martes, 15 de noviembre de 2016

ALEJANDRO VERGARA [19.557]


Alejandro Vergara

Colombiano. Estudiante de la Maestría en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Licenciado en Español y Lenguas Extranjeras de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Exalumno del Centro Don Bosco. Violinista en formación con la maestra Ruth Lamprea. Bailaor en el Grupo institucional de Flamenco y Danza Clásica Española de la Universidad Pedagógica Nacional dirigido por la maestra Indhira Guzmán. La Poesía se le revela como oficio en compañía del maestro Rafael del Castillo. En el año 2004 obtuvo el primer lugar en el Concurso Intercolegiado de Literatura, categoría ENSAYO promovido por la Editorial Norma en Bogotá. Obtuvo en el 2012 el primer lugar del II Concurso Universitario de Tango UNITEC modalidad parejas. Entre el 2011 y el 2013 en el colectivo artístico “Geografías e Imaginarios Culturales UPN” con funciones en el Teatro Colsubsidio Roberto Arias Pérez, el Teatro Bogotá de la Universidad Central y  el Teatro Jorge Eliécer Gaitán con la obra “Un acto a la memoria, que descanse en paz la guerra”. Invitado en distintas oportunidades a las Jornadas Universitarias de Poesía de Bogotá y al Festival Internacional de Poesía de Bogotá en su XXI y XXIV versión. Coautor del libro Ríos Paralelos, 7 Poetas Latinoamericanos Contemporáneos. Ulrika Editores, 2013. Autor del libro Rapsodias para la Pérdida de Memoria, Ulrika Editores, 2016.



Las mentiras de la National Geographic

Abeja
El bosque nunca existió
Toda tu vida has estado buscando azúcar
En la alacena



Vitrales

I

Ella es la dama del dolor
La aprieto entre mis brazos pero su voz se ha ido a otra parte

Sus manos frías
Frías
Manos
Qué será de la poesía si no despierta
Qué será de mí

Ella es la dama de los girasoles
Yo reuniré sus tres pedazos
Los comeré de tal forma que sus ayes me crezcan con las uñas y pueda cortarlas
De tal forma que ya no duelan las palabras esenciales
De tal forma que al salir de la cama se levante en mí y nunca más la soporten vitrales rotos
¿Cómo parar la tormenta en la tienda de cristales?
Tanto como a ella me crujen los huesos bajo el peso de la noche
De madrugada la presento a los fantasmas como criatura de mis entrañas


II

Las columnas de la catedral se le parecen
Yo me inclino como un prófugo
Pidiendo por ella
Misericordia



Oda a los zapatos

Ellos se parecen a la pobreza de todos los hombres
Qué más secretamente fiel que su silencio
Que el relámpago de sus arrugas



Anacoreta

El sol es un Diente de león
Fragmentos que estallan en un vuelo de fachadas sobre canarios
Las algas hacen la corte a almendros submarinos
Humaredas

Soy un Diente de león
En un prado
En una esquina cualquiera

Cornos en la oscuridad
Que los asientos de los parques brillen
Que bailen las luces peregrinas en el lago
Que un niño sueñe que es Diente de león

Los montículos que ruedan
Los zapatos de los niños


Hay gente que trae ruido en los zapatos

Los árboles huyen
Su voz escapa de los dientes como piedras

Quién sabe si en el estanque revuelto de su vida
Hace tiempo les hayan pescado el alma
Y la tenga un gringo barbón en su cabaña como
trofeo

Como en un accidente trágico
Cierro los ojos para no ver su sonrisa cuando saludan
Cuántas palomas de ciudad en su plaza rota
Un perchero sin ramas

Hay gente que trae comida en sus bolsillos
En las manos, en los ojos
De ellos es el reino del estómago contento
Del «Dios le pague»
Inmortal
Del extranjero



Niña con ojos

Ella es un pellizco de viento
La niña escucha «Santa Lucia» siendo todos los azules que aún no sabe que es
No todo
A pesar de todo
Es del mismo color de la muerte

Dos Modiglianis de la mano
Ella y su madre tomando el taxi
Dos luciérnagas embufandadas
Sentadas en el cine
Tan aire

A ella hace falta verla como lo hacen las hojas
El sol bogotano
Brilla y se oculta
Brilla y se oculta

Como una piedra milenaria, un recuerdo sagrado, una sábana de infancia
Uno visita la fuente inusitada de sus ojos
Esperando que brille con esplendores de miel silvestre

Esperando

Sin esperar



Agua que suena

El trémolo que describen las sombras de las hojas
Aparece con el sol tras las aceras

La miseria ocultó su miseria bajo las fachadas
Por un momento
Qué bien valsea la loca de la esquina
Hay siempre un balón para los niños de Don Bosco
Dios se parece a su carrera de segundos en el patio sin hoy ni mañana
A las zanjas de una mano que se abre

Dan ganas de bailar la Danza del sable calle arriba
Repartiendo copas destiladas a quien pasa
Al mejor estilo del bunde, de Condoto, de sus ébanos festivos

Hay sonidos en el aire bajo el agua
Agua que suena





del libro Rapsodias para la pérdida de memoria, de Alejandro Vergara. El libro fue publicado en 2016 por la Corporación Ulrika.

Al final podrán encontrar unas palabras que John Fitzgerald Torres  escribió a propósito de este libro.




