miércoles, 7 de diciembre de 2016

JUAN MANUEL ALFARO [19.707]


Juan Manuel Alfaro 

(1955). Poeta y narrador nacido en Nogoyá, provincia de Entre Ríos, Argentina. Profesor de literatura, fue compilador y prologuista de la obra del poeta lírico entrerriano Carlos Alberto Álvarez. Tiene en su haber el Primer Premio "Rosalina Fernández de Peirotén" de la Asociación Santafesina de Escritores (años 1979 y 1981), el Primer Premio "Orlando Travi" de la Fundación Argentina para la Poesía (Bs. As.1985), por su libro libro de cuentos "La dama del unicornio" el Premio "Fray Mocho" (1988) y por su poemario "Plena palabra" también el "Fray Mocho", en poesía (2002), entre otros galardones no menos importantes. Luis Alberto Ruiz dijo: "Con Juan Manuel Alfaro adviene en Entre Ríos un verdadero nuevo modo verbal de expresar el flotante y secreto contenido del mundo y del ser. [...] Su poesía será siempre distinguible por su personalidad metaforizante incomún". Otros libros de poemas: "Cauce", "La luz viva", "El cielo firme", "La piedra azul".

A cielo y cielo

Verdeante, invicto y con el pecho en cielo,
le daba a mi niñez lo que quería:
pájaro efervescente por el día
Tuve alas para Dios, pies para el suelo.

No digo que volé, pero fui vuelo
y jilguereó mi barro su alegría.
A cielo y cielo y cielo me perdía,
y a cielo me encontraba: a cielo y cielo.

En noches de San Juan fui el encendido,
y a llama y sombra custodié la suerte
de tener un hermano en lo querido.

Y no tengo razón para el desvelo,
porque a cielo viví y no habrá muerte
si la muerte no viene a cielo y cielo.

De "El cielo firme" 




LA POESÍA DA QUE HABLAR

a Dolores Etchecopar

Afortunadamente,
tras el tope del siglo,
aún la poesía da que hablar.
Ha aprendido a no insolarse con las computadoras,
a procurarse sudarios en las mesas de saldos
y a pasar por un fax su indemne panadero.

Ciudadana ya del siglo veintiuno
monta en pelo este hiato
y se sacude las póstumas pelambres
para lucir las futuras inseminaciones azules.

Llagas más, llagas menos,
sabe que no es ajena a la multitud
y hace cola, como cualquier hijo de vecino,
frente a la ventanilla
donde el viento
extiende a cada uno
su certificado de fantasma.

Y por más que algunas veces
descuelgue algún antiguo ángel de perchero
y escamotee,
con pudor,
una bolsita de lavanda,
no se deja imponer, ya, dietas de crepúsculos
y anda a la intemperie de la historia
a calzón y a cielos y a lenguaje quitados.

La poesía da que hablar
y allá en lo alto,
en la colina milenaria,
aviva un fuego en guardia
para que el hombre
pueda sortear los precipicios sucesivos
y reconocer sus propios pasos
en los remansos del misterio.



LOS FUEGOS

Me gusta hacer los fuegos. He heredado
del suave padre la costumbre leve
de dar lo simple, lo que no conmueve
pero acerca la vida a lo alumbrado.

Me gusta hacer los fuegos y, a tu lado,
darle al invierno mis lanuras breves,
y en esas tardes que hace frío y llueve
leerte limpios versos de Machado.

Me gusta hacer los fuegos. Lo apagado
es cosa de los vientos de allá afuera, 
no es algo que cayó de mi costado.

Si me han herido, no me han derribado.
Yo hago los fuegos, y en la primavera
luzco árbol nuevo sobre lo quemado.



Poema compartido antes de que se termine el año; en su último día:
31 de diciembre

