lunes, 25 de julio de 2011

4286.- JORGE EDUARDO ARELLANO


Jorge Eduardo Arellano, (Nicaragüa), es Historiador de Arte, de las letras y la cultura nicaragüense y autor de casi un centenar de libros, nació en Granada en 1946. Doctor en Filología Hispánica (Universidad Complutense, Madrid), Documentalista y especializado en Lexicografía Hispanoamericana (Universidad de Augsburgo, Alemania).
Fue embajador de Nicaragua en Chile (marzo, 1997 - febrero, 1999). Desde enero de 2002, es el Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Dirige asimismo la revista Lengua y el Boletín Nicaragüense de Bibliografia y Documentacion (Biblioteca, Banco Central de Nicaragua).
Ha obtenido diez premios, entre ellos el "Nacional Rubén Darío" (1976 y 1996), el de la mejor tesis para graduados hispanoamericanos en España (1986) y el convocado por la Organización de Estados Americanos (OEA, 1988), con motivo del centenario de "AZUL" de Rubén Darío.
Su poemario La camisa férrea de mil puntas cruentas mereció en 2003 el Premio Nacional Rubén Darío.




DOS TESTIMONIOS CONTRA LA MUERTE

I

No te sorprenda en los aires,
ni en las aguas
sólo en tu tierra.

No encuentres su rostro en el extranjero
ni en clima desconocido
sólo en tu verano.

No caigas en sus garras
durante la cosecha
sólo durante la sequía.

Que aniquile tu cuerpo
cuando hayas entregado tus dones
y el prójimo conozca tu lenguaje
y seas la conciencia de tu pueblo.

II

A tanto terror
que la esperanza mitigue
tu sueño.

A tanto dolor
que la fe disipe
tu culpa.

Porque la luz se le ha dado al hombre
para afirmar el Paraíso
no para negarlo.

Porque el mal se le ha dado al hombre
para ser pisoteado
no para que florezca.

Porque el amor se le ha dado al hombre
para sostener el mundo
no para desunirlo.

Porque la muerte se le ha dado al hombre
para ser vencida
no para que triunfe.




Jorge Eduardo Arellano: poeta ante todo

Carlos Alemán Ocampo*

Toda biografía es importante como referencia, pero cada hombre en su vida tiene facetas, aristas, espacios, orbes, urbes que lo definen, que lo amplían, lo disminuyen o lo engrandecen en su esencia humana, en sus posibilidades intelectuales y en sus determinaciones como hombre de todos los días. Estuve releyendo “La entrega de los dones”, el último libro o la última edición de la poesía de Jorge Eduardo Arellano y quise compartir algunas emociones que surgen de su lectura. No quiero hablar de su biografía, sino de Jorge Eduardo Arellano, el poeta.

La inquietud de la muerte, la evocación apacible de la infancia, el amor hogareño, el historiador, todo toma su cauce en la poesía.

“Tengo mi proyecto de infinito, o tal vez de inmortalidad, porque trascender la muerte es, en esencia, el destino de la poesía”, dice Jorge Eduardo en la nota de entrada a esta edición y en el primer poema, ese sentido de la trascendencia lo marca la pregunta “¿Qué cómo fui o creí que era?”. Es el inicio de su autorretrato y todo autorretrato es la entrada a la introspección, a la búsqueda de los amplios mundos interiores, el viaje a la intimidad, a las ansiedades, a las declaraciones de las urgencias vitales “...insaciable de cariño” o más adelante “amador de tardes melancólicas, de lacustres y marítimos sitios, viajero del aire infatigable, cada vez temeroso ...experto navegante por los insondables mares de la imaginación”.

Esa navegación, esa sed de infinito es la búsqueda constante por llenar la vida de acciones y de ilusiones. Y, como toda ilusión de trascendencia mantiene como presencia inevitable a la muerte, Jorge Eduardo se aferra a la tierra, a la intimidad de la tierra, el seno de la tierra acogedora:

No te sorprenda en los aires
ni en las aguas.
Sólo en tu tierra.
No encuentres su rostro en el extranjero
ni en clima desconocido
sólo en tu verano.
No caigas en sus garras
durante la cosecha.
Sólo durante la sequía.

En la primera estrofa se mueven los cuatro elementos de la base de la vida, de la existencia, de los griegos: aire, agua, tierra. Arellano no menciona el cuarto: el fuego. Porque es un fuego que se trasluce y se identifica con él mismo, él es fuego para asumir la tierra, pero este final está condicionado a un momento de la historia que enfrenta la muerte:

Es decir cuando su obra haya trascendido, pero una trascendencia cristiana, dirigida al prójimo, el objeto de la cristiandad, precepto de la doctrina: Ayuda a tu prójimo, da de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar un lenguaje para la manifestación de la conciencia, de la presencia, de la trascendencia. Una existencia y trascendencia cristiana.

Abrir rutas y espacios es a veces una misión compleja para un poeta, no por carecer de ellas, sino por las perspectivas esenciales de la poética, en los poetas. El ojo de los poetas ve entre las sombras, ilumina los espacios y descubre las rutas, sólo al poeta le es dado navegar por estas “rutas de las estrellas”, que no son precisamente la realidad espacial, sino las posibilidades de los mundos interiores que existen en ebullición en cada poesía, en cada momento poético. Sólo al poeta le es dado el descubrirlas y compartirlas.

Y por supuesto entre las rutas hay algunas que se dirigen hacia sí mismo o hacia sus recuerdos, dichos con un lenguaje directo y brioso, formidable y apasionado, con un lenguaje poético que viene de la más fina estirpe de la poesía nicaragüense iniciada por Rubén Darío y continuada por Salomón de la Selva:

Cuando tu cara florida sea como pasa seca
y tus mamalias cuelguen como porras sarrosas,
cuando tus enérgicas piernas estén presas e inválidas,
pensarás tardía y achacosa y estéril:
“En vez de galopar por el mundo como yegua en celo,
me hubiera entregado sólo al poeta que me amó”.

Lo inevitable de la muerte y sus delirios. Esa presencia constante de la negación de la vida, es una nostalgia para quien se sabe donador de dones, para el que siente trascendido, para quien cualquier angustia la convierte en poesía. En poesía prístina, transparente, sin dobleces y sin temores:

Lo que no queremos recordar
es que algún día no lejano nosotros seremos esos muertos
y aquellos a quienes de alguna manera dimos nuestra vida
vendrán en noviembre, el mes de los muertos,
a rendir el culto que profesarán a nosotros sus muertos.

Luego el optimismo del amor envolvente, total, Consuelo:

Yo no conocí el cielo,
sólo una de sus hijas
la mejor de mis amigas,
lo mejor de mi anhelo:
La muchacha que conmigo dormía,
la muchacha que conmigo vivía.

Pasado el tiempo, cuando todo esto sea un recuerdo Jorge Eduardo será inevitablemente citado por su amplia obra, pero recordado, querido y presente a la distancia del tiempo por la poesía. La poesía es la esencia trascendente del hombre, pero la verdadera poesía, como la poesía de Jorge Eduardo.
*narrador y crítico nicaragüense

[tomado de "La Prensa LIteraria", La Prensa]


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