jueves, 7 de enero de 2016

FRANCISCO MARÍA DEL GRANADO [17.861]


Francisco María del Granado

Francisco María del Granado y Capriles (18 de agosto de 1835 – 23 de septiembre de 1895), obispo de Cochabamba y arzobispo de La Plata, fue un poeta, orador y prelado boliviano que consagró su vida a servir a los pobres e indígenas.

El “Tata Granado”, como es conocido por el devoto pueblo boliviano que lo ha venerado sin descanso por más de un siglo, tuvo fama de santo ya en vida. Amaba a toda la gente, en especial, a los disminuidos; el pueblo correspondió a este amor estimándolo como benefactor y venerándolo como santo: "Calma y vigor comunicaban al espíritu la frente ancha y pensadora, sombreada de tristeza, jamás coloreada de impaciencia; la mirada de inalterable dulzura; el acento que parecía implorar, aun cuando mandaba", recuerda el presidente boliviano Mariano Baptista.

En su memoria, Bolivia le ha dedicado una plaza y le ha erigido un monumento.

Primeros años de vida

Había nacido en el seno de una familia noble de grandes pergaminos que ligó su existencia a los valores trascendentes. Era nieto de ese gran benefactor de la humanidad que fue el I conde de Cotoca. La vocación religiosa fue tan temprana que a los cuatro años ya quería ser sacerdote católico. En la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, de niño improvisó un altar bajo la sombra de un naranjo y todas las mañanas, antes de ir a colegio, celebraba la misa con devoción. Más tarde, a los doce años de edad, predicó los sermones de feria durante la cuaresma, en casa de un caballero, vecino suyo, y a medida que el orador se exhibía aumentaba la concurrencia que ya no era de niños, como al principio, sino de caballeros y señoras.

Vida religiosa

Recibió la unción sacerdotal a la corta edad de 24 años, después de graduarse como doctor en teología. A los 33 años "el Señor que se complace en ensalzar a los humildes, lo exaltó a la sublime dignidad del episcopado", donde demostró poseer todas las cualidades y virtudes del santo. El tirano y caudillo bárbaro Mariano Melgarejo —aquella suerte de "bestia borracha" — sentía hacia el religioso un temor reverencial y a pesar de no comulgar con sus ideas, ni seguir sus doctrinas, no se opuso a su nombramiento. "Acaso el hombre de las batallas y de las orgías no ha respetado en Bolivia, sino al joven sacerdote Granado". El obispo fundó varias instituciones de bien social, destacándose entre éstas la Casa de las Hijas de María. En él cobró fuerza el santo fuego de la caridad, que se alimenta socorriendo a los enfermos, a los marginados y a los que sufren. Así, los pobres e indígenas absorbían sus atenciones y desvelos, prodigados sin tasa ni medida. Hablaba igualmente con los ricos que con los pobres; sus palabras llenas de amor y su presencia, infundían paz y tranquilidad a los feligreses, devolviéndoles la fe y la esperanza.

Muerte

Cuando llegó la hora de su partida, pidió a dos hermanitas que lo cuidaban que lo ayudaran a arrodillarse porque él no se sentía digno de partir hacia Dios si no estaba hincado. Elevó sus ojos al cielo, sintió a Jesús dentro del pecho y estalló su corazón dentro el cáliz de su cuerpo: “Vivió para el corazón y el corazón le dio la muerte”. Tras su fallecimiento, la gente lloraba y colocada en líneas interminables, le rindió su último tributo, desfilando por varios días frente a su catafalco. Su partida fue percibida con angustia, con ansiedad, como un "cataclismo social".

Obra literaria

Su otra gran vocación era la palabra escrita. Todos sus sermones, pero especialmente el denominado "Sermón de las tres horas", pronunciados los viernes Santos en catedrales bolivianas, peruanas, ecuatorianas y argentinas a lo largo del siglo XIX, conmovían el alma del más ateo. Su expresión era enérgica y de ideas tan claras como diáfana su manera de exponerlas. Ferviente defensor de la fe, permaneció al frente de la grey católica durante cerca de tres décadas, cuando la Iglesia había empezado a sufrir los embates anticlericales del pensamiento decimonónico. Cuando hablaba desde el púlpito a los feligreses se transfiguraba, se agigantaba y sus labios vertían la palabra de Dios. Se hizo famoso por sus dotes de orador: su vocación ardorosa, ingenio vivaz, palabra fulgurante galvanizaban a sus coetáneos como una "notabilidad que sabe arrastrar, convencer y conmover a su auditorio", dejando su imperecedera huella.

Es un poeta de corte neoclásico y, cuando trata asuntos religiosos, su poesía alcanza cimas difícilmente superables.

Proceso de beatificación

Sus restos reposan en la catedral de San Sebastián en Cochabamba. En 1902 se inició su proceso de beatificación, y fue declarado Venerable en 1922 por SS. Pío XI. Su causa sigue en curso.

Las obras principales de Francisco María del Granado son:

Evocación (1863)
Sermón patriótico ante la intervención extranjera en México (1864)
Sermón predicado en la inauguración del templo del Hospico (1868)
Sermón pronunciado con motivo de la instalación del monasterio de Capuchinas de Jesús Crucificado (1868)
Discurso en la solemnidad del jubileo pontificio (1871)
Carta pastoral con motivo de la alocución pontificia (1877)
Oración fúnebre ante la inmolación del almirante Grau (1879)
Sermón sobre el misterio de la Santísima Trinidad (1883)
Discurso en la inauguracón del Concilio Provincial Platense (1889)
Retratos (1895)



1895 RETRATOS

COCHABAMBA

La brisa leve de perfume henchida,
cuajada de pintadas mariposas,
adormece las penas de la vida
y evoca la visiones más hermosas.

Surge, en tu seno, la elevada cresta,
que ostenta airosa su nevada frente,
y el Tunari domina la floresta,
a quien saluda el valle reverente.

Doquier brotan mil prados pintorescos,
tapizados de césped y de flores,
con naturales cuadros arabescos
formados por guijarros de colores.

Allá vienen palomas quejumbrosas,
los juguetones pájaros cantores.
Allá cantan endechas amorosas,
en su laúd, errantes trovadores.

Allá contempla el colosal océano,
inmenso mar de perennal verdura;
la selva virgen do el trabajo humano
no ha penetrado en su mansión oscura.

Allá, el cóndor que reta a la tormenta,
gemebunda la tórtola en su nido;
desbordado el torrente que revienta,
el arroyo que exhala su gemido.



NO, NO, MADRE MIA

Es ella, sí, la madre a quien adoro,
la que estampó en mi frente el primer beso, 
la que con dulce, férvido embeleso
me llamaba su dicha, su tesoro.

Mas ¡ay! yo observo que tu faz, señora, 
lágrimas surcan, gruesas, cristalinas.
¿Por qué lloras mi bien? ¿Es que adivinas
el triste llanto que yo vierto ahora?

Dolorosa es, oh madre, la existencia 
para el que ciego por su senda avanza,
mas no para el que abriga una esperanza,
¡sabroso fruto de inmortal creencia!

Y por eso tú al pie de los altares 
las horas pasas sin sentir de hinojos, 
y alzas al cielo los dolientes ojos, 
burlando así tus íntimos pesares.

Por eso si tu labio a Dios envía
fervorosa plegaria que murmura, 
rebosa al punto celestial dulzura 
la copa del dolor amarga, impía.

¿No recuerdas que, estando pequeñuelo,
enjugabas mi llanto con cariño, 
diciéndome: «No llores, pobre niño,
piensa en los goces que te guarda el cielo»?



LA MADRE DE LA ALDEA

La imagen de ese ser que mi alma adora
con un culto de amor vivo y constante,
por quien late mi pecho, cada instante,
la imagen de mi madre, sois, señora.

En vuestro dulce, angélico, semblante
que la virtud con sus fulgores dora,
ver, me imagino, a la que triste llora
por el hijo que de ella está distante.

Por mí, que en larga, matadora ausencia 
verla, otra vez, anhelo y desconfío,
pues en vos me da la providencia,
un lenitivo a mi dolor impío.

Bendigaos, del cielo, la clemencia, 
como grato os bendice el labio mío.



A MI HERMANA FELICIDAD PERPETUA

No bien pudo escuchar, su tierno oído,
el nombre del Divino Nazareno
que de celeste fuego el pecho lleno
le juró sin reserva eterno amor.
Su ambición toda, su incesante anhelo
fue complacer a su Jesús amado,
ahuyentar a la sombra del pecado
y hacerse fiel esposa del Señor.

Allá en el seno del hogar querido 
el ángel de paz y de consuelo
batió sus alas y el pujante vuelo
alzó a la estancia de eternal fruición.
Su esposo la llamó con dulce acento.
Una corona la mostró radiante.
Oyó su voz y le entregó al instante
su ardoroso, virgíneo corazón.

No es la pluma parcial, apasionada,
la que así traza un cuadro lisonjero.
Es la voz de un pueblo todo entero
que de la virgen cerca el ataúd.
Y en su faz cadavérica descubre
una aureola de luz que la ilumina,
una expresión angélica, divina,
¡el claro resplandor de la virtud!



A MI SOBRINO FÉLIX

¿Viste, Félix, al despuntar la aurora,
sobre el límpido azul del ancho espacio 
con variantes de grana y de topacio,
una imagen surgir deslumbradora?
¿Y anheloso al fijar tu vista en ella,
una nube advertiste vaporosa?
¿Y que esa imagen ¡ay! no era otra cosa
que una visión tan flébil como bella?

Esa ilusión ¡ese fantasma vano! 
es la felicidad, falaz quimera,
que en su pos arrebata por do quiera, 
jadeante de fatiga, al pobre humano,
que después de seguirla candoroso
se detiene confuso, avergonzado,
al ver que ese fantasma lo ha burlado, 
haciéndole creer que era dichoso.

La gloria, los placeres, los honores,
ensueños son que duran un momento,
áridas hojas que dispersa el viento, 
del vergel de la vida, muchas flores.
Todo acaba, Félix, y desparece
al borde de la huesa funeraria;
y en medio de los escombros, solitaria, 
la antorcha de la muerte resplandece.

¿O pensaste, quizá, Félix querido,
en tus horas de cuita y de quebranto, 
que hay seres que jamás el triste llanto 
del dolor, en el mundo, hayan vertido?
Y te engañaste, sí, porque en la vida
todos lloraron ¡ay desde la cuna!
y a todos, más o menos, la fortuna,
su copa les brindó, de hiel henchida.

Del dolor, el imperio, el orbe abarca, 
nadie esquivó jamás su fiera saña: 
Llora el labriego pobre en su cabaña,
bajo el regio dosel, llora el monarca;
y si a alguno Feliz llamóle el mundo, 
si envidiaron los hombres su ventura, 
es porque no les dijo la amargura
que abrigaba del alma, en lo profundo.

En la tierra, Félix, tan sólo hay llanto,
sufrimiento y pesar y amargo duelo; 
la ventura reside allá en el cielo,
en el seno del Ser tres veces santo.

El testimonio fiel de una conciencia
que no turbe tenaz remordimiento 
es manantial perenne de contento, 
¡supremo bien que halaga la existencia!
La dulce idea del deber cumplido,
la grata convicción del bien que has hecho, 
harán de gozo rebosar tu pecho
y Félix sólo entonces habrás sido.



1868 SERMÓN

Predicado en la inauguración del templo del hospicio

Católicos, cuando considero que hace poco más de ocho años, me cupo la honra de dirigiros la palabra, en este mismo lugar, con ocasión de haberse trazado el plano y colocándose la primera piedra de este augusto edificio, bajo cuyas suntuosas bóvedas nos hallamos congregados hoy; cuando traigo a la memoria, que entonces no esperé, que ninguno de los que asistimos a aquel acto, presenciase esta segunda solemnidad que anuncia la casi completa coronación de una obra que, por las circunstancias tan desfavorables en que se emprendió, parecía imposible se finalizara en el corto período de tiempo que ha transcurrido desde aquella fecha, sin contar como no contaba anticipadamente con todos los elementos necesarios para obtener su pronta conclusión. Cuando pienso, digo, que lo que fue entonces para mí una lisonjera pero remota ilusión es ahora una positiva y consoladora realidad, sólo acierto a expresar las vivas y dulces emociones, el puro y entusiasta regocijo que rebosa mi corazón, prorrumpiendo ufano y gozoso con el Salmista: «In domum Domini ibimus». Sal 122 1.

¡Bajo cualquier punto de vista, pues, que se considere, hermanos míos, la erección de este venerable y hermoso santuario, encontraremos mil justas y poderosas razones que motivan el fervoroso júbilo de que, a juzgar por lo que en mí pasa, os supongo profundamente penetrados al concurrir a la sagrada función con que hoy se inaugura! Ni podía ser de otra manera, siendo así, que como nadie lo ignora, la adquisición de un bien cualquiera que él sea, produce necesariamente la expansión y el contento en el alma del que lo posee. Y nosotros acabamos de adquirir un cúmulo de bienes de todo género: como cristianos, en el orden espiritual, el más noble, digno y elevado; como ciudadanos en el orden moral y social, cuya mejora es de tanta magnitud y trascendencia; y finalmente, en el orden estético y material, como hombres amantes de la belleza artística, del ornato y progreso industrial de nuestro país, ventaja que si bien ocupa un puesto secundario, merece no obstante, fijar nuestra atención. 