El año es otra vez motivo de comentarios,
como lo fue hace justamente un año, pero ahora en otra situación, 
sin los privilegios de entonces, 
cuando estaba en la boca de todos 
y en los abrazos y en los besos
y las palabras “feliz” y “nuevo” parecían que no iban a separársele nunca,
porque él, todo él, era una promesa, una esperanza, un júbilo reunido y generoso
y nadie se hubiera atrevido a pensar que pudiera ser, como los otros, un relámpago inocente;
ahora le estamos contando los minutos
y en vez de tenderle una mano para, al menos, acompañarlo hasta cruzar la calle
le ponemos las quejas, le pasamos la factura
de las horas, de los días en que no pudo complacernos,
le cargamos lo turbio y lo perdido
como si él fuera el culpable de que nuestros propios sueños
no nos reconocieran al pasar por el mundo
y aspiramos sus últimos suspiros,
con un alivio injusto,
como un perfume triste en la memoria.
Porque ahora redoblamos la apuesta
pasándole la carga al que espera para el cambio de guardia,
al que ahora recibe las albricias, las guirnaldas,
al que se abre como un cuaderno nuevo en el primer día de clase
y en el cual no sabemos todavía qué anotar,
qué listado de exigencias le pondremos,
por el momento, utilizando todos los lápices de colores,
por el momento sin sumas y sin restas,
y que después será motivo de comentarios,
ya sin sitial de honor,
con las hojas arrugadas en los bordes
y tachaduras y borrones,
porque cada vez que nos empecinamos en fijarnos en lo fugitivo
se nos da por pasar la vida en limpio
y solemos ser ingratos con nosotros mismos,
no darnos cuenta de las incontables (tal vez pequeñas) maravillas
en las que se ha abierto, tantos días, nuestro corazón.

Es cierto, terriblemente cierto, que hemos tenido golpes de sombra espesa y duradera, pero también es hermosamente cierto que hemos llevado a la boca la vida como una fruta recién arrancada, en su justo dulzor, en su jugo, en su rocío.

Por eso, en este instante en que el año se arregla como puede la corbata
y se para en la vereda
y quiebra un poco el ala del sombrero para que no le vean los ojos,
no le sumemos más noche a lo que va en la espalda,
y cuando los dos se crucen en medio de la calle
levantemos la copa por los dos.
La vida es esto y espera que cantemos.
¡Que cantemos!




en El cielo firme (1985) 1ª edición, Fe ediciones. Paraná:1985


El cielo firme

Cuando la voz toca la luz
y encontramos en el polvo
nuestro propio hueso
todavía dispuesto
para las cosas de la tierra.
Cuando es ave casi
el reflejo de la palabra
y estamos resueltos
a pisar toda la oscuridad
para llegar al cielo firme.
Cuando intuimos
que repetir la lumbre
no aplacará las sombras
hechas para preservar el corazón
en su frescura.
Cuando abandonamos la cacería de la eternidad
y somos día,
hora,
instante de hombre,
puede que estemos cercanos a la poesía.
Puede que alcemos un pájaro hacia Dios
y tenga respuesta.




La canción

"Todo hombre necesita
una canción intraducible."

Roberto Juarroz

Durante años
he tratado de recobrar
fragmentos,
esquirlas,
de algo que cantaba mi padre.
Algo usual, mínimo, templado.
Y aunque, a veces, se anuncia en mí,
disuelta como un silbo,
me doy cuenta que esa canción
ya no está en el mundo.




Tantas veces el este

Tantas veces el este,
la rama, 
el nombre de las cosas.
Tantas veces apagado hacia el cielo,
los brazos hundidos,
apocada la canción.
Tanto,
para sentarme
al fin,
aquí,
a esperar el trabajo

de tus ojos carpinteros.




El trino decisivo

He oído,
piedras arriba de mí,
el trino decisivo.
Como si el hueso
se cayera en pájaros
y el árbol se partiera en aires,
el niño que engalanaba mi corazón
ha vuelto con su flauta.
Siento que su voz
es buena
para el mundo de los hombres
y la derramo
como un agua de alegrías.
Me voy de libertades por los ojos.
Subo mi corazón niño por niño
y recojo, sustancia de dioses, los fuegos,
ayes del relámpago,
para entender que armar la estrella
es mi oficio humano.




en La piedra azul (1991) Ediciones Comarca. 1ª edición. Paraná:1991

Linar

Este linar es un presentimiento,
no es el linar aquel que florecía
al simple roce del cielo que traía
como una fuente fugitiva el viento.

Este linar es sólo el instrumento
de un azul más profundo que querría
llegar a mí, volcarse por el día.
Lo siento aquí, lo siento azul, lo siento.

Me llena el alma su paisaje puro,
y lo poco de mí que andaba oscuro
se hermana con la luz y se alza en vuelo.

Voy por el aire en ala florecida
y encuentro tanto azul dándome vida
que no sé si es linar o si ya es cielo.




