sábado, 25 de diciembre de 2010

2655.- JAVIER SALVAGO




Javier Salvago nació en Paradas (Sevilla) en 1950. Trabaja como guionista de radio y especialmente de televisión. Su obra poética ha merecido algunos premios, entre los que destacan el Luis Cernuda, el Rey Juan Carlos I y el Premio Nacional de la Crítica.

• Poesía
Canciones del amor amargo y otros poemas, Sevilla, Editorial Católica Española, 1977, Col. Ángaro
La destrucción o el humor, Sevilla, Suplementos de Calle del Aire, 1980
En la perfecta edad, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 1982, Col. Compás
Variaciones y reincidencias, Madrid, Visor Libros, 1985, Visor de poesía
Antología, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1986, Maillot amarillo
Volverlo a intentar, Sevilla, Renacimiento, 1989
Los mejores años, Sevilla, Renacimiento, 1991
Ulises, Valencia, Pre-Textos, 1996
Variaciones y reincidencias (Poesía 1977-1997), Sevilla, Renacimiento, 1997



APUNTES Y CANCIONES DEL CAMINO




I

Mira que crimen tan malo
será nacer, que la pena
es a trabajos forzados.

II

Echa vino, tabernero,
que hoy me siento como un trapo
y quiero andar por los suelos.

Echa vino, tabernero,
hasta que ya no me acuerdo
de quién soy ni por qué bebo.

III

No hay mal que por bien no venga.
Pero mientras viene el bien
qué larga se hace la espera.

Porque, en el dolor, la dicha
se ve tan lejos que llegas
hasta a dudar de que exista.

No hay mal que por bien no venga.
Pero que venga corriendo
que tanto mal desespera.

IV

-¿Qué es la vida?... -Mientras dura,
lo que tienes, lo que tocas…
Lo demás, son conjeturas.

V

-¿Qué es la vida?... -Una ilusión
que nos mantiene dormidos
y atados a obligaciones
penosas y sin sentido.


VI

Para creer en la vida
hay que estar borracho de algo,
como dijo Baudelaire.
Sobrio, se te cae el sombrajo.

VII

En la vida todo dura
lo que dura la ilusión.
Al despertar, ves la trampa,
ves el truco y el cartón.

VIII

Tantos divorcios por hora
nos dicen que no están hechos
las mujeres ni los hombres
para hablar de amor eterno.

El amor es el engaño
de creer que esa persona
es mejor que las demás
y distinta de las otras.

Si amar es dar sin pedir,
sin esperar nada a cambio,
mira si el amor más puro
no es el amor a tu gato.

IX

Todo tiene remedio
menos la muerte,
que es de todo remedio.

X

La muerte es la medicina
que cura todos los males.
Cuando llega, no hay herida,
dolor, ni pena que aguante.

No me da miedo la muerte
porque morir es soñar.
Lo que me asusta es perderte
y no encontrarte jamás.

XI

He imaginado una verdad
que incluye todas las verdades.
Incluso todas las mentiras
en ella caben.

XII

Más allá de la apariencia,
del yo y de sus circunstancias,
un mismo ser nos alienta.

El ser único y eterno,
del que todo y todos somos
variaciones y reflejo.

En el teatro del mundo
todos somos personajes
de un solo actor: el ser único.

Que es el reparto completo:
el asesino y la víctima,
el carcelero y el preso.

(Para decirlo más claro,
yo soy Dios, en el papel
de este poeta cansado.)

Todas las vidas posibles,
a través de cada uno
de nosotros, Dios las vive.

Nadie es más ni nadie es menos.
A la postre, todos somos
el ser único y eterno.

Cuando en la obra se acaba
nuestro papel, devolvemos
al barro disfraz y máscara.

XIII

No hay Creación. Lo creado
y el Creador es lo mismo:
nuestro pintor es su cuadro.



XIV

La vida es sueño,
como sentencia el clásico.
Pero la muerte
es un sueño más largo,
sueño sin tiempo.




LA POESÍA

(Sextina)

Durante muchos años, lo fue todo.
Pusiste en ella tus mejores sueños.
Le diste lo mejor de ti y tu tiempo
esperando llegar a ser tú mismo.
Durante muchos años, fue el sentido
y la razón de ser de tu existencia.

