sábado, 19 de junio de 2010

201.- EDUARDO MOGA





DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS

Nació en Barcelona, en 1962. Es licenciado en Derecho y Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona.

Ha publicado los siguientes poemarios: Ángel mortal (Barcelona, Serbal, 1994), La luz oída (Premio «Adonáis» 1995, Madrid, Rialp, 1996), El barro en la mirada (Barcelona, DVD ediciones, 1998), El corazón, la nada (Madrid, Bartleby, 1999), Unánime fuego (Lisboa, Tema, 1999, en edición bilingüe castellano-portugués; segunda edición en Madrid, Galería Luis Burgos-Arte del S. XXI, 2007), La montaña hendida (Vitoria, Bassarai, 2002), Las horas y los labios (Barcelona, DVD ediciones, 2003), Soliloquio para dos (Velliza, Valladolid, edición para bibliófilos de José Noriega, 2006; segunda edición en Santa Coloma de Gramenet, Barcelona, La Garúa, 2006), Los haikús del tren (Almería, El Gaviero, 2007), Cuerpo sin mí (Madrid, Bartleby, 2007) y Seis sextinas soeces (Velliza, Valladolid, El Gato Gris, 2008).

Premio «Adonáis» 1995, por La luz oída. Madrid, Rialp, 1996


Fragmento de Soliloquio para dos

Dime, alma, qué cincel has empleado
para que sea yo tu forma,
qué sombra subyace en mi sombra,
o qué memoria soy, qué invertebrada
conciencia.
¿Has moldeado el aire?
¿Asientes a mis volúmenes, a mis ojos?
Acaso sea hijo de tu luz,
y acaso ese resplandor aterido
me rescate de lo inconcebible
y me alimente de lo mortal:
tu fiebre me unce al ser.
¿Qué extraña potencia, alma,
constituyen mis manos?
¿Son las tuyas?
¿Tienes tú manos?
¿Ven?
Dime, oh, alma, si es tuyo este silencio
o si son los engranajes de mi cuerpo;
dime si dictas tú mi sangre
o es mi sangre la que te articula;
dime si eres mortal
o sólo sucumbes al azar.
¿Existes, alma?
¿Existo yo,
o soy un arañazo de la nada?
Te hablo, y no sé a quién.
¿Por qué es tu transparencia
mi opacidad?
¿Por qué desconozco tu idioma,
si en mí converge cuanto hay,
y me iluminan soles dispares,
y recae en mi piel el peso de lo que se aleja?
¿Por qué no te veo, alma,
si advierto las hondonadas celestes,
los remolinos de la fragilidad?
Me oigo anochecer, y morir,
y construirme;
te niego, alma: niego tu azul
y tus guadañas;
niego tus células,
en las que cunde lo incomprensible.
Y oigo tu levedad,
que me atenaza; y aquilato
tu soplo homicida,
el fluir de tu ausencia
por mis capilares
y mi ropa.
¿Eres, alma?
¿Determinas mi latitud y mi penumbra?
¿Coses mis latidos?
¿Me acunas?
¿Por qué no recalas
en mis signos, y fotografías mis miedos,
y me ratificas en tu hoguera sin causa,
ajena al tacto, despojada de tildes,
pero que siento en el fondo de mi nombre,
derramada,
derramándose?
¿Por qué no lloras?
¿Qué mar es el tuyo, alma?
¿Te poseo
o soy yo tu objeto?
¿Qué abstracciones, pájaros,
estragos
son tu carne,
o la mía? (…)

[Fragmento inicial de Soliloquio para dos]