¡Oh! Alcemos, pues, nuestros ojos al cielo, y bendigamos humildes y reconocidos al Señor, cuya liberal y benéfica mano nos regala tan inestimable presente. Ofrezcámosle a porfía, nuestros más fervientes votos, nuestros más rendidos homenajes, en acción de gracias, por haber removido los obstáculos, facilitado los medios, reanimado la piedad de los fieles y sostenido la loable constancia de estos ilustres cenobitas, para haber erigido este precioso monumento consagrado a su gloria, este magnífico y majestuoso alcázar en que será su excelso nombre bendecido eternamente y al que hemos acudido ahora llenos de santa y deliciosa alegría. 

¡Inmaculada y santísima Madre de la Divina providencia! Vos bajo cuyos maternales auspicios se ha edificado este templo para que en él more, él que habitó nueve meses en vuestro seno purísimo; vos que tan vivamente interesada estáis por la mayor honra y gloria de vuestro Divino Hijo, y que con tanta solicitud y ternura queréis y procuráis el bien de los que hemos sido rescatados al precio infinito de su sangre; vos en fin, que en todo tiempo voláis en auxilio del menesteroso que os invoca, no me neguéis ahora, vuestro eficaz amparo, a fin de que yo pueda, inculcar con fruto, en el ánimo de mis benévolos oyentes, las breves reflexiones que me sugiere el grato motivo que hoy aquí nos reúne. Así espero lo haréis, Madre clementísima, pues nunca habéis desmentido que sois y seréis siempre la fiel dispensadora de la gracia de que fuisteis llena.

Católicos, si es un axioma psicológico que el hombre es, como nos lo dicen de consuno, la razón y la fe, un ser compuesto de dos sustancias tan diversas como íntimamente unidas entre sí, a saber: el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo. Si es del mismo modo exacto y evidente, que este último, por medio de los órganos de que está dotado, es el vehículo indispensable de las percepciones igualmente que de los sentimientos que residen en aquélla, es a todas luces claro y comprensible, aun para el más vulgar buen sentido, que el Culto Religioso externo y público, es una necesidad inherente a la naturaleza humana, que siendo la primera y la más noble de las creaciones de Dios, si se exceptúa la creación angélica, y la única capaz de conocerle y amarle en este mundo, no puede sin hacerse culpable de un enorme crimen, romper los sagrados vínculos que tan fuertemente la ligan con su Divino y Bondadoso Hacedor. No puede, sin destruir las condiciones esenciales de su ser, rehusarle el legítimo tributo de adoración y amor, respeto y gratitud que Aquel tiene derecho a exigirle ya privadamente y como a individuo, ya colectivamente y como a sociedad. 

Así se explica por qué en la cuna de todas las naciones del orbe, sin excluir las tribus más embrutecidas y bárbaras, encontramos ante todas cosas, un altar, y un sacerdocio, circunstancia que con tanta razón, obligó a decir al célebre Plutarco que hallaréis pueblos sin literatura, sin leyes, sin casas, sin murallas, sin teatros, sin moneda; pero no encontraréis jamás pueblos sin Dios, sin plegarias, sin sacrificios; pues nunca se ha visto ni verá un pueblo semejante, por lo que cree más fácil que exista una ciudad edificada en el aire, que un pueblo sin religión.

Es tan sensible y palmaria esta verdad, que los incrédulos mismos se han visto forzados a reconocerla y confesarla innumerables veces. La Religión reducida a lo puramente espiritual, no tardaría en verse relegada a la región de la luna. Es pues según eso indudable, hermanos míos, que el alma necesita de signos exteriores para manifestar los sentimientos que abriga interiormente y muy en especial los que se refieren a Dios, los cuales desaparecerían fácilmente del corazón de la mayor parte de los hombres, si no se les excitase y fomentase de continuo, por medio de objetos materiales, que hiriendo los sentidos corpóreos, produzcan y sostengan en ella impresiones vivas, profundas y duraderas. He ahí expuesta y justificada, por la simple razón natural, la existencia de ciertos lugares particularmente destinados a la satisfacción de esta necesidad imperiosa y al cumplimiento de este deber sagrado del hombre con respecto al culto religioso. 

Y si del terreno de la filosofía y de la historia profana, pasamos al de la revelación divina, hallaremos en solemne comprobante de cuanto os llevo dicho: El mismo Dios, así que hubo promulgado sus leyes sacrosantas sobre la abrasada y fulgurante cumbre del Sinaí, ordena inmediatamente a su siervo Moisés la construcción de un tabernáculo sobre el que descienda su gloria y brille su imponente majestad, en el que su pueblo fiel le ofrezca sus preces, oblaciones y holocaustos. Veremos que Jacob al despertar de su misterioso sueño, consagra al Señor el dichoso sitio en que le plugo mostrársele: exclamando, sobrecogido de reverencial temor, que atinaba con la casa de Yahveh y que la puerta daba hacia el cielo; que David concibe el designio de edificar un templo al gran Yahveh, quien, por boca de su profeta, se lo impide, anunciándole que semejante honra estaba reservada al pacífico Salomón, el cual construye en efecto, apurando los recursos de la riqueza y del arte, aquel famoso edificio, asombro de las naciones, maravilla del mundo, en el que promete morar el Santo por esencia, escuchar y recibir las oraciones y ofrendas de su querido Israel. 

Más tarde, llegada la dichosa plenitud de los tiempos, el cristianismo, profundo conocedor de la naturaleza humana, ha establecido y conservado la loable costumbre de erigir templos y basílicas en honor del Dios viviente, a despecho de las insensatas declamaciones de la impiedad de todos los siglos, parodiada últimamente por el racionalismo moderno que acusa a la Iglesia católica de haber querido circunscribir la majestad del Altísimo en un recinto material, de haber alejado de su compañía a Dios, confinándolo dentro de los límites de un estrecho tabernáculo… Como si la Iglesia intentara jamás encerrar entre paredes y columnas la inmensidad divina, como si ella no enseñara al niño incipiente, en la primera hoja del Catecismo, que Dios está en todas partes, que todo lo penetra, todo lo ocupa, todo lo llena con su adorable presencia: ¡Como si nosotros ignorásemos que la Divinidad no ha menester de templos para sí misma cual un monarca necesita de un palacio para la ostentación de su grandeza y poderío, que la creación con todas sus bellezas es un átomo fugaz y deleznable para aquél que tiene por escabel de su trono los soles y los mundos! Como si no comprendiéramos, en fin, que nosotros débiles y miserables criaturas, somos los que necesitamos de estos lugares consagrados a Dios, para poder nutrir y sostener nuestras ideas y sentimientos religiosos; para auxiliar nuestra flaqueza, elevando y poniendo en contacto nuestro espíritu con el Autor de toda verdad y de todo bien; para exhibirnos reunidos en su presencia, como hijos de una misma familia a la vista de nuestro padre común, estrechando así los dulces vínculos de nuestra afectuosa fraternidad; para conservar en nuestro entendimiento encendida siempre la antorcha de la fe, y en nuestro corazón el fuego purísimo de la virtud. Efectivamente, hermanos míos, a quién de nosotros se oculta que por grandes, suntuosos y espléndidos que fueran los templos que consagrásemos al Eterno, no podrían nunca ser una mansión digna y correspondiente a su inmensa majestad, a su excelsitud infinita. Muy convencido de ello estaba el gran Salomón, cuando le decía: «Ergone putandum est quod uere Deus habitet super terram? si enim cælum, et cæli cælorum te capere non possunt, quanto magis domus hæc, quam ædificaui?». 1 R 8 27.

¡Y para que no dudásemos jamás de la grata complacencia con que acogió el Omnipotente tan humilde y fervorosa oración, un fuego milagroso descendido del cielo, consumió al punto las numerosas víctimas que cubrían el altar, y la majestad divina llenó el recinto sagrado, bajo el emblema de una brillante nube por la que, envueltos como en un manto de luz los Israelitas, prorrumpieron extasiados en alegres himnos de bendición y alabanza al Autor de aquella maravilla! Y cuenta, hermanos míos, que aquel templo no debía contener sino sombras y figuras: las tablas de la ley, el maná del desierto, la vara prodigiosa de Aarón; en sus altares de bronce no debía verterse otra sangre que la de los animales y sus bóvedas de oro y cedro sólo habían de resonar con el acento de los profetas. ¡Mientras que en nuestros templos habita personalmente el Dios que dictó la ley, en ellos se guarda el pan vivo bajado del cielo; un pueblo de adoradores en espíritu y verdad llena las sagradas naves, el altar está enrojecido con la sangre redentora que borra los pecados del mundo y los ecos repiten la voz del Soberano de los profetas! ¿Qué extraño es pues entonces, que al penetrar en ellos, crea el hombre traspasar los confines del mundo, para trasladarse a una región inaccesible a los cuidados y apasiones de la vida, donde se tranquiliza el alma, se consuela el corazón, se amortiguan las pasiones y se despiertan esos nobilísimos sentimientos que constituyen la alta dignidad del rey de la creación, que reproduce en sí la viva imagen del Supremo Monarca de los Cielos que encuentra sus delicias en morar con los hijos de los hombres? La fuerza del hábito hace otra parte que la mayoría de los hombres contemple, con indiferente frialdad, el grandioso espectáculo de la naturaleza; al paso que es muy difícil penetrar al interior de un templo, sin sentirse poseído de un religioso respeto, de un recogimiento santo que nos induce, con más o menos eficacia, a humillarnos en la presencia del Señor, a concentrarnos en nosotros mismos, a contemplar las verdades eternas cuya saludable meditación suele ser tan olvidada por el aturdimiento que producen los negocios y placeres mundanales. Todos y cada uno de los objetos que allí encontramos nos mueven a consideraciones de un orden superior que, cayendo cual lluvia bienhechora, sobre el terreno agostado y marchito de nuestro corazón, lo vivifica, lo fertiliza, y hace brotar en él los gérmenes de la verdad y del bien, de la dulce paz, del sosiego envidiable del espíritu, el cual necesita para vivir, una atmósfera apropiada, un alimento análogo a su naturaleza, capaz de reparar sus fuerzas enervadas y amortecidas por el pernicioso influjo del medio material que le rodea en el seno del mundo —del mundo cuyo bullicio no puede dejar de aturdirnos, hastiarnos y hacernos desear, siquiera por un instante, la soledad y silencio del santuario— ¡Oh! ¡Es muy pesada sí, la atmósfera que nos rodea para que no suspiremos por gozar, alguna vez, las puras y refrigerantes brisas del cielo, a la sombra del árbol de la vida plantado en medio de nuestros templos que, a semejanza de esos verdes oasis que se encuentran en los abrasadores desiertos de la Libia, ofrecen al cristiano peregrino el agua que brota hasta la vida eterna, para humedecer su labio desecado, para calmar la ardiente, la inextinguible sed de lo infinito que le devora! 

¡Por eso, ellos se llaman y son verdaderamente casas de oración! a donde aquél que, herido por el dolor, acude a dirigir sus plegarias al Dios de todo consuelo, no puede salir desconsolado ¡Oh!, ¡nunca, jamás, podrá salir desconsolado el hijo que entra en la casa de su buen padre a implorar en sus cuitas, auxilio y protección! Él lo tiene dicho: «Petite, et dabitur uobis; quærite, et inuenietis; pulsate, et aperietur». Lc 11 9.

Ya comprenderéis ahora, hermanos míos, por qué el universo con toda su magnificencia, no dice al corazón lo que la modesta iglesia de una aldea; pues en la cima de los montes, bajo la vasta bóveda azul del firmamento, no hallamos ni el altar, ni la cruz, ni la santa mesa, ni el tribunal de la misericordia, y ninguno, en fin, de aquellos símbolos tan elocuentes, tan persuasivos y conmovedores, tan ricos de recuerdos y sobre todo de acción tan eficaz sobre los sentidos y por consiguiente sobre el espíritu y el corazón, entre los cuales figuran las imágenes de los santos con las que la Iglesia católica recuerda a sus hijos la sublime y tierna comunión que existe entre ellos y los felices moradores de la Jerusalén celestial, les muestra a los santos como presentes a las oraciones de la tierra; los constituye protectores de los pueblos que edificaron con sus virtudes a cuyas imitaciones exhorta y excita. Ella quiere además, que veamos, en los templos materiales, una imagen de nuestros cuerpos que son templos vivos de Dios, purificados con el agua del bautismo, sellados con el sello de la gracia santificante, ungidos con el óleo de los sacramentos, iluminados con la luz del Evangelio y destinados eternamente a una inmortalidad gloriosa, por eso el Señor se muestra tan solícito y celoso de la Santidad de estos templos, «Nescitis quia templum Dei estis, et Spiritus Dei habitat in uobis?». 1 Co 3 16. ¡De aquí el deber que tenemos de limpiarlos, adornarlos y conservarlos mediante el ejercicio de todas las virtudes, de una manera digna del Dios que en ellos reside! Permitidme ahora que os pregunte, hermanos míos, ¿lo hacemos así por ventura? ¡Oh!, ¡válgame Dios! ¡Cuántos hombres, como dice el Crisóstomo, cuidan más de sus pesebres y caballerizas que del templo de su alma! Cristianos que me escucháis, ¿queréis conservar sin mancha ese viviente santuario? Venid con frecuencia al templo, ¡pues el hijo que huye del hogar paterno, no podrá ser jamás buen hijo, buen esposo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen ciudadano! Almas justas, si os alejáis de este lugar santo, si vuestras miradas os desvían de las cosas celestiales, para dirigirse a las de la tierra, no tardaréis en ser arrebatadas por el voraginoso torbellino de la tentación. Débiles tallos os troncharéis al primer soplo del huracán de las pasiones: Columnas separadas del edificio, no podréis teneros firmes y caeréis hechas pedazos al golpe de vuestra impetuosa caída. No olvidéis que la fuente más pura, pierde su limpidez y trasparencia: ¡el paso de un insecto la remueve y enturbia, el soplo del viento agita y corruga su tersa superficie! 

