viernes, 29 de julio de 2011

ALICIA GENOVESE [4.351]


Alicia Genovese


Nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires, en 1953. Integró el taller literario Mario Jorge De Lellis y comenzó a publicar a fines de los años 70. Egresó como Profesora en Letras de la Universidad de Buenos Aires y viajó a Estados Unidos, donde vivió durante cinco años, en Boston y en Gainesville, Florida. Obtuvo el título de Master of Arts y se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Florida.


Trabajó como docente y periodista. Durante varios años fue asidua colaboradora de los suplementos culturales de los diarios Clarín y El Cronista Comercial, con notas y reseñas literarias. Actualmente, dirige el Departamento de Literatura de la Universidad Kennedy. Coordina talleres de escritura y supervisa proyectos individuales especializados en poesía, desde principios de los 90.


Obtuvo la beca a la creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, en 1999 y en el 2002 recibió la beca John S.Guggenheim.

Libros de poesía:

El cielo posible (El Escarabajo de Oro, 1977)
El mundo encima (Editorial Rayuela, 1982)
Anónima (Último Reino, 1992) Premio Municipal 1992-1993
El borde es un río (Libros de Tierra Firme, 1997)
Puentes (Libros de Tierra Firme, 2000)
La ville des ponts / La ciudad de los puentes (Écrits des Forges, 2001), antología bilingüe
Química diurna (Alción, 2004)
La hybris (Bajo la luna, 2007)
Azar y necesidad del benteveo (Mágicas Naranjas, 2011)
La plaqueta Aguas (Cuadro de Tiza, 2012)
Aguas (Ediciones Del Dock, 2013)
El rio anterior, Antología Poética (Ruinas Circulares, 2014). 
La contingencia, Gog y Magog, Buenos Aires, 2015.

Como ensayista ha publicado La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas (Biblos, 1998. Reeditado por Eduvim, 2015)) Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (Fondo de Cultura Económica, 2011). 
Ha recibido la Beca a la Creación Literaria del Fondo Nacional de las Artes (1999), la Beca John Simon Guggenheim (2002) y el primer premio en Poesía del Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2014. Actualmente dirige el Departamento de Literatura de la Universidad Kennedy.


Arces


Escribir otoño, el paisaje
los bosques de arce en Quebec
rojo llameante de las hojas
última pasión en el aire
leve de octubre. Relámpago
amarillo sobre el verde
aún,
el verde. Luz que inicia
su apagamiento hacia
el estupor del frío denso,
las nevadas

Ultima pasión flameante
en los arces
carente de congoja
salto apabullante de las ramas
corte de toda distancia
la mayor cercanía, lo más abierto
y múltiple, en el follaje
la confusión armónica de los cambios

Nada ha muerto aún
hay un final
que el fuego anticipa
en su terrible delicia, arces
Llegaré a Montreal
cruzaré de nuevo el río
el goce boscoso
y esta alteración
imperceptible que es mi aliento
mi ruido de viaje en los oídos
una aireación insensata
de la piel, boca voraz
y transpirante
un bosque de arces, una extranjera
intenta atraer la imagen
hasta su respiración regular
Bosque, eso que rompió
la postergada dicha
esa campana que hizo del aire
y de mí un hueco retumbante
eso que toqué y se encanta
en mi ojo táctil
¿era tu corazón?


de El borde es un río, Libros
de Tierra Firme, 1997


Puentes


Puente Avellaneda, Pueyrredón
Puente Alsina cambiado el nombre
en los mapas,
por el mismo zanjón del Riachuelo
Puente La Noria. Pasajes
al otro lado de la ciudad;

no son postales congeladas
mis idas y vueltas
sino pigmentos tornadizos
como la capa de asfalto
El paso capturado y la mirada
en la misma
agua grasosa que no absorbe
el desecho químico. Amargor
que queda flotando en la superficie
como en el cuerpo
lo inasimilable

Hay un pozo imantador
en este cruce
de puentes suburbanos
que en cada pasada
me desvía
hacia tiempos suspendidos
como hacia un carril
de detención
Petróleo muerto, desgastes
erosión obsesiva
que no ha logrado disolver
cierta hora de niebla temprana
y cielo opaco para llegar
al sitio de los comienzos
Más allá, del otro lado
el viento para en los oídos
y empieza la gravedad, la filigrana
de pequeños actos perecederos
y su trazo enmarañado
Pero aún sobre el puente, suspensa
puedo asir del trayecto
el goce a futuro
de la expectativa,
ese rocío ensoñado que fue
siempre a escondidas, una forma
instantánea de felicidad

