miércoles, 2 de septiembre de 2015

DANIEL BARUC ESPINAL [16.976] Poeta de República Dominicana


Daniel Baruc Espinal

(República Dominicana, 1962)
Daniel Baru Espinal Rivera (Daniel Baruc) es oriundo de la Ciudad de Sánchez, provincia de Samaná, en la República Dominicana, y nace el 23 de abril del 1962. Es Licenciado en Filosofía Por la Universidad Católica Madre y Maestra (1985) y Licenciado en Ciencias Religiosas por el Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino (1987). Reside en México desde el año de 1988. Actualmente tiene la nacionalidad mexicana. Escribe poesía, cuento, Ensayo, novela, Crónica y Teatro.

Becario del Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG) en el género de Ensayo, del que salió el libro “Mare Ignoto. Guerrero en el marco de las independencias latinoamericanas y de la Revolución Mexicana”.

Ha ganado dos veces el Premio Letras de Ultramar en el género poesía, con los libros: “Roja iconografía de los otoños” y “La música y el vértigo”.

También ganó, en el 2007, el Premio Internacional de cuento del Instituto de Cultura Puertorriqueña con el libro “poner la mano en el fuego” (publicado por el Instituto de Cultura de Puerto Rico y de venta en Amazon).

En el año 2007 ganó el premio estatal de Cuentos del Estado de Guerrero, México, el Premio “José Agustín” y en el 2010 ganó el premio estatal de poesía del estado de Guerrero, en donde reside actualmente; lo ganó en esa ocasión con el poemario: “Memoriales y Naufragios“.

Ha obtenido menciones en Premio Mundial de poesía “Andrés Bello” (Caracas, Venezuela, 2009), Premio de Poesía “Pedro Mir” (Santo Domingo, 2009), Premio de Poesía Copé internacional (Lima, Perú, 2012), IX Premio Bonaventuriano de Poesía (Cali, Colombia, 2013) y ganó el Tercer Premio en los Juegos Florales Nacionales de la Plata (Taxco, Guerrero, México, 2013).




I M P Ú B E R

Impúber franquicia
es la voz equinoccial de la memoria.
Dulce aletear de pájaros.
Aniquila la lluvia los terraplenes
que levantó la brisa en las ventanas.
Alguien, en la calle,
canta una triste canción y desentona.
Alguien muere en medio de la plaza.
La muerte es una niña con pus entre las piernas,
un maniquí desnudo bajo el sol, coronado de alambres.
Desde mi ventana columbro un crucifijo.
Está en el mismo cuarto
donde a las siete en punto una muchacha rubia,
de largas piernas, se desnuda.
Una epifanía de lodazal,
reconstruye su cuerpo marino entre mis manos.
Si fuera Van Gogh me cortaría una oreja,
pero no tiene orejas el deseo.




TODO CUERPO DESNUDO

Todo cuerpo desnudo es como un mapa;
pergamino sepia agujerado donde la
noche ha escrito con arbones
los nombres de los dioses más antiguos; 
Sigilos y visajes van llenando de oníricas tensiones
los caminos de mar
que por el cuerpo se derraman
y nadan como peces de colores.
Todo desnudo cuerpo es como un mapa. 
En él se encuentran las ternuras
de Dios, sus desvaríos.




NO ME AFERRO A LA CARNE

No me aferro a la carne que se agosta. 
Sé que el espejo en que me veo
me miente. 
Que detrás del azogue, la simiente de la nada 
florece
como un bosque. 
No me aferro a la carne ni a su noche.




ADENTRO

Adentro de nosotros hay un rumor de abismo; 
afuera, el golpeteo del
fuego crepitando en las costillas. 
Después no existe nada, [es el
olvido] y la nada es redonda
como la bienhechora sombra de los dioses.

[Los tres poemas anteriores pertenecen al libro 'Besar los ojos del fango', Editorial Oficio, Monterrey,N.L, México, 2010]




Hoy

Hoy me levanté creyéndome Cenzontle:
busqué abismos de nácar,
amé alturas de vidrio.
En porcelana dije las palabras precisas:
aquellas con las que se conjuran
las fiebres de los desventurados,
con las que cicatrizan los besos no pedidos.
Una mujer vestida con cáñamos de luna
me desgarró las alas,
su océano imprevisto con buques en naufragio
me levantó hasta el reino donde la sal subyace.
Allí, a la sombra de hongos y fragancias,
estatuas ebrias de orégano y jengibre,
talladas en corales, como tú,
me invitaron al canto y a la brevedad de espina
del cielo que arde eternamente en las caderas.
Y un espejo de pájaros permeó de añil la lluvia
por donde derramado intentaba habitarte.