Y si el templo del Señor es para el justo un lugar de sostén, de expansión y consuelo; para el pecador arrepentido es un lugar de rehabilitación y de luz en el que sus miradas tropiezan aquí con los tribunales sagrados, donde movido por las exhortaciones de un director compasivo y celoso, prometió mudar de vida y reprimir sus viciadas propensiones: allí con el altar donde en otro tiempo sustentó su alma con el cuerpo adorable de Jesucristo, que murió porque él viviera; más allá, descubren la cátedra donde no se ha cesado de distribuir el pan de la divina palabra, ni de combatir los desórdenes y excesos de su vida criminal, mostrándole sus fatales consecuencias, acullá distinguen postrada de hinojos una persona virtuosa y timorata cuya piedad la confunde y condena. ¡Todo en fin, todo le acusa y le enrostra su negra ingratitud para con Dios, lo cual no tarda en producir, en él, un principio de arrepentimiento, de reforma, de justificación, viniendo luego la gracia a colmar el hondo abismo que abriera la iniquidad! 

Y quién no ve, católicos, la inagotable fecundidad de este suelo sagrado para producir tan abundantes y preciosos frutos en el orden espiritual y por consecuencia necesaria en el orden moral y social que de aquél se derivan? Pero aun hay más: el oro, la plata, los adornos y preciosidades con que decoramos nuestros templos, fuera de fomentar y dar pábulo a las creaciones de la industria y del arte, nos hablan también a su modo, y nos dicen: Siendo Dios el Árbitro Supremo, Creador y dispensador de todos los bienes, obligación nuestra es ofrendarle el oro, las riquezas y las producciones del talento y del genio; pagándole, así, el justo tributo de todas las cosas que de su pródiga y benéfica mano hemos recibido. Este homenaje de gratitud y adoración es un nuevo título para merecer más y más sus inapreciables dones. 

La pompa, que el culto católico despliega en nuestros templos, no es pues solamente un manantial perenne y fecundo de bienes espirituales sino que además suministra —como llevo dicho— el trabajo y la subsistencia a un sin número de individuos y familias, en especial de la clase proletaria cuya industria promueve y conserva con el consumo de los variados objetos que emplea en su esplendor y sostenimiento. Llamar, como lo han hecho muchos que se titulan enfáticamente amigos del pueblo, superfluas y vanas las erogaciones del culto religioso es la más refinada crueldad contra la indigencia. La Iglesia no piensa de este modo, y prescindiendo de que toda pompa por espléndida que fuese, es una débil y pequeña manifestación de la criatura al Creador; ella tiene en mira que el pobre cuente con una casa común donde pisen sus pies ricas alfombras, ya que le está prohibida la entrada a los mullidos estrados de los opulentos del mundo: Quiere que el pobre se siente lado a lado del rico fastuoso y se arrellane en los sofás con que le brinda, ya que en su mísero albergue, no tiene los divanes orientales en que descansan los modernos epulones: ¡Quiere que el oído del menesteroso se recree con las melodías de la música sagrada, ya que las puertas de los teatros y festines se han cerrado para él y que olvide así siquiera por un instante, su miseria, su angustia, sus privaciones y padecimientos, a fin de que no le asalte la siniestra idea de atacar al rico en su propiedad para proporcionarse las comodidades, ventajas y placeres de que aquél disfruta!

Destruir las iglesias es aniquilar el culto y con él la religión; destruir la religión es remover las bases fundamentales de la sociedad. ¡Ah! en vez de derribar las iglesias o disminuir su número, es preciso levantar otras nuevas, cuantas más se construyan, menos cárceles abriréis; pues el culto divino público, es el lazo social más poderoso y fuerte que une a todos los miembros de la familia humana, en la casa de su común y legítimo padre, Dios.

Decidme ahora, católicos, si hay razón bastante, para celebrar llenos del más puro regocijo, la dedicación de esta santa casa, que así nos va a colmar de tantos y tan inestimables bienes; para prorrumpir estáticos de gozo y alegría. Empero, nuestro entusiasmo y alborozo deberán ir aun más allá, si a todo lo que llevo expuesto se añade la consideración de que este nuevo santuario nos ofrece un depósito de sacerdotes distinguidos por su doctrina, su piedad y su celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Efectivamente, ¿quién de nosotros puede sin injusticia, algo más sin ingratitud, desconocer los grandes e importantes servicios que, con el exacto y escrupuloso cumplimiento de su ministerio, prestan estos beneméritos religiosos, en obsequio de la salud espiritual de los fieles? Mas, aun cuando estas relevantes prendas no los hiciesen acreedores a nuestra benevolencia y a nuestro respeto, sería sobrado y poderoso título para comprometer nuestra gratitud en favor suyo, este magnífico monumento que atestiguará perpetuamente a la vez que la preclara piedad de sus principales autores, el decidido y generoso interés que los anima hacia nosotros, que hemos visto el infatigable tesón que han desplegado, para levantar y dar cima a una obra que, sin su admirable constancia, sin sus nobles esfuerzos, no habría podido llevarse a cabo, si se atiende a la naturaleza de su construcción y a las difíciles circunstancias del lugar y de la época en que se ha emprendido. Y no creo que haya ninguno entre vosotros, que no sienta y confiese esta verdad altamente honrosa para estos dignos y laboriosos operarios de la mies evangélica. Verdad que por sí sola, es más que suficiente para obligar nuestra más viva y profunda gratitud hacia ellos; para extinguir de una vez por siempre, en nuestro espíritu, las mezquinas preocupaciones de un nacionalismo falso y mal entendido que nos induce, frecuentemente, a desconocer y despreciar el verdadero mérito, sólo porque él se encuentra en individuos que no nacieron en el mismo espacio de terreno en que nosotros nacimos. ¡Cuánta injusticia, qué estrechez y trastorno de ideas y cuán poca nobleza de sentimientos arguye semejante conducta! Seamos pues justos, hermanos míos, amemos nuestra patria con un amor sincero e ilustrado, queramos su bienestar y su progreso, cualquiera sea la latitud de donde ellos nos vengan: reflexión que adquiere mayor fuerza, cuando se trata del sacerdote católico cuya patria es el mundo entero, al que fue enviado a evangelizar, por aquél que dijo a sus apóstoles: «Euntes… docete omnes gentes: baptizantes eos in nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancti». Mt 28 19.

Afortunadamente y para honra de nuestra religiosa y sensata sociedad, la gran mayoría que la constituye está muy distante de estas pueriles y odiosas prevenciones; dígalo sino la munificencia y liberalidad de tantas personas que, con sus donaciones y limosnas, han contribuido a la erección de este santo edificio hasta el estado tan lisonjero en que se encuentra. ¡Plegue al cielo! que el número de tan piadosos colaboradores crezca y se aumente de día en día, a fin de que dentro de breve tiempo nos quepa la gloria de verlo definitivamente concluido y decorado. ¡Así el pueblo cochabambino dará un nuevo y elocuente testimonio de su adhesión proverbial al catolicismo, y de ese espíritu emprendedor y progresista que forma su carácter y lo impele a acometer animoso todo cuanto pueda influir en la mejora y engrandecimiento de su hermoso suelo, para el que esta solemne inauguración en el año que hoy empieza, será, no lo dudéis, un seguro presagio de prosperidad y de ventura! 

Inmortal y augusto soberano de los cielos, a cuya gloria se consagra este venerado alcázar donde se va a inmolar, por vez primera, la sacrosanta y purísima Víctima del calvario, esa hostia de paz y de salud que no obstante nuestra indignidad y pequeñez os obliga a mirarnos con ojos de paternal clemencia, ¡aceptad pues propicio, los votos que os hacemos, escuchad indulgente las plegarias que os enviamos y derramad magnífico vuestras celestes bendiciones sobre este pueblo que os confiesa, adora y glorifica! Y si los reyes de la tierra, al tomar posesión de sus frágiles palacios, se ostentan dadivosos y liberales con sus súbditos, ¿cómo no os mostréis vos grande y misericordioso en este día, en que cubierto con los velos eucarísticos, haréis vuestra entrada solemne a este templo donde se os tributará el culto de que sois digno? ¿Cómo no locupletaríais nuestros corazones con las infinitas riquezas de vuestro amor y bondad inagotables? ¿Cómo dejaríais de compadecer nuestros males, de curar nuestras heridas y de enjugar nuestras lágrimas…? ¡Ah! ¡no, gran Dios! Señor, esperamos confiados los poderosos auxilios de vuestra gracia en el tiempo y vuestra visión beatífica, vuestra gloria perdurable en la feliz eternidad, que os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.



1868 DISCURSO

Pronunciado con motivo de la instalación solemne del nuevo monasterio de Capuchinas de Jesús Crucificado

«Beati immaculati in uia, quia ambulant in lege Domini». Sal 119 1. Con cuánta propiedad se aplica, hermanos míos, este verso del Salmista a esa selecta y preciosa porción de almas fieles que, noblemente estimuladas por el santo deseo de la perfección evangélica, renuncian el mundo, sus placeres e ilusiones para consagrarse enteramente al Señor. Cuando digo mundo entiendo por esta palabra esa insensata muchedumbre que, sumergida en los goces y cuidados terrenales, vive en un completo olvido de Dios y de sí misma; ignorando, mejor dicho, desconociendo espontánea y temerariamente el fin principal de su creación, cual si no tuviera más destino que la nada, ni otro porvenir que el de apurar, hasta donde sea posible, la copa del deleite. Hablo, sí, de ese mundo que renuncia solemnemente el cristiano, al borde de la pila bautismal, como a uno de los más peligrosos enemigos de su salvación; de ese mundo al que, según san Agustín, se refiere el Profeta de Patmos cuando dice que no conoció al Salvador.

Es cierto que todos estamos en la obligación de buscar, ante todas cosas, a Dios que es nuestro primer principio y será nuestro último fin; pero, desgraciadamente y por lo general, no cumplimos este deber sagrado porque carecemos de resolución bastante para romper el ominoso yugo de las pasiones que nos tiranizan y, para resistir a los falaces halagos del mal que nos seducen. No así esas almas que conciben y ejecutan el generoso designio de obligarse al servicio Divino de un modo perpetuo e irrevocable; de emplearse en levantar, noche y día, sus puras manos al cielo a fin de atraer sobre la tierra el rocío de las celestes bendiciones, las cuales merecen con justicia formar parte de la dichosa y bienhadada estirpe de los que buscan, de veras, al Señor.

¡Oh!, felicitémonos al ver multiplicarse, en nuestro país, tan noble, tan ilustre progenie. Y tributemos humildes gracias a la providencia, que se apresura a prodigarnos dulcísonos consuelos mediante el ensanche del culto religioso y de las instituciones monásticas, que oponiendo un dique al torrente devastador del vicio, y ofreciendo poderosos estímulos a la virtud, son un germen fecundo de progreso y ventura para los pueblos. 

Dígalo sino esta nueva comunidad que se instala hoy, pocos meses después de la inauguración del vecino templo, cuya importancia tuve la honra de manifestaros en otro discurso, cumpliéndome, ahora, la de hacer una breve apología de los institutos religiosos, con la mira de disipar, en cuanto esté a mis alcances, ese espíritu de hostilidad y prevención, pronunciado tenazmente contra ellos en la calamitosa época en que vivimos. 

Espero ¡Oh Virgen de las Vírgenes! que me otorgaréis bondadosa y benigna vuestro amparo, siendo como sois la excelsa Emperatriz de esa cándida falange que milita bajo vuestras banderas, y en cuyo obsequio me propongo hablar: Ave María.

