domingo, 24 de julio de 2011

GABRIELA KÍZER [4.268] Poeta de Venezuela



Gabriela Kízer

(Caracas, 1964). Licenciada en Letras (Universidad Central de Venezuela. 1986). Magister en Literatura Latinoamericana Contemporánea (Universidad Simón Bolívar. 1993). Desde 1993 es profesora de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela en el área de literatura. Ha dictado varios talleres de lectura y escritura de poesía: FUNDARTE (1988-1994), Casa de la Poesía Pérez Bonalde. (Abril-julio, 2004), Fundación CELARG (mayo 2004, abril 2005), Centro cultural Trasnocho – TAC (abril 2004 – mayo 2006). Ha publicado dos libro de poemas: Amagos, Caracas: Monte Ávila Editores, 2000 (seleccionado en el concurso para obras de autores inéditos de Monte Ávila Editores, 1999) y Guayabo, Bogotá: Ediciones Arte Dos Gráfico/Ediciones Esta Tierra de Gracia, 2002. Su libro inédito Tribu fue distinguido con el Premio Internacional de Poesía “José Barroeta”, en el marco de la VII Bienal de Literatura “Mariano Picón-Salas (Mérida, septiembre, 2007).




Pongamos que
este último abril
me dejó un cargamento de tesoros,
piedras preciosas que no sé si arrastro
como bolas de presidiario
o llevo dignamente en una carretilla
que va delante de mis pasos.

Este último abril
me dejó, en principio
siete caries
algunas escondidas
y otras que exhibí a mis alumnos en el aula
como una mujer pobre y mal cuidada
que hablaba de mundos ideales y perfectos.
Y seguramente hubo quien creyó,
quien vio los huecos negros
quien no oyó.

Este último abril
me dejó, en segundo término,
algunos arañazos de frente y de costado,
una naranja comida a gajos
que supe tapar con mangas largas,
palabras de más y botines ajustados
que nunca resultaron suficientes
para pisar la primavera
que me pisaba a mí mientras pasaba.

Este último abril
me dejó, en tercer término,
un olvido
desmerecido y cobarde,
que vino a poner crueldad
donde el miedo estrangulaba los cojones,
que vino a poner locura
donde la falta de cojones estrangulaba el amor
que vino a izar esta asta de una bandera victoriosa
con la que alguna libertad vencida y maloliente y muerta
pedía a gritos mi cuello
y la mandíbula helada que profería no mil veces
y mil veces nadie oía,
mil veces no.

Este último abril
me dejó, en algún otro término,
un alma con siete huecos en sus partes delanteras y traseras
visibles y escondidas.
El dentista dice
que acudiendo a la cita tres veces por semana
y con un poco de suerte
puedo volver a sonreír
como si nada hubiese pasado.
El dentista dice que mi boca sufrió
como de una balacera incomprensible
y yo me callo,
acepto que taladre sin anestesia
porque parece que su única guía
es la escasa sensibilidad que aún queda.
Luego me llama mujer cuatriboleada,
me da un café muy negro
y me manda a casa,
doy gracias al cielo
y al dentista
y reflexiono:
a fin de cuentas
no sabía que la odontología era una ciencia tan sabia,
no sabía que para curar un hueco enfermo
era menester abrirlo hasta lo último,
hasta lo último del hueco y del dolor
y que no se podía gritar sino con la garganta
y ahogar el grito de modo que se devuelva
a los intestinos para que no cunda el pánico
en la sala de espera
aunque yo sea la última paciente de una tarde
y de un dentista que me cura,
que me puebla la boca de amalgamas,
de porcelanas cuidadosamente escogidas
como si me estuviese devolviendo los dientes
y ambos sabemos que no
pero sacamos las cuentas ya van cuatro
y así se perfora el alma reponiéndose
y va saliendo el pus
de todas las heridas infectadas
las de afuera
y a las que no se les puede aplicar
alcohol ni agua oxigenada
para que haga burbujas
y uno sople
sobre este último abril para que se vaya tan lejos
que no vuelva
como regresarás tú detrás de tu vendimia
en la que seguro estarás ahora descubriendo
los vinos que no me diste a probar
y el amor que guardaste para más adelante.
Y más adelante es ahora,
más adelante es este taladro
que va hundiendo cada letra de tu nombre
como si se tratara de siete entierros.
¡Qué maravilla!
Siete entierros de los cuales
mi boca saldrá plateada y blanca y amarilla
como la más hermosa luna llena
que pueda aparecer.
Y tú regresarás entonces
dolido quizá
quién sabe
si sediento del bloody mary inimitable,
de las ensaladitas digestivas
o del cuerpo
de la carnada
porque la carne ¿recuerdas?
hacía daño a la hora de cenar.
¿Y qué diré entonces, hombre?,
¿diré que el pedacito de carne se zafó del anzuelo
y se arrojó al pez que acaba de tragárselo?
¡Ahh!
¿Quién puede brindar conmigo ahora?
Tú no.
Tú regresarás como extraviado
de alguna noche de sensaciones salobres,
regresarás como el primer Adán sin su costilla.
Y ya tu costilla no tendrá beso para darle a nadie,
ya Eva habrá ido varias veces al dentista
y le habrá perdido algún miedo a los infiernos
y doblará estas hojitas
para tenerlas por si acaso en la cartera
hasta que alguna matica endeble
o algún cactus o diente de leche o lo que sea
pueda asomar otra tarde
en algún soplo de milagro
que venga azaroso y porque sí,
porque después de tanta pena
alguien merecerá que le quiten las lagañas
sin un solo gesto de asco.
Se acabó.
El punto final es Eva saldando su cuenta con el dentista.



