domingo, 11 de diciembre de 2011

HERMANN BROCH [5.347]


Hermann Broch 

(1 de noviembre de 1886 en Viena, Austria — 30 de mayo de 1951, en New Haven, Estados Unidos). Novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo austriaco. Destacó por su capacidad para imbricar en su obra las más diversas experiencias, colectivas o individuales, de su tiempo.


Hermann Broch nació en una familia hebrea acomodada. Estudió en una escuela secundaria del Estado en Viena, hasta 1904. Luego, hizo cursos técnicos sobre manufactura textil y se integró en el negocio familiar desde 1916. Sin embargo, abandonó ese trabajo en 1928, para estudiar matemáticas, psicología y filosofía en la Universidad de Viena, e iniciarse luego en la escritura y seguir su vocación literaria hasta el final.

Su consagración artística se produjo tras la publicación de la importante trilogía Die Schlafwandler (Los sonámbulos, 1931-1932), compuesta por Pasenow oder die Romantik, Esch oder die Anarchie, Huguenau oder die Sachlichkeit. La obra, concebida como un fresco histórico de la transición del siglo XIX al XX, presentaba con ironía y suma complejidad estilística la victoria de las concepciones materialistas sobre los antiguos ideales individualistas.

Entre 1934 y 1936 empezó a escribir Der Versucher (El Tentador), que sólo completaría en el exilio: es una parábola de la situación alemana. Con la anexión de Austria en 1938 fue detenido por ser su familia de origen judío. Tras ser liberado, al poco tiempo, gracias entre otros a James Joyce, emigró a Inglaterra y Escocia. En 1940 marchó a los Estados Unidos, allí escribió su más ambiciosa novela, Der Tod des Vergil (1945, La muerte de Virgilio), donde la realidad y el delirio se mezclan durante las últimas horas de vida del poeta latino, en diálogo con el emperador Augusto; en su época veía Broch cierto paralelismo con la propia. La obra fue subvencionada por la fundación Guggenheim, y se publicó en alemán y en inglés.

También en 1934, uniría su voz a la polémica que había suscitado Heidegger respecto a la autenticidad del lenguaje y del habla para señalar que el problema en torno a ellos no estaba en la palabra en sí, sino en el uso que los humanos hacemos de ella. Aquél habría generado cierto desprecio por la palabra, un escepticismo alrededor de la comprensión entre los sujetos; de modo que se empezó a dar una gran importancia al mutismo, a pesar de que en el mundo hubiera toda una polifonía de voces, más bien caótica, donde se mezclaban una gran cantidad de opiniones dispares.

En unos pocos años, antes de su desaparición, logró completar obras con grandes esfuerzos; aparecieron póstumamente. Así sucede con su Psicología de las masas.

Las Cartas representan uno de los mayores documentos de mediados del siglo XX, por los numerosos interlocutores que tuvo. Finalmente en 1950 dio a la imprenta Die Schuldlosen (Los Inocentes), análisis de la Alemania prehitleriana, a partir de escritos publicados veinte años antes y refundidos en esta obra. En el exilio ayudó a muchos perseguidos, entre otros a Robert Musil, sin que éste lo supiese, por lo que conoció a un gran número de escritores y de personas afines. Murió en Estados Unidos, su obra disfrutó posteriormente una continua revalorización, que perdura hasta hoy.