Tarea ciertamente difícil y penosa es, hermanos míos, la del ministro de la religión que se propone hacer la apología de los conventos, a la faz de un siglo como el presente, en el que infatuado el hombre al contemplar sus numerosas conquistas sobre la materia, ha acabado por someterse servilmente bajo el imperio de esa misma materia que se gloria de dominar, con despótica soberanía. Tal es, en efecto, lo que la historia contemporánea nos muestra, toda vez que volvemos los ojos hacia esos países cuya civilización y cuyos prodigiosos avances son incitadores de nuestras aspiraciones y de nuestra envidia; lo que prueba la funesta disposición en que nos hallamos, de acoger sin examen la errónea doctrina, de que la ventura de los pueblos debe medirse por la mayor suma de bienestar material posible, y de que por consecuencia, todo lo que no se encamine a procurarlo, es ya que no pernicioso, estéril y de ningún provecho, teoría que envilece y degrada al hombre, el cual necesita, sobre todo, perfeccionar su alma hecha a imagen de Dios, por el solícito esmero en procurarse, con preferencia, los bienes incorruptibles y perdurables, en cuya posesión consiste principalmente su feliz, inmortal y glorioso destino. «Quærite», dice el celestial Maestro, «primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia adiicientur uobis» Mt 6 33, palabras que establecen del modo más terminante y explícito, la superioridad intrínseca del espíritu sobre la materia. No queráis, sin embargo, que yo intente desconocer los deberes que tenemos con relación al cuerpo, ni la moderada solicitud en satisfacer sus exigencias y necesidades, no, porque esto sería extravagante y absurdo, como quiera que el hombre es un compuesto de dos sustancias, que no es dado nunca separar completamente, sin destruir el fondo de su naturaleza; pero sí afirmo sin temor de equivocarme: Esos mismos deberes relativos a nuestra parte animal tienen que estar forzosamente subordinados a las leyes espirituales y morales que figuran en primera línea, en superior escala; so pena de abdicar ignominiosamente el cetro de monarcas de la creación y confundirnos con las bestias que pacen la hierba. 

Por consiguiente, todo lo que conduzca a favorecer el desarrollo y perfección del espíritu, a depurarlo de sus manchas, a unirlo más estrechamente con su Divino Autor, no puede menos que ser grande, digno, respetable y noble; no puede menos que ejercer una influencia tan positiva, como bienhechora, en nuestro corazón natural e instintivamente amante de la grandeza, la bondad y el heroísmo, y ¿quién osara negar que estos brillantes caracteres distinguen a las comunidades religiosas y, en especial, a las del bello sexo, que ofrece a los ojos atónitos del mundo, de los ángeles, y de los hombres, el imponente, conmovedor y sublime espectáculo de la pureza, la abnegación y el desprendimiento en su mayor altura? 

Si pues, como católicos, reconocemos por verdadero y divino el código santo del Evangelio, no podremos jamás zaherir ni menospreciar impunemente estas instituciones venerables que arrancan su origen y su modo de ser de aquella fuente purísima. Consultad sino la historia y hallaréis, desde la aparición del cristianismo, un sinnúmero de personas de uno y otro sexo que, alumbradas por una luz superior, se dedican a la práctica de los consejos del Dios hombre, con el loable fin de obtener la más alta perfección moral asequible sobre la tierra; ni pudo ser de otro modo, pues de lo contrario, Jesucristo habría dado al mundo lecciones impracticables y consejos ilusorios, lo que no se puede afirmar sin blasfemia, ¿o se dirá que, bastando para conseguir la eterna bienaventuranza la observancia de los preceptos, es una supererogación inconducente? Sería eso así, si al potente impulso que diera Jesucristo a la humanidad regenerada, si a la voz irresistible con que la invito a copiar en sí, su imagen perfectísima, no hubiera surgido, como por encanto, una multitud de almas ardorosas cuyo fervor no quedase satisfecho, con el mero cumplimiento del deber. 

La suprema misión de justicia que comporta el Derecho se cifra en constans et perpetua uoluntas ius suum cuique tribuendi, es el ideal más acabado de la sabiduría humana; respetar el derecho, y cumplir el deber era el grado supremo a que pudo elevarse la filosofía gentilicia, cuyas doctrinas no llegaban siempre ni aun a ese tipo tan vulgar. Efectivamente, el cumplimiento universal del simple deber sería, por sí solo, muy apetecible; mas, para que la inmensa mayoría de los hombres se resolviese a ello, era en extremo conveniente hacer desfilar ante sus ojos virtudes decididas a subir más alto; para que, estimulada por el ejemplo de una minoría heroica, marchara con más facilidad y eficacia a su perfección. Tal ha sucedido con el cristianismo, en cuyo seno se ha encontrado siempre a esa generosa minoría, caminando sobre las huellas de Jesús, conmovida por estas palabras: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester cælestis perfectus est», Mt 5 48; dispuesta a lanzarse en su compañía, más allá de los límites del precepto jurídico y de las fronteras del deber; exclamando férvida y entusiasta: «Lo bueno no es bastante, queremos lo mejor; el deber es poca cosa, queremos el sacrificio». Ved ahí el móvil, ved ahí el blanco de la vida religiosa, que es, bajo este punto de vista, una causa poderosamente aceleratriz de progreso, en el orden moral. 

Pero, aun sin tener en cuenta la notable circunstancia de que los institutos religiosos tienen, en favor suyo, la autoridad expresa del Evangelio y la palabra indefectible del Divino Enviado, que no puede cambiar ni sufrir alteración alguna con el transcurso del tiempo, como acontece con las doctrinas que proceden de la débil razón humana; el sentido común y la sana filosofía nos dicen que es preciso, ya que no respetarlos, dejar por lo menos de combatirlos, de un modo innoble, injusto y sistemático puesto que, lejos de ocasionar mal ninguno, contribuyen, en gran manera, al sostén, dignidad, esplendor y prestigio del imperio santo de la virtud. Y si esto es así, cómo no es posible desconocerlo, ¿habrá cordura, sensatez y sabiduría en condenarlos magistral y despiadadamente, en calificarlos como rémoras invencibles del progreso, como un anacronismo injustificable en el Siglo de las Luces? No me podréis negar que esto es lo que se ha dicho y lo que se repite de ordinario, por muchos de vosotros; permitidme ahora dirigiros una pregunta: ¿No es evidente que en nuestro siglo, más que en ningún otro, se proclama a voz en grito la libertad, la tolerancia y el respeto a los fueros de la conciencia? Y bien, ¿cómo canceláis ese principio tan preconizado, tan exigentemente reclamado en la actualidad, con la repugnancia que os inspira ver y el vivo deseo que tenéis de impedir, si pudieseis, que una pequeña porción del sexo devoto busque en la vida contemplativa, en el silencioso recinto del claustro, un asilo contra los riesgos del mundo, un medio de satisfacer las nobles y piadosas aspiraciones de su espíritu y de su corazón? 

Para eludir la fuerza de este sencillo argumento y justificarse del merecido epíteto de inconsecuentes, han pretendido primero los protestantes, y después sus discípulos los modernos racionalistas, que la aversión que profesan a los claustros nace del interés y lástima que les inspira la suerte de esas pobres vírgenes, que, cegadas por la alucinación y el fanatismo, cometen la bárbara imprudencia de adoptar, de un modo perpetuo, un género de vida lleno de inconvenientes. Se nota, desde luego, que la imprudencia deberá consistir, especialmente, en la perpetuidad del voto. Sentada esta premisa, será forzoso concluir que no es lícito hacer uso de la propia libertad para practicar de un modo estable la virtud más perfecta, ni celebrar una alianza perenne, indisoluble entre nuestra alma inmortal y su principio eterno, entre la criatura y el Creador; ¡pero, qué! la elección del estado religioso, ¿no es, por ventura, el libre ejercicio del derecho natural que todo hombre tiene, de escoger, después de una concienzuda deliberación, lo que juzgue más conforme a su carácter, a sus inclinaciones, lo más conducente a su bienestar presente y futuro, derecho que nadie le puede disputar ni arrebatar? 

La Iglesia católica ha tomado, pues hago su tutela maternal, ese derecho, sancionando severas penas contra el que compeliere violentamente a otro a tomar el hábito religioso; algo más, ha prevenido, por medio de sabias y oportunas providencias, el que nadie se imponga a sí mismo aquel yugo, sin haber sometido antes, a duras pruebas, su vocación: La edad que ella exige y el tiempo que señala para el noviciado son más que suficientes para conocer, por experiencia, los deberes anexos a la vida claustral. Nuestros legisladores no han encontrado dificultad alguna en permitir que los individuos de ambos sexos se liguen con el vínculo indisoluble del matrimonio, en una edad mucho más temprana que la requerida para la emisión de los votos monásticos, sin que nunca se hubiese reprochado de imprudente semejante proceder. Y si nos remontamos a un otro orden de ideas más elevadas, veremos que Dios, Ser de los seres, es libre y feliz por esencia; no obstante hallarse siempre y necesariamente fijo en el bien, y eternamente separado del mal; ¿y es otra acaso la tendencia del ser formado a su semejanza, toda vez, que por un acto supremo de su libertad quiere prevenir de antemano los veleidosos caprichos de un corazón de suyo inconstante y rebelde? ¿De un corazón que, inútilmente fatigado en buscar la dicha que no puede hallar en las criaturas sobre la tierra, la busca en Dios, creándose, por su propio albedrío, una dulce y feliz necesidad que lo mantenga firme junto al bien y lo aparte constantemente del mal? 

Oíd a este propósito al célebre monsieur de Chateaubriand: Él dice que, en estos últimos tiempos, se ha declamado mucho contra el voto monástico y, con todo, no es difícil aducir en su favor poderosas razones sacadas de la naturaleza de las cosas y de las necesidades mismas de nuestra alma. Lo que principalmente hace al hombre desgraciado es su propia inconstancia, y el abuso frecuente de su libre albedrío; fluctuando de sensación en sensación, de pensamiento en pensamiento, sus afecciones tienen la misma movilidad que sus ideas, y éstas la misma insubsistencia que aquéllas. Semejante situación abisma al hombre en una congojosa inquietud de la que no puede salir, sino cuando una fuerza superior lo liga a un objeto sólo. Entonces se le ve arrastrar alegremente su cadena; pues aunque infiel, aborrece no obstante la infidelidad; de suerte que el artesano, por ejemplo, es mas feliz que el rico desocupado, por estar sujeto a un trabajo forzoso que le quita toda ocasión de ajenos deseos y de inconstancia, y la ley prohibitiva del divorcio ofrece menos dificultades que la que lo permite. El voto perpetuo, es decir, la sujeción a una regla inviolable, lejos de sumergirnos en el infortunio es, por el contrario, una disposición favorable a nuestra felicidad, porque tiende a escudarnos contra las ilusiones del mundo; si ponemos en una balanza los sinsabores y sufrimientos que acarrean las pasiones y los brevísimos goces que procuran, veremos que el voto es, aún en la época mas florida de la juventud, un grande y efectivo bien. 

Me diréis quizá que, alguna vez, se han visto religiosas que acaban por arrepentirse de su estado, y cuya existencia es un anticipado infierno. Convengo con vosotros en la realidad innegable de un hecho, por fortuna, poco frecuente; mas no es lógico deducir de aquí, nada contrario a lo que os llevo dicho: ¡Qué! ¿en todos los estados, en todas las condiciones de la vida, no se ven ejemplos de arrepentimientos amarguísimos? Pretender, pues, una garantía, a fin de que cada cual conserve la libertad necesaria para no desesperarse, para cambiar a su antojo de condición importaría establecer un principio tan monstruoso como funesto que, aplicado a casos particulares, minaría (en pocos instantes) los cimientos del orden social. La idea sola de que este cambio fuese posible sería bastante a excitar, con vehemencia, el deseo de conseguirlo, y entonces veríamos a muchos esposos abandonar su tierna prole en la orfandad y la miseria, por haberse apoderado de sus corazones un amor extraño. ¡Oh!, ¿y quién no ve el abismo a que conduce tan inmoral y absurda doctrina?

Aquellos que no extienden sus miradas más allá de este mundo, que hacen consistir la felicidad en el goce de los placeres, ventajas y comodidades que les brinda, no conciben cómo pueda vivirse contento en el retiro, en la mortificación de la carne y en el ejercicio de austeras virtudes; porque jamás saborearon las delicias de la vida espiritual, ni bebieron nunca las purísimas aguas con que Dios riega estos amenos jardines del catolicismo. 

¿Queréis una prueba práctica de mis anteriores asertos? Sea: muy reciente es la historia de la Revolución francesa del pasado siglo, cuyos corifeos se propusieron entre mil otras innovaciones sacrílegas, libertar a las víctimas del claustro, abriendo de par en par sus puertas; ¿y qué sucedió? ¡que comunidades enteras arrastraron los suplicios y la muerte antes que faltar a sus sagrados votos; que la superiora de un convento marchó, con frente serena, acompañada de todas sus hijas al cadalso, entonando, llenas de júbilo, las letanías de la Santísima Virgen; sin que este hermoso cántico cesase mientras la fatal guillotina no apagó la voz de la última religiosa sacrificada! Igual escena se repitió en España y otras naciones de Europa, donde los revolucionarios filántropos abrieron las puertas de los monasterios, cuyas moradoras prefirieron el abandono, el hambre, la desnudez y la miseria a la profanación de su santo estado. 

Por otra parte, la Iglesia prudente siempre y previsora permite, existiendo grave causa, la traslación de una religiosa a otro monasterio, y aun la secularización, si el motivo es en extremo urgente. ¿Dónde está pues entonces, la dureza, la crueldad, la tiranía, de que la acusan sus injustos adversarios? 

