Jorge Landaburu
(Buenos Aires, Argentina 1950). Narrador, poeta, ensayista y periodista. Ha publicado entre otros títulos: Pinos Verdes (poesía, 1966); Se lo tragó la tierra (novela, 1985); Una alternativa en la historia. Frondizi: del poder a la Política (ensayo histórico, 1999); Argentina: El imperio de la decepción (ensayo de crítica cultural, 2001) y La caída del Cielo. El cristianismo posmoderno y las herejías de la New Age (ensayo de crítica cultural, 2007). Sus textos han sido incluidos en distintas antologías. ‘Negro el 22’ integra el volumen Siete medios para el mismo fin de próxima aparición.
Negro el 22
Número de ruleta (Gracias, Jesús) color
de presagio: se llamaba Negro el 22
aquel puesto (Gracias, Virgencita
de Luján) en la estación
de Villa del Parque, una barra
y media docena de banquetas
enclavadas de punta al piso de mosaicos
y rígidas bajo techo, quién sabe,
iluminado con tubos
fluorescentes y un gaucho
(cara blanca, luz pálida, vuelto
empresario gastronómico con el curso
de los años, en algún repliegue
de la secreta curvatura
del tiempo) que desde
el amanecer, desde lo que sucedía
en el arranque de cada jornada
porque el tiempo
entonces (precisamente) era
curvo, cuando los trabajadores
partían con los ojos pastosos
y rígidas las caras en el tren y tantos
dolores (Gracias, Jesús) casi reparados
y recuerdos pasajeros
como el mal
aliento
si bien algunos antes
iban al Negro el 22 y pedían
(no todos) café
con leche
(Gracias) siempre que aquel gaucho
de cara pálida por la luz blanca
de los tubos y oscura por la piel
curtida contra (a contrafavor de
todos) los vientos y soles del país, cara
de tranquera cerrada, de espuelas
con óxido, a tiempo
preguntaba (orden al revés,
ladrido) si querían ¿Para qué darle
más vueltas a la cuestión
de la esperanza, piensa una lectora
dantesca, si ya cruzamos
esa puerta y sólo queda distinguir
a qué círculo fuimos
destinados? Quisiera saber menos
y comprender algo mínimo: ser pobre
consiste en estar donde
no se quiere, donde nadie
puede quererlo y viendo cómo llega
el que rebota cada mañana, el rebotante
que arrastra los pies y lanza
un continuo pedido de perdón
porque se dio contra un pasajero
una baranda un poste del alumbrado
público: Gracias, Virgencita de Luján, dice
abrazando un sostén de paso
un pasajero inmóvil cualquiera de las cosas
incomprensibles que reposan
obstinadas en preservarlo vertical
y en movimiento hacia la barra
del Negro el 22, gracias, gracias,
y llega, se derrama
(Gracias) sin reconocer a nadie
y temblando de pies
a cabeza Que el tiempo sea curvo
no quiere decir que sea
redondo (circular), bien puede
traducirse como un resorte
que alguien (Gracias,
Jesús) estira desde los extremos
insondables para la comprensión
humana, y como somos
cada día más (Leí que dentro de poco
vamos a llegar a los ocho mil
millones) se deduce
que bien puede resultar un resorte
en expansión, una espiral
si cada día
es mayor
la cantidad de almas en pena
habitantes del planeta que amanecen
aunque lo hagan como aquel alcohólico
que rebota y tiembla
y se derrama en la barra
del Negro el 22, allí donde el gaucho
gastronómico sirve un vaso con ginebra
y lo posa al alcance Ahora busca
el pañuelo inmaculado en el bolsillo derecho
de su ropa de trabajo (Un mameluco lleno
de bolsillos, piensa
la lectora del Dante) y opera
el milagro: desdobla
el cuadrado de tela y lo sujeta
por dos puntas en diagonal
y lo estira y lo enrolla
y se lo pasa por el cuello para probar
a conciencia El rebotante tiene miedo
de que algo cualquier cosa
en la nuca bloquee
impida (Gracias, Jesús) obstaculice
el deslizamiento del pañuelo
arrollado, y por eso prueba, extiende
varias veces
un brazo mientras encoge el otro
alternadamente, sujeta con energía (La cual,
estimado colega, habilita
la superación del temblor) las puntas
del pañuelo elegidas en diagonal
para la maniobra, hasta que toma
con la mano derecha y la punta
que le corresponde el vaso
lleno de ginebra
y mantiene encogido el brazo izquierdo
(con la punta opuesta del pañuelo
en el puño) para que sirva de contrapeso
a esa especie de polea, si bien
cuando tira con el brazo izquierdo para alzar
con el derecho la bebida
nota que se vence el eje
del dispositivo, su cabeza, y que
de seguir tirando va derechito
a clavarse en el mostrador Te ayudo,
dice el gaucho gastronómico, yo sostengo
la cabeza (¿Aceptará el alcohólico
que lo asista un converso?), y entonces
acepta el socorro (Gracias, angelito
de la guarda) y tironea con el brazo izquierdo
hasta que la bebida llega a la altura
de su boca y una vez en posición
alarga el labio inferior
y la vuelca lentamente (en eso
que parece una canaleta
pantanosa), cierra los ojos y traga
con ruido, y al terminar suspira y con
una seña pide al gaucho
la segunda dosis
así el temblor, dice (argumenta) termina
de remitir (Gracias, Eva Perón en los Cielos,
almita buena) mientras la dantesca
repite que para ella quedó
vedada hasta la más mínima
comprensión y se aleja (toma
distancia) sin advertir
que ha visto (funcionando)
uno de los mecanismos del mundo.
