz, 2004).



CARTA PARA UNA JOVEN ROSA TRISTE

Me gustaría poder explicarte
que no estás sola,
decirte
que este contorno de metacrilato
en el que habitas,
no es más que un sueño.

Y sobre todo,
me encantaría poder explicarte
qué hacen
todos estos comensales
en el doble laminado sintético.

Al igual que tú,
yo tampoco puedo comprenderlo.

Hermana,
la pupila que sostiene esa mujer
sobre el vértice
de sus pies tortura
forrados de arena,
lo siento pero...,
es tan real
como estas cuatro paredes
traslúcidas.

No pueden verte,
entiéndeme,
ellos viven al interior del parabán.
De todos modos,
me permitirás decirte
que tu lamento
puede llegar a vestirse
con las mismas faldas de insensatez
que el entramado
de esas cortinas ahumadas.

Tú sabes mejor que yo,
que no estás cubierta
por ningún crujido saliva de papel,
mientras ellos pernoctan
en la finita tradición
de las cuatro corbatas metálicas;
sí,
aquellas que completan la estrechez
de este particular cubo alargado.




Esta noche,
después de haberme reencontrado
con el perfil verdoso
le las antiguas barandillas,
y de atravesar sobre una cuña de vaselina
el inquieto trampolín
de la ciudad,
he decidido escribirte...

Confieso
que hace vacío unos minutos
desenredaba el ahogo
que tu sonrisa inocente
murmuraba en la sequedad de mi boca,
es cierto,]

esto pensaba
que conocerte
pasaron poco más
de unos meses,
y aunque apoyes el costado
de tu cuello
sobre la fiebre de mis manos,
son muchas las noches
que no consigo recordar lejos del quebradizo abdomen
de los ladridos.

Sé que esto no pasa,
y sin embargo,
la roldana de tus labios
tambalea en todos mis sueños
sobre la horquilla grisácea
de una pasarela ciudad.

Y te alejas...

Apenas han pasado unos meses
desde que arranqué
el último cigarro de tu boca,
y el dolor de la noche
me impide recordar aquel conglomerado de verdes:
un parque,
por entonces,
ya exiliado
de mi abierta sonrisa infantil.

Quizás
nunca me comprendas,
pero hasta las palabras más hermosas
ultrajan los senos de mis párpados
cuando estas parten en la comisura
de la metrópolis.

Es entonces
cuando sólo puedo escribirte
con el mismo dolor y perplejidad
que atraviesa
un diálogo entre el mar y las redes.

Y me alejo
en el rebote de mis uñas,
cuando estas
no pueden más que estrangular con mayor firmeza
la transparencia
del cristal que nos separa.

Estás conmigo,
y ambos somos de esta tierra.

Quizás por ello
y porque no pueda
verte,
decida escribir estas líneas
sobre uno de los pocos tallos ansiedad
que he topado lejos de los tornos triangulares que aletargan
la camarilla electrizante
de mis hospitales.

Está en el tallo verde:
es la flor.




DOMINÓ

No sé si puedo
o debo comprenderlo,
pero esos recuerdos que tus ojos
describen
sobre el estigma de una lágrima de cal,
quizás no sean el mayor y fiel reflejo
de una tarde a las orillas
de una imprecisa vitrina de malla.

Es más,
me atrevería a decir
que esta noche
has dormido sobre una jauría de pistones,
y alguno de ellos,
todavía desprendía el escuálido tintineo
de la caña mojada.

Puede ser que me meta donde no me llaman,
pero esta mañana quise desnucar
el precio de tus sábanas,
y antes de llegar a ellas,
el habitáculo me respondía que habías llorado por ella.
Es curioso que los cadáveres
de aquellos llantos,
gravasen un apresto de adioses sobre la almohada.

Amigo mío,
no puede dejar de resultarme tan curioso
como aquel instante
en el que me dibujaste con la cruz de tus cabellos
un “te quiero”.
Estaba firmado con el sello inquietante
de sus manos.