Añado, por último, que los institutos monásticos, lejos de ser inútiles en la actualidad, son demasiado provechosos, no ya sólo por el benéfico influjo que ejercen sobre la mujer, mostrándole de continuo, el tipo ideal de su más bello y esencial adorno, el pudor; no ya sólo porque las plegarias que desde ellos suben todos los días al trono del Eterno desarman la justicia celeste cuya explosión provocan a cada paso nuestras iniquidades; sino también porque constituyen un elemento reaccionario contra el sensualismo a que se aboga sin rebozo, por la rehabilitación de la carne (principio tanto más temible, cuanto que se difunde por escritores que se precian de católicos y según los cuales el cristianismo es una excelente religión, pero que necesita aún amoldarse a las circunstancias de la época, mitigando su excesiva severidad con respecto a la carne, sus exigencias y propensiones). Mas permitidme que otra vez os pregunte con un eminente apologista: ¿No es cierto que, en vez de reprochar al espíritu su tiranía sobre la carne, hay más bien que echar en rostro a ésta su tenaz rebeldía contra aquél?, ¿no es indudable que si el hombre se degrada y prostituye, no es porque sostiene con extremada firmeza el dominio del alma, sino porque se muestra sobrado débil ante las rebeliones del cuerpo? ¿Está acaso muy exaltado ahora el espíritu y muy deprimida la carne? ¿Habrá, por ejemplo, que obligar a muchos de vosotros a que moderen sus vigilias, maceraciones y ayunos? ¿habría que arrancarles el silicio de sobre los lomos y quitarles de la mano la sangrienta disciplina? ¡Ah! esa sonrisa que asoma a vuestros labios, me asegura que no hay por qué afligirse ni temer en este orden, y que los peligros de destrucción corporal se encuentran en el extremo opuesto, como lo acreditan elocuentemente los hospitales, esos puntos de reunión de todos los dolores físicos donde no hay un solo paciente conducido allí por los rigores del ascetismo y de la penitencia, mientras que los hay en inmenso número llevados al lecho de la muerte, en la primavera de la vida, por los excesos de la malicia, de la disolución y el libertinaje.

¿Y podréis negar entonces que es sobremanera útil, conveniente y hasta de todo punto necesario, oponer un contrapeso a esa tendencia sensual y destructora que lo invade todo, causando males sin cuento, al individuo, a la familia y a la sociedad? ¿No será, por lo mismo, de suma importancia un monasterio, que ofrezca el ejemplo del más elevado espiritualismo, y satisfaga así una de las más imperiosas necesidades que al presente sentimos y confesamos? 

¡Oh! Rasgad pues ya la opaca venda de impías e irrazonables preocupaciones, y veréis brillar, a vuestros ojos, el luminoso astro de la verdad católica. Guiaos por su luz, en especial, vosotros, jóvenes cristianos, y evitaréis los escollos de la falsa ciencia. Desnudaos de ese pedantismo que os ridiculiza y desluce. No aventuréis jamás, vuestro prematuro dictamen, en materias que exigen detenidos estudios, y que están profundamente cimentadas, en el irrecusable testimonio de aquél que no puede engañarse, ni engañarnos. 

Estas ligeras reflexiones, pueden ya suministraros, hermanas mías, alguna idea de la alta, digna y hermosa misión que estáis llamadas a cumplir. De vosotras depende que este nuevo plantel de la religión seráfica florezca, por el ejercicio de todas las virtudes, y preserve, con el aroma que exhale, del contagio del vicio a innumerables almas. Para ello, es preciso no olvidar, por un solo instante, que vais a ser las esposas del Dios Crucificado, y que habiendo voluntariamente renunciado el mundo, sus vanidades y placeres, tenéis que reducir, como el Apóstol, vuestro cuerpo a servidumbre, por la penitencia, la oración, el retiro y la abstracción total de los bienes y de los afectos terrenales. ¡Felices vosotras si, ajustando vuestra conducta a las severas prescripciones de vuestra santa regla, consigáis atraeros las miradas de Dios y las bendiciones de vuestros semejantes! ¡Felices, si sabéis corresponder dignamente a la santidad de vuestra vocación! Empero desgraciadas ¡mil veces desgraciadas! si sustraídas materialmente del bullicio mundanal, traéis al santuario un corazón que no esté absolutamente vacío de todo apego inmoderado a las cosas de la tierra, y que no palpite ansioso, ¡por las cosas celestiales! ¡Desgraciadas, si permitís que penetre hasta vosotras el espíritu de la disipación, de la tibieza, de la discordia y la inobservancia de vuestras constituciones! 

¡Oh!, yo me lisonjeo con la esperanza de que, impulsadas por el vehemente anhelo de buscar en Dios vuestra santificación y salvación, os haréis dignas de gozar las delicias de la paz que reside en el claustro, de esa paz rico patrimonio de las almas puras, timoratas y fieles al Señor. Que él os bendiga y comunique profusamente su gracia, a fin de que buscándolo solícitas en la tierra, os incorporéis, un día, a esa cándida muchedumbre que forma su comitiva gloriosa, en el cielo que os deseo.


1879 ORACIÓN FÚNEBRE

Ante la inmolación del almirante Grau

«Quomodo cecidit potens, qui saluum faciebat populum Israel!» 1 M 9 21. Cuando con estas sentidas palabras nos refiere el Sagrado Libro la consternación y quebranto del pueblo de Israel al saber la trágica y heroica muerte del valiente Macabeo, que tantas veces victorioso había sido el genio tutelar de su nación y el salvador de su patria, parece, señores y carísimos diocesanos, haber descrito el amargo, sincero y profundo duelo con que dos naciones hermanas lloran hoy sobre la tumba del ínclito campeón que, después de poner su robusto brazo al servicio de la más santa de las causas, inmola gustosa y generosamente su vida por la salvación de aquellas.

Mas, ante todo, decidme señores, ¿por qué el patriotismo es una grande y excelsa virtud a los ojos de la fe cristiana? es porque él no viene a ser, en último análisis, sino una de las manifestaciones de la caridad, fórmula suprema de la celestial doctrina del que murió en la cruz por la redención y la libertad del mundo, y de cuyos divinos labios brotó un día esta inmortal sentencia: «Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis», Jn 15 13. Efectivamente, si el mérito de la abnegación propia ha de medirse por la magnitud del bien particular que el individuo renuncia en obsequio de los demás, y si la vida es el don más precioso y el mayor bien natural que puede concebirse aquí abajo el heroísmo supremo, el non plus ultra de la abnegación, consiste, evidentemente, en la inmolación voluntaria y generosa de la existencia, en aras del interés procomunal, y el hombre que ha consumado un acto semejante tiene un incontestable y legítimo derecho al honor, a la gratitud, a las bendiciones y a la gloria que ha sabido conquistarse.

He ahí, señores, por qué, congregados hoy en este venerado recinto, tributamos el justo homenaje de nuestras lágrimas de admiración y reconocimiento al heroico Contralmirante de la Escuadra aliada Perú-boliviana, don Miguel Grau y a sus compañeros de armas que tan gloriosamente sucumbieron en el combate naval de la bahía de Mejillones, el día ocho del mes pasado. 

Sin haber podido disponer del tiempo suficiente para tejer al preclaro difunto una corona fúnebre que merezca ceñir su frente inmaculada, tengo que limitarme a dirigiros, desde esta cátedra augusta, las breves y sencillas reflexiones que el amor a mi patria como ciudadano y mi alto ministerio como sacerdote me sugieren, con ocasión de esta triste y solemne ceremonia. Cuento para ello con vuestra indulgente y benévola atención.

No pasa mucho tiempo, señores, que con motivo de la contienda internacional a que tan injustamente hemos sido provocados por la República de Chile, resonó por la vez primera en nuestros oídos el nombre del bizarro comandante del Huáscar, arrebatando, desde luego, en pos de sí nuestras más vivas y cordiales simpatías, porque las relevantes prendas intelectuales y morales del experto marino peruano, su serenidad, arrojo y pericia, la caballerosidad e hidalguía, de que dio reiteradas pruebas, durante el primer período de la campaña, hicieron resaltar su imponente figura, rodeada con una aureola de virtudes cívicas que le deparaban un asiento distinguido al lado de Bolívar y Sucre y de los más encumbrados próceres de la Independencia Sudamericana.

Ese nombre, desconocido aún para nosotros, había ya merecido los entusiastas encomios de la prensa británica que apreciando —«holding in high esteem»— con indisputable competencia, las singulares dotes del joven comandante de la Unión, predijo los lauros que un día había este de cosechar para su patria, pronóstico que empezó a realizarse en los combates del Apurímac en que tanto sobresaliera, y cuando, después de abandonar el honorífico puesto de capitán de un navío mercante, corrió presuroso a ofrecer sus servicios, en clase de último soldado, en la escuadra nacional vencedora en Abato, para acabar de tener ahora su más fiel y exacto cumplimiento.

Íntimamente penetrado Grau de la santidad de los deberes que su profesión le imponía, no encuentra mérito alguno en las atrevidas y remarcables hazañas marítimas que, atrayendo sobre él la admiración universal, le valieron los más calurosos aplausos y las ovaciones más expresivas y delicadas, no sólo de parte de las repúblicas aliadas, sino aun de individuos y naciones neutrales, y confundido al verse hecho objeto de esas manifestaciones que para las almas vulgares son un incentivo de necia vanidad, protesta él no merecerlas, por cuanto su conducta no traspasa la línea de sus más simples obligaciones de ciudadano. Este solo rasgo nos descubre el rico tesoro de modestia que abrigaba su grande alma que al través del velo de la humildad, deja contemplar su simpática belleza.

De esta humildad y modestia fluían, como de su más pura fuente, esa moderación de carácter y ese espíritu de caridad que tan bien sientan a un guerrero cristiano, el cual conociéndose ministro e instrumento de la providencia de un Dios infinitamente bueno y misericordioso, debe nutrir en su pecho sentimientos de humanidad y de dulzura y que cuando las fuerzas del deber lo constituyen en la necesidad dolorosa de destruir a las criaturas, no olvida nunca el gran precepto del Creador que le manda amar a sus semejantes como a sí mismo. El generoso comportamiento de Grau con sus adversarios, en las diferentes ocasiones en que pudo tomar respecto de ellos severas represalias y el que ha observado con la respetable viuda de su contendor, el comandante de la Esmeralda, es el más clásico comprobante de la magnanimidad evangélica de sus sentimientos, en este orden. No ignoraba él que, como decía el sabio necrologista del gran Turena, «Il existe un droit plus elevé et plus sacré que celui que le sort ou l'orgeuil imposent aux faibles et malheureux et ceux qui vivent sous la loi de Notre Seigneur Jésus-Christ doivent pardonner, en tant qu'ils peuvent, le sang sacrifié pour le sien et bien traîter quelques vies que l'Homme-Dieu sauvera avec sa mort».

Como el héroe francés que he mencionado, anhelaba solamente someter a los enemigos, no perderlos; atacar sin arruinarlos; defenderse sin ofenderlos, y reducir al terreno de la razón, del derecho y la justicia a aquéllos contra quienes se veía, a pesar suyo, compelido a emplear la violencia. Sus verdaderos enemigos no eran, como no deben serlo para nosotros, esos hermanos nuestros, compasivamente obcecados, sino el orgullo, la usurpación y la injusticia.

Viose, pues, Grau en la dura precisión de aceptar y emprender la guerra que arma el brazo del hombre contra el hombre y le obliga a verter la sangre del hermano; la guerra, última razón y postrer esfuerzo del derecho atropellado; justa bella quibus necesaria, amados hijos, la más triste y dolorosa de las exigencias sociales. Partió, en consecuencia, a la cabeza de la Armada Naval de su patria, de ese pueblo nobilísimo y magnánimo que movido únicamente por la santidad de nuestra causa, no trepidó un instante para unir su aliento al nuestro, en defensa y salvaguardia del derecho y de la justicia. Ejemplo digno, en verdad, de imitarse.

¡Naciones todas del nuevo y del viejo mundo! Alzad pues también vuestra voz, para protestar muy alto contra las violaciones del derecho representado en la causa de la alianza Perú-boliviana, que, en este sentido, es la causa de todos los pueblos, la causa de la humanidad, la causa misma de Dios, origen y fuente esencial de todo derecho.

Y vos, desventurada Chile, que arrastrada por el vértigo del error, habéis avanzado hasta los bordes de un abismo sin fondo, implantando a despecho de la civilización cristiana, el estandarte de la conquista sobre las costas de una nación que ayer se afrontara generosa al sacrificio, en defensa de vuestras libertades; hoy hacéis lo que mañana nunca lloraréis bastante… Pensad empero, pensad sí, en que el Dios de los ejércitos suele a veces consentir el momentáneo y efímero triunfo de la iniquidad, para mejor ostentar, después, todo el peso y poderío de su brazo justiciero.

Volvamos a nuestro héroe querido. Impulsado éste por el vehemente anhelo de salvar la honra de su patria, despliega una actividad, una audacia y energía que desconcertando e infundiendo el temor a sus enemigos, no obstante la superioridad de los elementos bélicos marítimos de que disponen, les arranca la confesión y el elogio de su sobresaliente mérito. El espíritu de ciega subordinación, que le distinguió desde su adolescencia como estudiante en el Convictorio Carolino de Lima, y su característico denuedo, le hacen emprender las excursiones más arriesgadas y desafiar los más inminentes peligros, hasta que sorprendido por casi toda la escuadra enemiga que le acecha y le arma una celada, reanima con su ejemplo el valor de los dignos tripulantes y empeña un combate tan sostenido, tan pertinaz y tan heroico, cuanto inmensamente desigual en el que sucumbe, coronando su preciosa vida con la muerte más gloriosa. ¡Oh!, a él y a los que con él han perecido pueden aplicarse con rigurosa exactitud estas frases de David, hablando del valeroso Abner: «Sed sicut solent cadere coram filiis iniquitatis, sic corruisti». 2 S 3 34. Cuán propiamente se ha dicho que, en esta lucha, el vencido fue vencedor. Sí, lo fue, señores, con una victoria moral sin comparación, más noble que la que sólo se obtiene por la acción del número y de la fuerza bruta.