Fragmento de El barro en la mirada

¿Estoy muerto? Esta cólera vacía
que recorre los túmulos del cuerpo
¿es el florecimiento de las sombras
o lodo iluminado que profana,
como un frío corcel, la pubertad
de los signos? Este oro mutilado
que se deslíe irremisiblemente
hasta alcanzar la mácula del semen,
que perfora los nombres como a nubes
prohibidas, ¿son mis ojos acercándose
al acero? ¿son légamo urgente
como el tiempo? ¿o acaso oscuridad
matinal, detenida en la serena
tempestad de los labios, impregnada
de danza y de paciencia? Realmente,
¿estoy vivo? ¿Por qué aquí, en el eclipse
de las manos, renacen las ventanas
como un tenue diluvio? ¿Por qué siento
los errores del mar taraceándome
como insectos sin amor? ¿Por qué,
pese a la juventud del viento, hay cisnes
vacíos en la orilla de mi túnica?
¿Por qué se recrudece el agua pétrea
que habita en lo invisible, si aún no
sé mi nombre, si aún no he bautizado
la materia? Estoy solo, con los perros
de la respiración, con los espejos
devastados por hombres inaudibles,
oyendo la oquedad de los martillos,
las cóncavas espumas de la carne
que ya, ahogadamente, se refuta,
viendo morir los mástiles del yo
y cómo de su muerte ni siquiera
brotan exhaustas azucenas. Árboles
inexorables en el pecho, árboles
que se desnudan tenebrosamente
en las simas diurnas, que perviven,
en su habitáculo de orina y nieve,
como un rumor de huesos ablandándose.
Las pupilas intentan encontrar
su voz; humedecidas por el fuego
más oscuro, se extienden por las sábanas
como átomos callados. Pero ¿quién
las hirió? ¿quién reanudó su lluvia
horizontal, sus dunas atacadas
por lo perecedero? Ése que duerme
a mi lado ¿soy yo? Y quien mastica
mi podredumbre ¿es hombre o nunca? ¿sabe
acaso que ningún naufragio acaba
en beso, que ningún seísmo habita
en la caída? (…)

[Fragmento inicial del canto II de El barro en la mirada]




Poema de Cuerpo sin mí

[VUELVEN LAS HOJAS…]

Vuelven las hojas
a su quietud:
anclan en los bajíos
del aire y distribuyen su oro mustio
como bisagras
que unieran
los ángulos dispersos
del azul, los segmentos ácueos
de una transparencia impenetrable. Tosen
los coches, y su tos ahoga
el bullir gris del día,
la excitación de los ladrillos
y de la hierba, por la que transitan
perros sin cuerpo y árboles sin cuerpo
y gente convencida de saber
quién es o a dónde va. Las hojas alumbran
la sombra,
fabrican
la sombra que ya mancha
los huesos,
que ya se esparce, como una adherencia
fuerte, por la avenida
del tiempo.
Y en el silencio
procuran selvas suaves, susurros espinosos,
secos silbidos de metal.
Ayer bebimos vino. La noche era
sonora. Las palabras
se diluían en el aire pétreo
del comedor: se ensortijaban
y ascendían, primero, como mangle;
después, colgadas
de las volutas
que revelaban
las formas escondidas en lo informe,
lamían las molduras
y el sudor, y, tensadas por su casi
inexistencia, se precipitaban
en la realidad
con firmeza de sueño, como témpanos
en ascuas.
Al borde de su desintegración,
nuestras palabras nos miraban
como si no
reconocieran nuestros labios,
o como a prensas que las troquelaran:
las bocas eran eslabones
gelatinosos,
lombrices que sangraban
y reían. La luz, expulsada del mundo,
pero inexplicable sin el mundo,
se solidificaba en las esquinas
y se vertía en la conversación
y, sutilmente, satinaba
los lóbulos,
y afilaba los pezones,
y prosperaba entre los muslos,
en cuyos desniveles amelocotonados
adquiría matices
felinos;
la luz, más tarde,
se fragmentaba en instantes,
y llovía como ámbar doloroso,
y conciliaba
los labios con los labios,
la voluntad de ser con el miedo a ser,
la permanencia con la huida.
Dolía el rictus del televisor:
su abejeo oscurecía
la ropa
y exasperaba
a los cuchillos, e instalaba
su amoratado
zigzag entre los brindis
y las caricias.
Había terminado de comer. (El olvido
es lo que queda cuando ya
no queda nada:
lo que hay en el plato cuando el plato
está vacío).
Perseveraba
la nada entre los flejes de la noche:
bolas de sombra rebotaban
en el gres, y en las lenguas
crecían máscaras
y calcificaciones. ¿Qué pulsión
a la que nunca he visto el rostro me confina
en este islote de metacrilato
y grasa,
en este haz de presencias
que son envés
de mi presencia? ¿Qué me une a las lámparas,
a su tenacidad azafranada
y muda? ¿Qué me obliga a compartir
cuerpos que no comparto, cuyo fin
es revelarme
que el otro es soledad, que el hartazgo es
soledad, que los días son
soledad, y que yo soy muerte?
¿Por qué respiro, pues? ¿Por qué sonrío,
pese a lo leve de los labios,
pese al mundo? ¿Por qué atiendo al crepitar
de las lenguas, si sé
que mastico insomnio y sueño,
si en el café se mezclan el azúcar
y la maldad,
si me poseen por igual
el agua y las mandíbulas, la cárcel y las alas?
La cena no ha acabado; y las distancias
se agrandan, aunque roce el cuerpo
de quien se sienta junto a mí.