Napas geológicas de la memoria
en la napa oscura de río, mezcla
donde no llegan grandes obras
de saneamiento
y ninguna partida es concluyente

Manchas de brea y plomo
paisaje quemado que tiembla






Puente Alsina atravesado
desde la ventanilla del trolebús
con los ojos de nena saltones
Cinco años, seis,
la madre hacía malabares
con los paquetes de costura
lista para entregar
al fabricante
Los mayores decidían
como otra orilla
la zona diferida de respuestas:
más tarde, un día
tal vez la próxima quincena
Pero la vista del puente
y el resonar de los neumáticos
en los férreos encajes
eran la inequívoca señal
de que llegábamos;
la espera disuelta
en ese breve tránsito, ese voceo festivo
de arribos y vendedores ambulantes;

me contaban cómo en el `55
levantaron los puentes y paraban
a los obreros encolumnados
que venían de curtiembres
y frigoríficos del sur,
después los vi
aislando la ciudad
durante un golpe
parecían miembros deformes
las vigas metálicas alzadas;

me negué a coser
a ser mi madre:
hierro apuntillado
en la orfebrería de Puente Alsina,
criar mujeres fuertes
y que todo pase
por ellas. La entereza,
un modo de hacer la continuidad:
entregar, y decir
en diferido;

pero ávida
la hija huye para desear

el puente se tiende
fuera de sí
se abre al llamado
de la autopista
boca húmeda del camino
borde apenas rojizo
donde sólo cuenta
tu disposición
para el presente. Armar
con lo que haya
la fogata, el festejo
hacer de lo quieto
fruición. Desarreglo
del movimiento constante
y pérdida

perderse

cruzar un puente
en tierra extranjera
no es costoso
no acarrea pasado;
cada tramo suelta una amarra
como un deshecho
de inútil identidad
cada lugar donde amaneces
reclama el cuerpo,
su piel nocturna empacada
junto con sábanas y trastos,
despegada. Rielar
en la materia nueva que se interroga
y devuelve descontrolado
el propio yo

El puente es el lugar del nómade
la única construcción que se permite
su fuga, su visa
su salvoconducto

De Colorado recuerdo
un pueblito fantasma
abandonado al correrse
la frontera del oro:
mecedoras quietas en los porches
sin peso, sin cuerpos;

carril de detención,
en tu zona de baja velocidad
tu pueblito fantasma,
espacio sobrecargado
y nadie, lugares
de mala combustión
Retardo, retorno
al paisaje ausente,
sustancia que no termina
de entenderse con el agua
ni se deja dócil traspasar

Pasos del Riachuelo,
garganta de agua pesada
que me vuelve
costosamente a mí

(fragmento) de Puentes, Libros de
Tierra Firme, 2001



Azar y necesidad del benteveo


Cualquiera diría que
con el follaje nuevo
con los despuntes verde agua
sobre el marrón traslúcido
de los troncos
volvían los pájaros
o mansa, la primavera se cumplía
más visible
en este extremo de la ciudad
Pero unas semanas atrás
había que ver a aquel benteveo
sobre el palo pelado de los árboles
golpeando las ramas
con su pico y su canto
como si ya oliese en la madera
la savia estallante
o incitase a las resinas
a hacer su trabajo
No por eso
habría que convertir
en causalidad el azar
distorsionar la materia,
el simple canto;
pero las azaleas de octubre
florecieron en septiembre
y las camelias extendieron su rito
de reinas invernales a pesar
del verde profuso
El benteveo con sus gafas
negras, como de pájaro
egipcio o maquillado
no ostentaba señas;
el inferos, lo celeste
eran datos de otro orden
para la oscuridad de los ojos
Algo ocurría y el benteveo
era el eslabón inestable
sobre la sequedad,
el desvío que anticipaba
con el enlace de hojas,
otros pájaros;
una de esas fluctuaciones
en las que el azar,
más imprudente,
altera la objetividad,
corrobora el cambio
La imagen del benteveo
en retrospectiva,
también, se arbolaba:
subía desde la memoria
a la flecha del tiempo
En ese terreno casi baldío
que para queja de los vecinos
permanecía dejado a su suerte
la naturaleza resolvía
su quehacer
necesario y fortuito
previsible y alterado
Baldío, también
el lugar donde una imagen
era raíz, si albergada,
y luego árbol deseado
no sólo entropía
y espontánea destrucción
En las notas repetidas del benteveo
esa composición que reordenaba
monótona los mismos elementos
en ese acorde exaltado; inexacto
al acompasar los duros golpes,
las ramas secas fueron
transitoriamente inertes
cumplidamente invernales