¡Oh!, ¡admiremos señores tanto heroísmo, honremos virtud tan sublime, bendigamos memoria tan querida y lloremos tan inmensa pérdida! Cual un bello meteoro ígneo que, atravesando velozmente el espacio, deja apenas contemplar su brillo fascinador, para el horizonte de la patria netamente a nuestras miradas, así este hombre esclarecido surge en el horizonte de la patria para esparcir sobre ella sus plácidos y benéficos resplandores y ocultarse después en las profundidades del sepulcro, en el momento mismo en que su presencia constituía una de nuestras más halagadoras esperanzas. «¡Ay! nosotros —podría ya decir con un eminente orador— sabíamos todo lo que podíamos esperar y no pensamos en lo que podíamos temer». La providencia nos reservaba una desgracia mayor por sí sola, que la pérdida de una batalla. Había de costar esta campaña al Perú y a Bolivia una existencia que cada uno de nosotros habría querido redimir con la suya propia.

¡Oh, Dios mío! ¿Por qué así tan prematuramente nos le habéis arrebatado? Pero ¿qué digo?; ¡vos, Señor, sois justo en vuestros consejos sobre los hijos de los hombres y disponéis de los vencedores y las victorias, para cumplir vuestros altos designios que a nosotros sólo toca adorar con profundo silencio y recogimiento! No nos prohibís, sin embargo, pensar que le habéis arrancado de entre los vivientes, porque tal vez pusimos en él demasiada confianza, habiéndonos el Apóstol dicho: «Sed ipsi in nobismetipsis responsum mortis habuimus, ut non simus fidentis in nobis, sed in Deo, qui suscitat mortuos». 2 Co 1 9.

Después que el espantoso azote de la guerra vino a añadirse y como a coronar ese lúgubre conjunto de calamidades públicas que nos afligían, vemos todavía aumentarse las causas de nuestro ya tan prolongado sufrimiento con la desastrosa pérdida que lamentamos. Si pues, como cristianos católicos, estamos persuadidos de que los males —que por permisión divina aquejan así a los individuos como a los pueblos— son ya un castigo expiatorio de sus prevaricaciones o ya una prueba destinada a acrisolar sus virtudes pero que, en uno o en otro caso, tienden siempre a encaminarnos por las sendas más seguras al logro de nuestro último fin, mediante la práctica del bien; esforcémonos por conjurar tan luctuosa situación expiando nuestras culpas por la penitencia y por la más estricta fidelidad en la observancia de los divinos mandamientos; grabando para ello profundamente en nuestra memoria esta infalible sentencia: «Iustitia eleuat gentem; miseros autem facit populos peccatum». Pr 14 34. 

Y si hay virtudes cuyo ejercicio nos sea más necesario en las presentes circunstancias, para hacernos propicio el cielo, éstas son sin duda la viril resignación en las adversidades que él nos envía, la confianza en el poder y clemencia del Dios de la justicia y la abnegación personal en pro del bien común y de los intereses de la patria, por cuya salud debemos trabajar infatigables en nuestra respectiva esfera de acción, sin que nos arredre ningún sacrificio que sea menester consumar en su obsequio.

Mas, por grande que sea la pesadumbre que nos agobia, ella no debe conducirnos a la desesperación ni al desaliento y antes bien, en medio de nuestra angustiosa consternación, ha de animarnos la firme esperanza, de que el ejército aliado y sus valerosos directores, fortalecidos con el grandioso ejemplo de los mártires del Huáscar, y emulando noblemente la gloria imperecedera de Grau y sus compañeros de sacrificio, sentirán re inflamarse con doble ardor, en sus corazones el fuego del amor patrio, para proseguir con nuevo brío la magna obra de defender y conservar incólumes, con la salvación de la patria, los sacrosantos fueros del derecho y de la justicia.

Pluguiese al cielo que esa nación obcecada, rasgando la venda de la pasión y del error que la ofuscan y extravían dejara de ofrecer a la América y al mundo el trascendental escándalo de una usurpación que, minando por su base aquellos principios salvadores, pone a nuestra patria y a nuestro noble aliado, el Perú, en la triste necesidad de rechazar la fuerza con la fuerza y de sostener, a todo trance, una guerra defensiva de cuyas sangrientas y desastrosas consecuencias, Chile ¡y solo Chile! será responsable ante Dios y ante la posteridad.

Entre tanto continuemos, amados hijos, elevando con insistente perseverancia nuestras humildes y fervorosas plegarias, hacia el excelso solio del Dios de las Batallas, e imploremos su infinita misericordia sobre nuestra querida patria y sus defensores y sobre las almas de los ilustres muertos por cuyo eterno descanso, acabo de ofrecer sobre el ara santa el sacrificio augusto y propiciatorio del Cordero sin mancilla que borra los pecados del mundo.

¡Descansad en paz, ilustre víctima, porque terminasteis vuestra vida en lucha fatigosa! Descansad en paz, porque cumplisteis el deber, escribiendo con vuestra sangre, sobre las ondas del océano, la más terrible sublime protesta contra las usurpaciones. Pues bien, que esas olas enrojecidas vayan a decir a otros hombres y a otros pueblos vuestra heroica inmolación, para que la humanidad, admirada, señale a vuestra historia un lugar de preferencia en sus anales de honra y gloria para las Naciones.

¡Sí, inmortal Grau! ¡glorioso mártir del deber! ¡que el cruento holocausto de vuestra vida en los altares de la justicia, alcanzando la resignación y el consuelo para vuestra digna, desolada esposa y vuestros tiernos hijos, os asegure una palma inmarcesible, allá en la mansión celestial, en esa patria de los justos, donde encuentran condigno y perenne galardón todas las virtudes y todos los sacrificios; en esa patria, donde se reservan una alegría sin fin y una paz perpetua, a los que, como vos, amaron en la tierra la justicia y aborrecieron la iniquidad! Requiescat in pace.

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1) 8 de octubre de 1879


1883 SERMÓN

Sobre el misterio de la Santísima Trinidad

¿Quién, carísimos diocesanos, al fijar sus miradas de hito en hito, en el sol al mediodía, no pagaría su temeridad?, ¿quién no sentiría, al punto, ofuscadas sus pupilas por el astro rey, cuyo intenso y vivísimo resplandor lo dejaría sumergido en perpetua oscuridad? Esto mismo se verifica con la débil razón del hombre toda vez que se propone contemplar, de frente y con audaz porfía, al Sol Divino. Es el Ente increado que inflamó, con mirarlas, esas lumbreras colosales que derraman la luz, el movimiento y la vida en la inconmensurable extensión del universo. Y, sin embargo, nadie sino él mismo ha podido descorrer ante los ojos mortales una orilla del tupido velo que cubre su inaccesible y adorable esencia.

Así y todo, yo tiemblo y me estremezco, amados hijos, al tener que hablaros, otra vez, hoy, del gran misterio del Dios Único y Trino, porque me parece oír resonar en mis oídos estas conturbadoras palabras: «Scrutator est maiestatis opprimetur a gloria», Pr 25 27. Me alienta, pero, la persuasión de que, si bien el misterio de la Trinidad Beatísima excede, como no puede ser de otro modo, toda comprensión, y se sobrepone infinitamente a nuestra pobre y limitada inteligencia, esta misma, sin embargo, concibe con bastante claridad que aquel augusto dogma no la contradice, por cuanto encontramos en nosotros mismos y todos los objetos creados la imagen divina grabada en sus obras que, como hijas del Eterno Artífice de cuya mano brotaron, han heredado —direlo así— los rasgos fisionómicos de su excelso Padre, «signatum est super nos lumen uultus tui, Domine», Sal 4 7. Será el objeto de esta breve plática manifestaros esta verdad —a grandes pinceladas y en cuanto lo permiten los estrechos límites de un discurso—, haciéndoos notar las consecuencias prácticas que de ella se derivan en favor de la humanidad, de sus más nobles intereses y gloriosos destinos.

¡Oh Dios, tres veces santo!, que quisisteis revelaros a los párvulos y pequeñuelos, concededme la gracia de hablar dignamente de vuestro ser incomprensible y adorable; a mis oyentes, la de conoceros, bendeciros y amaros. Concededme por la intervención piísima de vuestra inmaculada madre, querida hija y casta esposa a quien invocamos, fervientes, diciéndola: Ave María.

Basta una mirada atenta y reflexiva sobre cualquiera de los innumerables seres que pueblan el universo, amados hijos, a convencernos de la impotencia radical de nuestro entendimiento para comprender la esencia de las cosas, y la manera íntima como funcionan las leyes naturales a que, con pasmosa regularidad, obedecen todos los objetos cuyo conjunto forma la armonía de la creación visible. 

La física nos dirá cuál es el camino que recorren los rayos de luz desprendidos de un foco luminoso y cuáles son los principios invariables que rigen los fenómenos de ese fluido utilísimo que dibuja dentro del ojo y en el diminuto fondo de la retina, el estrellado y gigantesco pabellón del firmamento o el inmenso paisaje de una vasta llanura con todos sus montes, árboles, ríos y edificios. La botánica y la química nos dirán que, por la acción combinada del calor, de la electricidad, del agua y otros principios que obran sobre la semilla sepultada en la tierra, aquélla germina, se desarrolla y fructifica, multiplicándose hasta producir a veces un 500 por uno. La ciencia, en fin, en sus variadas ramificaciones, nos explicará enfáticamente todos los fenómenos de la naturaleza y el modo de existir y de operar de los seres creados sujetos a la observación de nuestros sentidos; pero jamás pasará de aquí. Y ni el cerebro mejor organizado, ni el más privilegiado talento, podrá nunca comprender ni explicar cuál sea la esencia íntima de la luz y cómo puede estamparse, sin confusión alguna, en el microscópico espacio de la pupila de un niño. Es un cuadro colosal por sus dimensiones y complicado por sus numerosísimos detalles. Jamás podrá comprender ni explicar el quomodo de una almendra de durazno, que se pudre y descompone en el seno de la tierra, resucita dando origen a una nueva planta, que lo reproduce con asombrosas creces. Jamás podrá comprender ni explicar cómo el pensamiento, de suyo inmaterial e invencible, se exterioriza y se transmite por medio de caracteres trazados sobre el papel o del aire que vibra al impulso comunicado por la lengua y los labios que se mueven.

¡Ah!, ¿y quién puede negar que vivimos rodeados y penetrados de misterios que, si no nos causan el asombro que debieran, es solamente porque la costumbre y el hábito nos han familiarizado con ellos, porque, como dice san Agustín, los miramos con desdén a causa de su asiduidad y repetición, «assiduitate uiluerunt»? Siendo, pues, incontestable que la esencia de las cosas creadas es, y será siempre, incomprensible para nuestro limitado entendimiento, ¿debe dársele pretensión más insensata que la de querer comprender la Esencia Increada y Creadora de todo cuanto existe, medir al Imenso y encerrar, en la reducida cavidad del cerebro humano, al Ser Infinito, a quien no pueden ofrecer albergue bastante los cielos de los cielos?

Hace pocos años que, predicando en el templo de la Compañía de Jesús de esta ciudad, el venerable religioso fray Francisco Cabot, de santa memoria, impugnando en su lenguaje sencillo y familiar la audacia del impío que niega a Dios porque no puede comprenderle, decía con festiva agudeza y candoroso donaire: «¿Cómo una cosa tan grande, pero tan grande, ha de caber en tu cabecita tan pequeña?» ¡Cuánta verdad expresada con tan infantil sencillez!

Si todos los seres que han sido sometidos a nuestro dominio son un misterio, ¿cómo extrañar que la naturaleza del que creó y domina a esos seres, y a nosotros con ellos, sea también misteriosa? ¿No es cierto que lo que extraño sería, que dejara de serlo? Y, efectivamente, un Dios que pudiese ser totalmente comprendido aquí abajo, por una criatura finita como tal, dejaría de ser infinito, dejaría de ser Dios. Y desde luego, el hombre, cuyo orgullo no conoce límites, jamás se habría doblegado para reconocerle y adorarle como a su Señor Supremo y Dueño Soberano.

¡Oh!, no opongáis la incomprensibilidad, ni lo divino del misterio, en un asunto enteramente divino. ¿Os detiene, acaso, el misterio del orden puramente natural? De ningún modo. ¿Comprendéis que un grano de trigo produzca una espiga; esta espiga, una mies? ¿Comprendéis que el pan que se hace de él, se transforma en carne y sangre de quien lo come? ¿Que diríais, sin embargo, de quien por no comprender estos misterios no quisiera sembrar ni comer? 