[Poema XI de Cuerpo sin mí]



La luz oída
(fragmento: vs. 1 a 40)

Qué dentro hay un sol. Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo. Cómo arraigadamente
brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche. Es la tea, cerrada,
que regresa; es el rayo inverso que revela
con su voz seminal las posibilidades
del hielo. La ceniza se desangra. El cereal,
acercándose, busca gargantas donde hurtarse
a las ardientes lluvias, cimientos para el puente
que sólo han de pisar los vivos, los inermes,
los que han sanado. Toros que respiran como arcos
tensados: aún no. Acérrimos caballos
que optan por el seísmo: no. Agua que se vertebra,
como un súbito cuello, o clavos que la hieren:
todavía no. Tierra sin sexo que ofrece
su vuelo, su lentísima energía, a los árboles
impacientes; penínsulas faltas de sol y omóplatos,
donde vertiginosos peces, inacabados
todavía, ignoran el fluir de los sudarios.
Es demasiado pronto para el tiempo. Los líquenes
crecen en las saetas disparadas. Los fetos
brotan como cardumen y esbozan fidelísimos
músculos, pero encuentran, antes de concluirse,
su cadáver exacto. Los galápagos son
jóvenes como el frío. La carne es un minúsculo
tren. El cielo se va. Los ojos, detenidos,
son jazmines sin ímpetu. Sólo un viento de huesos
que protestan agita los cuerpos indecisos
para que vean cuántas ruinas en el latido,
con qué germinación los sombras cristalinas
vuelven a su semilla. El silencio contiene
silencio de mar, pétalos de explosiones, eclipse
de volcanes, fusiles que relinchan, cerveza
inaudible; designa los sonidos, los piensa
con paciencia de miel, con terquedad de proa,
como si fueran, ay, el aire de un insólito
cadáver o las ígneas mieses en cuyas simas
se enamoran las águilas […].