Obras

Die Schlafwandler, 1931-1932 (Los sonámbulos), trilogía de novelas:
Pasenow o el romanticismo, Nuevas ed. bolsillo, 2006, novela.
Esch o la anarquía, Nuevas ed. bolsillo, 2006, novela.
Huguenau o el realismo, Nuevas ed. bolsillo, 2006, novela.
Dichten und Erkennen. Essays I, Zúrich 1955, ed. por Hannah Arendt
Erkennen und Handeln. Essays II, ed. por Hannah Arendt
Poesía e investigación, Barral, 1974, ensayos, contiene un largo trabajo sobre la literatura en tiempos de Hugo von Hofmannsthal, or. 1932.
Die Unbekannnte Grösse, 1933, novela
Geist und Zeitgeist, 1934, ensayos.
Der Tod des Vergil. Tr.: La muerte de Virgilio, Alianza, 2007, novela.
Die Schuldlosen, Zúrich 1954, ed. por J. Weigand. Tr.: Los inocentes, Nuevas ed. bolsillo, 2007, relatos.
Der Versucher , 1953, novela (antes, Die Verzauberung), ed. Felix Stössinger. Tr., Los hechizados, Adriana Hidalgo, 2007.
Massenpsychologie, 1959, ensayo. Legado póstumo, ed. por Wolfgang Rothe.
Autobiografía psíquica, Losada, 2003.
Briefe, Zúrich 1957, ed. por Robert Pick.
En mitad de la vida, Igitur, 2007, poesía completa (or. Gedichte, Zúrich 1953, ed. Erich von Kahler).



Voces

Traducción de
María Ángeles Grau


1913


Mil novecientos trece. ¿Por qué tienes que hacer
poesía?
Para descubrir otra vez mi juventud.



Un padre y un hijo siguen juntos su camino
desde hace muchos años: Estoy muy cansado,
dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío,
nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor
anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios.
El padre contesta: El progreso avanza
hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve
a turbarlo!
Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde,
¡cierra ya los ojos y avanza con fe ciega!
El hijo responde: El frío me invade,
¿acaso no has sentido nunca una pena profunda?
¡Oh, date cuenta!, cabalgamos en sombras.
¡Oh, date cuenta!, nuestro progreso no es más que una
huella,
el suelo se hunde bajo nuestros pies y nos arrastra,
damos vueltas sobre un torbellino como plumas sin
peso.
Nuestros pasos son engaño y les falta un espacio.
El padre contesta: ¿Acaso el avanzar del hombre
no le lleva siempre a espacios infinitos?
El progreso conduce a un mundo sin fronteras,
tú en cambio lo confundes con fantasmas.
Maldito progreso, dice el hijo, maldito regalo,
él mismo nos cierra el espacio,
sin dejar que nadie avance,
y el hombre sin espacio es un ser ingrávido.
Éste es el nuevo rostro del mundo:
El alma no necesita progreso,
pero sí en cambio precisa gravidez.
El padre sigue avanzando e inclina la cabeza:
«Un polvo reaccionario cubre a mi hijo».


¡Oh, primavera otoñal!
Nunca hubo primavera más hermosa
que aquella primavera de otoño.
Floreció la tranquilidad más amorosa,
aquella que existe antes de la tempestad.
El pasado surgió de nuevo,
y también la disciplina.
Hasta el dios Marte sonreía.


De todos los sufrimientos que los hombres se infligen
entre sí,
no es la guerra el peor mal,
es sólo el más absurdo
y padre de todas las cosas.
Y el mundo de los hombres
ha heredado de la guerra la insensatez,
que está incrustada inextirpable en su carne.
Dolor, ¡oh, dolor!
La insensatez no es más que falta de imaginación,
ridiculiza lo abstracto, habla absurdamente de cosas
santas,
del suelo y del honor de la patria,
de mujeres y niños a los que hay que defender.
Pero si se halla ante lo concreto, entonces enmudece
y es incapaz de imaginar los rostros,
los cuerpos y los miembros desgarrados de los hombres,
así como el hambre que en mujeres y niños ella misma
ha despertado.
Así es la insensatez, merecedora de la piedad de Dios,
la insensatez de los filósofos y de los poetas,
que hablan, sin saber, de espíritus sangrantes, de bocas
babeantes,
y de la santidad de la guerra.
Pero deben evitar las banderas ondeantes de las
barricadas,
pues allí acecha la verborrea abstracta,
la falta de responsabilidad sangrienta y sanguinaria.
Dolor, ¡oh, dolor!