Paulina

Paulina no me deja escribir,
no hay caso.
Viene con los zapatos grandes del hermano
y justo cuando palpo una palabra,
su pelusita azul entre mis dedos,
zas !
chisporrotea,
le da por hacer pis
y sube la pelela al arco iris,
o desgrana maíz
para los gallitos de todas las veletas,
o corre por la página
y hace volar las mariposas amarillas
que me han costado todo el día,
o me saca el corazón
y lo hace girar en la punta de sus dedos
como una pelota de colores.
Qué Paulina ésta.
Qué gusto de amor.
-Dejá esos fósforos.
  No rompás ese libro, que es prestado.
  No te saqués las medias, que hace frío.
(Quién colgó este pañal en la poesía?)
Qué oro de volar,
qué dicha de agua,
de tarde pueblerina,
de campos,
huerta pura,
manzanas en la cesta,
sombra de paraísos,
gorriones,
corderitos,
tiene tu nombre de trébol con rocío.
Paulina de mis ojos.
Dibujito animado de mi magia más limpia.

Pero, ven, trepa a mi rodilla,
no me dejes escribir.
Galopa duende,
gnomito,
hagamos pajaritas de papel
con los poemas.

Apilemos los libros
y subamos sobre ellos a contemplar el sol,
que un día será tarde para todas estas cosas
y volarán los pájaros entre tu corazón y el mío.

Ven, toma mi corazón, esta pelota de colores,
y vamos a jugar. Este año es un domingo.



en Cauce (1979) Ediciones Comarca. 1ª edición. Paraná:1979


resultado

Yo vengo de una casa que huele a pan silvestre,
que huele a patio limpio.
Yo traigo de la estrella, la mirada más cerca
y una calle terminada en grillos.
Traigo de la rama, la ubicación del nido
y soy de todo el campo el espacio del rocío...
apuntalado al alma, mi mapa de adivino
por el que anduve mares
de trompos sin abrigos;
porque antes de la tierra mi corazón fue niño
y antes de aprender al agua
aprendí que el cielo era un ojo distraído,
que el pan nace en fuego
pero muere de frío...
Yo traigo en la botella mi barco
y en el bolsillo,
mi risa de payaso llorando su flor de paraíso,
porque al final de cuentas, hace muchos paisajes,
yo fui todos los niños.
Tuve un barco en las afueras del corazón
y el amor fue vulgar como cualquier cigarrillo
y un tren abandonado quedó de todo el vino...
Entonces, yo tenía boleto de ida y vuelta
en el sol de los pinos.
Entonces,
cuando el viento todavía no era olvido.
Ahora, el pliego azul
se borró de mi mapa de adivino,
la luna ya no vale la pena
en la moneda del mendigo.
... El amor era dulce, pero hace muchos niños...
El viento me dejó a solas con el agua
y mi risa de payaso
llora conmigo.


luz entre las hierbas

... y hubo de atardecer, entonces,
cuando la casa y el sueño tenían
una cortina serena
y era una felicidad la humilde cara
vuelta hacia el poniente.
El cielo, apenas terco de azul
y una fe de lino escondiendo
la angustia encantada.
En el pecho, nada más que una música,
o el paisaje de una música que hablaba
con el consentimiento del agua y de la tierra:
los dos hermanos de leche de aquellas manos
que también fueron el absoluto
de esa edad amable, doblada ahora
como un rezo por las corolas
que no exigieron el mundo.
Porque de ser simples y limpiamente solos,
mis padres, se quedaron allá,
en un terraplén en huída,
donde los tajamanes florecían de ser verdad,
donde el aire le sacaba la lengua
a la fidelidad de los cardos,
donde el misterio era recordado
de tanto en tanto por un arco iris,
donde las lluvias
suplantaban la palabra infinito
y el silencio era una belleza de siempre...
Y hubo de atardecer, entonces, allá,
junto a las parvas
que custodiaban la promesa,
en el corazón sin tumulto de los caballos,
en la duermevela de los ojos de los perros,
en el molino encallado
como un niño obediente,
en la cintura de la Luisa...
Y hubo de atardecer, entonces, allá
donde cada sueño
era un juramento de tristeza agradable.



allí se hizo el maíz

Allá se hizo el maíz una mañana,
todos corrieron a rodear el día
y los despertó el alma.
Venían del agua las manos,
cierto cielo había, de tanta tierra cierta
y un tajamar de rosas
tuvo el viento
sobre la espina de aire
de las polvaredas.