Didascalia

Hay noches en las que mi cuerpo invoca dormido 
Nombres inequívocos 
Los dedos de mis pies
Pronuncian

Su eco marca la presencia de la luz incomprensible
Porqué me abre sus libros 
Porqué me enseña sus arrugas
Porqué dibuja con marcadores de colores la 
/esperanza

La melodía de la vida, la digna de repeticiones 
/infinitas
El tocadiscos de sus gestos y su voz
Una y otra vez me hacen desear cerrar el ciclo del 
/polvo
Siempre nuevo 
Habitando cuerpos como lo hacen los que me 
/habitan

A veces se desgajan de mi boca sus palabras 
Y la tierra de la tierra y del aire las reclama 
Vehementemente 
Gentilmente
Para desprender por medio de plantas nocturnas 
/el olor de las estrellas

Me avergüenza mi dinerito en sus manos a 
/principio de mes, de semestre
El que no dedico a sus libaciones sin horario
Nunca será del tamaño de sus pasos de gigante 
/revelado 
Guarda en un cofrecito el olvido como su recuerdo 
/íntimo de lo inevitable

Cuánta ternura encierran sus castañuelas, discos, 
/partituras y palabras 
Al ofrecérnoslas no son suyas
Por más que arrastren el polvo de sus cajones y 
/sobre ellos se haya cernido
Su propia desesperanza

Su casa es una antítesis del no lugar 
Sus perros y puertas de chocolate nos reciben a 
/todos agitando la cola

Mi cuerpo pronuncia tantos nombres 
Yo los recordaré
Cuando otros pies pronuncien el mío

II

Hay nombres en el día
Algunos cuya mezquindad 
Se parece a la traición





vHridiana

II

No hizo falta verle para saber 
Que nada hubo de nuevo en la ingravidez del 
/astronauta
De la Tele, ballerina de la Tele 

Sé qué acuarelas pintaban su rostro 
Su Arabesque
Cómo alcanzaba cada nota con sus manos 

Su rectitud se parece a la manera en que atraviesa 
/las aceras
Afortunadamente así su espalda la olvide
Nunca perderá la línea

Que el tres sea su número de suerte ya me lo decía 
/el verde de su abrigo
Armonías de jungla y sonido
No hizo falta 
La flor que vuela

Sé que también era el arpa y la noche le decía - 
/Acuérdate - en el foro
Tras los tutús de opalina 
Que entraba en escena toda hecha de agua

Siempre estuve en el foso entre los violines
En las cintas de sus zapatillas 
Escribí mi nombre







De la épica de nuestros días

Todo libro de poemas es una bitácora de viaje. Bien que el viajero haya alcanzado puerto seguro o no, las vicisitudes que el mundo le ha impuesto zurcen cada línea de sus poemas, las inclemencias de los elementos resuenan como trasfondo de cada sílaba, los arribos y las despedidas en cada estación apuntalan el ritmo íntimo de sus silencios. 
De antemano, el viajero sabe bien que en su travesía, los instantes de sosiego crepitarán en el fuego de las preguntas por la nueva jornada, sabe bien que el reposo le será ajeno. La vocación del viajero supone también una condena: nada es el pasado, o todo lo es, y la esperanza es una manera de estar presente. No obstante, un drama secreto acecha tras cada uno de sus pasos, tras cada impulso por avanzar: la desmemoria. De tal manera que cada una de sus palabras sostiene un combate feraz contra el olvido.  

En estas “Rapsodias para la pérdida de memoria”, con el tono épico propio de nuestros días, el viajero canta ese combate y su bitácora es una evidencia de su heroicidad mundana. Al comienzo se percibe apenas un susurro en el oído, la interlocución serena de quien sin resquemores dialoga consigo mismo al cobijo de la penumbra, un timbre que de a poco asciende en la estridencia hasta tornarse en el grito que, en medio del tráfago vocinglero, alguien demanda desde la otra acera; entonces el estallido es súbito, incluso irreverente, y es, de cierto modo, una advertencia de peligro.
La cronología de las jornadas es, a nuestros ojos, arbitraria. Cada poema supone una fecha que se inscribe al tenor del calendario sensible del viajero. Reconocemos sin embargo que, en las anotaciones iniciales, la observación es paciente, se diría que las primeras jornadas aún le confieren la prudencia de ánimo que se experimenta en la morada que todavía se divisa a las espaldas. Pero las preguntas asordinadas presagian pronto la aventura.

Luego, sueltas las amarras, el horizonte desdibujándose en la distancia, las palabras del viajero adquieren una entonación confesional. Comprende al cabo de escucharse a sí mismo que el viaje es una forma de hallar lo que se ha perdido, que el camino es, en cualquier caso, un retorno, una voluntad de reconocimiento. Entonces, como frente a un espejo, el viajero se dice: “He preguntado tantas veces por mi casa”. Entiende en ese instante que la bitácora es solo un intento de respuesta, o que el viaje, en sí mismo, es a un tiempo la pregunta y la respuesta. Ahora entiende, como en el poema de Kavafis, “qué significa Itaca”, y comprende que el encuentro con los lestrigones y demás monstruosidades también vale la pena.

Por eso, las anotaciones últimas avanzan sobre un sedimento de nostalgia. Toda memoria, todo recuerdo, irremediablemente se esfuma, y extracta el vacío. La nostalgia es la sensación del miembro ausente del cuerpo, la conciencia de lo perdido que es inútil, la elección de quien escucha en el pasado la melodía que ahora resuena en su pecho y que sin embargo no sirve de nada. Esa zozobra que crece. 

En este libro, el viajero, asumido rapsoda, entona con la voz de un hombre común, una voz engatillada de coraje, su combate contra la amnesia que impone el tiempo, enuncia la dilución de sí mismo con sílabas que anhela perennes. O lo que es lo mismo decir, con la exigencia de quien desea dar cuenta clara de su itinerario, estas rapsodias de Alejandro Vergara cantan la heroicidad humana cuya sentencia reza: Todo hombre es un héroe que lucha contra su propio olvido.


John Fitzgerald Torres




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