lunes, 5 de septiembre de 2011

RAMIRO ROSÓN MESA [4.622]



Ramiro Rosón Mesa



(Santa Cruz de Tenerife, 1989). Escribe poesía lírica y teatro. Ha publicado “La desgracia de Orfeo y el desdén de Colombina”, libro que recoge dos obras teatrales, y el poemario “Tratado de la luz”, ambos en Ediciones Idea. Ha publicado poemas en la revista “Nexo”, del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, y en la revista “Fábula”, de la Universidad de La Rioja. También es un melómano amante de la música clásica. 

WEB DEL AUTOR:http://cuadernodefulgores.blogspot.com/ 



Bonanza de septiembre 

Océano en bonanza, 
sesteas, dulcemente, 
bajo el sol de la tarde, 
sobre la media luna de la playa. 
Unos niños erigen, 
entre voces y risas, 
castillos en la arena. 
Una bañista, sola y deslumbrante, 
se lava en tus orillas, 
acariciada por un hondo viento 
y una luz atenuada por las nubes. 

Cerca de unos escollos, 
reposan unas barcas, amarradas. 
Y, sobre el horizonte, 
la diáfana silueta de un velero 
se pierde en la borrosa lontananza. 
Una gaviota sube 
los dominios del aire, 
pero, luego, desciende 
y casi roza el agua, volandera. 

Océano en bonanza, 
eres la suave gloria de septiembre. 


Las montañas de Anaga 


Absortas en el sueño de las piedras, 
ante mis ojos nacen 
las montañas de Anaga. 
Innúmeras edades han fraguado 
sus rocas y laderas. 
Barbusanos, madroños y laureles 
verdean sus caminos. 
Los dragos y palmeras se dibujan, 
en las paredes de sus hondonadas, 
como guardianes solitarios. 
Todos forman el bosque 
sagrado y más anciano de esta isla, 
anudándose al suelo, 
con sinuosas raíces, 
urdiendo la espesura de sus frondas, 
bañadas en rocío. 

Se desliza la bruma, leve y fresca, 
a través de las cimas escabrosas. 
Mis pensamientos rondan esas cimas, 
atalayas de mudas soledades, 
a donde ni siquiera 
los caminantes suben. 
Si los montes me abriesen un sendero, 
subiría hasta ellas 
en busca del silencio más hermoso, 
del sosiego absoluto, 
donde acaso mi alma 
lograría fundirse con la isla. 
Mas sus paredes altas, escabrosas, 
sólo me dejan verlas a distancia. 

Las olas de un océano lejano, 
volutas espumosas, 
estallan en los filos 
de los acantilados. 
Los montes y el océano me advierten 
mi brevedad humana. 
Su inmutable silencio me recuerda 
que nada son los años 
pasajeros de un hombre 
ante la edad inmensa de esta isla. 


II 

Los roques desgastados, que han sufrido 
la erosión de los vientos y las lluvias, 
me descubren la fuerza de esta isla. 
Envueltos en las frondas y las nubes, 
emergen de las crestas de la inmensa 
cordillera de Anaga. 
Parece que esos roques elevasen 
al zafiro celeste, 
con muda voz, un canto de silencio, 
canto de inmemoriales resonancias. 



Nocturno 

Cuando la isla duerme, 
en abismal silencio 
se sumergen sus valles y montañas. 
Las ráfagas de viento 
zarandean sus árboles durmientes, 
frondosas manchas negras. 
En sus playas resuenan los gemidos 
de un océano insomne. 
El ruido sempiterno de las olas 
trae consigo voces de sirenas, 
que llaman a los barcos, 
en vano, desde el agua. 

No temas a la noche, que mis ojos 
han de velarte, fieles. 
Regazo tenebroso, 
un lecho nos acoge. 
Las estrellas fulguran 
como súbitas luces de recuerdos. 
Yo, terco y desvelado, 
me asomo a la ventana para verlas, 
y vuelvo a la tibieza de ese lecho 
donde yacemos ambos, 
en busca de mi sueño fugitivo. 

En medio de la noche, 
quiero sólo tu suave cercanía. 
Quiero sólo que duermas a mi lado, 
navegando los mares de tu sueño. 
Quiero sólo que el viento rumoroso 
no nos lleve jamás de nuestro lecho, 
donde los besos duermen. 