Poema II
De La ordenación del miedo

Caía como los reos, sembrado, quieto en las horas,
con los pies enloquecidos. Veía ascuas silenciosas,
savias incrédulas, nortes que morían entre sombras
de cuerpo pidiendo líneas. Sólo intangibles palomas
oyen la sangre que nunca naufraga, el níveo idioma
que completa los muñones; sólo lejanas gaviotas
construyen la luz sin nombre, la madera dolorosa
que desata las pupilas; sólo el tiempo levanta olas
sagradas, piedras en flor, enamoradas leonas:
seres que niegan la arena, certidumbres que derrocan,
como una hoguera de carne, los más sólidos aromas.
Sin otra función que el beso, arroyos y areolas
impiden que el tiempo muera y, arrepentidos, lloran
como si el humo estuviese preñado de amapolas.
El mar tiene ruedas; surcos, el cielo; madres sonoras
irrumpen en las ciudades para que no queden bocas
a oscuras, para que el trigo, como un símbolo, no rompa
su intermitente sepulcro. La cristalina cebolla
posee memoria; el páramo se hace blanquísima loma
cuando se desnuda el aire; incluso el chacal y la orca,
que nunca han visto el asfalto, saben que el hombre es todo hojas,
que sus bienes, desmentidos por el viento, tienen forma
de pánico. Caminando hasta la encendida aorta,
lo creado inspira ríos iguales: se hace indolora
la hulla, cía el aire, el ave es un leve latir. Toda
la mar es centro, y la sangre, acuchillada, remonta
los peldaños de la música hasta que una aureola
de polen le da su lógica, la longitud de sus normas.
En su propio cataclismo hallan su inicio las cosas.
Los eucaliptos comprenden qué circular es su ahora.
En las naranjas hay fuego, fuego de ropas furiosas,
fuego lateral y abierto. Las larvas son una sola
herramienta, que difunde la luz del sueño. Las rocas
se transforman en crisálidas. Quienes viven ya no adoran
ni los campos homicidas ni las heces de la alondra.
La harina es celebración, estiércol vivo en la copa.
Atrás, bocas incompletas, bestias que agonizáis, hondas
como los dientes, entre urnas de bellísima ponzoña;
acabad también vosotros, indolentes hematomas.
Que las piras no procreen. Que el pulmón sólo recoja
los solitarios fractales de la vulva poderosa;
así renacerá el viento y sanará la luz rota;
así la sangre olerá a mirada y las antorchas
revivirán lentamente, como intactos axiomas,
bajo el callado metal del útero y de las rosas.
Está escrito en la hierba: es necesaria la aurora
para que no muera el cielo; son necesarias las horas
para que sobrevivamos al hierro. Los que enarbolan
agua y fuego en polémicas nupcias, leche tenebrosa,
que digan por qué nacieron, por qué jamás abandonan
su sanguíneo misterio. En el centro de una gota
está el cosmos; en el alma de una máquina, redondas
cordilleras; en el luto más blanco, ríos que imploran
un abrazo, una mirada; en una breve corola,
memoria, y montes, y sol, y clavículas absortas
en su propia oscuridad. Qué único el mundo, qué hermosa
la mujer que se divide, cómo intercambian las lobas
sus placentas vulneradas, cuántos pétalos, qué rojas,
qué precisas las cesáreas. El plástico se transforma
en un lúcido detritus. Se repliega la carcoma
hasta sus nidos aéreos. Una lengua luminosa
enseña cómo ignorar las quemaduras que asoman
entre tanta desnudez, entre tan ardua caoba.
Todo ha encontrado su rostro. La creación es una oda:
ceniza en cuyas esquinas selvas de pájaros brotan.

Poema I
De Diez sonetos

A Juan Luis Calbarro

Regresas como un pájaro de sueño,
como un fruto caído del tiempo. Hablas
desde el fin de las cosas, despoblada
de labios, grávida de labios, sexo

en el caz del teléfono, deshielo
de besos que habitaron mi garganta.
¿Por qué no permaneces en el ámbar
del silencio? ¿Por qué no sigues siendo

fuego ausente, clamor de nada, oro
muerto, oquedad donde brotó mi nombre?
De alas y oscuridad es tu retorno,

de sombras que respiran. Y yo, insomne
aún de ti, abrasado, oigo tus ojos,
tus cenizas pidiendo que te toque.

Poema II
De El barro en la mirada
(fragmento: vs. 1 a 48)

