domingo, 13 de noviembre de 2016

FERNANDO CORONA [19.537]


Fernando Corona 

(Ciudad de México, 1978). Licenciado en Letras Clásicas y Maestro en Letras Latinoamericanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se ha desempeñado en la Biblioteca Nacional de México y El Colegio de México como investigador. Ha enseñado griego y latín en la UNAM y ha publicado más de una docena de títulos, entre los que destacan: (en poesía) Cantos de silencio, 2000; Ángela, 2002; Canto sobre la muerte del Menor Sabines, 2003; Los trenos de la iglesia de piedra 2004; Letras de sombra, 2005; Oscuros laberintos, 2006; Amatorio, 2006, (en cuento) El roble, 2004; El libro de los libros, 2015, y la edición crítica de la Antología poética de Alicia Reyes, Fondo de Cultura Económica, 2014. También ha sido secretario general y actualmente vicepresidente de la Asociación de Escritores de México, A. C. (AEMAC).



Amatorio, México, Generación Espontánea, 2006

A

A donde vamos, amor, a donde vamos
sólo hay una región de intensidades.
Si te caes de mi brazo, no me culpes;
si te vence el hastío, no me observes
como auscultando una paloma herida;
si se cansan tus pies, no continúes
pues continuar sería como un pacto
cuya exigencia nos lacera el gesto;
si me fallas, amor, pues qué le hacemos,
ni modo de andar juntos para odiarnos;
pero si llegas conmigo adonde vamos
recuerda que el amor lo hizo el camino.




Letras de sombra, Buenos Aires, Tres Haches, 2005


Instigación a Dafne

Si nunca han de juntarse nuestros labios,
no importa, caminemos río arriba,
cada cual su ribera, su silencio,
fingiendo que es lejano el mutuo olvido.
Iremos siempre juntos por la ruta:
tú en la huida tenaz, yo en cacería;
al fin el manantial arriba aguarda.
Cortemos esta flor, en ti la beso.





Los trenos de la iglesia de piedra, México, Del lirio, 2004


IV

Las puertas se han abierto para el hombre
en esta iglesia muerta con sus piedras.
Del templo salen sombras y murmullos,
afuera llueven hojas y silencio:
la casa de quietud se desmorona.

Por la tarde los árboles se expresan.
Lanzan de súbito un sonido muerto,
un eco sólo audible en estas brumas
repletas del color del camposanto.

Este reino jamás tendrá un ocaso.
Piedras fijas en una sola fila
conducen a la torre que se muere
la columna de roca solitaria
en medio de los árboles que tiemblan.
Todo camino llega a la columna,
todos llevan a la piedra cuadrada
que sufre de quietud en este prado.

Los hombres todos van al oratorio
y el altar solitario es ignorado.
La piedra se levanta de la tierra
sobre tres escaleras bien labradas.
Tres años han tardado los obreros
para alzar esa torre en la penumbra.

Los obreros han muerto y se han llevado
los cinceles, martillos y el esfuerzo.
La piedra se ha quedado bien erguida,
bien labrada en el centro del olvido.

Los hombres todos van al oratorio,
la piedra es ignorada entre las sombras.
Una música de ángeles con arpa,
un batir de alas bellas y radiantes,
una marcha de rey sobre la alfombra,
una voz de concordia y bendiciones
parecen escapar del viejo templo,
de la Casa de Dios entre los hombres.

Nada de eso se escucha en estas sombras,
en su piedra alguien muere de abandono. 
Aquí hay música de ángeles caídos
y las alas se pierden en un fuego
que las mira caer como el otoño,
la marcha de este rey es de rodillas,
con sangre, con dolor y no hay alfombra
sino el polvo olvidado en el sendero.
Los gritos del cantor están furiosos:
las maldiciones caen sobre el sendero
y los árboles tiemblan de escucharlas.

Los hombres todos mueren en la casa
con la lenta frialdad de los pedruscos
que no reciben nunca la jornada
de un golpe de cincel con el martillo.

La Casa del Señor es esta piedra,
la columna cuadrada que se yergue
sobre el firme subir de tres peldaños.
Tres años han cumplido los obreros
en jornadas sufridas de martillo. 
Abrieron su labor al mediodía
cuando el sol resplandece en el oriente.

