Diego Alexander Vélez Quiroz
Diego Alexander Vélez Quiroz. Popayán (Cauca, 1987). Poeta y narrador, licenciado en español y literatura. Magister en Literatura Latinoamericana. Editor y miembro fundador de la Revista Literaria Polifonía y del Premio Nacional de poesía El Quijote de Acero – Klepsidra Editores. Ha publicado Elizabeth y las manzanas (poesía, 2013, Oblicua Editores, Barcelona) y El encuentro (cuento, 2012, Klepsidra Editores, Pereira). Cuentos y poemas suyos han sido publicados en varias antologías y revistas nacionales y extranjeras. Actualmente profesor de literatura en varias universidades del país.
Nada nos pertenece
Para mi madre, que un día me dijo
–Esta vida mía le pertenece hijo-.
Nada nos pertenece madre,
nada nos pertenece.
Ni esta vida de paso que apenas nos sostiene,
ni los remotos días en que viste la dicha,
esa dicha tan breve.
No madre, nada nos pertenece.
Yo te escucho y lamento cada tarde vacía,
me culpo, yo conozco la culpa,
por no ser más feliz, por no aferrarme más,
por dejar que me pase por encima la vida
o me alcance la muerte (y la acoja sin prisa).
Madre, nada nos pertenece.
Y nos es un pronombre que se pronuncia solo.
Yo, solo yo que te amo conozco de tus lágrimas
tan plagadas de historia.
Yo sé que un día, por ejemplo,
te sentiste tan sola y tan desamparada…
No madre, no sé nada,
guardemos los secretos,
toda la ropa sucia debe lavarse en casa.
Madre nada nos pertenece.
Un día nos iremos de esta casa,
de estos humildes muebles, de las blancas ventanas
y de las celosías. Un día nos iremos madre
y veremos de lejos, y cada vez más lejos,
que atrás se van quedando pedazos de la vida:
mi infancia consumada y tus dieciocho años,
mi adolescencia vana sobre tu breve espalda
y tu vejez que aguarda acodarse en la mía.
Madre, son las dos menos treinta y nada nos pertenece,
solo nosotros, que apenas nos sabemos,
que apenas hemos visto un rostro en el espejo
y decimos entonces:
-este tiempo no cesa de roerme la vida-.
Yo madre, yo que soy esta herida,
esta herida de muerte que va sangrando tiempo,
hoy presiento que pronto
(ojalá me equivoque) rendirás tus banderas
al barco de las sombras.
Y a pesar de que digo que nada,
incluso nada, tenemos en las manos,
tiemblo cuando imagino
tus brazos, tus abrazos, para siempre cerrados.
Nada nos pertenece madre, pero si de algo sirve
sigamos navegando, yo te ofrezco mi viento
para empujar tu barco.
La eternidad al alba
¿Qué es esta paz tan densa,
está quietud ardiente que me envuelve la sangre?
¿qué es esta tibia calma,
esta tregua del mundo?
Es la traición del tiempo, unánime y callado,
que pasa por mis ojos y me oculta sus rastros.
Hoy no quiero la tregua, ni la calma tan tibia,
ni la quietud ardiente, menos la paz tan densa.
Hoy quiero una aventura, una guerra en la boca,
una verdad convulsa que me muerda la herida
y acabe mis entrañas
y me ahogue
y me queme
y me robe la vida con un trombón de muerte,
con un trombón que grite: morirás sin motivo,
como mueren los hombres.
Ya no quiero la calma
Me niego, me opongo, digo que no a la calma,
a este sordo lamento y a su discreta lágrima.
No quiero, no me da la gana.
digo ¡no!, me opongo…
Muere la madrugada.
¿Qué voy a hacer entonces cuando me alcance el alba?
Tengo mis manos negras
y este mi humilde tacto para abrazar su cuerpo,
su cuerpo tan callado, tan dulce, tan lejano.
Tengo mi tacto humilde
y estas mis manos largas
para hacerle un recuerdo de caricias sin tiempo,
un amor sin pasajes ni caminos de vuelta.
Y llevarla hasta el cielo, o mejor al infierno,
un infierno callado, de lentas amarguras,
un infierno terrible como un golpe de estado,
un infierno de amantes que se entregan desnudos,
convulsos en sus cuerpos, lejanos en sus culpas.
Un infierno de amantes
fuera de nuestro mundo…
Tan solo nuestro mundo…
Debe ser el infierno porque me aburre el cielo.