¿Estoy muerto? Esta cólera vacía
que recorre los túmulos del cuerpo
¿es el florecimiento de las sombras
o lodo iluminado que profana,
como un frío corcel, la pubertad
de los signos? Este oro mutilado
que se deslíe irremisiblemente
hasta alcanzar la mácula del semen,
que perfora los nombres como a nubes
prohibidas, ¿son mis ojos acercándose
al acero? ¿son légamo urgente
como el tiempo? ¿o acaso oscuridad
matinal, detenida en la serena
tempestad de los labios, impregnada
de danza y de paciencia? Realmente,
¿estoy vivo? ¿Por qué aquí, en el eclipse
de las manos, renacen las ventanas
como un tenue diluvio? ¿Por qué siento
los errores del mar taraceándome
como insectos sin amor? ¿Por qué,
pese a la juventud del viento, hay cisnes
vacíos en la orilla de mi túnica?
¿Por qué se recrudece el agua pétrea
que habita en lo invisible, si aún no
sé mi nombre, si aún no he bautizado
la materia? Estoy solo, con los perros
de la respiración, con los espejos
devastados por hombres inaudibles,
oyendo la oquedad de los martillos,
las cóncavas espumas de la carne
que ya, ahogadamente, se refuta,
viendo morir los mástiles del yo
y cómo de su muerte ni siquiera brotan
exhaustas azucenas. Árboles
inexorables en el pecho, árboles
que se desnudan tenebrosamente
en las simas diürnas, que perviven,
en su habitáculo de orina y nieve,
como un rumor de huesos ablandándose.
Las pupilas intentan encontrar
su voz; humedecidas por el fuego
más oscuro, se extienden por las sábanas
como átomos callados. Pero ¿quién
las hirió? ¿quién reanudó su lluvia
horizontal, sus dunas atacadas
por lo perecederop? Ése que duerme
a mi lado ¿soy yo? Y quien mastica
mi podredumbre, ¿es hombre o nunca? […]

Poema XI
De Unánime fuego

Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos apenas míos, como un olivar interminable. Permanecía en su aquí, a la espera de que yo hablase, cierto de su ternura, pero sin cambiar su máscara, enamorándose del tiempo, alimentándome de erizos, viéndome insertar lóbulos. Después todo fue túnel, mas túnel con brazos. Hubo ojos en el aire, vibraciones sin dudas, éxodos que culminaron dentro, donde se desnuda la piel, donde el mar no tiene ligamentos. La quietud fue subvertida por la forma, el fuego habló, la física obtuvo su ángel. Ahora oigo aves que inequívocamente respiran, hornos que se hacen cuerpo, pólvora que me incita; traspaso el umbral más golpeado, siento que tu sal me besa, y huelo, y me adentro, y le doy el tiempo de mis dedos, el furor de mi espuria saliva. Caen las estalactitas, confundes los estribos, confundes los pájaros que te vuelan, la llama sonora te arranca como un líquido, pero no es el eco de esa gran ciudad lo que a mí me llega, sino una luz que desciende hasta la úvula, y allí me da tu misma sombra emancipada. Tu sexo, que huele a insomnio, es la lámpara en que tropiezan los perros. Tu sexo tiembla como un recién nacido. Tu sexo, agua dilatada, planea sobre tus enemigos. Una sola disciplina, sin recintos, sin mejillas, como si hubiese abierto una válvula. Yo, en tu balsa; tú, comida como un clavel, insólita entre mis fauces delicadas. Así se riegan los vientres; como si se erigiera una casa, como si la imagen devorase al espejo. El epicentro soy yo, o tú, o este cínculo que rodea mi boca. Y bebo. O deposito almendras. O saboreo la tímida caracola. Tu sexo es una crátera de anís, una esponja de plata. Con los primeros sorbos se despereza, abre su turbio limo: un húmedo sol lo llama. Después, el rotar es constante, no conoce los espías, desata las luces, regala su limpia mostaza; un oleaje indudable lo levanta como una piña y lo deja temblando, sobre mi ápice, al borde de la nada. Pero luego, cuando el camino cesa, muestra su centro de uva calmada; es el descubrimiento de la ausencia, decantada desde las raíces, transmitida por el barro hasta la mera palabra. Sin embargo, no es desamor esa fatiga que sientes, sino melaza que regresa, sed que a sí misma se niega para entregarse, después, más fría y tamizada. No pretendo sepultar la herida, sino hacerla más azul: darte más aire, en lugar de exiliarte. Por eso mi tierra, que antes buscaba la incisión, el reír de los cuchillos, recoge ahora el ámbar de tu vientre. Por eso me arropo con tus membranas. Por eso aflora mi estómago: para que no se escapen tus centímetros. Tu sexo huele a espíritu. Tu sexo es una casa consagrada.


Poema XIV
De El corazón, la nada

Te esperaba en el alambre del día, comiendo latidos, sofocando el grito de los huesos. A veces, sin embargo, cuando las poleas levantaban relámpagos y la noche sabía a almacén, callaba. Recordaba entonces las cosas pequeñas: la luna húmeda que encendía nuestros pasos junto al muelle o las palmeras amarillas de Tozeur o aquel lento cometa, sobre los montes caudalosos, a cuyo paso imaginamos la vejez. Te esperaba, deshabitado, acariciando el tiempo.