Los vencejos 

En la azotea, desde 
la balaustrada, miro los vencejos. 
Como negras saetas, 
danzan volando, con audaces giros, 
en los desnudos áticos del aire. 
Y los siguen mis ojos, admirados. 
En un espacio libre de fronteras, 
en una inmensidad vertiginosa, 
ingrávidos, se mecen. 

¿Qué leves garabatos 
esbozan con sus alas, 
afiladas tijeras de las brisas, 
en la página azul de un vasto cielo? 
¿Qué evanescentes formas, en las tardes, 
sus vuelos insinúan, 
enlazando sus hilos invisibles? 
Mi alma les pregunta, silenciosa, 
qué señales me envían, 
qué me dicen sus vuelos. 
Y sólo me responden, 
lejanos en la altura, sus silbidos. 

Lamentos elegiacos 
de sílfides tornadas en vencejos 
lloran la suave muerte 
de un sol en el ocaso. 



La luz devuelta 

Tú me devuelves, con tus manos tibias, 
la luz que yo perdí sin darme cuenta 
y creía perdida sin remedio. 
Has andado las calles recogiendo 
los mil fragmentos de la luz quebrada, 
que los vientos, airados, 
dispersaron en todas direcciones. 

Asiéndome a tus manos, 
desando los caminos de la angustia; 
vuelvo a los manantiales 
de la alegría clara. 
Como un hilo invisible, 
tu voz me va mostrando la salida 
del negro laberinto 
de mis desolaciones. 
Mis ojos, en los tuyos, 
descubren una aurora 
desconocida, nueva. 

Sólo tú me devuelves la esperanza, 
que ayer agonizaba, moribunda, 
y ahora cobra fuerza, más que viva. 





Guerra 

Traigo una rosa en sangre entre las manos 
ensangrentadas. Porque es que no hay más 
que sangre, 

y una horrorosa sed 
dando gritos en medio de la sangre. 

Blas de Otero, Ángel fieramente humano 


Los aviones están sobrevolando 
la ciudad insegura, 
cuyos largos gemidos 
sobresaltan al mundo. 
Con aceradas alas, 
desgarran los espacios de la aurora. 
Y siembran maldiciones, 
lanzando bombas, Ícaros de fuego, 
que reducen a escombros humeantes 
el más durable muro. 
En sótanos cerrados, 
se esconderá la gente, silenciosa, 
hasta que los aviones 
se alejen, como sombras, en el viento. 

Los soldados celebran 
el rito de la sangre, 
el triunfo del crimen y la muerte. 
Y dejarán su estela: 
grandes osarios, desoladas madres. 
Sabemos que la historia 
es un hilo de sangre derramada, 
mas, viéndola de cerca, 
sólo caben las voces del espanto. 

Naciones agitadas 
se consagran al odio, 
en su danza de ménades furiosas. 
La iniquidad es el mensaje 
de todas sus banderas. 



Canción de la biblioteca 

En una biblioteca, 
alejados del mundo en una sala, 
remanso de silencio, 
moran los libros de poemas. 
Siglos de versos, deslumbrantes, 
años de erudiciones y hermosuras 
se esconden en sus hojas, esperando 
las manos delicadas 
que un día los descubran; 
los ojos que leyéndolos despacio, 
con moroso deleite, 
los salven de la fosa del olvido. 
Sin embargo, esos libros de poemas, 
en sus estanterías, 
duermen un largo sueño. 
Descansan, como Lázaro, yacentes, 
pero nadie se acerca 
a devolverlos a la vida, 
salvo yo, que sin ruido los hojeo. 

Qué sensación de muerte, 
desoladora, 
me turba si los miro. 
Cuánto me duele, en fin, su desamparo, 
el silencio que guardan ante el mundo, 
ese mundo insidioso 
que los ha abandonado en esta sala, 
igual que muebles en desvanes. 

Fuera, la vida canta, en los verdores 
de un parque soleado, 
al que dan las ventanas de la sala. 
Rodeando los muros, 
bajo el azul purísimo del cielo, 
fulgura la belleza. 
Jacarandás erguidos 
enseñan flores malvas. 
Las mimosas descubren 
el oro de las suyas. 
Lozana yedra sube 
el grueso tronco de un laurel umbroso. 