En el espacio al que no podía darse este nombre,
porque era la sede de todos los ángeles y de todos los
santos,
allí habitó una vez el alma.
Y no necesitaba suelo ni firmamento ni progreso,
pues sus pasos eran el infinito, sostenido desde lo alto,
sumergidos en la maraña de lo eternamente perfecto.
Pero cuando el infinito llamó al espíritu,
tuvo éste que volver al espacio de lo real
y conquistarlo y admitir altura, anchura y profundidad
como formas ineludibles del ser.
Así fue como el saber se transformó en progreso,
bañado en sangre, en torturas y en obligaciones.
Y su nuevo comienzo, confuso, herético, embrujado,
desgarrado en sus creencias por la barbarie,
torturado sin compasión por los infiernos
y sin embargo ampliamente humano,
estaba abierto al conocimiento y a la investigación
y en las imágenes del mundo descubrió un nuevo
infinito.
Es el mismo juego de otros tiempos:
el infinito, casi poseído por el espíritu,
escapa hacia espacios extraños
hasta el borde del conocimiento,
allí donde la palabra enmudece y los sueños se hielan,
donde el sonido se apaga y la misma imagen se esfuma.
La medida no es allí medida ni vale ningún juramento,
es la maleza de los sin destino,
una proliferación monstruosa
que confunde la lejanía con lo cercano,
un burbujeo de caldera embrujada
que confunde el calor con el frío.
Y surge un nuevo espacio, sin espacio ni medida,
el espacio del nuevo tiempo,
que se abre otra vez a las torturas —¡oh, cuánto sufre
el corazón!—,
que se abre otra vez a las guerras —¡oh, pecados y
más pecados!—,
a fin de que el alma del hombre resucite.


Ésta es la gran época de la juventud burguesa
que sólo piensa en el dinero, en el amor y cosas
semejantes,
mientras pretende renunciar a todo lo demás
uniendo su mundo a otros mundos mediante simples
problemas de celos.
Dios es un requisito que se usa en poesía,
y la política, en otros tiempos virtud de príncipes,
no es más que vileza para aquel que hojea el periódico,
pues la considera un pecado del pueblo,
y esto le libra de obligaciones.
Así se creó mil novecientos trece,
con un ruido exento de alma y con gestos de ópera,
y sin embargo lucía el suave y hermoso arco iris de
siempre,
aliento del rito del amor y eco de grandes fiestas de
antaño,
cuellos almidonados, corpiños, encajes,
¡oh encanto de las faldas acampanadas!,
¡última y dulce despedida del barroco!


Hasta lo que sobrevive en el tiempo y carece de color
adquiere, al despedirse, el suave tinte de la melancolía,
¡oh, tristeza del pasado!,
¡oh, Europa, oh, milenios de Occidente!
La vida estructurada de Roma y la sabia libertad de
Inglaterra
se ven desde ahora amenazadas y puestas en
contradicción,
y surge de nuevo el pasado,
el apacible orden de los símbolos de la tierra,
en los cuales —¡oh, iglesia poderosa!—
se refleja y se expande el infinito,
imagen del universo en reposo de triple acorde
dentro de sus lentas soluciones y armonías.
Y ésta fue precisamente la dignidad de Europa,
impulso controlado, presentimiento del todo,
que mira hacia arriba siguiendo las líneas progresivas
de una música
—¡oh, cristiandad de Sebastián Bach!—
y que como el ojo de este mundo
se impregna de cuanto en el otro existe,
de forma que se cumplan
tanto los lazos de allá arriba como los de aquí abajo.
Y el acontecer que sigue el orden tradicional, y la
libertad,
se extienden de símbolo en símbolo
hasta el sol más escondido del universo occidental.
Y se evidencia de pronto que nada cambia,
que las imágenes carecen de conexión, inmutables en
su rapidez,
que apenas hay símbolos,
y que el finito y el infinito a la vez
amenazan la atrayente disonancia.
El triple acorde, tradición en la que ya no se puede
vivir,
se vuelve ridículo e insoportable;
el Elíseo y el Tártaro se precipitan uno en otro
y ya no se pueden distinguir.
Adiós, Europa. La bella tradición ha terminado.