Un infierno sin sombras, sin miedos ni demonios,
simplemente un infierno
octagonal y antiguo, repleto de lagunas,
de valles y cipreses…
Un infierno sin sombras, sin miedos ni demonios.
Y si no es un infierno que sean nuestros cuerpos.
Sí, que sean nuestros cuerpos,
son lentos y callados
y terribles y mudos como un golpe de estado.
Y amantes y lejanos.
Son solo nuestros cuerpos y estas mis manos largas
Y su piel que no espera y mi tacto que aguarda.
Hoy, antes del alba,
cansado de la calma,
hombre de madrugada.
hoy soy tacto e infierno,
espera lenta y cielo,
soy el callado cuerpo
y las manos vacías.
Soy la piel y el deseo,
el íntimo deseo
de que me alcance el alba
y me bese… sin prisas.
Elizabeth y las manzanas
Elizabeth tiene quince años,
los ojos quedos y esquivos
como dos peces azules.
Le gusta salir de noche
a disparar palabras verdes a los árboles secos,
bañarse al final de la tarde,
cuando los abismos esperan confundirse con el cielo,
le gusta salir y desaparecer,
convertirse en tigre y desgarrar al viento.
Confundirse.
Dejar de ser rosa para ser tallo, raíz o pétalo,
respirar el polen de sus abejas amantes,
Elizabeth traiciona su sexo al mediodía.
Cuando regresa de clase
hace camino para sus manos blancas,
se complace en acariciar senos firmes
y trenzar cabellos largos,
o besarlos y respirar un sudor que parece suyo.
Elizabeth calla cuando mamá está en casa,
sonríe cuando juega a la pelota
y suspira cuando yo no estoy.
Elizabeth se ha ido de casa,
probablemente encontró un nuevo vientre
y querrá volver al paraíso
para morder de nuevo las manzanas..
SUBSUELO
La ciudad,
ese mural de oscuros espejos,
guarda, entre sus grietas,
animales tuertos,
sucias madejas de huesos cansados y de venas rotas
que se ocultan,
pacientes,
en el subsuelo del olvido.
Guardan, en bolsas de aire,
un pedazo de pan,
una madrugada amable,
algunas monedas negras.
Lavan la suciedad de sus días
con la lluvia nocturna
o la endurecen con soles verdes en una estación
cercana.
………………………………………
Entre esos hombres está mi hermano, mi padre, mi
amigo, mi hijo.
Uno de esos hombres,
tal vez,
soy yo,
o Dios esperando por el paraíso.
IMÁGENES DE DOMINGO FRENTE A LA PUERTA
DE SAN PEDRO
El cielo entró en receso ante el altísimo precio del
pecado.
Caos lleva el rostro de un jardín sin manzanas, es uno
más de los ciegos amantes.
Parece que Dios se ha colgado en los cabellos de
María,
no se sabe cuál será el tamaño de su sepultura.
Los arcángeles rumoran el regreso de Adán.
Se ofrece recompensa a quien brinde información
sobre el paradero de Eva,
desde su partida han muerto todas las serpientes
ocasionando, así, una progresiva desaparición de las
especies.
Las charcas del cielo se han llenado de espinas,
por ello mueren los ángeles de sed.
………………………………………
El infierno es un volcán extinto,
un niño salta a la cuerda en sus entrañas,
el fuego siempre vuelve.
Sí, el cielo está a punto de desaparecer
y en ti sigue haciendo frío,
¿Adónde irás entonces?
Para llegar a puerto
Casi he llegado a puerto.
Después de un largo viaje,
de navegar sin rumbo, sin cartas y sin brújula,
hoy he visto de nuevo la orilla que me aguarda.
Llego sin tripulantes.
Soy solo yo, capitán y vigía de mi nave cansada,
esta nave que un día, un día ya remoto,
se dio a la mar con ansias de embriagarse del mundo
y vagar con las olas en aguas cuyo nombre
no ha sido pronunciado (secretamente,
tenía la certeza de que incluso las olas,
un día con buen viento, llegan hasta la costa).
Casi he llegado a puerto,
tan solo me hace falta fijar el rumbo exacto,
encontrar un motivo y echar por fin las anclas.
Tan solo necesito una palabra, para llegar a puerto una palabra,
dime tu nombre, esa palabra exacta,
y mi navío, te lo prometo, se anclará cada noche en tu orilla,
en tu cuerpo.
Tan solo necesito una palabra, para llegar a puerto una palabra,
Dime tu nombre.
Poema de la ira
Hace frío sin ti, pero se vive
Roque Dalton.