Medianoche es en punto y es clausura.
La piedra fue acabada en esa hora.
Los obreros han muerto sin recuerdo
y el Señor les compensa en el olvido.
Los hombres todos van al oratorio,
brindan gloria a su dios en las alturas
y en la sombra se muere con su piedra
el cantor que combate su silencio.


VI

La mano del Señor está trazando
los planos de su templo en esta tierra.
No es la casa de roca, no es de musgo,
no es la torre ni el muro ni la tabla…

La mano del Señor traza un silencio.
Nadie escucha, ninguno se interesa.
La dicha de los sordos es eímera:
construyen con estrépito un santuario
y se meten a rezar en el vacío
contentos por sus obras de concreto.

¡A la gloria del templo de los sordos,
eríjanse más casas a los huéranos!
¡Mirad que necesitan un hospicio
para decirse hermanos por un rato!

La mano del Señor traza sin tregua
los planos de una piedra en nuestros cuerpos.
Nos toca construir y nos negamos:
Él brinda la herramienta, no queremos,
tiramos el martillo por la borda,
miramos el cincel para arrumbarlo.

¡Vayamos a buscar al orfanato
al Señor que es honrado por los ciegos,
al hogar de los hijos que se juntan
y se sienten hermanos un instante!
No es ugaz la ventura del dichoso,
el que erige los templos en su cuerpo:
que la mano de Dios brinde los planos,
que la mano del hombre talle piedras.


XVII

De noche todas las flores son negras.
El mundo es un icono abigarrado,
signo de las múltiples formas de la vida,
curva eterna con todos los colores,
mosaico de diversos trazados de arquitecto.
Por eso hay un severo revés de la apariencia:
la noche muestra al hombre vislumbres de la muerte.

De noche las flores y las piedras,
los rostros y las aguas a mitad del narciso
son parte de la muerte que amenaza de súbito.
Por eso acuden siempre mis pies al camposanto,
por eso son las noches las que escuchan
el canto lastimero que surge de mi boca.
Espero a que se enciendan los silencios,
a que se abra el hocico de la oscura giganta.
Entonces los senderos se arrojan al abismo,
los verdes pastizales se vuelven abandono,
las fuentes se hacen pozos, las hojas negro llanto.
Las flores son las piedras de la noche,
el cúmulo de sangre cuajada por los siglos.
Mi voz aguarda siempre la noche para henchirse,
espera en los rincones el regreso de la muerte.
En mitad de la negra interrupción de los ciclos
el tiempo se contiene y los muros sucumben.
En el punto geométrico infinito e inmóvil,
alrededor del giratorio anillo de los días
una espiral invisible va tañendo la vida.




Canto sobre la muerte del Menor Sabines, México, Letras Vivas, 2003


El amor es el silencio, no sé si puro
o escondido, si alfiler o navaja, si quieto o soportable.
Tal vez la muerte es el silencio de algo seco,
de un golpe, de una página, de un grito,
algo que deja de ser y entonces duele,
un silencio convencido de hacer llaga,
el silencio de algo duro y arrancado:
no el del ojo y del terco, ése es ceguera;
no el del sol, no el del parque, ése es noche;
no el del que besa y se despide, ése es nostalgia;
no el de la tierra y la semilla, ése es germen;
no el del gusano ilusionado, ése es capullo;
no el del que llora tras la celda, ése es conciencia;
no el del poeta que calla, ése es poesía.
Tal vez la muerte es el silencio del amor
y entonces duele. En el reposo, en la gruta
entre dos vidas vuelve a formarse la crisálida
y entonces duele no haber estado preparado
para el sueño que nos hace mariposas.