Ahora que el final de tu existencia
se acerca y que se va acabando todo,
sin ilusiones vanas, sin sentido
-pues ella era el sentido-, ya sin sueños,
asumes lo que ves como tú mismo
y te aceptas después de tanto tiempo.

Te preguntas: ¿gané con ella el tiempo
o fue tiempo perdido? Tu existencia
sabes muy bien que no sería lo mismo
sin ella. Pero a veces crees que todo
habría sido más fácil sin los sueños
de gloria que nublaron tu sentido.

Sientes que en este mundo sin sentido
en el que dicen que hasta es oro el tiempo,
habría sido mejor dejar los sueños
y creer solamente en la existencia
de lo contante y lo sonante. Todo
lo que no es eso, sobra y da lo mismo.

¿De qué valió esforzarte en ser tú mismo
y en buscarle a las cosas su sentido?
Sobrevivir un día más es todo
sin otro afán que ver pasar el tiempo.
Hacía la mar discurre tu existencia.
Y es otra la materia de tus sueños.

Ella se fue, como llegó, entre sueños,
acaso porque tú no eras el mismo,
dejando más vacía tu existencia.
Y ni puedes decir que lo has sentido.
También uno se cura, con el tiempo,
de sufrir, de escribir, de ser… De todo.

Harto de la existencia, harto de todo,
de los sueños, del mundo y su sentido,
del tiempo, de ella y hasta de ti mismo.






Ulises

(1996)


La casa

Ésta es mi casa, vieja, con historia.
Dicen que fue cuartel y, antes, molino.
Lo cierto es que en su vientre guarda enormes
tinajas y secretos y ruidos
extraños.
Tuve una niñera que veía
a mi abuelo en espíritu.
Mi abuelo Rafael, con su bigote
de opereta, mirándome muy fijo
desde el retrato del salón; yo siempre
lo sentí junto a mí, detrás, muy cerca,
como un escalofrío.

Los corrales, selváticos
—las tapias y graneros destruidos—,
llenos de malvas locas y de ortigas,
de avisperos y nidos,
son nuestra Arcadia. Aquí cazamos gatos
y buscamos tesoros escondidos
y saltamos con un paraguas roto
desde el tejado; somos indios,
vaqueros y piratas.
Aquí nos está todo permitido.

Ésta es mi casa, siempre abierta, alegre,
feliz con las carreras y los gritos
de los niños que ríen, saltan, juegan,
incansables. Diurno paraíso,
que en las noches de invierno,
cuando golpea el viento enfurecido
y deja el pueblo a oscuras,
se puebla de fantasmas presentidos,
de amenazantes pasos y de sombras
que acechan en la sombra,
mientras la noche pasa y yo tirito,
acurrucado entre las mantas,
esperando que el sol venga en mi auxilio.


Mayo, 1991







El pueblo

A Federico Fellini en Amarcord

Aquí nací, éste es mi pueblo, ésta
mi calle. Los naranjos,
que perfuman el aire en primavera,
nosotros los plantamos.

Éste soy yo. Aquéllos, mis amigos
—Paco, Loren, Manolo,
Manolito, Jesús, Pepe, Eduardo...—.
El maestro se llama don Alfonso.
Hay como un fondo amargo en la dureza
de su gesto y su tono,
y aun así lo queremos.
Nuestra escuela
es este caserón presuntuoso
—escaleras de mármol, azulejos
sevillanos, vidrieras...—. Yo la odio.
Acurrucado en mi pupitre, espero,
antes de oír el fastidioso
«Salvago, siga usted», que la campana
suene y anuncie que ha acabado otro
día de clase. Entonces, nos iremos
a jugar a las eras o al arroyo,
a guerrear con palos y con piedras
contra los otros niños
o a explorar prohibidos territorios.

La mujer que reparte la merienda,
ya la conoces, es mi madre.
Éstas son mis hermanas: Mari Trini,
la mayor, Mari Encarna, la morena,
la pequeñita es Góret
—al nacer, yo tenía cinco años
y aún quería ser Papa,
para que me llevaran por las calles
en una silla sobre andas—.