Tribu
Premio de Poesía de la Bienal Mariano Picón Salas 2007
(dos fragmentos)


1

Padre,
he aquí al orador de orden,
heme aquí, fuera de orden y sin saber orar.
He aquí la artritis del orador de orden,
heme aquí entumeciendo y deformando las líneas trazadas en sus manos
para que no haya gesto que pueda ser posible, para que no haya gesto.
He aquí los guantes en las manos del orador de orden,
henos aquí enajenados en la soltura de sus movimientos
y en la gracia de sus expresiones,
aunque sepamos, Padre.

He aquí el coro de lutos antiguos y parsimoniosos,
he aquí la pestilencia que trae nuestra sangre caliente,
he aquí que el único modo que tuvimos de inclinar al espectador
sobre el abismo de la escena
fue arrojándonos a él.

He aquí el hambre del abismo bajo las tablas de la escena.
He aquí el abismo,
heme aquí, a veces inapetente o padeciendo de hartura
como un muchacho pálido y enfermo,
como un muchacho enfermo, Padre, enfermo.

He aquí la ceguera del bardo, su melodía incipiente.
He aquí el miedo de la muchacha que hará soplar el viento,
heme aquí convirtiendo sus ojos en acero para los héroes, para el verdugo.

Padre,
he aquí a la gente que no fue a escuchar al orador de orden,
henos aquí en nuestras cocinas blasfemando
porque hoy será quemada la bruja que tiene maldito este lugar,
la bruja que asusta a los niños hombres por las noches,
la única habitante del pueblo que sabe rezar, pero le faltan dientes y es bruja.
Henos aquí sobre nuestros calderos
sin saber si usar sapos o ranas para el susto de esta noche.
Henos aquí, Padre, para la carcajada.

Ja. He aquí la risilla pueril de quien ya no puede ni asustarse.
He aquí lo que no convence de esta dentadura postiza.
Porque nuestra raza no habrá de tener dientes,
fue lo que dijeron en la primera conseja.
Y no me pasaron las alquimias
ni me dieron a guardar el ácido de las pociones disolventes
ni me enseñaron más que la inutilidad de la cola del lagarto.
Y heme aquí, Padre, sin saber hacer casitas de chocolate y leche
ni jaulas para tantear el espesor de mi bocado.
Heme aquí, ¿no me he presentado?
He aquí a la que escapa del fuego por la inutilidad de la cola del lagarto,
heme aquí montada en el miedo que no tienen, en la risa de su farsa
que es mi escoba, la divina comedia de esta quema
realizada mil veces en este mismo lugar.

¿Acaso ya no hay héroes? ¿Mujeres histéricas y alucinadas?
¿Alguna santa que quiera suplantarme?
¡Ah! ¿Qué otro martirio forjaréis para la bruja terrible de este pueblo?
Os saldréis con la vuestra.

Heme aquí, Padre, sin lengua para presentarte respetos,
yo, la que jamás ha reído, orgullosa verruga sin una mísera maldición a mano
y ni siquiera dispuesta a arder, heme aquí.

Padre,
he aquí al sastre laborioso de estas horas,
heme aquí tomándole medidas al eco de la carcajada
que se convierte en llanto, que se convierte en risa, que se convierte en eco.
Heme aquí atravesado de alfileres como un muñequito de mala magia
escondido en algún cajón de la antigua máquina de costura
que ya no anuda sino que parte los hilos
y deshace los ruedos
y no puede.


4

Ah, mi solitario y desilusionado Padre.

He aquí que avanzamos como ciervos heridos
- levantarse, sudar, comer unos panes y-.

He aquí la carga que se lleva entre todos
- y la carga está oscura y débil en los mismos caños de la sangre-. .....García Lorca

Pero ¿qué es la sangre para que la tomes en cuenta?
-Dios de hojalata. Tu trato corta el rostro-.
¿Y qué es la sangre mortal para que tú la consideres? .......Libro de Job
Padre,
he aquí la sangre mortal,
he aquí mi color azul por si nobleza obliga
o por si hay obstrucción, várices, infarto.

He aquí que el verano seca las venas del segador,
que abre el vientre a pájaros sin sueño,
que las que mueren de parto saben en la última hora. ...........García Lorca

Padre,
he aquí la última hora de las que mueren,
he aquí el cuento -sustantivo derivado del verbo computare-,
de donde se deriva que llevar una cuenta es ceñirse a un cuento,
de donde se deriva algún rigor matemático


que exige la evidencia del esto ha sido,
tathata: el hecho de ser tal, de ser así, de ser esto:
dos más dos es igual a cinco
y cero retórica. ¿Te gusta?