Las calles callaban las distancias,
la sombra era un reloj
junto a la puerta;
se me caía de niño la sorpresa
y andaba balbuceando a nube sola
el mundo árbol, la mamá hierba...
Allá se hizo el maíz.
Por el lomo del pan iban los años
cortándole camino a la tristeza,
los ojos miraban el poniente,
porque allí termina último la tierra.

... Nos besaron las hojas hacia abajo
y el cielo era de azul a manos sueltas,
cuando una tarde encontramos a la casa
mirando el sol
y con la boca abierta.


explicación de la ausencia
                                                 (a mi madre)

No creas que me fui de tus manteles,
yo sólo fui a traer la leña para mayo.
Anduve repartiéndole arena a las orillas
de todos los arroyos de mi boca en el árbol.

No pienses que olvidé tu voz en las cortinas,
ni tus ojos saliendo a andar en cada pájaro.
Yo sólo fui a la lluvia con los zapatos viejos
para ver si algo mío necesitaba el barro.

Ahora que hay ventanas a lo largo del rostro,
que ya no está la tarde de paso, entre las manos,
quisiera que cubrieras de árboles mi frente,
que dibujara un pueblo, tu beso en mis hermanos.

Ahora que la calle tiene piel de malvones
y la pared no exige ya cal a su cansancio,
quisiera darte el nuevo domingo de mis cosas
y mi canción que cree en el gorrión y el álamo.

No tiré por la espalda mi mapa y mis relojes,
yo sólo fui a traer la leña para mayo.



Juan Manuel Alfaro: poeta de Paraná

Publicado por Edgardo Lois 

Fue una suerte haber entrado en contacto con el periodista Víctor Fleitas de El Diario de Paraná. Fue una nueva suerte que Víctor me avisara de su entrevista al poeta Juan Manuel Alfaro, que estaba a punto de presentar un libro: una memoria del poeta Marcelino Román. Las redes sociales dejaron a Alfaro a mi alcance. La figura de Román me resulta sumamente interesante. Pregunté por el libro, pero también pregunté por la poesía de Alfaro, que me era totalmente desconocida. Estuvo muy atento, y me envió en archivo dos de sus libros: “La piedra azul” (1991) y “Plena palabra” (premio Fray Mocho 2002). En la web encontré “La luz vivida” (1981), y la poeta Tuky Carboni me prestó su ejemplar de “Las borrajas azules” (2014).


Todo escritor o poeta que practique con sinceridad su oficio, es dueño de un barrio, una esquina, una ciudad, una sintonía, un universo propio. Sobre el papel aparece el alma profunda del hacedor. Juan Manuel Alfaro es uno de ellos, y debo agradecer el contacto con su poesía. Un encuentro feliz con el hombre. Una maravillosa sorpresa, en muchos momentos me ganó el asombro ante sus imágenes, sus memorias, sus patrias internas: la infancia y sus seres queridos, los paisajes y sus colores.



A poco de andar en su poesía, encontré al Alfaro pensador, el hombre que fija el pensamiento urdido, compuesto luego de haber vivido a conciencia despierta. En el poema “La piedra azul” que da título al libro anota: “debo recordar este día, / la maravilla / visita a los hombres / pocas veces”. En “Otoño”: “Lástima que el amor no junte a todos / los que se fueron, los que vendrán un día”. Verdades fundamentales para no desentenderse de la historia, relatos que hablan de una mirada atenta.


El poeta trabaja con imágenes notables como en “Hermano mayor”: “Tu mano terminaba en barrilete / (me llevabas un patio de ventaja)”. O en “Angelus”: “(…) La arboleda // se acerca a nuestra casa. Se oyen rezos. / Mi madre enciende el fuego, nos da un beso / y algo asciende hacia Dios en la humareda”.

Como creador aplicado a su quehacer: el oficio de todos los días, el encuentro con la palabra, con la memoria, y papel y tinta sobre su escritorio, busca, piensa alrededor de su escritura. Creo que Alfaro logra un acercamiento a la esencia de la definición de la poesía en “El trompo”: “El poema / me baila en la palma de la mano / como un trompo, / y, a veces, / como un trompo / se me duerme / girando, / girando / en la línea de la vida, / girando / entre el abismo / y el milagro. / Y al final, / como un trompo, / se entrega / y se muere de manso. // Es mejor el comienzo: / ver el trompo girando. / Vencer la tentación, / vencer / y no atraparlo”.