Un compañerito de jardín de mis nietos
Un compañerito de jardín de mis nietos mellizos (de Ernesto y Amadeo, que tienen cinco años recién cumplidos) creyó verlos por la calle y lo comentó con su mamá. Así que la señora, como siempre es bueno poner en duda las palabras de los niños, dijo distraídamente:
–¿A los mellizos? ¡Qué bien!
–A los mellizos no –replicó el chico–; a Ernesto y Amadeo.
–Claro –insistió la mujer–. Viste a tus compañeritos de grado, los mellizos…
–¡No, mamá! –exclamó el pibe casi a los gritos– ¡A Ernesto y Amadeo, que iban en un auto…!
La madre entonces desplegó el consabido bucle barroco (y didáctico hasta la náusea) para preguntar en voz baja y de modo silabeante:
–Muy bien. Veamos: ¿quiénes son Ernesto y Amadeo? ¿No son los hermanitos mellizos que van con vos a la escuela?
–No –concluyó el hijo–. Son esos dos que tienen la misma forma.
Dolores
Camino por el barrio del Congreso y me digo una vez más que abundan las historias que siguen después del final, y por inercia, aunque no estemos educados para continuarlas.
Entro en una farmacia casi vacía. El vendedor despide al tipo que primero veo de espaldas y luego de frente, cuando se dirige hacia la puerta de salida. El vendedor ha dicho que no tiene, que no puede llevárselos porque se acabaron, y cuando el hombre gira comprendo que es un homeless, un hombre maduro, un miserable sucio y harapiento, de andar vacilante y con ojos de locura. Se va. Yo miro al farmacéutico y pregunto qué había sucedido. Responde que nada fuera de lo común, que aquel homeless caía siempre por el negocio para pedir muestras gratis, esos remedios de propaganda que dejan los laboratorios. Insisto: quiero saber si está enfermo. Entonces el farmacéutico, sonriendo, responde: De ninguna manera. El tipo sólo viene a buscar analgésicos.
De boca en boca
Como dos señoras gordas, bienpensantes y llenas de nobles intenciones, hablábamos con un amigo de la conveniencia de mantener y elevar la educación en general, hasta que un tercero entró y dijo que otro, a raíz de lo mismo, hizo un aporte de interés. Silencio. Cuando en la Policía implementaron el pago de los sueldos a través del sistema financiero, prosiguió el intruso, el aportante ausente habría dicho que un cana tomó su cheque y se presentó en la ventanilla del banco, donde el cajero le dijo que estaba todo bien y que lo firmara al dorso. El tipo quedó rígido. Al dorso, insistió el cajero, ¡al dorso!, pero el policía siguió como si nada, hasta que el cajero se dio cuenta y tradujo: Firme al dorso, atrás, ponga una firma atrás y le pago lo que corresponde…
Tres o cuatro días después jugaban un clásico en Avellaneda y el cana recientemente ilustrado tenía que controlar una de las puertas laterales de la cancha, donde habían puesto vallas metálicas. Pero la presión de la gente era insoportable. Y como los más audaces estaban a punto de saltar el vallado de contención, el cana se puso a recorrerlo pegando golpecitos de advertencia con su garrote mientras decía con voz aguardentosa y cuartelera: ¡Al dorso, señores, al dorso! ¡Permanezcan todos al dorso…!
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