Padre,
he aquí a la hija mayor del gran visir.
Heme aquí dispuesta a detener la locura del sultán.
He aquí la cabeza de su hijo o mi cabeza -la fabuladora-.
¿Y de qué sirve si ha triunfado la treta o el ingenio?
¿Y qué importa si fue en aras de un motivo valeroso que aposté lo que tenía?
¿Y qué tenía, Padre? ¿Qué tengo ahora?

Supón que regresamos a ese instante despiadado que la mímica humana repite.
Supón que Abraham mata a Isaac o que Ifigenia no accede al sacrificio
o que Jesús vende a Judas o que Barrabás lo desata o lo desatornilla.
¿Habrían cambiado las cosas para nosotros?

Imagina que todo comienza nuevamente,
que Scheherazada camina hacia Schahriar.
Camina sobre su bastón de historias recocidas.
Pero suponte, Padre, que Doniazada se queda dormida,
que nadie despierta a la reina antes del amanecer.
O imagina que no encuentra en cuento alguno
el momento apremiante en que cortarlo.
O piensa lo peor, suponte que la hija del visir no logra conmover a nadie,
que el sultán se le aburre al comienzo del primer cuento,
que las mil y una noches ya han sido traducidas a todos los idiomas,
pero el sultán sigue pétreo, airado.

Padre,
he aquí a la hija mayor del gran visir,
he aquí mi corazón rodeado de alabastros y semillas
para que engorde en el otro mundo.
He aquí que vengo a hablarte de otro mundo,
que ya no vengo,
que la primera mujer de Schahriar grita repentinamente
y en seguida el esclavo negro acude
y la echa al suelo
y la goza.

He aquí que Schahriar se oculta tras la ventana,
que no hay cuento que valga
sino que dos más dos es igual a cinco
y es esto: cero retórica.




En una vida

En una vida
deben escribirse pocos poemas de amor.
Sólo cuando el corazón anuncia algún presentimiento difícil,
cuando ya no sabemos si en medio de un mal sueño
seremos despertados por un beso
o pasaremos de largo hacia un sueño peor,
sólo ante un minuto que oscila
es dado escribir algo breve y conciso,
que no salga muy fácil.
Por lo demás
sólo rezamos cuando creemos que estamos a punto de morir,
pero creer ya es algo.

Guayabo, Ediciones Arte Dos Gráfico/Ediciones Esta Tierra de Gracia, Bogotá, 2002



Vodka

Que una tarde acabe con lluvia
y poco espesor de azúcar en la sangre
no es demasiado.
Que uno se reconcilie de pronto
con el amor peor dejado
y que vuelvan los cuerpos y las voces
sobre la casa hundida,
sin pretender alzar otra columna
ni soñar que habitamos otra casa,
es casi como un golpe que hace vida a la vida.
Y henos aquí
jugando a que estos besos son los besos de otros,
a que resbalan por la piel y no resfrían el alma.
Henos aquí jugando,
recorriendo de vuelta el polvoso camino
y pocos serios ante la gravedad del asunto
como si la risa viniera de una irónica calma,
de corazones ya suficientemente burlados.
Nosotros,
los que desconocíamos cualquier camino de retorno
¿Qué hemos hecho para venir a dar con el amor al que se vuelve?
Dónde estabas
mientras yo te enterraba
y enterraba contigo –cavadora egipcia-
toda la maraña del amor imposible
para que te llevara tus tesoros al otro mundo.
¿En qué limbo de paciencia aguardabas?
Te he soltado.
Ya no estás preso a mi pecho ni a imagen alguna
y no puedo dejar de preguntarme
en qué momento tu animal enfurecido
aceptó que se le quebrara el corazón.
Porque hoy he venido a mirarte largo rato a los ojos
sin sentir la tentación de pedirte
que me sostengas el mundo cuando los pisos se agrieten,
porque hoy he venido a mirarte
sin querer que me salves de nada.
Alguna vez confiamos en el tiempo
y cada quien –a su modo- supo postergarlo.
Ahora
que ya tenemos tan poco para postergar,
que robamos pasión a un tiempo que ya no es “nuestro tiempo”
que el portero del edificio me mira con recelo.
Ahora que el despecho para mí es estar en ascuas
entre el final de un poema
y el comienzo de otro que se tarda
como se tarda el amor
y que puede incluso no llegar nunca.
Ahora
que tantas tardes se han ido sin esperarte
y que he aprendido tan bien a sostener entre las noches
el as de un juego solitario,
que no puedo negar el desierto que habita este corazón
y lo reclama.
Ahora
que un clavo no saca otro clavo,
el pecho se tranca, de seguro, no le queda otra cosa.
Ha sido hermosa la tarde
aunque tan difícil sea hablar de amor,
aunque sepamos que hay una casa que se levanta sin estructura
y que esa casa es la nuestra.
No te pregunto por lo que haremos otras tardes,
eso lo sé
y voy a ti sin dobleces.
Vuelvo a sacar dos cubos de hielo,
los pongo en un vaso
y abro la botella
como quien retoma un gesto detenido por distracción,
como quien no ha dejado una noche de hacerlo.








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