Recorriendo “Plena palabra” llegué a la idea de que Alfaro tiene en su poesía el pulso necesario para el relato corto, para la jugada minimalista, en “Naturaleza muerta” encuentro: “En la arena, el pez desborda su derrota, / luce como una veta iluminada, / una tajada de agua rígida, / un borde perdido de la luna”. Y también se permite jugar a la novela, en “La galería” esta historia: “La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo, / la madre trayendo los tazones / (la leche con estrellas, todavía) / y el pan casero, su prójimo constante; / mientras el padre, sumiso a los antojos de la tierra, / se alzaba entre los surcos, / era el día en los campos. // Después, volvía / nadando en un mar de girasoles. / Se erguía un brazo entre las olas amarillas, / se hundía / y se alzaba el otro brazo. / Atrás iba dejando una estela / de espumas encendidas. / Un campo en fuego lo venía siguiendo / y ungido por las llamas, / votivo, allá en lo alto, / su sombrero traía / un contorno de pájaros. // Y ahí estaba, / como una exclamación de la casa, / la abierta galería: / la mesa elemental y el banco largo, / el coro de la huerta en la sopera, / los ángeles corrientes, tan gorriones; / la claridad con su reguero de naranjas. // Ahí estaba: / congénita, nupcial y consecuente, / suspenso y desenfreno de la casa, / roce siempre de luz, la galería. // Después fueron perdiendo las ventanas / la espuma matinal de sus cortinas; / su hábito de luz, cada falleba, / y fue un misterio el paradero de las lámparas. // Extraño, a veces, la leche con estrellas, / mientras froto un sombrero / que me enciende las manos. // La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo”.

Leyendo al poeta queda claro su disfrute ante una infancia luminosa, sus rastros aparecen en distintos lugares, el regreso se sirve de apariencias diversas: su caballito blanco sigue de ronda: “Ojalá yo pueda, / antes de morir, / darte la blancura, / amor, si es así: / caballito blanco, / ¡suerte para mí!”. La imagen del padre en “Girasoles” y sus líneas finales: “Hace mucho, a esta hora, / sobre los hombros de mi padre, / galopaba por campos florecidos”.

El mundo cotidiano guarda su lugar en la poesía de Alfaro. En “La mesa de trabajo” retrata su máquina del tiempo: “Sopla el viento en los árboles del mundo, / y en mi escritorio / vuela la tierra, la juventud, la vida, el tiempo”.

En “Orden interno” aparece: “la hora indiferente cuando se han ido todos, / las palabras queridas / que de pronto se quedan / tan solas en el mundo”. En otros poemas también se anota el momento en que se van todos, es quizás ésta su imagen suprema de la soledad, el desamparo, es quizá la imagen o la definición de la muerte, la de los que se fueron antes, y al final de la galería, la propia.

Juan Manuel Alfaro conduce al “El bosque”: “El bosque era una conspiración, / un disparo al ojo de la siesta. / Debíamos escamotear las siete llaves / de la vigilia maternal, / el faro de su oído en la penumbra / y escalar / sin tocar tierra ni aire / el insomne caracol de sus sospechas”, y da pista de la madre, a quien luego visita en “Parte de difuntos”: “Cada vez que vuelvo / mi madre me pone los muertos al día. // Es como si en algún lugar del viaje / me hubiese dormido / y ella me despertara / para decirme dónde estoy, / aunque la verdad sería reconocer / hasta dónde fuimos juntos. / (Pero es bueno callarse / para andar entre ciruelos florecidos). // (…) // Y aspiro su alma impregnada de vainilla. / Y la casa se puebla de súbitas manzanas / y de invioladas jaleas espontáneas. // Y me da en el cuerpo tanta niñez de golpe, / que tengo miedo de quedarme a oscuras / y me pongo a encender todas las lámparas”.