No hay menos misterios en la naturaleza que la religión. ¿Qué digo? No los hay menos, en las obras de nuestra propia industria. La única diferencia consistente en que los unos se dirigen a la satisfacción terrena de nuestros apetitos; los otros, a su celestial reforma. Los incrédulos son, respecto a los misterios de la fe, lo que los salvajes, respecto a las maravillas de la civilización?

Estas consideraciones satisfacen plenamente las exigencias de nuestra razón, la cual, ante el grandioso espectáculo del universo, adivina fácilmente la existencia del Supremo Artífice que lo creó. El orden maravilloso que en él reina, las leyes que los rigen, tendientes todas al bienestar de los seres que lo pueblan, y especialmente del hombre, reflejan brillantemente la inmensidad, la omnipotencia, la sabiduría y la bondad del Creador. Hasta aquí llega la razón sin grande esfuerzo; su poder, empero, no alcanza penetrar más allá, ni a descubrir la esencia íntima y el modo de existir de ese Dios escondido, «uere tu es Deus absconditus» Is 45 15. Y el hombre habría permanecido siempre en la más absoluta ignorancia a este respecto, si ese mismo Dios no hubiera dignado revelarle tan augusto misterio, como enfáticamente lo ha hecho.

¿Pero, ha podido y querido hacerlo? ¡Ah!, aun cuando esa revelación no estuviese luminosamente comprobada con los testimonios más auténticos e irrecusables, no nos es difícil concebir que, así como mediante la creación nos ha manifestado sus principales atributos, pregoneros de sus designios y pensamientos inestables, ha podido manifestarnos también su modo de ser y ha querido comunicarnos el secreto de su propia vida. Si, amados hijos, por su Eterna palabra, por su Verbo humanado, sabemos hoy, que su vida íntima consiste en que sin dejar de ser Uno y Simplísimo, es al propio tiempo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «tres sunt, qui testimonium dant in cælo: Pater, Uerbum, et Spiritus Sanctus» 1 Jn 5 7. El Padre engendra eternamente al Hijo y le comunica la plenitud de su sustancia; el Hijo subsiste por esta generación y vive de esta comunicación sustancial; el Espíritu procedente del Padre y del Hijo, como de un principio único, posee plenamente su misma naturaleza, su misma Divinidad.

Mas no creáis, amados hijos, que la incomprensibilidad de tan alto misterio nos impida conocerlo, en cuanto nuestra débil inteligencia es capaz de ese conocimiento, auxiliada que con las luces de la fe y con las que nos suministran los padres, doctores y apologistas del Iglesia, a quienes tomo por guía en las reflexiones que paso a haceros.

En efecto, si se considera que Dios es la fuente de la vida, y la vida misma, y que la idea de vida entraña forzosamente la de actividad, salta a la vista que el Ser por excelencia es esencialmente activo, siendo esto lo que la ciencia teológica quiere significar cuando dice que Dios es un acto puro, como lo declara espontáneamente el Salvador con estas palabras: «Pater meus usque modo operatur, et ego operor» Jn 5 17. No es menos fácil concebir que, siendo infinita la actividad de Dios, la creación finita y limitada no puede jamás satisfacerla. Necesita, por consiguiente, de un objeto infinito que no puede encontrarle en él mismo, en el conocimiento de sus propias infinitas perfecciones, el cual obtiene por medio de su palabra interior, de su Verbo, y constituye, sin menoscabo de la unidad de sustancia, una persona distinta engendrada por él. Se llama su Hijo, su otro yo, a quien ama infinitamente como es amado por él, resultando de este amor mutuo del Padre y del Hijo, otro poder viviente y personal, el Espíritu Santo.

La Trinidad no es, pues, como observa un sabio expositor, la división ni la sucesión, sino el desarrollo y la armonía de la unidad. Y así como cada uno de nosotros estamos en una persona, así Dios está en tres personas. Por incomprensible que esto sea, la razón nos dice que si así no fuese, esto es, si en Dios no hubiese más que una sola persona, ésta, antes de la creación de los demás seres, habría estado desde ab æterno relegada a una completa soledad y a una inercia absoluta, de las que no hubiera salido sino mediante las relaciones ad extra que se procuró, creando el universo. Son relaciones que, en semejante hipótesis, habrían sido fatalmente necesarias y constituido una dependencia cortadora y servil que pugna abiertamente con las ideas de aseidad e infinidad y libertad, inseparables de la noción de Dios, del Ser absoluto, independiente, libérrimo y feliz en sí mismo y por sí mismo.

He aquí como la razón logra, si no comprender cómo Dios es Único y Trino, convencerse al menos de que así debe ser. ¿Qué hace Dios? ¿En qué se ocupa desde su eternidad? Tal es la cuestión que se propone toda inteligencia cándida o reflexiva, desde el niño al filósofo. ¿Cómo, en efecto, formarse una digna concepción de Dios, si no se le concibe con suma independencia de cuanto no es él mismo? Pero si es así, independiente, está solitario, sin relación; por consiguiente, sin actividad, sin vida. Es menos que la más miserable criatura. Y a decir verdad, aquél por quien todo vive no disfruta de vida, pues si para satisfacer su actividad, que sólo puede ser infinita, tiene relaciones con quien quiera que sea, fuera de sí, es decir, con algo finito, depende de estas relaciones y de un objeto distinto de él; por lo tanto, no es independiente, no se basta a Sí propio.

Así, pues, si es independiente, es solitario, se halla destituido de relaciones y sin objeto de actividad, no es el Dios viviente. Y si es el Dios viviente, pues sólo por relaciones de actividad, cuyos términos son distintos de él mismo, deja de ser independiente. En una y otra concepción, no es Dios, por inactividad o por dependencia.

Tal es el círculo en que giraría eternamente la razón, a no sacarla de él, el misterio de la Trinidad que es el único que explica Al que todo lo explica, y Al que se halla prendido el mundo como su raíz. Sólo la revelación cristiana ha venido a dar solución al gran enigma. Sienta tanto más altamente la suma unidad de Dios, cuánto que, en esta remota elevación, no nos lo presenta ni solitario ni destituido de relaciones, ni sintiendo la necesidad de relaciones exteriores, sino en sociedad, en la actividad infinita e incesante de inteligencia y de amor, cuyos objetos y términos están en Sí mismo y son él mismo, produciendo eternamente toda su perfección en un Verbo que lo personifica y acabando por medio de su amor común de enlazar esta triple relación de vida que va eternamente y en plenitud: del Padre al Hijo, y del uno y del otro al Espíritu Santo, sin agotarse jamás. ¡Qué sociedad la que tiene por foco el Ser, por radiación la belleza, y por reverberación el amor, y de la que todo lo que hay en el mundo, de ser, de belleza y de amor, no es más que un reflejo! ¿Puede concebir la razón, para Dios, otra sociedad esencial? 

Fijaos además, queridos hijos, que la unidad en la variedad, y viceversa, es lo que una atenta observación nos descubre en la naturaleza toda. Efectivamente, no existe cuerpo alguno en el universo que no nos ofrezca como constitutivos fundamentales estas tres cosas: la sustancia en sí misma; la forma que especifica y determina esa sustancia; y, últimamente, las relaciones de afinidad y de atracción que la vinculan con todos los demás seres.

Y si miramos, sobre todo, nuestra propia naturaleza, advertiremos que, no obstante la unidad indivisible del yo, se muestran en él tres facultades muy distintas: el entendimiento; el pensamiento; y la voluntad. La primera es el núcleo de donde se desprende la segunda; la tercera procede necesariamente de ambas.

Un ejemplo nos lo hará percibir con más claridad: Imaginaos el grande y poderoso entendimiento de un santo Tomás de Aquino, que idea y concibe la más admirable de sus producciones, la Suma Teológica, su palabra interior, su verbo, el hijo que nace de su mente y se encarna, por decirlo así, en el papel, la tinta y los signos alfabéticos de los voluminosos folios que escribió su inspirada pluma. Considerad, después, el amor y la complacencia que en su voluntad se ha despertado al contemplar su obra, su pensamiento que, radiante de luz, disparará las tinieblas de otras inteligencias menos rigurosas que la suya y lastimosamente extraviadas por el error.

Comprenderéis ahora conmigo, sin dificultad, en que aquella nota bellísima, producción del genio, es cosa muy distinta de la capacidad o potencia que la ha engendrado, siendo —con todo— inseparable de ella. Comprenderéis, también, en que la complacencia que ha gozado su autor es una entidad muy distinta de las dos anteriores, a las que está, no obstante, ligada igualmente con un vínculo indisoluble.

Sin duda, la impotencia proveniente de la limitación propia de la criatura impide el que estos tres poderes lleguen a formar una individualidad aparte, una persona, como sucede en la naturaleza infinita y perfecta del Omnipotente; pero, con todo y guardada la debida proporción, este misterio de la trinidad humana, que tampoco alcanzamos a comprender, nos suministra una idea aproximada del misterio de la Trinidad divina, a quien plugo estampar así en el hombre su imagen adorable, imagen que, en cierto modo, la vemos también esculpida en la creación corpórea del hombre.

Ahora bien, amados hijos, si a estas admirables armonías que la razón alcanza descubrir en la reverente contemplación del sublime misterio que celebramos, se añaden los torrentes de luz que sobre él derrama la revelación positiva, mostrándonoslo en sus relaciones con los otros misterios y con toda la divina economía de nuestra religión santa, es imposible que ningún espíritu recto que busque sinceramente la verdad no se sienta irresistiblemente atraído y subyugado por ella. Es imposible que ningún corazón bien dispuesto y libre de la tiranía de aviesas pasiones no experimente la explosión de los más vivos y profundos sentimientos de adoración, de amor y gratitud hacia ese Dios que, ansioso de hacernos partícipes de su felicidad, nos creó con su poder, nos redimió con su misericordia y nos santificó con su gracia. Es imposible, sí, que nuestra lengua agradecida no exclamé a una con los moradores de la Jerusalén celestial: Creemos en vos, verdad infalible, que no podéis engañaros ni engañarnos; esperamos en vos, centro de toda esperanza; os amamos con todo el corazón, caridad sustancial; os veneramos y adoramos rendidos, Ser de los seres, Dios Único y Trino. ¡Honor, virtud, bendición, alabanza y gloria se os tributen, por los siglos de los siglos!

Con cuánta propiedad, amados hijos, el Santo Concilio de Trento llama a este dogma la raíz de toda nuestra justificación, «radix omnis iustificationis». Ciertamente, sin él, no se explicaría la encarnación del Verbo ni la consiguiente redención del linaje humano, a que se enlazan los dogmas del pecado original, de los premios y castigos eternos y de la gracia anexa a los sacramentos. Con él se liga íntimamente la acción vivificadora del Espíritu Santo, cuyos dones maravillosos transformaron a los rudos pescadores del mar de Galilea, en conquistadores del mundo, y la fuerza inmortal de la verdadera Iglesia militante, guiada y asistida a través de los siglos por ese Espíritu que la anima, la fortalece y hace de ella una inmensa red destinada a pescar las almas para conducirlas, al cielo a donde vivirá triunfante, una vida gloriosa y perdurable.

Pero, cuando vemos brillar con más viveza el augusto misterio de la Santísima Trinidad, es al considerar al hombre separado de Dios, por la culpa que rompió las fuertes ligaduras que le unían con él, en el feliz estado de inocencia original. Y agobiado bajo el peso de su enorme desventura, que había gravitado perpetuamente sobre su cerviz, hubiese quedado el hombre desventurado, si el señor no hubiese reanudado ese vínculo (acto que quiere expresar la palabra «religión», cuya etimología es re ligo, o volver a ligar lo que estuvo desligado).

¡Oh, bendita mil veces la hora en que el hombre volvió a unirse con su Dios! Y en que habiendo sido bautizado en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el Padre le comunicó nuevamente la fe, el Hijo le restituyo la esperanza y el Espíritu Santo volvió a infundirle la caridad. Lo primero nos lo patentiza el evangelista al decirnos que es Dios el que nos hace creer en aquél quien envió: «Hoc est opus Dei ut credatis in eum quem misit ille», Jn 6 29. Y si el que ha enviado a Jesús se llama Padre, claro es que a esta primera persona debemos el don inestimable de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios, «sine fide imposibile est placere Deo» Heb 11 6. La esperanza es el áncora segura del alma, a quien introduce en el santuario del cielo, descorriendo a sus ojos, la espesa cortina que oculta la divinidad. Y añade el príncipe de los apóstoles que bendigamos al Padre que nos envió a su Hijo para que nos regenerase y al que nos rengendró, porque él nos ha dado la vida de la esperanza que perdimos, «regeneravit nos in spem uiuam» 1 Pe 1 3. Por consiguiente, la esperanza es la dádiva especial de Dios Hijo, como la caridad lo es de Dios Espíritu Santo, según esta sentencia del Apóstol: «Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis» Rom 5 5.

De esta manera y al influjo vivífico de esas tres virtudes tan propiamente llamadas teologales, el hombre bautizado adquiere una nueva vida sobrenatural, que le hace hijo de Dios, heredero de su gloria y participante de la misma naturaleza divina, en Jesucristo y por Jesucristo, «Diuinæ consortes naturæ» 2 Pe 1 4. Lo cual nos explica satisfactoriamente porque el primer encargo del Salvador a sus apóstoles, al constituir los heraldos de la buena nueva, regeneradores de la humanidad caída, fue mandarlos a bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, «docete omnes gentes baptisantes eos in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti» Mt 28 19.