I
Quién te dijo malparida que mi dolor es
una dádiva a tu ausencia, quién te dijo que
todos los caminos se han tornado de ida y
yo sigo esperando, con los ojos callados,
ver tus pasos de vuelta.
Quién pasó para decirte que no me queda nada
y que incluso la nada me falta, y tu presencia.
Qué espejismos llevaron con sed a tus oídos
para que te acordaras lejana de mi angustia.
No, no lo creas todo porque apenas si duele, no me juego la vida:
me sangran las heridas, no lo niego,
entre el plexo solar y las negras entrañas tengo un vacío abierto
que amenaza (constante) con romper mis costillas y transmigrar
en polvo mi gastado esqueleto.
Es cierto también que he perdido los miembros,
dejé de usar las piernas y han perdido sentido
las cuencas de mis manos que insisten en tocar
tu dulcísimo seno (basta cerrar los ojos, y un recuerdo).
Sí, me estoy quedando ciego y al final de la noche
miro hacia el horizonte y apenas si distingo la sangre de la aurora.
¿Qué te puedo decir? me deshago.
Pero no seas ingenua y tonta,
yo no le temo al barro.
No creas que aquí ya nada es bello,
que atardece en mil grises y que apenas la sombra
me cubre con sus fríos. No es como si la fuente
de mis exhalaciones, de todos mis respiros, se hubiera
evaporado dejándome sediento y a punto de asfixiarme,
sin aire, sin un toque de brisa, en este atroz desierto.
¿Quién te ha dicho que muero?
Nadie, nadie se atrevería a decir que en mi casa
las aves carroñeras han fundado sus nidos
y devoran, hambrientas, las ventanas abiertas,
los marcos de las puertas, las tejas, las cenefas,
los pisos con su brillo, tus armarios vacíos,
los vasos para el agua,
el jabón de lavar y hasta la tubería.
Nadie confesaría
que entre tanto despojo pervivo yo, horroroso,
sentado en una silla que apenas si presiente
la humildad de mi cuerpo menguado por la ausencia
(no la tuya, la mía) y la falta de sueño.
Nadie, nadie, si me conoce, dirá
que en esa silla vegeto desde agosto, exactamente el trece
(día de mala suerte) en que saliste airosa
arrastrando con sorna tus falsos
ademanes de libertad de día, y me dejaste preso.
Quién te dijo que espero, ahí, aquí
o en cualquier lado, anclado en el recuerdo
de una vieja caricia, del beso de febrero,
de la tarde en que impúdicos ocultamos las
manos entre los pantalones (yo las tuyas, tú las mías)
y tocamos con júbilo y torpes movimientos
la fuente humedecida de la vida
¿Te parece, acaso, que pienso en los detalles?
Tal vez, recuerdo claramente, podría dibujarlo,
tu desnudez sedienta vencida por mi aliento,
diciendo con los ojos: tengo en el cuerpo un grito que
llevará tu nombre (hoy pienso que fue falso tu grito,
tal vez hasta mi nombre).
Nadie, podría jurar que nadie te reveló
el secreto que guarda mi silencio:
no puedo decir nada, ya no leo ni escribo,
le temo a las palabras , a sus precisas sílabas
y a sus corvos acentos; me siento condenado
y es posible que pronto me quede sin empleo.
¿De qué sirve un poeta que le teme a su mármol?
Pero estoy resignado, prefiero que el silencio
me alcance con su canto. Odio los alfabetos porque en todos,
lejano, se repite tu nombre y no puedo callarlo.
No, nadie ha dicho esas cosas,
nadie dice que aúllo cuando llega la noche
y que en este momento, justo a las nueve y treinta,
luego de ochenta versos (tal vez un poco menos)
temo que mis palabras sean en verdad un ruego
que se repite, antiguo, con la intención honesta
de implorar tu regreso.
Tal parece que nadie te ha dicho demasiado,
pero no se equivoca.
II
Te resumo mi furia:
me arden los pulmones, es más que insoportable,
al respirar el aire que una vez respiraste. Cada cosa en mi casa,
que hoy es un gueto en ruinas, lleva aquella fragancia
que todas las mañanas, antes de entrar al mundo,
calabas en tu cuello, tú exactísimo cuello que paseabas desnudo.
Dimanan mis enseres aromas de tus manos precisas para el tacto
y los pisos repiten con toda simetría las huellas de tus dedos
paseando por los cuartos y llegando de pronto (casi puedo tocarte)
hasta mí que esperaba, con tu piel en mis labios, vencer las soledades.