En “Las borrajas azules” Alfaro construye su palabra apoyándose en versos libres y en la prosa, junta los oficios diría Juan José Manauta, siempre en la sintonía de su identidad poética. Vuelve la infancia, su universo de provincia: el campito de Marengo, el camino viejo a Paraná, por donde a gusto se movían la Solapa y el Viejo de la bolsa; hay lugar para el descubrimiento de la realidad de la compañerita de escuela: “Y la Rosita fue mortal, igual que todos”. De “Las borrajas azules”, texto que da título al libro: “Esa canción que, tal vez, era la misma que silbaba mi padre –que aún era joven y alcanzaba las naranjas más altas y encendía por su nombre a las estrellas- cuando se quedaba mirando el horizonte que, entonces, era una palabra muy larga y muy lejos, y tal vez por eso no lo pronunciaba nunca y decía ‘el poniente’ o ‘los celajes’, y se llevaba bien con su silencio y con esos ojos con los que mi madre ponía en claro el mundo, para que todo fuera nuevo cada día y hubiera siempre borrajas azules, en el fondo. Y de nochecita, luciérnagas”.

Como si Alfaro fuera fotógrafo, como si fuera dibujante, pintor de paisajes y personas, luego de leer “Un cantor” en “Las borrajas azules”, volví a releer parte de la imagen: “Y ahí estaba, como si recién hubiese bajado del tren, en una estación equivocada, mirando hacia los cuatro puntos de la desolación, como si se le estuviese deshojando en las manos la misma rosa de los vientos y su propio cuerpo le cerrara todos los pasos posibles para escabullirse en su interior, para ir rodeándose de sí, cerrándose, encerrándose, bichito canasto, prendidito a un árbol, lejos. // Después, durante años, en sucesivas sombras, lo encontré en algún bar de vino arrinconado o en la dificultad penosa de una esquina, y cuando, rara vez, lo volví a ver con la guitarra, parecía cargar un peso muerto, como si alguna vez hubiera comprado sueños a bulto cerrado, y no se hubiese atrevido a abrirlos nunca”.

Su libro “El canto entero de Marcelino Román” (2014) se gana la lectura. Guarda su lugar en mi escritorio. Alfaro convoca recuerdos de su amigo Román, recorre sus libros, su palabra, sus ideas. Convoca recuerdos y dichos del propio Román, y de otros memoriosos que conocieron su persona y su obra. Un motivo más para agradecer el trabajo, el oficio de palabrero de Alfaro. Es este libro un acto de amor para con la memoria de Román. Un libro necesario cuando la obra de Marcelino solo se conserva, con suerte, en las bibliotecas, y cuando todo lo dicho sobre su persona, también respira en la sombra y el fuera de foco que decretan estos tiempos para con todo aquello que no es cartón pintado. Hay que encender la luz de la memoria todos los días, creo que así lo entiende Alfaro.

Tuky Carboni destacó el último poema de “Las borrajas”, una imagen de final: “Junto a la casa, / a lo que queda que fue la casa, / ha crecido un timbó / hasta una altura / que hubiera sido la fiesta más alta de la infancia. // Ahora no hay patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”. Claro que siempre está la poesía, en este caso, la de Juan Manuel Alfaro.


“Los teros de la gracia” del poeta Juan Manuel Alfaro

Publicado por Edgardo Lois 

En los libros pueden amanecer diferentes magias. Es imposible saber cuántas “sucedieron” desde que abrí “Los teros de la gracia” del poeta Juan Manuel Alfaro (nacido en Nogoyá en 1955, y habitante de Paraná desde 1976). Alfaro tiene la maestría de unir memorias desde la palabra más simple: las une acariciando los recuerdos y los afectos. El poeta traspasó el mayor desafío con que se encuentra todo escritor: transitar la palabra dentro de un registro sencillo, pleno de sustancia, y lejos de cualquier adorno efectista. Al mismo tiempo que funda la notable música, es capaz de fundar, casi diría que como al pasar, y otra vez desde la simpleza, pensamientos, sensaciones (delicadas y filosas) aplicadas a su oficio, a su arte de vida: la escritura. Poema y ensayo en la misma tinta. Sus poemas ofrecen distintas riquezas; hay para todos los gustos: un obsequio para todos aquellos que quieran saber de la memoria, y de la vida toda en esta tierra humana.

Avisa el poeta en “El zorzal”, el primer poema: 


“En la poesía, como en el amanecer, hay un punto de inflexión: 
el momento en que el zorzal comienza a cantar. 