Ahora que se ha endurecido tu imagen, no sé dónde guardas el pan, dónde los quicios, las rodillas familiares, los ídolos de tu olor; he olvidado cuándo regresarán tus manos. Aquí, mientras tanto, ascensores, transeúntes, horas que escupen lágrimas.

Te esperaba. Hablábamos de cosas sencillas. E ingería la ropa, los pezones, tu mínima tos. Después salíamos a cenar como si nos hubiera amenazado un ángel.


Cinco haikús
De Los haikús del tren (inédito)

El sol poniente
orina óxido y oro.
Un estornino.


Asperja rojos
el cielo acuchillado.
La luz se agrieta.


Bajo los álamos,
las sombras amamantan
grumos de nieve.


La tarde se hace
metacrilato y sueño
en el vagón.


Alguien bosteza
ruidosamente. Fuera,
una amapola.



POESÍA PARA ...

(Letanía a modo de poética)

Poesía para desnudar la palabra.
Poesía para que se encienda la piel.
Poesía para conjurar el miedo.
Poesía para interpretar el caos.
Poesía para razonar los sueños.
Poesía para hacer exacta la alucinación.
Poesía para ver lo invisible.
Poesía inútil.
Poesía para la belleza.
Poesía contra la estupidez.
Poesía frente a la intemperie.
Poesía para llegar al día siguiente.
Poesía para tener tema de conversación.
Poesía para respirar.
Poesía para sustituir al grito.
Poesía para follarnos al lector.
Poesía para que el poema nos folle.
Poesía porque es lo único que sé hacer.
Poesía para que la oscuridad sea luz y la luz, oscuridad.
Poesía para vivir más.
Poesía para decir “te quiero”.
Poesía para eyacular.
Poesía sin poéticas.
Poesía para la revolución.
Poesía para la nada.
Poesía para todas las palabras.
Poesía en silencio.
Poesía para que no nos engañen.
Poesía porque no se vende.
Poesía para el poema.
Poesía para ser libre.
Poesía para los amigos (y los enemigos).
Poesía de lo inverosímil y de lo cotidiano.
Poesía para crear otra realidad.
Poesía porque de algo hay que morir.
Poesía para no pensar en la muerte.
Poesía porque es divertido.
Poesía para llevar la contraria.
Poesía para tener razón.
Poesía porque no me da la gana escribir prosa.
Poesía porque no sé escribir prosa.
Poesía para rezar.
Poesía para que nos quieran más.
Poesía para preservar el espíritu.
Poesía por facilidad de palabra.
Poesía porque suena bien.
Poesía para que la palabra diga lo que dice.
Poesía para que la palabra diga lo que no dice.
Poesía para comprenderme.
Poesía para convivir con la contradicción.
Poesía para vencer al pudor.
Poesía para olvidar el tiempo.
Poesía para sentirnos diferentes.
Poesía para que nos pregunten: “¿Qué ha querido Ud. decir con...?”
Poesía porque no rima.
Poesía para recordar.
Poesía por imitación.
Poesía para tener algo que hacer los fines de semana.
Poesía como prótesis.
Poesía como consuelo.
Poesía para entretenar la espera.
Poesía para seguir escribiendo “poesía para...”
Poesía por vanidad.
Poesía poro.
Poesía para que se nos ocurran versos al acostarnos
(y no los recordemos al despertarnos).
Poesía para que nos deseen las mujeres (o los hombres).
Poesía para que nuestro padre nos apruebe.
Poesía para que nuestro padre nos repruebe.
Poesía para cagarnos en alguien.
Poesía, siempre, para la emoción.
Poesía porque poesía.