No pretendo ruborizarte,
sin embargo,
considero que me compete recordar
que no es la primera vez
que lloras bajo el esparto de un cilindro
de caña.
Aunque lo peor no es que lo hagas,
sino que la condensación del lago
conozca la cresta de la gravedad
para doblar una boca
imantada con las iniciales de goma y oxígeno.
Quizás no lo sepas,
pero estas se desprenden
sobre el triángulo de tu propio reflejo.

Hermano,
necesitas respirar,
no confundirlo
con amueblar tus pulmones
con una celosía de neumáticos.

Es cierto,
tienes la “suerte” de haber nacido muy lejos
de la contaminación lumínica,
también de aquellas hileras de adoquines
sobre las que camisas
y el dominó.

Es por ello
por lo que comprendo mejor que nadie tu sufrimiento,
y por lo que ya no me sobresalto,
aunque sí me apeno,
cuando me remites todos estos orgasmos
cincelados en caballos suicidios.

Este juego no es trivial,
como tampoco lo es que respires
a través del fuego que desprenden las llantas
de todas estas caravanas
cosidas entre peñascos
acero.

Sin embargo,
y como te decía,
no sé si puedo o debo comprenderlo
pero, con todos mis respetos,
tú sabes mejor que nadie
que al regazo de tu mujer,
todos los listones de besos
se engarzan en el anillo
de la despedida.

No dudo,
y creo que tú tampoco,
sobre la verdad
de la dulce arista de sus ojos,
ni siquiera de todas
y cada una de sus promesas.
Son todas tan ciertas
como las heridas que discurren por la tibias de tus manos
con cada uno de sus recuerdos.

Ella no lo sabe,
y sus semillas de amor verdadero,
germinan en los tangos de tu costado
como sangrantes esculturas
de escarcha e hinchazón.

Ella no lo sabe,
pero sin quererlo,
colecciones misivas con otros perfiles mujer.

¿La quieres?

Por favor,
voltea el látigo de tus muñecas
y recuerda el contraluz
de aquella argolla de sotanas
que ensombreció con tu sangre
lo que nunca hiciste por ti:

un dominó...




UNA MARIPOSA AL FONDO GRIS…

Por veces,
creí verla entre la solapa traslúcida
de una mariposa negra.

Los ángulos de la ventana
eran espuma,
ahora que el alfeizar se tornaba
en el escaparate
donde los molinos juguetean con la sangre suspendida
en el recuerdo
de la lluvia.

Los sepulcros se abrían en cada suspiro de la avenida,
gimoteando estallidos
sobre la moqueta gris...

Sobre la lámpara,
el agua se diluía
hacia el cono de luz.
Allí se perdía una infancia.
Estabas tú…

Tras el jadeo de mis párpados,
el rojo se entumeció
con el color de un beso.

Al otro lado estabas tú...

Tras los cristales
seguirían desapareciendo lingotes de savia.
Fueron siete pasos
y tan sólo volví el perfil
para recordar cómo las cadenas del viento
suspiraban mi melancolía
sobre la soledad de aquellos soportales.
Era noche y no estabas tú.

Por el momento,
alguien sigue vagando sólo
a las tres de la madrugada,
se estremece de frio,
cuando en la escalera del fondo
se entrecruzan los aullidos
con la quietud de los labios.

Bonjour, madamme…

El tiempo se va…



Entre la Sombra y el Grito

I

De los prados ya sólo queda el desconsuelo de un 
vago recuerdo infantil bajo el alumbrado indolente de la urbe.


1: El hombre de vitruvio

En las tapicerías del imperio, las hogueras se solapan bajo el delirio de una membrana tricolor. En cuanto al suburbio individual, quizás puedan escuchar cómo se desprende la ceniza de los últimos prófugos del silencio. Es el miedo a lo diferente, por ello los relojes reculan bajo lo que muchos creen ver en la plegaria de un neón arrugado, mientras los rincones violetas se consumen en el incendio de la moda.


