domingo, 29 de agosto de 2010

729.- CHARLES TOMLINSON


Charles Tomlinson
(Stoke-on-Trent, 1927) Poeta británico. Cursó estudios en las universidades de Cambridge y Londres. Desde 1956 enseña literatura inglesa en la Universidad de Bristol. De su copiosa producción poética destacan El collar (1955, edición revisada en 1966), Ver es creer (1958), Un paisaje poblado (1963), Escenas americanas (1966), Los matachines (1968) y Palabras e imágenes (1972). Ha escrito algunas obras en colaboración con otros poetas, entre las que destaca Renga (1971), en colaboración con Octavio Paz, Jacques Roubaud y Edoardo Sanguinetti.




Meditación sobre John Constable

"La pintura es una ciencia, y a ella se debe aspirar
como a una búsqueda de las leyes de la naturaleza.
¿Por qué, entonces, no se puede considerar la pintura
de paisaje como una rama de la filosofía natural,
de la que los cuadros no son sino experimentos?"
(John Constable, Historia de la pintura de paisaje)

Él mismo respondió a su pregunta, y con la natural
exactitud del arte; enriqueció sus premisas
al confirmar su práctica: la labor de la observación
frente al hecho meteorológico. Las nubes,
unas seguidas de otras, templan el sol cuando pasan
y se alejan. Al volver a ocultarlo las tinieblas
concentradas, surgen de ellas rayos suaves
que se esparcen apagados, hasta que el foco
se descubre e inunda con fuego intenso
las nubes que se marchan. Se perciben
(aunque escasamente)
las nubes restantes que lo cruzan rezagadas,
hechas jirones y disueltas en bruma.
Pero las siguientes lo van a contener.
Pasan amenazantes
y merman su fulgor, quedando reducido
a una franja de luz que es cubierta del todo,
a un destello que aún se alarga
mientras la masa se adensa,
aunque no pueden excluir
su amarillo plateado. El eclipse es repentino;
se observa primero cómo la hierba se oscurece,
y luego
se completa cubriendo todo el cielo.
Los hechos. ¿Y qué son?
Él admiraba los accidentes,
porque eran gobernados por leyes,
y los representaba (puesto que la ilusión
no era su fin) gobernados por el sentimiento.
El fin es nuestra aquiesencia
libremente acordada, la ilusión que nos persuade
de que existe como imagen humana. Atrapada
por un sol vacilante o bajo un viento
que al humedecerse entre las siluetas de la fronda
se dispone a disolverlas, tiene que hacerse
constante;
aunque allí, agitándose separados, los inquietos
árboles dejan pasar la distancia, como niebla blanca
que ocupa sus hileras rotas. Debe persuadir
y con constancia, para que no vuelva a disiparse
y revele lo que medio esconde. El arte es él mismo
cuando lo aceptamos. El día cambia. Él lo habría juzgado
exactamente con esa misma claridad, que franquea
las manchas intensas de las sombras
que las nubes proyectan,
ahora suprimidas, mediante su explosión de color.
¿Un pintor descriptivo? Si el gozo
describe, lo cual extrae del pincel
los errores de un espíritu, ya así mitigado,
puede renunciar a todo patetismo; pues lo que él vio
descubrió lo que él era, y la mano –firme
ante el dictado de un solo sentido-
encarnó el exacto y total conocimiento
en una caligrafía de placer presente. El arte
es completo cuando es humano. Es humanos
i los pigmentos entrelazados, los puntitos de luz
que aseguran el espacio bajo sus hábiles restricciones
convencen, al ser indicado de una posible pasión
como indicador adecuado a la vez de la pasión
y de su objeto. El artista miente
para beneficio de la verdad. Creedle.




Palabra detrás de la palabra...

Palabra detrás de la palabra: lenguaje
que a sí mismo se educa con el tacto y la vista:
en la ciudad anochecida, el lenguaje de la luz
descubre espacios donde no había espacio;
entre su imagen y tu rostro:
lenguaje del silencio –basta con el tacto,
Oh mi América, mi Terranova explorada,
muda plenitud de la carne vuelta palabra;

mesura y sueños por el canal de la piedra
fluir rápido, brillante: hidrografía de una mano:
mundo de vidrio pintado por un cristal contenido:
los rostros que habitan un solo rostro,
Perséfona, mi ciudad: brota de tu pródigo suelo
un árbol de idiomas, voces enlazadas, un madrigal.