Din-dón, gloria.
Nos vamos a la guerra
sin saber por qué,
pero quizá resulte divertido
yacer en la tumba
junto a los cuerpos de los hombres.
La amada queda callada en casa
y llora amargamente,
pero el soldado se burla heroico
de las lágrimas de mujer,
cuando ante el enemigo
estalla el cañón
con din-dón gloria.
Aleluya, aleluya.
Nos vamos a la guerra





1923

Mil novecientos veintitrés. ¿Por qué tienes que hacer
poesía?
Para informar de todas nuestras negligencias.


Es en la santidad, sólo en ella,
donde el hombre se enriquece más allá de sí mismo.
Y cuando, sumido en la plegaria, se entrega
a algo superior,
la parte anterior de su cabeza, el rostro,
se hace más humana,
su existencia se humaniza y adquiere plenitud,
el mundo tiene sentido para él.
Pues sólo en la santidad, sólo en ella,
encuentra el hombre la convicción
sin la cual nada tendría sentido,
el convencimiento de la veneración
que se dirige a lo más grande y que,
precisamente por ello, es la pura sencillez sobre la tierra
la ayuda al prójimo es buena, el asesinato malo,
sencillez de lo absoluto.
Todo lo santo lucha por este absoluto,
se acerca al martirio y, atrayendo hacia sí
la vida simple, la eleva hacia la santidad,
hacia la única convicción soportable,
hacia la pureza más sencilla.
Pero cuando
esta convicción y santidad
y esta sencillez desaparecen,
cuando son destronadas
por diversas convicciones muy santas
o, mejor, son reemplazadas
por otras opiniones muy puras
que juegan a la santidad irrespetuosamente,
aparece la idolatría,
el culto a muchos dioses,
culto que ya no permite al hombre dirigirse a lo más
grande,
no, le arroja a lo inferior a él, de suerte que
pierda su humanidad, caiga en el rebajamiento de sí
y finalmente, con una falsa veneración, se dirija
plegarias a sí mismo,
sin venerar la auténtica humanidad: aquí aparece lo
pagano,
el vacío del mundo en el que todo tiene el mismo peso,
en el que todo tiene la misma santidad pagana.
Y así se enfrentan las convicciones,
al no existir veneración ni santidad ni distinción,
y cada una de las convicciones es la más santa,
la absoluta, y quiere aniquilar a las demás,
dispuesta a cualquier asesinato.
De la abundancia de convicciones
y de las falsas santidades surge, pavoroso,
el terror
en el salvajismo ronco del vacío,
pero imitando la santidad,
de modo que incluso se podría morir por él
con la alegría de un mártir.
Y
cuando los hombres volvieron de la guerra,
cuyos campos de batalla habían sido un vacío ululante,
encontraron lo mismo en sus casas:
el vacío de la técnica
ululaba igual que los cañones,
y el dolor humano se tenía que refugiar,
como en los campos de batalla,
en los rincones de los espacios vacíos,
circundado por aquella ronquera que produce el miedo,
rodeado sin compasión por la nada más brutal.
Entonces les pareció a los hombres
que todavía continuaban muriendo,
y preguntaron lo que preguntan todos los moribundos:
«¿Por qué, con qué fin hemos malgastado nuestra vida?
¿Qué nos ha conducido a este vacío?
¿Qué nos ha entregado a la nada?
¿Es ésta en verdad la determinación del hombre?
¿Es ésta su suerte? ¿Es que verdaderamente nuestra
vida
no puede tener otro sentido sino este sin-sentido?»
Mas las respuestas a estas preguntas
las hacían los mismos hombres,
y eran por tanto opiniones vacías,
otra vez el vacío de la nada,
cobijado en la nada,
formado por la nada,
y por eso predestinado a sumergirse de nuevo
en la confusión de las convicciones
que obligan al hombre a ofrecerse nuevamente en
holocausto,
a ofrecerse de nuevo en la guerra,
a ofrecerse de nuevo a la heroicidad pagana y vacía,
a la muerte sin martirio,
al sacrificio vacío
que nunca vuelve a crecer sobre sí mismo.
¡Ay de la época de las convicciones huecas
y los sacrificios vacíos!
¡Ay del hombre de vacío altruismo!
Pues aunque los ángeles le lloren
será un llanto inútil.
¡Fuera convicciones!
¡Fuera el caos de las convicciones,
la santidad pagana!
¡Oh simplicidad de la vida sencilla!
¡Oh absoluto!
¡Oh, dadles ya su eterno y sano derecho!
¡Oh piadosos deseos! Nadie puede cumplirlos,
pues todos son culpables, sin serlo,
de no cumplirlos:
pero aquel que se aproveche de la culpabilidad humana
en su propio beneficio,
recibirá el castigo de su culpa;
la maldición de la infamia caerá sobre él.