2: «El engaño del hombre»

La comedia ahoga con sus máscaras el rumor de la anarquía. Quizás ya no pueda perdonar la impotencia de quienes la engendraron bajo el sepulcro de una divisoria de banderas. Ahora, ya sólo nos queda el recuerdo del incendio bajo los casquillos de un arcángel de ágata. Entretanto, el verdugo acomoda los gritos de la rosa bajo la conjura de las hordas del asfalto.


3: La niña muerta

Quizás se apague la raíz del candelabro, ahora que los púlpitos se embriagan bajo las cúpulas empedradas de las ventas. Allí, cerca de la plataforma del puerto, los raíles nos llevarán al extremo opuesto de una ciudad decimonónica, donde todavía se reproducen los desérticos boscajes de la niña muerta.


II

Creí poder quererla cada vez que sembraba el desamparo
 de una rosa sobre la piel de un relámpago.

2: Ella

Pocos saben que oculté mi sentencia bajo el parapeto de la sazón, y es que yo también envidié a los comediantes cuando descubrían con su jerga mecánica un orfanato de bocas. Curiosamente, también quise conocer los corredores del deseo. Sin embargo, la condena todavía esconde el empeño de otros labios tras el collar de la dársena. Es entonces cuando quisiera no echarte de menos.


4: La canción del suicida

El encaje sofocante de la urbe se desploma sobre el hastío operático de la nueva arquitectura. Entretanto, los paseantes languidecen aplastados bajo las fachadas inconclusas del agrupamiento. Él no puede comprenderlo, por ello continúa asomado al dramático rumor de la cornisa, donde muchos le llaman enfermo. Sin embargo, son muy pocas las ambulancias que se adivinan tras la mancha prolongada y gris de la metrópolis.



III

Por veces, la propia agonía se olvida de la muerte
 con la esperanza de sucumbir a un «te quiero».


1: El regreso

Nunca creí poder regresar con las claridades suburbanas de mi niñez… Entre otras cosas, porque todavía sigo blandiendo la fisonomía de mi propia impotencia. Sin embargo, ahora que te he conocido, pienso que tan sólo los subterráneos diques del miedo podrían convertir el cromatismo del bosque en el retorno de un adiós.

Sin embargo, no son pocas las noches en las que sueño la libertad de mi propia ausencia.



Etiología del dolor

Todavía resuena en el elástico
de nuestra garganta de leña,
el portazo en los bastones
oxidados
de una espalda
       
que ya no puede volver atrás…

Hay un avispero de botones en el suelo,
y sus uñas se grapan
al tinte que recorre
el parabrisas geométrico
de un automóvil
bajo el recorrido circular
de la puerta.

Para ella,
todos los días
aprietan del mismo modo
la irritación incrustada
en el timbre
que responde bajo el hueco inflamado
en los escombros 

de quien ya no quiere recordar.

Es entonces,
cuando los azadones metálicos del lacrimal
aprietan con fuerza
los surcos
de las cartas que ya no abre
en el miedo de impregnarse
de aquello que algún día descubrió
bajo el motor
que nos edifica
sobre los piñones engrasados
del rascacielos.

Sin embargo
prefiere alejarse,
a través del cigarro
que filtra
la deformidad escolar
con la certeza inconclusa
en la muerte del poeta.

Es así cómo la astenia
sepulta el raspador
de quien sólo ve su crecimiento
en el trasatlántico
que navega sobre una cremallera
que hilvana con tornillos de azufre
el marco que retrata
la savia
en el insulto
donde los marineros atajan su indiferencia
con un troquel
plastificado en un residuo de monedas.

A ella le debemos tantos cementerios de asfalto,
donde se esfuerza en arrugar el neón de su sonrisa
sobre la agonía de unos bosques,
que sin saberlo,

todavía echa de menos…







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