Muerte de un poeta

i.m. Ted Hughes

Fue una muerte lo que nos trajo al sur,
por una autopista que no existía
al nacer la amistad que la muerte ha cerrado.
Con qué delicadeza se tiende ahora la muerte
sobre los intercambios y condados
de esta Inglaterra nuestra,
radial y ensordecida. Veo a un hombre
emerger de una tienda junto a un prado,
dando la espalda al tráfico, abarcando los amplios
llanos de Sedgemoor como si la historia
los hubiera evitado, en el ancho silencio
creado por las llantas percutientes.
Los robles se incorporan entre sombras tempranas.
El sol muda las sombra de sus piernas
en largas tijeras que se abren paso
por un nuevo sembrado, recortándolo.
Y los ríos de Hardy —Parret, Yeo, Tone—
derraman su caudal a nuestro paso.
Luego, ya en la campiña remendada de Devon,
será imposible predecir el modo
en que Dartmoor emerge de una bruma
tan móvil como densa. Sin aviso,
el sol prende en los campos,
anticipando esa otra unión y entrada
del fuego en el cuerpo, el cuerpo en el fuego,
que borra los contornos y disuelve
el sello y simplificación de los límites humanos.
La multitud se esparce en torno de la iglesia
y sigue con los ojos la lenta procesión
del coche funerario, al pairo por las calles
de la nada final. Una malla de sendas
enreda nuestro adiós y pone un cerco
de setos repulidos al deseo
de nuevas primaveras. Apenas queda tiempo
para rememorar las sendas o la costa
que oyeron nuestros acentos dispares
contra un aire avariento de sonidos.
Debajo de nosotros, por las radas de Hartland,
los pequeños halcones se emplumaban de luz
sobre las infinitas metamorfosis de las aguas.
Las huellas de la voz se desvanecen
antes que las pisadas; mas su eco
late aún, se prolonga en el oído.
Buscamos la autopista que es Inglaterra ahora.
El espejo de bronce de la luna,
clausurado por nubes súbitas,
entra en la opacidad. Y la hilera de robles
que lanzaba al amanecer sus sombras
es ya una larga sombra a nuestra vuelta.

Versión de Jordi Doce





Noviembre en Aranjuez

para Ricardo Jesús Sola Buil

Los troncos se levantan sobre un yermo de hojas.
Inmensa, cada hoja tiene las dimensiones
De un roto y descartado abanico. La corte
Venía aquí en verano huyendo del calor,
Sin quedarse tal vez el tiempo suficiente
Para hacer los honores a las hojas caídas,
Absorta en el chasquido y chapoteo de sus pasos,
El crujir del otoño. El parque está hechizado
Por los fantasmas de sus intenciones. Columnatas,
Senderos, perspectivas y plazas, el palacio
Es la clave, sus fuentes todavía resuenan,
Y la estación no deja de halagar a las estatuas,
Radiantes al asombro del sol de otoño.






Chinchón

Los árboles, en este paisaje,
señalan la presencia de un río.
Una carretera secundaria
—hierba seca, horizonte de roca—
nos guía, serpeando,
hasta un pueblo que velan
los ojos ciegos de un castillo en ruinas:
estamos en Chinchón.
A una semana de diciembre
el lugar se halla medio desierto.
La plaza, capaz de transformarse
en ruedo o en teatro,
espera la llegada de los actores
de la obra de Lope
que anuncian los carteles.
Sentados en el bar del parador,
en medio de un despliegue
de azulejos florales, bebemos un licor
que emana un aura cálida
en el frío incipiente
y se llama, asimismo, Chinchón.
Anís. Anís es lo que ofrecen
estos campos resecos,
con sus flores amarillas y blancas
y el gusto a regaliz de sus semillas:
ahora bebemos la destilación
de España, un sorbo acre
que no carece de dulzura, como el dejo caliente
de la aspirada castellana.
El cielo, desdeñoso, vigila nuestra marcha
desde los ojos ciegos
del castillo. El coche
es un escarabajo extraviado en la vasta
y creciente amplitud de la meseta
que nos rodea. Lejos, en Guadarrama,
una nube de nieve palpa
la columna dorsal de la montaña
que corona las cimas una a una
como una ola a punto de romper. Abajo,
el rastrojo candente de los campos
azulea el crepúsculo
y pierde el hilo de la carretera;
las luces de Chinchón quedan atrás y luego
se disipan.