MI PADRE
(A la memoria de Julio Espinal Jiménez)


I

Mi padre no fue un arameo errante,
ni durmió bajo lunas de cristal
en la asfixiante luz de las arenas.
No estuvo en el acto fundacional
de la primera piedra que sepultaron
como semilla túrgida
para que de ella nacieran
las pirámides
de Keop, Kefrén y Micerino.
No se bañó en el Nilo con Cleopatra,
ni estuvo en el sitio de Troya,
ni con las hordas de Atila
asoló los estremecidos territorios
donde ya jamás volvió a crecer la hierba.
Tampoco vio el sol de medianoche
en las regiones antárticas,
ni apacentó rebaños en las praderas de altura
de las Montañas Rocallosas,
ni se embriagó de verde y de frescura
en los ríos y canales de Bangkok,
o en los trigales de Kansas
no hizo el amor con una muchacha tibia
de pelo ensortijado y oloroso a lavanda
que gustaba olvidar sus depresiones
teniendo cada noche un hombre entre las piernas.



II

Mi padre no fue un arameo errante,
ni tampoco fue un inca,
y por eso nunca rezó de hinojos
ante una soberbia siembra de maíz
al dios Sol o Inti
que lo fecunda todo;
y nunca conoció el gran templo inmemorial
de la ciudad de Cuzco.

Mi padre no fue un azteca
y por eso no estuvo en Tenochtitlan
cuando el hombre con barba y cuatro patas y una cola,
el que venía del mar, rasgó la piel del mundo
y profanó a los dioses;
nunca abrió el pecho de otro hombre
buscando su corazón aún palpitante
para ofrecerlo a la voracidad sagrada
del gran Huitzilopochtli.
Ni bajó a lo profundo de las minas
donde se suicidaban los subyugados indios
del nuevo mundo
ganado con la cruz y con la espada;
ni en los molinos o en los ingenios de azúcar
adoró a ningún ser venido desde el África
en el corazón doliente de los que fueron arrebatados
de su tierra, sus ríos y su dicha.



III

Mi padre no fue un arameo errante,
mi padre fue un obrero.
Un obrero antillano, simplemente.
Un obrero con luz en sus pupilas
y mares que le corrían por las venas
con la misma alegría de la lluvia temprana
mojando las colinas;
un obrero de bronce, y nada menos,
que un hombre de acero y resolana,
fuerte como los cedros y los toros del sur
que mugen mientras pastan con estrellas y cardos.
Él conoció muy bien
los tambores terribles de la fiebre,
el cantar de la ausencia
y las saetas del huracán
sobre el parcelamiento infinito de las islas.



IV

Y a esta altura precisa del poema
tengo que repetir, por enésima vez,
que mi padre no fue un arameo errante,
no fue un visir, ni fue un maquinista
de una locomotora de vapor, ni un alfarero,
ni un productor de cine,
ni el dueño de un hotel de cinco estrellas;
no surcó los cielos y puso un pie en la luna,
ni firmó ningún tratado de fin de hostilidades,
ni escribió una novela que se volvió best-seller,
pero nunca faltó en mi casa
pan o leña para quemar inviernos,
y siempre su palabra estuvo a ras de todos
como un inmenso árbol cargado de manzanas.



V

Mi padre no fue un arameo errante.
Tampoco vio el fragor paradigmático
de la toma feliz de la Bastilla,
ni las cabezas que fueron al patíbulo
a ser cortadas por la guillotina,
ni coqueteó con la mujer de Urías,
ni conoció a Natán, el gran profeta,
ni junto con Moisés cruzó el Mar Rojo,
ni levantó en vilo la serpiente,
ni estuvo con Borges cuando escribía “El Aleph”
o con Dido cuando se suicidaba por el amor de Eneas;
ni siquiera oyó hablar muy largo de Cervantes
y jamás estuvo de acuerdo con la agonía de Sísifo
y la espada terrible de Damocles;
con Edipo lloró, por su destino
y acompañó a Ulises hasta Ítaca;
a Neruda lo amó en Isla Negra
en su casa llena de caracoles y de libros,
y a Hemingway en Cuba,
antes de abandonarnos para siempre;
un día le hablé (seguro que lo hice)
de Cabrera Infante y sus “Tres tristes tigres”,
pero él se conmovió recordando a Aureliano Buendía
amarrado al castaño del olvido y la muerte,
y a otro que llegó a Comala en busca de su padre:
un tal Pedro Páramo…



VI

Mi padre no fue un arameo errante,
tampoco fue un cosmos, un hijo de Manhattan
como Walt Whitman;
no mereció medallas del congreso,
ni tuvo calles con su propio nombre,
pero fue lo mejor que pudo darme el cielo,
pues tuvo un corazón dulce y tan grande
como un árbol cargado de manzanas.
Mi padre fue un obrero
apegado a su viejo testamento de sueños
y amor de antepasados…











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