Como si la música pudiese entrar en el cristal  
y en ese instante se cuajara,  
¡diamante del sonido! (…)”.


Mi casa está en zona de chacras, y alrededor de ella se convocan, me gusta pensar que para alegrar los días de infancia de mi hija Julia, cantidad de seres, muchos de ellos: maravillas aladas, criaturas en estado de pureza. Entre ellas, marca el paisaje sonoro, aéreo y terreno, las tres dimensiones del alma, la presencia del tero. En “Los teros” Alfaro anota: “(…) 

Y quién podrá negar, ¡como que hay Dios!, que los teros son de buenos augurios, viéndola ahí tratando de hacer pie en un mundo al que le sale cielo por todos lados…  

¡Y qué importa el resto de la historia! 

Qué mejor que esa imagen de mi madre frotándose las manos como si perfumase música, bajo los altos teros de la gracia”. No sabía que los teros eran de buen augurio, y es algo que no voy a olvidar, una verdad salida de un poema. Una de las primeras magias aparecidas en el libro.

Otra magia la encontré en “La Solapa”: 

“(…) Las cortinas levemente anochecen la casa:  
huele a ‘flit’ la penumbra, y a jazmines. (…)”. 


El viaje en el tiempo es perfectamente posible. Los estímulos, las máquinas del tiempo, lo sabemos, pueden nacer desde distintas regiones, y una es la escritura. Maravilla cuando el recuerdo del pibe Alfaro en Nogoyá me lleva a las siestas de mi infancia, allá lejos en Martín Coronado, provincia de Buenos Aires.

Este mismo desplazamiento temporal, es más, podría decir que el desplazamiento experimentado con el poema “El crespín” fue mucho más profundo, diría que fue un corrimiento espacio/temporal. Porque volví a La Caramba, la casa en las sierras de los Comechingones, en Merlo, San Luis, la casa de mi amigo y maestro, el escritor Gabriel Montergous y de Mónica, su compañera. En las visitas a esa casa escuché por primera vez el canto del crespín. Lo guardé en la memoria, un interrogante se fundó en mí: el especialísimo canto de este pájaro, que de manera notable Alfaro refugia en su poema. Leyendo volví a mis días en La Caramba: 

“¿Y esa congoja sucesiva? 
¿Es la conciencia o el temblor frente al abismo? 
¿Algo que suspendido estuviese a punto de romperse? 
¿Entre qué hojas compasivas, el imposible desahogo?  

En el crepúsculo que dura disolviéndose, 
en el aliento último y rosado, 
la nota de esa angustia: 
solo, intermitente sollozo de la fronda. 

¿Dónde moras? 

¿Qué inclinación del aire, 
qué declive de cielo ya perdido  
te sostiene invisible, 
vaguedad de la pluma
entre las sombras jóvenes,
sonido hiriéndose a sí mismo, 
agudamente solo, 
filo sin término? 

Duele sobre el monte 
la vana lumbre, 
la invariable nota,
sola, 
frente al temblor de lo irrecuperable. 

¿De qué remordimientos no terminas de desprenderte  
posado ahí, en el límite imposible,  
retirado de todo, 
con la inocencia, acaso, todavía, de la belleza  
en las distancias puras 
y los vuelos que fueron sin riesgo por las alas? 

Pájaro aún (o apenas pájaro) 
entre el ruego y la ofrenda, 
como los otros fuegos, también:  
las sombras encendidas de los cielos perdidos”.



Otra magia de Alfaro, sus imágenes deslumbrantes, y entre ellas la reflexión, en “Sujeto y predicado” alumbra: 


“(…) con las cometas que el Flaco Marengo construía ¡y remontaba de noche! 

Se las había ingeniado para que portaran un farolito de su propia invención, 
tan liviano como la llama en la que ardía, 
de tal modo que la cometa –además de su alma levitante-  
tenía a la distancia, una emoción de faro. 

(El pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos contra los eucaliptos). 

Ignoro de qué enredos de estrellas descendimos, 
cuándo separamos el fuego y lo repartimos entre todos;  
pero sé que en las cenizas de las luces solas se puede leer la soledad del mundo, 
y que al fin nos vamos a encontrar en lo más bello: 
somos la esencia de lo que hemos elegido.  

El predicado dice el alma del sujeto. 

El Flaco Marengo remontaba de noche los cometas”. 