1933

Mil novecientos treinta y tres. ¿Por qué tienes que
hacer poesía?
Tierra de Promisión de la despedida,
¡oh, presentimiento de profundos abismos!



No nos engañemos,
nunca seremos buenos;
arrastrados de borrachera en borrachera,
vamos hacia la tortura y la sangre.
Amamos la pena de muerte,
con el látigo, la soga y los gritos;
con cincuenta valientes latigazos
liberamos las costillas y la columna vertebral.
El hierro del garrote
quiebra lentamente la nuca,
y de la hirsuta barba del reo
cuelga la lengua azul.
Nuestro progreso tiene mucho que agradecer
a la juiciosa guillotina;
la silla eléctrica,
que tortura sin hablar,
sirve para idéntico fin.
Los patíbulos de acero
para dos o cuatro personas,
orgullo del ejército alemán,
se mueven sobre neumáticos de goma.
Las plumas diseñan en los tableros de dibujo
y nadie, nadie, siente temor.
La nueva cruz de Gólgota
hecha de tubos y enchufes,
se puede transportar, brillante, sobre ruedas,
exacta, para que la gente lo crea,
y luego los ingenieros
le atornillarán allí.



Descúbrete y piensa en las víctimas.
Pues sólo el que siente la soga en su cuello
se da cuenta de la brizna de hierba
que se agita en el viento
por entre los adoquines que hay bajo el cadalso.
¡Oh, aquellos que disfrutan con el derramamiento de
sangre!
Lo demoníaco es ciego,
lo prohibido es ciego,
los espectros son ciegos,
están ciegos ante lo que germina
porque ellos carecen de crecimiento.
Y sin embargo, cada uno de ellos
fue niño una vez.
No alabes ni premies nunca más a la muerte,
no premies la muerte que los hombres se infligen unos
a otros,
no alabes lo indigno.
Ten, en cambio, valor para decir mierda cuando alguien
excite a los hombres a matar a su prójimo.
En verdad que el asesino sin dogmas
es el mejor de los hombres:
¡oh llamada humillante y envilecedora,
llamada al verdugo, la llamada de miedo más secreto,
llamada de todos los dogmas que carecen de
fundamento!
Hombre, ¡descúbrete y piensa en las víctimas!
El mal vuelve siempre su rostro hacia el mal:
¿quién consuma el sacrificio humano espectral?
Un espectro.
Está ahí en la habitación, algo prohibido está ahí,
que silba para sus adentros,
¡es el espectro del espíritu burgués
habituado al orden!
Ha aprendido a leer y a escribir,
usa cepillo de dientes,
va al médico cuando está enfermo,
honra a veces padre y madre,
en general se ocupa sólo de sí mismo,
y sigue siendo sin embargo un espectro.
Surgido del ayer, sujeto románticamente al pasado, presintiendo en cambio las ventajas del tiempo actual y pendiente de éste, un espectro que no es un espíritu, un espectro de carne, sin sangre y sin embargo sanguinario, con una objetividad casi carente de odio, sediento de dogmas, ávido de fórmulas exactas y movido por ellas como por los hilos de las marionetas (entre estas fórmulas está el progreso), siempre sangriento y cobarde, virtuoso en cambio en toda circunstancia, así es el burgués: ¡dolor, ay, dolor!