Poema de Bajo la piel, los días

[TIENE EL CUERPO ANCHO…]

Tiene el cuerpo ancho; la constituye una pureza redondeada. Verifico el himen: un lienzo sin estrías, de un granate próximo al escarlata, como el corazón de una geoda. Está temblando, pero su temblor no se corresponde con mi pasividad. [Es el fruto de la inminencia: la previsión de una puñalada líquida]. La piel se inclina: el sol —que penetra en el cuarto por las aberturas de las persianas, aunque haya tenido la delicadeza de bajarlas— le inyecta turbiedad; la vulva dentellea, contraída por la voluntad de asir, pero no encuentra objeto; las axilas resplandecen de albúmina, secretada por la anticipación del placer [el orgasmo es una idea, a cuya formulación sirven los mecanismos del cuerpo: se requiere la información que aportan las células y la lucidez desesperada que inspira el miedo; ambas obran con sigilo, como escolopendras que se introdujeran en una casa por una irregularidad de sus cimientos; también participan el recuerdo de las pieles con que nos hemos abrigado y el de las pieles que hemos oído, las esquirlas del azar y el daño, la ceniza y la humedad de la ceniza].

[Otro temblor, recorrido de azul —un azul que desagua en negro—, me rodea: lo tiznan reminiscencias de mandarina. Olas lábiles se alían con encinas que cuchichean, y de su alianza resulta un rumor de plata, afilado como el oxígeno. Hay una ventana abierta, por la que olemos el mar, y una luna voluminosa, apoyada en su alféizar, y un revuelo de pieles, entre sábanas acuosas, en las que hemos escarbado. Las gaviotas orlan la caperuza tintada del Peñón con el encaje de su planear ceniciento. Dices: a lo que renuncio es lo que construyes; huyo, pero no me muevo; abasteces mi miedo, y lo transformas en ojo que lame, en soledad que palpa; oscuro, agregas luz].

Está en la cama deshecha; se deshace también, modigliani gruesa. Distingo las melladuras de su sonrisa, rodeada de un carmín exhausto. La piel oscila del rosa al atardecer: posee una tersura ctónica, de negruras intermedias. Destacan los pómulos, los pezones, la vergüenza: el andamiaje turbulento de la sangre. Observo que los pies no son feos [casi siempre lo son: me sorprende su regularidad, que sólo hallo en los de los niños]. Compruebo su entrega y su turbación: se asoma al abismo de lo sólido. Sigue temblando, y me espanta mi serenidad. Husmeo en la vagina: mi lengua husmea.

Nos miran las cosas enturbiadas por el deseo, que se filtran por el alambique de la penumbra. Oigo, en la habitación contigua, la conversación estruendosa de los vecinos [son negros; la noche anterior les pedí que hablaran más bajo: no me contradijeron, pero no hablaron más bajo; de hecho, tocaron un tambor].

Quédate, me dice.

Tengo que irme, le respondo.

Me fela, pero me retiro: siento sus dientes; roza la mordedura.

Suena el teléfono. He de contestar, le digo.

Lo hago. «Ahora es un mal momento», digo. «Me lo imagino», responde mi interlocutor, cuya sonrisa oigo. Cuelgo.

Vuelve a chupar, sujetando el caño con ambas manos. Esta vez comete el error contrario, y no aplica la suficiente presión. No tiene costumbre, conjeturo.

Lamo yo. Tengo miedo de hacerle daño. Me aprieta la cabeza con los muslos: muslos columna, muslos mandíbula, muslos mazorca. Siento la rojez de su ansiedad; el placer que le proporciono es agridulce, como su coño. La penumbra se blanquea, lijada por el sol; braceamos en la penumbra como en una piscina amniótica. Su cuerpo se instala en mí, encendido y helado: escala, escupe, interroga.

¿La razón de que no la desflore es que no creo que deba ser yo quien lo haga, como argumento, o que no estoy seguro de satisfacerla, es más, que no me siento capaz de vencer la pereza —y el temor— que me inspira esa obligación?

¿Creo en lo que hago? ¿En los dientes, vagabundos, que abrazan a otros dientes, y despeinan a las mucosas, e indagan en la lava leve de la saliva? ¿Creo en la muchedumbre de las manos? ¿En los testículos que se extravían en su boca, y en los que tamborilea la lengua?