Cómo olvidar, así viviera 500 años, qué es el predicado de un sujeto, qué maneras tiene el poeta de marcar la oración de la vida.

Magia de tiempos entrecruzados en “Gorriones”, poema y ensayo: 

“(…) De ahí que sigan proclamando su gozo las lechugas / y se advierta en el plato el placer de recibirlas 
como si recién llegaran de la Creación, 
todavía húmedas 
y con el reflejo de un espantapájaros en el ojo de un gorrión,  reflejado, a su vez, en los ojos de mi madre 
que sonríe en la fotografía sobre mi escritorio,  
con esa mantita marrón sobre los hombros, 
compadeciéndome del frío de las pinzas y tijeras  
con la que los adláteres de las ligas poéticas mayores 
e ilustres adyacencias  
procederán 
en la disección interminable de mi infancia textual 
y ¡para colmo! Con gorriones”.



Alfaro utiliza para decir el verso libre, y junto a él puede acomodar la prosa poética, en “Lechuzas” afila la mirada: “(…) En algunas sobremesas familiares, la niñez experimentó en la piel la sombra de los pájaros despreciados, pero se estaba iluminando para llevar la edad a todo su horizonte, a su pampa infinita. Si se hubiese apartado, si hubiese ocultado el corazón, como un diamante, en el centro de la tierra, no estarían en las facetas de esos rostros, los vértices fugaces de la alegría, las convergencias eufóricas, los trapos del fracaso, esas como paladas de tierra del misterio que caían de las voces, los seres que pugnaban por salir de los ojos y los gestos de esos hombres que, acaso, a través de los naipes, vivían en las encrucijadas del azar sus valentías y sus miserias, su orgullo y sus resignaciones; lo más irrevelable de sus deseos. Muestras insignificantes, quizá, pero muestras al fin de las sombras en la sangre, del viento de la noche en los latidos, del silencio con que enfrentaban las estrellas y lo poco o lo mucho que conversarían con la muerte. (…)”.

La poesía de Juan Manuel Alfaro es memoria pura que anota tratando de explicarse momentos, sensaciones; el poema, ante todo, es una necesidad, y él, el poeta, el primer necesitado, en “Perdices”: 

“(…) Desmedidas imágenes remotas 
que, a veces, parecen tan recientes:  
el olor barroso del chiquero, 
el degüello sigiloso, 
las manos bárbaras, 
un cajón con sal gruesa, 
la manivela lustrosa de la maquinita de picar y de embutir, 
la grasa disolviendo su blancura hasta cernir esas pepitas de oro de los chicharrones 
y la vocecita menuda del abuelo recitando la interminable ‘Leyenda del mojón’, 
y cada uno con el orgullo de su especialidad, rudimentaria y cierta, como era todo entonces, 
cuando a mi hermano y a mí nos recomendaron que no abriéramos las cimbras, 
porque habría carneada y sería una ‘picardía’ (en lenguaje de entonces, ‘una lástima’) 
caer con un manojo de perdices cuando había tanta comida, tanto sabor haciéndose y dorándose… (…)”.


En “Monóloro” el poeta me sorprende iniciando el poema con un movimiento ínfimo: “Crujen los loros en las palmeras. Como si estuviesen dándose cuerda unos a otros. (…)”. Y luego, decididamente perturbó, de manera fantástica, mi lectura, mi día, mi vida, mientras leía “De pájaros volados”: “Cuando a mi madre se le volaban los pájaros / parecía imposible que la tierra pudiera volver a tener connotaciones azules; (…)”. Este poema es una maravilla de la creación. En él la imagen de la madre del poeta, regresando de la memoria, mezclándose en la humedad de mis lágrimas.

Este poema, el libro todo de Juan Manuel Alfaro, goza en la libertad apasionada de la memoria, deja en claro el valor que dicha memoria posee para la vida atenta a los estímulos. No hay presente, sin pasado. No habrá futuro sin pasado. Eso me dice desde la emoción y el pensamiento, la escritura de este poeta. Escribo, hago mi camino desde hace una pequeña eternidad, ya se verá si llego a ser escritor, la categoría de poeta es para notables. Mi camino de contador de historias hoy se vio reforzado. Tuve la suerte de leer “Los teros de la gracia”. Lo agradecen mis almas, mis patrias internas. Lo agradece la emoción de mi llanto, el intento de mi escritura.




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