ASOLO

Fuentes, columnas de caliza, pórticos
en sombra que resuenan como pozos,
y ante el cielo el negror de los cipreses:
Browning los trajo de Toscana
para que supieran del sol
último de la tarde. Las terrazas
no sabrían marcar una ladera
con más exactitud que estas hileras,
y, cuando el sol se pone detrás de ellas,
una a una le ofrecen sus peldaños
para que afirme su descenso, su desaparición.





EN EL GOLFO

En Albergo delle Palme
podía verse un fresco
concebido para mostrar la confraternidad
de famosos artistas que habían visitado el golfo...
Byron, Shelley, Wagner, Lawrence,
todos simultáneamente ocupados, el mismo día,
en absorber la esencia del lugar,
las manos por visera, posando junto a un árbol.
Era el único buen mal cuadro de la costa
y ahora, cubierto de pintadas, pervive fuera del alcance
de futuros contempladores: siento aún su presencia
como un brazo amputado (el del artista)
mientras cruzo el vestíbulo hacia la luz ardiente:
Lawrence, Wagner, Shelley, Byron…
reunidos desde entonces en un día inmortal
a mis espaldas.

Versión de Jordi Doce






XOCHIMILCO: PALABRAS

Bajo su toldo,
Cernuda visitó
este lugar, oyendo sólo ecos
de sabiduría extinta, de vida abdicada.
Cuerpos callados
tendían una flor o un fruto
al paso de sus barcas,
y era claro que conocían el secreto,
pero no lo dirían.
Un cielo velado enturbió las aguas,
los chopos enfermaron, los músicos
parecían haber envejecido.
Bajo las ramas fúnebres,
vio las barcas con flores
aventurarse
a rendir tributo periódico
a su recuerdo ahogado del lugar.
Al envolverlos en palabras,
gustó de esa satisfacción amarga
que liberó las riendas de su lengua y su pluma.
Hoy no pide más, para dispersar
este conjuro y maldición —propios de Klingsor—
que las palabras brindan a las cosas,
que esta dulce acritud
flotando a la deriva en la percepción, donde
un par de vendedores se recogen
sobre el brasero, tostando maíz,
mientras arriba, en la ribera,
un potro patizambo
con una rama entre sus dientes
mastica hojas tan verdes
como él, y se acerca al trote hasta los ojos
como si el aroma del humo
lo hubiera devuelto a la vida
y el cielo contra el que se mueve
pudiera revivir aquellas nitideces
de contorno y matiz
que, una vez, en el aire enrarecido,
parecieron aniquilar la distancia. -

N. del A.: Este poema contiene una glosa
de "Por el agua", de Luis Cernuda.—

Versión de Jordi Doce






SANTIAGO DE COMPOSTELA

El granito es la piedra
de la iglesia y la lonja,
a excepción de los mármoles
donde fulge el pescado:
la robusta mujer
que gobierna el lugar
pelea con un congrio vivo
que extrae del acuario:
lo vemos serpear,
escurridizo, entre sus manos,
se agita y culebrea
hasta saciar nuestra curiosidad,
luego ella lo arroja
de nuevo al tanque y saca
(hurgando más abajo
en la escala del ser)
una lamprea, toda boca
circular y ojo inevitable:
desafiante, el monstruo
se libera y apresa
de una sola embestida
un pez tendido sobre el mostrador
con su ventosa primordial,
precisa como
Santiago Matamoros,
vieja como el granito.

-— Versión de Jordi Doce






SOBRE EL REFLEJO

A volar la gravedad —
Basta pararse de cabeza y ver
cómo el reflejo
en la calle anegada
es mucho más veloz que los dos pies
que se desprenden de esta imagen desdeñada
rumbo a la prosa de la acera.

Y sin embargo cómo
los barrotes que guardan las ventanas
con cada cuadro iluminado
y las rendijas de las puertas tras la tromba
aún dan firme testimonio
desde el lugar donde se elevan todas
estas ambigüedades,
y cómo harían escarnio de ellas
frente a sus propios ojos.

Ahora que has mirado de cabeza
puedes nadar en la firmeza turbia
que a diario te rodea,
y luego regresar, también nadando,
en estado sólido,
pues sin polaridad
¿en dónde están la prosa, la poesía? -





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