El hombre al que me acerco ahora,
con la mano extendida, es mi padre.
—En lugar de monedas, me da fichas
de juego, que me cambian en los bares.—
Es bueno de verdad. Nunca le ha hecho,
que nadie sepa, daño a nadie...,
salvo a nosotros. Pero son sus cosas,
esas cosas que enferman a mi madre,
que se tome unas copas o que juegue;
en fin, que llegue mal y tarde.
Qué le va a hacer... Nació un trece
del año trece y hace el trece
de trece hermanos. —No puede decirse
que la fortuna le haya acompañado.—

Ese viejo risueño y desdentado,
que va con una silla en la cabeza,
es el loco Chinorro. No sé dónde
meterme si se acerca
al portón de mi casa y con su voz
sonora, de tormenta,
llama a mi madre y le pregunta:
«¿Floreció ya el rosal, parienta?»
El tal rosal es un barrote mohoso
de hierro, que nos trajo una mañana,
ilusionado. El pobre loco,
al que mi madre siempre le contesta
que jamás vio un rosal igual de hermoso,
ríe contento y sigue su camino
por el camino de Sevilla
con su inocencia grande y con su silla.

Ese gitano fino, aquel del traje
azul a rayas, es Heredia.
Es el dueño del cine. Cada noche,
sin saberlo, alimenta
mi fértil fantasía. Entramos gratis,
y ahí voy, de la mano de mi hermana,
a soñar mil y un sueños, con los ojos
abiertos, embebido en la pantalla
—entre crujir de pipas y oportunos
aplausos, cuando al fin llegan los buenos—,
mientras cruzan radiantes y solemnes
las estrellas fugaces por el cielo.

Aquél es Casimiro, un borrachín
discreto y solitario,
con el que algunas veces bromeamos.
Le gusta sorprendernos con palabras
rebuscadas y hablarnos de la vida
—en especial, de las mujeres
a las que teme y mira
con sus ojos golosos, desde lejos—.

Aquel otro es Turutu, tiene fama
de miedoso, aunque estuvo
de voluntario en Rusia, combatiendo
contra los rusos.
Vive en una casucha abandonada
frente al barranco, fuera ya del pueblo,
con su miedo y su historia,
con sus negros recuerdos.

Éstos y otros son los personajes
que pueblan el teatro de mi infancia:
el terrible y temido loco Flores,
la Mona y su tembleque, el Porro, Juana;
María la tonta, a la que le cantamos
«María la tonta puso un puchero...»;
don Paco el boticario, señorial
y distante; Ramón el de los perros;
don Rafael, el médico que cura
con vocación de buen samaritano
nuestras heridas —siempre con sus puntos
y su inyección del tétano—;
los mariquitas que bajan de noche
al Pilar, doña Lola,
Enrique el sacristán, el cano Almagro;
doña Rosario, la matrona;
Rogelio, ese borracho
que anda tirado por bares y aceras,
al que enfadamos —«¡azúcar, Rogelio...!»—;
la sombra del Palomo y su leyenda
—un hombre, como tantos,
echado al monte por la guerra,
que regresó y buscó a los que mataron,
por sus ideas, a su madre
e hizo justicia por su cuenta—.

Éste es mi pueblo con sus casas blancas,
sus interiores negros,
su puente de Birrete sin un río
que anime su ojo tuerto,
con sus veranos cálidos, sus carros
cargados de melones, sus inviernos
medrosos, tristes, fríos,
y esas campanas que tocan a duelo
o repican alegres cuando hay fiesta
o nos despiertan cuando hay fuego
o callan cuando el último suicida
se arroja de cabeza al pozo
o se cuelga del cuello.

Aquí crecí, éste es mi pueblo, ésta
mi calle. Los naranjos,
que plantamos nosotros, siguen vivos
y perfumando.
Mis amigos son esos cuarentones
que van de sus asuntos al casino.
Mi casa es ésta, nueva, reformada,
hoy convertida en pisos.
Ésta es mi madre, ya su pelo negro
se volvió blanco y está herido
su corazón. Mi padre,
hasta anteayer un torbellino,
se ha sentado y da pena verlo así,
con lo que ha sido...

Turutu se murió. Se murió el loco
Chinorro. Casimiro
apareció ahorcado una mañana.
Yo me marché hace años.
Otra es mi vida y otros son los tiempos.
Otros, los ojos de los niños.


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