sábado, 9 de abril de 2011

3689.- PEDRO A. GONZÁLEZ MORENO



Nacido en 1960 en Calzada de Calatrava (Ciudad Real). Licenciado en Filología Hispánica, es profesor de Lengua y Literatura y ha publicado los siguientes libros de poesía: Señales de ceniza (premio “Joaquín Benito de Lucas”), Col. Melibea, 1986; Pentagrama para escribir silencios, (accésit del premio Adonáis), Rialp, 1987; El desván sumergido (premio “Villa de Madrid –Francisco de Quevedo), Libertarias, 1999, Calendario de sombras (premio “Tiflos”), Visor, 2005 y Anaqueles sin dueño (Premio “Alfons el Magnánim-2010), Hiperión, 2010. Parte de su poesía aparece recogida en La erosión y sus formas (Antología 1986-2006), Vitruvio, 2007. La Agrupación A-7 de Valdepeñas le editó en 2010 la plaquette titulada Dodecaedro.
En prosa, es autor también del libro de ensayo Aproximación a la poesía manchega, B. A.M., 1988, de la novela Los puentes rotos (IX Premio “Río Manzanares de novela”), Calambur, 2007, y del libro de viajes Más allá de la llanura, B.A.M., 2009.





Las sombras, qué apagado relámpago sin cuerpo

Las sombras, qué apagado relámpago sin cuerpo,
qué ingrávido reflejo de una luz nunca escrita.
Eco furtivo de la carne sola.
Rastro callado, como el de esos barcos
que se han perdido en medio de la noche
y no encuentran las aguas ni la luz de sus puertos.

Las sombras, otro modo
distinto y más oscuro de llamar a la ausencia;
otra manera de ir coleccionando
serenamente, a solas, las heridas.

(Calendario de sombras, 2005)






Cuando todo esté escrito

Cuando todo esté escrito
y resulten inútiles todas las palabras,
entonces, trazo a trazo, con las sílabas de humo
escribiré tu sombra
y te leeré en la noche.
Te iré deletreando a la luz de algún verso
que alumbrará tu casa;
tu casa, que de pronto
se quedó sin recuerdos y como detenida
en mitad de un abrazo.

El aire todavía se estremece
cuando se oye algún ruido de puertas que se abren,
lo mismo que los muebles también se estremecían,
sin notarlo nosotros,
al ver que regresábamos, cada tarde, del mundo.

Esos muebles que ahora, a la luz de algún verso,
tal vez aún nos sigan esperando
con la misma impaciencia con que esperan los muertos
que alguien cierre la noche
de sus ojos sin nadie.

(Calendario de sombras, 2005)






SIEMPRE CRECE HACIA DENTRO LA MEMORIA

Siempre crece hacia dentro la memoria,
como una flor extraña
que renunciase al aire y que creciera
hacia el sueño inicial de sus raíces.

Todo crece hacia dentro, hacia el abismo
donde sólo se escuchan, fantasmales, las voces
de todo lo que un día
fue nuestro, de ese reino
que lentamente fue desamueblándose.

Ahora que ya todo se ha acabado cumpliendo
con la implacable precisión que tienen
a veces los presagios,
también crece hacia dentro
(hacia qué precipicios, hacia qué
nada oscura) el poema:
hacia un silencio último, donde sólo se escuche
el ruido de la luz sobre las cosas.

(De Calendario de sombras)







EL VINO TURBIO

“No que me salve, sí que me acompañe”.
(Claudio Rodríguez)


No el vino que bebemos
para seguir creyendo, ni tampoco
el que piadosamente nos acoge
en agrias noches de taberna y frío;
ni aquel que con su roce sarmentoso
nos acaricia, ni
el que nos da su voz como en racimos
recién maduros: ese
vino que algunas veces pudo llamarse Claudio.

Hablo sólo del vino
que deja cicatrices;
no el que bebemos: ése que nos bebe,
cuya turbia gramática
siempre nos deja entre los labios
los más oscuros nombres
de la sed.







Para una poética

Aquella mariposa
con el abdomen atravesado por el frío
de un alfiler, no es ya
la mariposa. Ella
aún está en la flor,
sobrevolándola;
está enredada entre el color y el polen,
viva aún en el roce que dejó en sus estambres.

Tampoco es ya el poema
esa reseca cáscara que queda
sobre el papel, la frágil
arquitectura de sus nombres, ese
pentagrama de sílabas que quisieran ser pájaro.

Aquí, sobre el papel,
sólo está, bien curtida,
la piel que no revela nada más que el oficio
de un buen taxidermista.

Pero el poema
(su verdad no escrita,
sus vísceras calientes
no enfriadas aún por las palabras)
se quedó ahí, aún no pronunciado,
manando por la herida,
turbia voz del dolor,
sobrevolándonos.

( De Calendario de sombras)








PARÁBOLA DEL ALQUIMISTA

A Ángel Crespo

De la más extraña aleación de fuego y sombras
nació la luz de su palabra,
y del misterioso atanor de su pipa
salió el humo sagrado
de sus hogueras rituales.
Pero fue en los campos de su infancia
donde aprendió su hechicería.
Allí, entre las mieses de Alcolea,
supo del oro;
allí soñó con bosques transparentes,
allí, como se besa
a una novia, besó la geometría
cordial del pan moreno,
y comprendió que nunca la escritura
saciaría su sed.
De aquellos junios aprendió la lumbre
que después mezclaría con las savias de Upsala
y las nieves de Leiden.
El humo de su pipa de zahorí
venía siempre de hornos interiores
donde la tierra,
el agua,
el aire,
el fuego,
ardían
hasta volverse puro metal en su palabra.

(De Dodecaedro)










EL SALTO

“Con la fe de hoy, contemplo
mi derrota de ayer.
Comprendedme, yo quise
pero no pudo ser”.
(J. A. Goytisolo)

A veces sólo en esa mínima ecuación
de tierra y aire se resuelve la vida:
Saltar.
Último vuelo
de un pájaro con las alas quemadas
por el peso excesivo de la luz.
La verticalidad.
La perfección.
Herir el aire,
trazar la línea exacta del regreso,
abrazarse al abismo para saber si algo
continuará elevándose.
Saltar,
caer,
salir del laberinto.
Rasgar en el descenso
la claridad. Dejarse en la ventana
asomada la sombra
o guardarla doblada dentro de algún armario
porque, herido ya de levedad, el cuerpo
no volverá a necesitarla nunca.
Dar el salto tal vez
con la ciega esperanza de que algo
siga aún elevándose
después de la caída.

(De Anaqueles sin dueño)




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