[Las palabras no tienen cuerpo; o bien su cuerpo se agrieta, como una lechada antigua. Ya no puedo cancelar sus fisuras, su rubor encrespado, su enfermedad de tea. Las palabras afirman, pero su afirmación no constituye ninguna certidumbre. Las encalo, pero me incriminan; hurgo en ellas, pero eluden mi abrazo: saben de su debilidad, que es la mía. Escribo y detesto escribir; la escritura, no obstante, me viste: es otra desnudez].

Le devuelvo las bragas. Le regalo libros con los que no quiero cargar. Cierro la maleta.

[Poema III de Bajo la piel, los días, inédito]




Poema de Las horas y los labios

[HA VENIDO LA MUERTE…]

Ha venido la muerte: era una furgoneta o un gorrión. Un sudor blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las horas, la barba constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi desaparición en la corteza del sueño.

Le he chupado la lengua a la muerte: es áspera y morada. Mis papilas han tejido con sus papilas un cañamazo de sombras. He dejado en la mesa el lápiz, el cuerpo, lo que tuviese en los ojos, para abrazar con más fuerza su helado fulgor. Y he sentido miedo.

La muerte comparece siempre que paseo, que mastico, que copulo, que llamo por teléfono, que muero. La muerte tiene treinta y ocho años y las manos con que hago la cama, con que me lavo los dientes, con que doy cuerda al reloj, con que ordeno mis libros, con que escribo, en este instante, las palabras del poema. La muerte me respira cuando hurgo en las ingles tibias y anochecidas. La muerte habla el idioma de las células y los planetas. La muerte vacía los espejos e interrumpe los huesos. La muerte, como una flecha disparada contra un agua infinita, atraviesa el bosque de las cosas y se clava en la irrealidad de las cosas. La muerte bautiza a los hijos y devora sus nombres. La muerte se llama Eduardo.

Me acuesto. Oigo el oxígeno, que resuena como una chapa golpeada por las sombras. La respiración habla, como la piel, y ocupa el espacio en que me desvanezco. El corazón habla, también, y respira, flor encarcelada, con apenas esa pausa de silencio que sutura el redoble interminable, la sepultura interminable. Lo sé ahí, en la cripta de la carne, bajo la techumbre ósea, alimentando este extravío, el letargo que nos mueve, el gélido adentrarse en la noche del tiempo; me insta a seguir, pero me recuerda que me disipo. Y me asombra que exista, su luz inaccesible y mansa, su oscuridad febril, el ritmo que es sólo e insólitamente ritmo; y me asombra existir: este mecanismo triste, pero entregado, sin porqué, al mundo.

Nacen, de pronto, los muertos: en la mesa del restaurante, en el escarabajo que se esconde entre las raíces de un árbol, en el perro que defeca junto a una tapia casi vencida, en el cielo. Y me miran, como si quisieran conducirme al fuego exhausto en el que reposan. Me mira el padre, cubierto por la hiedra de la fragilidad, cuyoS ojos son pelotas de dolor que arriban, descabaladas, a mis manos. Me miran quienes confiaron en mí y fueron traicionados, quienes me vieron plantar la semilla de la ira y me entregaron después el fruto de la ira, quienes consumieron su amor en mis hogueras. Me miran hombres y mujeres convertidos en pájaros negros que atraviesan un aire negro. Me miro yo, desde el barro de mí, arrasado de perecimiento, carne en lo que carece de carne, corazón azotado por la conciencia, consumido, por el miedo, hasta la desencarnadura. Mis ojos serán también un destello lúgubre cuando otros caminen por estas calles que me impregnan de polvo y obscenidad, o cuando se pregunten por qué arde el sol o por qué nos baña el tiempo o por qué olvidamos a quienes hemos amado. Mis ojos, talados, mirarán a los vivos y harán más exactos su náusea y su latido.

La muerte es el pájaro que se posa en la rama, la mano del niño sin el niño, las pupilas abrasadas por la nieve, el exilio del oro, el oro languideciendo en un turbión de labios y explanadas, lo incomprensible.

La muerte es una rosa triste en el centro de la sangre.

[Poema XX de Las horas y los labios]

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