*


Tenemos una dueña intimidante,
la gran casera de esta mansión de encrucijadas.
Parece que está lejos todo el tiempo,
que nos deja retozar en nuestros patios.
Así pasamos los días, los segundos,
dejando que envejezcan de polvo nuestros pasos,
y cuando entra la señora a pedirnos la quincena,
la quincena existencia, la quincena vida,
gruñimos con espanto porque el tiempo no es nuestro,
porque jamás le preguntamos si el reloj en el muro
era para adornar el paisaje o gozar el presente.
Cuando entra la casera a saludar con su sombra
también nos olvidamos de su anfitriona causa:
nos pide abandonar nuestra mansión de espejos
no como el que exige marcharse al inquilino
sino como el que invita a ver el sol de la mañana.
Esta señora que maneja a los hombres como esclavos
en realidad se sienta afuera de la casa
con su silla de cuero y maderones viejos;
y está ahí todas las noches sonriendo por nosotros,
sonriendo porque deja vivir sin perturbarnos
y porque cuando quiere enseñarnos a andar fuera de casa
le decimos tirana y nos vamos a esconder en cualquier tumba.




Ángela, México, Fundación de Trabajadores de Pascual y del Arte, A. C., 2002


XIV

Yo soy aquel rufián del cuento triste
que por no mantener frente a la amada
la tímida sonrisa y la mirada
sepultó un tulipán cuando te fuiste.

La frialdad de tus pétalos consiste
simplemente en callar que estás callada,
y el dolor en tu espina reventada
¿no es acaso el temblor que en mi piel viste?

No sé sino mirarte y ser pionero
del antiguo espectáculo de hogueras
con que ofrendan los hombres su carnero.

No sabré desde ahora, en tus orillas,
sino ver la extensión y las laderas
incendiadas de pronto en tus mejillas.


POEMA XIX

De pronto hay un jilguero que desciende a mis pies,
la noche se ha tornado decisiva y remota.

Los árboles repiten su fronda en cada prado,
los pájaros renuevan partidas en sus plumas.

Presido un abandono de hojas consumadas.
Presenta la llovizna su versión del otoño.

El ave es tan antigua como un ala del cielo,
como un ángel marchito, como un atrio olvidado.

De pronto hay un jilguero que desciende a mis pies,
la noche es quizá un trazo de su breve plumaje.

De abismo, paz y cárcel ha enfermado el jardín,
las rutas hoy concurren en un patio de piedra.

Los trinos ―¡qué de veces he ensayado su canto!,
¡cuán vanas las palabras, los labios!― ya comienzan.

¿Por qué será que el tiempo nos convence en su ruta,
si es cifra que transcurre, si las cifras no existen?

Un rostro de paloma persevera por siempre
prendido de una estrella, conservado en los charcos.

He visto tus caderas, tus pechos revelados:
perviven desde siempre para siempre en la tierra.

Las formas de tu cuerpo, de tus ojos desnudos,
se ocultan con frecuencia tras las rejas del campo.

De pronto hay un jilguero que desciende a mis pies,
tu voz de ángela pura, sin palabras, emite.

Entonces hay tus ojos tras cortinas y brumas,
tus piernas delirantes bajo manta de arbustos.

Entonces son tus manos dos gaviotas o incendios
o llamas que calcinan a un guardián de las playas.

Entonces todo aspecto de las cosas del mundo
te guarda y te traduce, te examina y te imita.

Las hojas, los caminos, los rituales, los siglos
no son sino un recuento de tu nombre y tu sombra.

No hay momento que nazca, no hay instante que muera:
nihil novum sub sole, cada piedra es tu rostro.

De súbito una lluvia repercute en mi olvido:
las gotas son tus dedos sobre el labio y... silencio.

De pronto hay un jilguero que desciende a mis pies,
junto al charco y la piedra manifiesta su canto.




Del libro Descenso a Mitla
México, Emergente Gestión y Promoción Cultural, 2016


DESCENSO A MITLA

(fragmento)