El árbol alto


Desde un elevador mecánico
en el cantero de la calle serrucharon
las ramas de un árbol enorme
Tajeado,
bajo el devaste tosco
de la sierra, mieles
de leves roces,
irresueltas libaciones
se le derraman hacia adentro
inapropiadas; como él mismo
fuera de lugar
Silencio
de su rumoroso modo
de su abundancia
vuelta aridez,
destilación
de agrios deseos sin cumplir
Si el pasado comenzase
legalizaría
la sensual turbamulta
que el presente corta,
derrumbe del ramaje
Melancolía
es pudor, interrupción
de lo abierto,
ropaje enternecido
donde no puede el reproche
Un árbol alto,
de bosque; su corazón
no halla sombra


El pájaro oscuro

En la luz enceguecedora
de la media mañana
un pájaro oscuro
sobre los arbustos;
un tordo, quizás, aunque no es
definitivamente negro;
al ladearse parece
tomar un color: un veteado
azulino en las alas;
no es el cuervo de Poe,
no es el mirlo de Stevens,
es lo que llega, impreciso
sin nombre
y el lugar adquiere
movimiento,
se posa y deja
como semillas el alerta
de lo recién tocado;
se acerca a los sauces
y en su plumaje, el verde;
otro filtro de ramas
en el mismo
tafetán cambiante:
tordo, azulejo, mirlo del sur,
se tornasola sin respuestas
como los ojos
que dan felicidad;
es un brujo de tribu
señalando con el vuelo
la vigilia del paisaje
Lo sigo
sin lograr fijarle
identidad;
un pájaro oscuro
que en la química del día
escapa de lo exacto;
conocedor de follajes
y de espejos ilusorios
burla mi percepción;

gira la cabeza, me ha visto,
abre vuelo entre las cañas
y se va, poderoso
inclasificable



El baño


Hay una ducha al fondo
de la casa
y cada tardecita
después del calor, el río
los mates, las conversaciones
sudorosas en el porche
es la hora del baño
Atravieso los ligustros
dejo la toalla en una rama
el jabón
sobre un tronquito
hachado al ras; un mínimo
preparativo antes de hacer
correr
el agua
Fría al comienzo
después más tibia
llega la que el sol
abrasó en el tanque
de fibrocemento
el día entero
Al aire libre
la caña de ámbar
vuelve encantamiento,
el rito diario;
me lavo la cabeza
me bajo los breteles,
la malla y vigilo, casi
con inconsciente cuidado
que los sonidos sean
los habituales:
algún zorzal
que levanta vuelo
una gallineta que picotea
las últimas migas
en el pasto, esa quietud
atardeciendo
las casas vecinas
y la variedad inabarcable
de hojas y ramas en el monte
extasiadas rozándose
Me enjabono
la espalda, los hombros
arden y otra vez el agua
reciben plácidos,
más sensible
el borde sin solear
del cuerpo siempre enmallado;
los pelitos de la vulva emblanquecen
con la sedosa jabonada
y los pezones se agrandan
bajo las marcas
geométricas del escote
Abro por completo la ducha
y el caudal
cae a brochazos
casi helada me apura
fuera del letargo
de la respiración;
hasta que cierro y vuelvo
al calor de las telas
al sigilo en la toalla
mientras el agua
por la zanjita
perfumada corre
como un suspiro aliviado
como un instante amoroso
y su exigente vigilia
No sabe nadie
nadie presencia
mi tarde detrás
del arroyo;
piedrita que alguien regala
y al aceptarla toma
la forma de tu mano;
no tiene valor
no se cotiza
ni siquiera se pone
en una vitrina
de objetos exóticos;
se vive con poco
con nada
se hace un reino

de Química diurna, Alción, 2004


La contingencia, Gog y Magog, Buenos Aires, 2015.