¡Oh, el burgués es en definitiva lo demoníaco! Su ilusión es la técnica más moderna y desarrollada que lleva inexorablemente a fines ya extinguidos, su ilusión es la ramplonería más perfecta técnicamente. Sueña en que un espíritu demoníaco profesional toque exclusivamente para él, sueña en la magia de la ópera, que brilla y refulge entre el hechizo del fuego. Su ilusión es brillo andrajoso.

¡Ah, qué asustados estábamos!
A través del Berlín de espectros
pasaba como un rayo el emperador-burgués,
plif-plaf, clin… clin…,
ramplonería de púrpura y apocalipsis,
motorizado y vestido de armiño,
hiede a barroco,
resuena diáfana su gran limusina.
Nos empujamos con los hombros
y nuestro espanto se convierte en risa.
Pero esto era sólo el comienzo,
cuando tres decenios más tarde
se aproximó el monstruo y abrió sus fauces
y nos habló en un lenguaje babeante,
entonces perdimos nosotros el don de la palabra.
Las palabras se secaron
y parecía
que nos hubieran arrebatado para siempre
la comprensión:
el que todavía hacía poesía
era tenido por un loco despreciable,
que pretendía sacar frutos de flores marchitas.
Perdimos la risa y vimos la máscara del terror,
la ramplonería fúnebre
unida al rostro del verdugo,
espíritu burgués.
Máscara sobre máscara,
monstruosidad cubriendo monstruosidades,
rostro que ignora las lágrimas,




Pero las revoluciones, sublevación de la naturaleza ante lo monstruoso, ante lo espectral y radicalmente prohibido, rebelión contra la multiplicidad de convicciones, que la sublevación pretende destruir mediante el fuego lúgubre y corrosivo del terror y de la violencia, las revoluciones se convierten ellas mismas en fantasmas, ya que todo terror provoca una nueva actuación de la burguesía, hace surgir a los que se aprovechan de las revoluciones, al burgués rebelde, al técnico y virtuoso del terror, a los eternamente profanadores de la justicia: ¡Dolor, ay, dolor!

¡Oh justicia revolucionaria! La revolución trae consigo la revolución imitativa y demoníaca del burgués, ente criminal y más exasperante aún, porque su falta de dogma es la del poder al desnudo. No se trata ya de convencer, de grado o por fuerza, sino de la infamia inherente a todas las convicciones, del instrumento de terror técnicamente más perfecto, de campos de concentración y laboratorios de tortura, que tratan de conseguir, mediante la abolición de la ley, hecha ley suprema, mediante la mentira fantasmagórica, hecha verdad superior, una esclavitud universal y abstracta, ajena a todo lo que sea humano.