De mi pluma diseca, de todos mis bolígrafos y
hasta de los teclados, no brota más que bilis que se
esparce, violenta, por todos los rincones de mi terca memoria
y allana los recuerdos, los baña con su ácido.
Por eso, allí donde una imagen te llena de azahares
e irriga por tus pechos el sol de primavera,
yo solo veo heridas, belleza inacabada que
no alcanzan mis manos.
Por no enlazar tus dedos he cerrado los puños,
los paseo en su guardia y me doy de trompadas
con todos los espejos que me miran, canallas,
con cara de abandono, de mortal desahuciado.
Lucho a diario conmigo, me derribo en la entrada
de todas las mañanas, me estrujo hasta las cuerdas
templadas de la tarde, caigo sangrante al plato,
me levanto y ataco, pero al llegar la noche
los rounds me han agotado: vencido por tu ausencia,
me derrumbo y me callo.
III
¿Y luego qué, y la vida?
La vida es un espanto:
nazco cada mañana seguro hacia la muerte,
me deslizo sangrante por las tardes sinuosas
esperando un milagro: un voraz maremoto que
arrase con su llanto el suelo en que me paro.
La vida es esa espera, una espera que nunca se ve recompensada,
es un paso seguro por caminos errados en que me pierdo
y vuelvo, como Sísifo, al barro.
Me caigo y me levanto,
camino por las calles y no veo otra cosa que
despojos y llanto: el pasar de los autos con su espectral chirrido,
las matronas cansadas, los crueles rascacielos,
los caminantes, los niños y los tristes amantes,
el sol que se golpea sin pena en el asfalto, los andenes poblados
de comercios insulsos, la mirada furtiva de unas diez prostitutas
y la verga cansada de un travesti, también cansado;
todo, todo, todo esto se me antoja inservible y chocante.
¿Quién dice, quién es el insensato,
que este paisaje enfermo es de verdad la vida?
¡No! La vida es otra cosa,
la vida es tu presencia vagando por la casa,
tu facha de muchacha recién amanecida
que pavonea sus piernas (ese par de milagros)
por las calles estrechas de un barrio de estudiantes
y se detiene, niña, a consolar a un gato que maúlla
en un prado, lo lleva hasta mi casa y con excusas
tontas lo alimenta y lo lava, lo bautiza y lo instala,
como a un dios perezoso, en medio de la cama.
Sí, la vida es otra cosa,
no estos ojos cansados de mirar
un recuerdo que se esfuma en tus pasos,
tan lejanos de casa, tan lejanos de todo.
La vida es un platillo con apenas lo justo
y tu sonrisa amplia, que simula un banquete,
para opacar mi pena por un mes de miseria,
un año resistiendo contra la economía,
cuatro años de prestado, de letras y de fiados.
La vida, vida mía, es tu mano en mi mano,
firme en todos los tramos, tu voluntad de río
sacándome del barro. Sí, la vida es todo eso:
un te amo de rojo tallado en espejo, las sábanas
revueltas, las ropas por el suelo, dos cuerpos
que se tejen en un cuarto pequeño.
Tu presencia a mi lado, eso es la vida.
¿Y esto?, es apenas la sombra de lo que fue la vida,
una herida de muerte que va sangrando tiempo,
la aridez en un cuerpo que se resiste, enfermo,
a seguir la rutina de caminar a veces, saludar
a quien llega y despedirse siempre con un beso
de plástico. Aquí queda un harapo, la llaga de la vida
que mamá llama hijo, la prostituta cliente, el casero
muchacho y un título inexacto designa licenciado.
Es todo lo que queda: me caigo y me levanto.
IV
Pero te sobrevivo: tengo como ventajas
mi amor a la caída, la vocación de fondo,
y una ira embriagante, resplandeciente, airosa,
propicia para el fuego que consume, implacable,
las huellas que en mi cuerpo dejó tu árido paso.
Hice de las heridas una casa orgullosa,
solo triunfa quien lleva con placidez y júbilo
su dolor a las fiestas. Y yo festejo siempre,
no sé por qué motivo, pero río de muerte ante
cada tropiezo, amo hasta la locura la piedra
que recibe, con humildad opaca, mi golpe
despistado tras la larga caída. Entre la piedra y yo
ha nacido un romance de pequeños estragos:
yo caigo, ella calla; somos como dos vírgenes
a las puertas del cuerpo, cada temblor es nuevo.
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