El parque soleado 
es el triunfo de una luz hermosa, 
la apoteosis de la vida, 
el suave mes de mayo. 
Mas aquí, silenciosos, 
en una fría sala, 
sólo quedan la muerte y el olvido. 



Vuelo

Los pájaros se mecen
–raudas saetas frescas
que surgen de la luz y de la brisa–
en los amados árboles.
Tú los miras, suspensa,
pendiente de las alas
que vienen, van, se mueven
veloces en el vértigo
de una danza de luces inestables.

Ya sé tu pensamiento:
quisieras ascender hasta la fronda
que eleva tantas hojas,
que guarda tantas flores,
que tiene tantos frutos.
En esto, nos alzamos de la tierra;
me llevas de la mano;
con ese blando tacto,
me vuelves tan ligero
como un cendal; subimos
a la corriente de las auras frescas
que silban a través de la enramada;
bebemos sus olores,
sus cantos inefables y matices;
giramos, luego, en torno
de palmas, de castaños, de laureles;
llegamos a las copas
–oh cumbre de este viaje–
donde las altas aves nos aguardan,
y acompasadamente,
como las hojas del otoño,
descendemos los dos, sin prisa, al suelo.

Hoy hemos conocido
la gracia de volar;
apenas un instante, fuimos pájaros.

del poemario Tratado de la luz (Ediciones Idea, 2008)


(A Cristo crucificado)

Te me quedaste así, como a la espera
de una muerte que aún no te ha llegado;
y tu imagen, mostrándome tu estado,
no es imagen: es carne verdadera.

Con mirada serena, ya postrera,
parece que me ves; en el costado,
escucharía, fresco y desgarrado,
el fluir de la sangre en tu madera.

¡Qué soledad la tuya, perpetuada
por esta muerte en vida, que revela
el fondo de tu Dios con breve gesto!

Ante tu imagen pura y flagelada,
consiento que tu amor así me duela,
porque sé la verdad: tu amor es esto.




Renovación del mundo

El mundo se renueva con el canto
de un súbito jilguero;
deviene transparencia y armonía.
Dentro de mí, la noche se disuelve,
lavada por el agua de ese canto.
Ingrávidas escalas de sonidos
acendran la materia de mi cuerpo.
Quedan atrás desiertos fantasmales,
laberintos hundidos bajo tierra.
El jilguero me dice
que estoy en el camino de la vida,
que yerro sobre campos
húmedos de sereno.

(Inédito)



Contemplación

Paso la tarde calma
sentado en una roca de basalto.
Desde su forma negra,
puedo mirarlo todo:
cómo hierven las olas
entre los arrecifes;
cómo siguen las nubes
los caminos del aire;
cómo bajan las horas,
veloces, a la nada.

Florecen los enigmas
en el rostro del mundo.
Se detienen mis ojos en el agua,
el agua del océano, planicie
que muere más allá del horizonte.
En su piel se dibujan las estelas,
los rumbos infinitos de los buques;
con una sola mano,
se marca toda senda imaginable.

En el fin de la tarde, silencioso,
me sueño caminando sobre el agua.
Libertad infinita de los mares,
tengo sed imperiosa
de tu reino vacío de fronteras.
Voz delicada, sugerente.

(Inédito)



La alondra

Las calles aparecen
desiertas en el alba de un domingo.
En cables de teléfono colgantes,
una alondra se posa, delicada,
cantando sus febriles arrebatos.
Ahora nadie escucha. Nadie bebe
su manantial de música infinito,
salvo yo, que me asomo a la ventana,
mirándola con júbilo y asombro.
Ella sigue cantando, luminosa,
desde su altura, lejos de la sima
del negro desaliento.

Ven, alondra, maestra
de levedad celeste:
revélame tu don, tu suave gracia.
Que mi canto devenga, como el tuyo,
vuelo de notas, fúlgido misterio.
Yo seguiré cantando,
aunque todos los hombres
alejen de mi canto sus oídos
y me vuelvan, ingratos, sus espaldas
como sordas murallas de cemento.
Yo seguiré cantando,
aunque solo mis ecos
respondan a mi voz abandonada.
Ven, alondra: revélame tu esencia.

(Inédito)







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