No podemos medir el ser que hemos perdido:
yo era uno en mi cuna
y seré uno a la hora de mi muerte,
aunque quizá deberé aguardar,
tras los alambres de púas,
a que me conduzcan
al lugar del suplicio.
Pues nuestras almas,
aunque adheridas a la nada
y sin saber hacia dónde
han de dirigir sus plegarias,
susurran delirantes en piadosa soledad,
como si en la nada
se ocultara callado el Ser.
¡Oh, haced que yo nunca olvide!
Por eso tú, que aún vives,
debes descubrirte y pensar en las víctimas,
sin olvidarte de aquellas que lo serán en el futuro.
La carnicería humana no ha terminado aún:
¡sean malditos los campos de concentración
de todo el orbe terrestre!
Se multiplican, sea cual sea su nombre.
Revolucionarios o antirrevolucionarios,
fascistas o antifascistas,
representan el dominio del burgués,
ya que éste quiere practicar y sufrir la esclavitud.
¡Maldita sea la ceguera!
El prado y el bosque llegan hasta las alambradas,
y en los hogares de los verdugos cantan los canarios.
Un cielo de sangre cubre las cuatro estaciones del año
y el arco iris no tiene color de esperanza,
el cosmos se burla de las incompatibilidades
y pregunta al hombre:
¿soportarás todo eso aún mucho tiempo?,
¿qué ves?, ¿qué te parece falso?
El que va a morir lo ve;
ya nada le amarga
y el tiro en la nuca es auténtico.
Descúbrete y piensa en las víctimas.



La incisión en lo terreno, otra vez. La orilla desciende
abrupta, hasta el mar,
El paisaje ya no constituye un todo y el horizonte,
allá a lo lejos,
está cubierto por la niebla múltiple de la metamorfosis.
Las cosas se han convertido en mesura del hombre.
Y el ayer se escapa antes de que la barca lo recoja.
Ve hasta el puerto.
Las barcas aguardan todas las noches, invisibles,
para llevar hacia el este desconocido de la noche
la flota de los humanos: ¡oh, incisión que atraviesa el
tiempo!
¿Existió nunca un ayer? ¿Quiere burlarse de ti?
¿Existió nunca la madre? ¿Existió nunca lo que te
llevó en su seno?
¿Existe el retorno al hogar? Nunca existe el retorno,
siempre hallas, en tus encuentros, aquello que te está
destinado.
Por eso no es necesario que busques, mira únicamente.
Contempla el flujo y reflujo tranquilos,
contempla la metamorfosis en la escisión,
la pausa entre lo visible y lo invisible
en que se resuelve la escisión,
allí a donde vuelven las cosas hechas por el hombre,
indefensas al término de su poder. En eso se cumple
todo.
Ve hasta el puerto.
Cuando el atardecer se cierna sobre los muelles
y el mar sea un espejo tranquilo,
observa allá donde el ayer se convierte en mañana
antes de que se cumpla.
El paisaje está dividido,
pero tu saber es mayor que tú mismo.
Espolea de nuevo tu conocimiento
para que tu saber lo alcance
antes de que caiga la noche.