Conócete a ti mismo en estas redes
de paz, de sombra, de quietud, de piedra.
¡Silencio en este sueño solitario!
En estos suelos en que todo acaba
apenas el rumor se arrastra lento.
Debajo hay una sábana en que duermen
la luz remota, nuestros simples trajes
de vivas escafandras obstinadas
en su constante paso de extraviado.
Y todos nuestros ecos también callan,
aquí se construyó un tenaz sosiego.
La muerte vive como sol de otoño
filtrándose despacio entre las hojas
hasta verlas morir en esta tierra
donde el mínimo vuelo estacionado
vuelve a nacer con un plumaje nuevo.
Sepulcro que no muere es esta ruina.
Debajo de esta arena hay más arena
formando renovados laberintos:
los pies, los pasos vuelven a extraviarse
porque ningún mortal conoce el tramo
donde no existen puertas ni senderos.
Al sitio primordial sólo se llega
sin rastro mortecino en las pisadas.
En estas galerías va la muerte
(la sombra que llevamos en la sangre)
clamando su pregón en las paredes:
los muertos son la voz que se ha apagado.
Llego a esta soledad a reencontrarme,
a ser lo que no fui en otros caminos,
a ver la grieta que se abrió en mis venas,
a oír la voz que siempre fue silencio.
Desciendo y cubro de ansia mis temores,
de aire mi prisión, de ojos mi ceguera;
aquí es donde mi piel se vuelve sombra.
No hay muro que al contacto no se caiga
partícula a partícula en escombros,
ésa es la ley: se acaba la existencia,
mas no de golpe, sino en la caricia
sutil como pañuelo al despedirse.
Vengo a escuchar el eco de mí mismo;
tanto esperar los días y las noches,
las caminatas firmes y los viajes,
cigarros, tragos, ascetismos y años,
cadenas de verdad y de mentira,
las largas compañías, las ausencias,
los besos, el amor, la sed, el odio,
tanta conversación, tantos silencios,
para llegar al antro de la ruina
y ver que no hay más rostro que mi imagen
distorsionada y tenue por el polvo
y por el paso desgastado y sucio.
No hay más, estoy yo solo en esta cueva,
mi corazón no pesa más que el aire
o que esta pluma que olvidó el cenzontle.
Puedo iniciar mi condición de escriba,
de tinta destinada al largo aliento
como también a los registros mudos.
Hay pasillos aquí que están vacíos
y no murieron pese a tanta huella
cansada ya desde antes de ser paso;
hay ruidos de prisiones clausuradas,
de metales, de voces extinguidas,
del hombre insuperable en su abandono
como una piedra nunca descubierta
detrás de las canteras de la noche.
¿Qué puedo yo saber aquí debajo
cuando apenas bajar es enfrentarme
al toro de mi ser y de mis nervios
desesperado y torpe en el olvido?
El que llegue a beber de estos aljibes
debe saber abrirse a la intemperie
de la desnuda piel bajo el espíritu;
no se apaga la sed con esos sorbos,
pero alcanza tal vez para el espejo.
De pronto este descenso es un fantasma,
un merodear a solas por pasillos,
un quedarse escondido a ver las puertas
y saber que murieron hace mucho
o acaban de caer sobre sus goznes
o quizá no existieron más que en sueños
y uno sigue incapaz de dar el paso
hacia un afuera siempre amenazante.
Los vivos vienen a tocar los muros
con tacto emocionado de extranjero,
vienen y parten con la misma risa,
sus ojos ven tan sólo viejas piedras
aún en pie como reloj sin horas.
Mi pulso tiene el ritmo del silencio,
antes sonaba como suela exhausta,
a veces como voz, otras como ave
y casi siempre como rueda herida.
Aquí vine a callar con las paredes,
a hincarme, a maldecirme, a ver si el polvo
no es otra historia que un itinerario
ya reducido al patio del olvido.
Me quedo como un sordo a media fila
de un concierto de acordes impalpables,
oscuro como un poro en sus raíces,
oscuro como sangre a media noche,
oscuro como túnel pasajero,
oscuro como informe de tinieblas.
Y de repente voy al mismo inicio,
a la entrada de este árido inframundo,
a ver si puedo convocar marchantes,
ponerme en el vestíbulo, incitarlos:
“¡pasen, pasen al antro del hastío,
donde todo ya fue, donde hay ceniza,
donde la ruina es el respiradero
para no ahogarse en miedo ante la nada!”.
Pero conozco bien estas cavernas,
no hay sombra en este mundo que no viva
duplicada en escala en mis silencios.
No hay entrada siquiera, ni un resquicio
por donde hacer salir o entrar el paso.
No soy sino el ayer de un hoy que vuelve.




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