El pasadizo

Algunas cerraduras se abren
con palabras, otras oxidadas,
con masa y cortafierro,
con amoladora y un disco
que levanta chispas
cuando salta los pestillos.
Eso fuimos probando
hasta que la puerta cedió
y abrimos el pasadizo,
la entrada hacia el fondo
abandonado de la casa.
Allí murieron dos gatos
que solían dormirse sobre el muro,
una rata, un pájaro
volteado por la tormenta;
pero ni rastros en el pastizal,
ni en el desquicio de ramas
una y otra vez cortadas
de los mismos troncos.
Un desván a la intemperie
desnivelado entre cascotes,
forzado durante años
a esa soledad que tapona,
a esa inutilidad;
costaba suponer que unas palabras
ablandarían derechos,
darían vuelta voluntades
o que la pared de quince,
tan férrea como una muralla china,
se derrumbase.

Todavía el aire
se corta con el cuerpo al pasar;
un silencio de dádiva concede
como un poder la expectativa,
la vida atenta
o el secreto de seguir siendo
después de flaquear en un pasaje.
Un atrás del mundo,
un desierto privado,
cosas que nadie quiere
y te vuelven inmensamente rica.
El pasadizo quedó abierto
y lo que sigue es pensar un jardín;
ni un edén, ni el primero,
tierra llana será,
emparejada para que el pasto crezca,
riego, sólo eso;
y que el calor de lo fértil
le sea otorgado,
y que el agua de la franqueza
le sea otorgada.


Tormenta tropical

El ventilador de techo
gira ruidoso en medio
de la tormenta tropical;
cada relámpago lanza
una espada de luz
que se deshace contra la pared.

En la atropellada el viento
desestabiliza las aspas
barre la habitación desaforado
como el viraje
que te deja dando tumbos
frente a la crueldad fuera de cálculo.

Los containers se vuelcan
las raíces se destripan
la arboleda se dobla y aúlla;
el paisaje, esa belleza que te sembró
de horas absortas,
se desarma en sacudidas;
estalla en chaparrones
la pesadez del calor.

Pero el agua es la calma
el goterío
la serenidad de la constancia,
un torrente de bautizo
donde tendrás que morder
el grano de sal que te ha tocado

lluvia,
alegría perpendicular.


Los petirrojos del norte

Cien, cincuenta,
una bandada enorme llenó el aire,
sobrevolaron la casa
cerca de nuestras cabezas
como una nube de granizo,
como una lluvia
que iba a caernos encima
con su estruendoso concierto.
Voces chillonas que se aplacaban
en uno o dos trinos finales, para resurgir
otra vez poderosas en el tumulto.
Euforia de grandes compositores
un Brahms, un Beethoven
dando entrada al coro en notas altas
o al pulso de los timbales.

Llegaron intimidantes pero se volvieron
menudos al bajar sobre las barandas,
al posarse sobre el techo brilloso
de los autos.
Migraban hacia el norte
con el olor cálido de marzo;
dejaban nidos e invernada llevados
por el magnetismo del polo
y una afinada, envidiable percepción
del fin y del principio.
Nunca vi tantos, todos juntos;
yo estaba a esa hora
en la puerta, levantado el capot
de una camioneta sin arranque,
con una batería exhausta,
tan contradictoria, sin energía.

Torpemente terrestre estaba quieta
en la entrada al garaje de una casa de paso,
sin comunidad festiva;
llena de tareas, pero quieta
buscando un envión vital,
un sentido para irme o volver,
o sostenerme sin tristeza,
cuando ellos bajaron
y revolvieron la tierra,
cuando giraron entre espinos oscuros
y azaleas luminosas,
en su círculo de fuerzas.

No duró más de cinco,
a lo sumo diez minutos
y reanudaron el viaje,
con ese regocijo capaz
de agujerear el cielo y esa ligereza
que de todo se desprende.
En su gestalt gritona
hacia el norte seguro de lo tibio
levantaron vuelo,
contra el vértigo y la sed
que podría derrumbarlos,
contra la paciencia estacional
y todo lo que derrama furia, inútilmente.


El azul colapsa

Hay una arcada de ramas
para que pases;
hay un puente de álamos
para sostenerte.
Hay un aire recién venido
para que lo respires;
hay una grieta para que digas
palabras como felicidad o maravilla.
Todo cae, todo es suave
y desviste, todo es cuerpo
impulsado e inmóvil.

La brevedad
de lo que ocurre es inmedible
y el alma se desacomoda
en un caos benévolo.
La luna brilla cada vez más blanca
y a su alrededor el azul colapsa.

Las circunstancias varían,
los lugares difieren,
pero a veces sucede.
La mejor fruta es alcanzable,
los caminos se aclaran
en el reflejo de las piedras.
Abrir los ojos y pasar,
es tiempo,

la posibilidad
puede escaparse.









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