No basta el que no esculpas una imagen Mía;
tú piensas sin embargo en imágenes
cuando piensas en Mí.
No es suficiente que te avergüences
de pronunciar Mi Nombre;
tu pensamiento es lenguaje
y Me nombras con tu callada vergüenza.
No basta que no creas en otros dioses aparte de Mí;
tu fe sirve sólo para forjar ídolos
y Me coloca en su mismo rango;
son ellos y no Yo quienes te dan órdenes.
Yo soy el que soy
y no soy porque soy.
Yo escapo a tu fe.
Mi rostro no es rostro. Mi lenguaje no es lenguaje,
esto lo sabían Mis profetas:
cualquier afirmación acerca de Mi Ser o Mi no-Ser
es presunción.
Y tanto el descaro del embustero
como la sumisión del creyente
son igualmente saber presuntuoso.
Aquel evita las palabras de los profetas
y éste no las comprende,
aquél se rebela contra Mí,
éste se Me une con una veneración cómoda.
Por eso rechazo a aquél
y sobre éste dejo caer Mi ira.
Soy benévolo para con los que confían en Mí.
Soy el que no soy,
soy una zarza ardiendo y no lo soy,
pero a aquellos que preguntan:
¿a quién hemos de venerar? ¿quién ocupa el primer
puesto entre nosotros?,
a ellos ya les respondieron Mis profetas:
¡Venerad lo desconocido! ¡Adorad lo desconocido!
Lo que está fuera,
lejos de vuestro campo;
allá está Mi trono vacío,
inasequible en el no-espacio vacío,
en la no-mudez vacía y sin límites.
¡Protege tu conocimiento!
No intentes acercarte.
Si quieres acortar la distancia
agrándala con libertad
y arrástrate libremente en la contrición
sin poder acercarte a ti mismo.
Sólo así podrás formarte una imagen.
Si no, te verás obligado a la contrición.
No seré Yo quien levante el látigo sobre vuestras
cabezas,
vosotros mismos lo iréis a buscar
y bajo sus golpes
perderéis vuestra capacidad de ser imágenes,
perderéis vuestro conocimiento.
Pues en tanto Yo sea y exista para ti,
te habré infundido el no-espacio de Mi Ser,
y habré hundido hasta lo más profundo de ti mismo
aquello que es más externo,
a fin de que
tu conocimiento llegue a presentir tu saber
y, no obstante, puedas creer en tu falta de fe,
reconoce la capacidad de tu conocimiento,
pregunta por tu facultad de preguntar,
la claridad de tu oscuridad,
la oscuridad de tu claridad,
que no se pueden oscurecer ni volver más diáfanas:
ahí radica Mi no-Ser.
Así es como enseñaron Mis profetas
cuando fue el momento
y, rebelándose sólo por ser elegidos
pero siendo sin embargo elegidos,
algunos del pueblo así lo entendieron
y se atuvieron a ello.
Escucha en lo desconocido,
atiende a las señales de la nueva plenitud
a fin de que existas cuando se abran a tu conocimiento.
Dirige hacia allá tu piedad y tu oración.
No Me reces a Mí, no te oiré:
sé piadoso por Mi causa, incluso sin acercarte a Mí.
Sea ésta tu conducta:
orgullosa humildad
que te hace ser hombre.
Y, sobre todo, mira.
Esto sí es suficiente.



Oh, el sistema solar es todo para el hombre,
y le cuesta decir adiós,
aunque en la mirada de despedida
descubra la Tierra de Promisión,
sin que pueda ni deba pisarla.

Hermano lejano, a quien todavía no conozco
en mi desamparo,
ha llegado el momento
de que escalemos el monte Pisgah.
Un poco fatigados
—como corresponde a nuestra edad—
pero llegaremos,
y luego, en la cúspide del monte Nebo,
allá descansaremos.
No seremos ni los últimos ni los primeros en llegar.
Se nos juntarán eternamente
gentes de nuestra clase
y diremos de pronto Nosotros
olvidando el Yo.
Pero ahora hablaremos así:
nosotros, estirpe elegida,
estirpe renovada entre todas las demás,
en máxima y pujante transformación,
nosotros que hemos cruzado el desierto
hambrientos, sedientos, cubiertos de polvo y de mugre,
completamente agotados
(sin citar los insectos, las sabandijas
y las enfermedades
que nos han torturado).
nosotros los exiliados,
los buscados por el hogar
y que por eso buscamos hogar,
nosotros, los que hemos escapado al horror,
reservados para la felicidad de conservar
y de contemplar.
Nosotros, los que nos hemos evitado
el horror de la contemplación expectante,
nosotros somos los bienaventurados.
La noche se nos ha hecho corta,
para nosotros el ayer llega hasta el mañana
y vemos uno en otro,
regalo maravilloso de la paridad del tiempo.
Y de este modo
(mientras allá abajo hacen sus equipajes,
con la confusión y los gritos de la marcha),
a nosotros, aquí arriba,
libres de toda esperanza, dichosos,
en la gran despedida de la contemplación,
nos es dado esperar el beso dulce y fuerte de lo
desconocido
sobre nuestros ojos y sobre nuestras frentes.



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