¡Oh!, conservad, carísimos diocesanos, siempre pura, integra, incólume, la fe en ese misterio inefable por el que fuisteis regenerados al borde de la sagrada pila bautismal, en cuyo nombre fue ungida vuestra frente en el crisma salutífero de la confirmación, lavadas vuestras manchas en la piscina de la penitencia, en cuyo nombre se otorgó al sacerdote la potestad de dispensaros los divinos dones y se santificó la familia cristiana con la gracia sacramental del matrimonio. Esa fe es el sostén del débil, el consuelo del afligido, la corona del justo y la recompensa del bienaventurado. No olvidéis, como en otra ocasión os lo encarecía, cuán consolador será para vosotros, si permanecéis y perseverareis en esta creencia, oír en vuestra agonía la dulce voz del Iglesia, vuestra tierna madre, que os crió, del Hijo que os redimió y del Espíritu Santo que os santificó. Y que dirá al Eterno: «Licet enim peccauerit, tamen Patrem, et Filium, et Spiritum Sanctum non negauit, sed credidit» (oficio de los agonizantes).

Procuremos, pues, hacernos merecedores de este consuelo y del indecible dicha de contemplar, sin nubes y cara a cara, al Dios a quien adoramos, tributándole mientras peregrinamos en este mundo el homenaje de nuestra inteligencia sometida a su infalible palabra, y de nuestro corazón victorioso del pecado y rico de virtudes y buenas obras.

Y vos, ¡Dios Único y Trino!, misericordia infinita, bondad inmensa, ilustradnos, fortalecednos, amparadnos y derramad sobre nosotros en copioso raudal vuestras bendiciones, auxilios y gracias y haced que, invocándoos, honrándoos y sirviéndoos en el tiempo, podamos un día unir nuestra voz al himno inmortal de los querubines y serafines que, plegadas las alas, rodean vuestro excelso solio para repetir eternamente con ellos: «Sanctus sanctus sanctus Dominus exercituum plena est omnis terra gloria eius» Is 6 3. De esa gloria, cuya participación os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.



1884 CARTA PASTORAL

Carísimos hijos, salud y paz en el señor:

Encargado, a pesar de nuestra indignidad e insuficiencia, por el Eterno Príncipe de los pastores de suministrar a la grey, que nos ha confiado, el pasto saludable de la doctrina evangélica, y sin otro móvil que el vehemente anhelo de contribuir, en cuanto esté a nuestros débiles alcances, a vuestro bien pastoral y temporal, os dirigimos, amados hijos, nuestra palabra espiritual en la presente ocasión, a fin de recordaros, siquiera sea ligeramente, dos de los más sagrados deberes anexos a vuestro glorioso carácter de cristianos, cuales son: la respetuosa obediencia a las autoridades legítimamente constituidas, y el espíritu de unión y fraternidad que, siempre y en todo tiempo, debe reinar entre vosotros, para que en vuestra calidad de ciudadanos de una nación católica, podáis conservar y sostener incólume el don divino de la libertad, hija de la verdad y de la adhesión sincera y perseverante a la infalible palabra del Hijo de Dios que nos dice: «Si uos manseritis in sermone meo, uere discipuli mei eritis: et cognocetis ueritatem, et ueritas liberabit uos». Jn 8 31. 

Clara es, desde luego, para vosotros la obligación que el cuarto mandamiento del Decálogo os impone, de honrar, lo mismo que a los padres, a los superiores legítimos, y tampoco ignoráis que los efectos de la fuerza son absolutamente contrarios al derecho de mandar, que primitiva y originariamente viene de Dios: Non est potestas nisi a Deo. Rm 13 4; no es posible una autoridad civil legítima distinta de aquélla a que el pueblo se hubiese libremente sometido en observancia de la divina ley que así lo prescribe; en cuyo sentido, la nación es y se llama soberana, según la doctrina del Divino salvador difundida por sus apóstoles y luminosamente expuesta por el admirable genio de Aquino, el angélico doctor santo Tomás.

Si al romper el yugo de la dominación de la Corona castellana, para constituirse en Estado independiente, hubiese Bolivia adaptado su conducta a estas frases del gran Apóstol de las naciones: «Liberati autem a peccato, serui facti estis iustitiæ» Rm 6 18; nos habríamos ahorrado el espectáculo desgarrador de tanta sangre y de tantas lágrimas que han inundado a torrentes el suelo de la patria ¡no habríamos tenido que sufrir ese cúmulo de males que la guerra fratricida ha hecho pesar sobre nosotros durante medio siglo! Todo lo cual provino principalmente, no lo dudéis, de una falsa filosofía, que llegó a generalizar la persuasión de que siendo esencialmente la autoridad una creación de la fuerza, era la misma fuerza dueña de desobedecerla o destruirla, a su antojo, y sin más ley que su voluntad. De tan absurdo y monstruoso principio fluyó, naturalmente, la tiranía en las leyes, el espíritu de rebelión en los gobernados, la violencia y la arbitrariedad en los gobernantes, y el inevitable naufragio de la libertad, combatida incesantemente por las olas del despotismo y la anarquía.

Ahora bien, si es una verdad eterna, una ley de Dios, la existencia de una autoridad suprema en el Estado legítimo, claro es que obedeciéndola dentro de los límites de lo justo, obedecemos a Dios mismo, y somos verdaderamente libres; siguiéndose de aquí, que buscar la libertad en el caos y el desorden de una revolución, habiendo ella sido establecida por Dios en la armonía y el orden de la obediencia, es caer fatalmente en los brazos de la más ominosa esclavitud.

Al recordar, amados hijos, estas sabias y salutíferas enseñanzas de nuestra Religión adorable, no perdáis de vista que la base fundamental sobre que ella descansa es la caridad, o sea el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, y que este último amor, sin el cual es imposible el primero, adquiere una carácter más obligatorio; por decirlo así, si a la simple calidad de hombre y de cristiano se añade la de ciudadano que constituye un nuevo y fuerte vínculo de fraternidad; vínculo santo que relajan y destrozan esas animosidades sangrientas, engendradas por el espíritu de partido y la ciega intolerancia en asuntos políticos que, contraído el corazón de angustia, vemos manifestarse con motivo de la lucha electoral que hoy preocupa al país, y en la que os conjuro y exhorto, a ejercer el derecho que la ley os acuerda, sin odio ni animadversión hacia aquellos conciudadanos vuestros que difieran de vosotros, en la elección de la persona que deba encargarse del supremo gobierno de la república, en el próximo periodo constitucional.

Os recomiendo por último, con el más vivo encarecimiento, la sumisión más completa a la ley, el más profundo respeto a nuestras instituciones patrias, el amor más sincero, práctico y constante al orden público, sin el cual, no es posible avanzar un solo paso en el camino de la común prosperidad y, el horror consiguiente a la anarquía y a las revueltas, causa siniestramente fecunda de nuestro malestar, abre un hondo abismo en que quedan sepultadas nuestras más risueñas y halagadoras esperanzas.

Seguros de que ahora, como siempre, acogeréis con la cristiana docilidad que os caracteriza nuestra voz paternal y sincera, os enviamos cordialmente nuestra bendición pastoral.

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1) «El jóven sacerdote, D. Francisco Granados... en vez de tratar temas harto manoseados, hermana... la enseñanza cristiana con la reforma de las costumbres; su palabra sencilla, pero llena de unción, ha logrado no pocas veces contener el desborde del crímen en una población en que se han relajado los principios de la moral», Manuel José Cortés, ENSAYO SOBRE LA HISTORIA DE BOLIVIA Capítulo 7 (1861).


1889 DISCURSO

Inauguración del concilio provincial platense

Grande es mi confusión, ilustrísimos señores y venerables hermanos míos, al verme honrado tan inmerecidamente, con el encargo de dirigir mi pobre y desaliñada palabra al pueblo fiel, en este día solemne, y con un motivo tan excepcionalmente importante, cual es la inauguración del primer concilio provincial, que va a celebrarse después de la fundación de la república boliviana, cuyos intereses espirituales nos ha confiado el Eterno Príncipe de los Pastores, Cristo Jesús, quien ha prometido estar en medio de nosotros reunidos en su Nombre, para cuidar de su amada grey y conducirla, al través del árido desierto de este mundo, a las fértiles e inmarcesibles praderas del celestial paraíso.

Confuso y anonadado a vista de mi pequeñez e insuficiencia para llenar debidamente tan difícil cometido, me alienta sólo la esperanza de que ese Espíritu de vida que descendiendo, en un día como éste, sobre el cenáculo de Jerusalén, transformó a los rudos pescadores del mar de Galilea en sapientísimos pregoneros de Nueva Ley, vendrá en auxilio de mi debilidad y dará a mis balbucientes labios la unción que han menester para producir el fruto apetecible en mi creyente, ilustrado y respetable auditorio.

Bien comprendéis, desde luego, señores, que las condiciones generales de la sociedad cristiana del siglo decimonono, y las peculiares de la nuestra, son de naturaleza tal que, por sí solas, bastan para persuadirnos de la utilidad y conveniencia, y quizá no me equivocaría al decir, la necesidad imperiosa de estas santas asambleas nacidas con la Iglesia y destinadas a conservar y robustecer la fe, raíz de toda justificación, a reanimar la esperanza, prenda segura de misericordia, y a inflamar la caridad que es el vínculo de la perfección. 

He ahí por qué me propongo llamar hoy vuestra benévola atención sobre el deplorable estado intelectual y moral de una gran parte del mundo contemporáneo que, por las tortuosas sendas de un progreso mal entendido corre precipitadamente hacia el abismo de una barbarie de peor condición de aquella que vino a destruir la cruz del Gólgota, sin que pueda ser detenido en su insensata carrera, sino por la mano potente y bienhechora de esas tres sublimes virtudes, brote exclusivo de la verdadera religión, de que es depositaria y guardiana fidelísima la Iglesia católica, apostólica y romana.

¡Oh Espíritu Consolador! Enviadme un destello de vuestra luz vivificante, para poder despertar en mis oyentes una fe viva, una firme esperanza, y una caridad ardiente y generosa, que los disponga a recibir la abundancia de vuestros preciosos dones, que humildemente imploro por la eficaz mediación de vuestra Inmaculada Esposa, la Virgen llena de gracia.

Después de la lenta incubación de los elementos subversivos de la fe y de la moral evangélica que, al calor de la soberbia, la incontinencia y la ira, encarnadas en el fraile apóstata de Wittenberg, padre de la pretendida Reforma, se verificó en el siglo decimosexto, está fuera de duda que, a contar de la Revolución Francesa, el cuadro más horroroso y sangriento que ofrece la historia de la humanidad, y cuyo primer centenario se cumple en el año presente, desde el día nefasto en que, solemne y cínicamente desconocidos los derechos de Dios, se proclamaron los derechos absolutos del hombre. «Against these there can be no prescription… these admit no temperament, and no compromise: Anything withhheld from their full demand is so much fraud and injustice.» Está fuera de duda, repito, que una porción considerable de la sociedad actual, se halla separada del camino que debe conducirla, al fin temporal y eterno de su creación.

Para convencerse de tan triste realidad basta fijar un poco la atención en que, desde aquella fecha malhadada, el racionalismo ateo, en sus múltiples formas y denominaciones de naturalismo, positivismo, liberalismo, surgiendo de los antros tenebrosos de la masonería, que lo alienta y difunde con tenaz persistencia, ha hecho y hace inauditos esfuerzos por debilitar y romper los estrechos vínculos que ligan a la criatura racional, aislada y colectivamente, con su Criador, Conservador y Redentor Supremo, y por extinguir en la tierra la idea misma de la Divinidad, obstáculo el más poderoso para la apoteosis o deificación de la razón humana, que constituye su bello ideal, su codiciado objetivo a cuyo logro se encamina principalmente por la proclamación del falso principio llamado libertad de cultos o indiferentismo religioso, presentado como una de las más valiosas conquistas de la moderna civilización, y que distando inmensamente de la tolerancia civil —prudente, razonable y aún necesaria, en ocasiones dadas— conduce lógicamente al ateísmo y, abriendo ancha puerta a todas las aberraciones del entendimiento de que son inseparables los extravíos del corazón, aniquila la fe y zapa los cimientos de la moral civil. 

Poca penetración se necesita ciertamente, señores, para persuadirse de que tal es el término inevitable de esa decantada libertad que violenta y contraría en el fondo a la naturaleza del hombre, instintivamente religioso, aun en el estado salvaje, y porfía por separar, lo que es —de suyo— inseparable, a saber, el orden natural del sobrenatural de donde emana, y sin el cual no se concibe ni explica; esforzándose por reducir la felicidad del ser humano a la fugaz posesión y goce de los bienes y placeres puramente terrenos y carnales que no podrán ¡ay! nunca colmar el vacío que el alma siente y la impulsa a buscar una dicha que no reside aquí abajo donde padece sin cesar, la nostalgia de su destino, situado más allá de la tumba y que no es ni puede ser otro que volver a Dios, bien absoluto y poseerle eternamente; «Cum inhæsero tibi ex omni me, nusquam erit mihi dolor et labor», como dice el obispo de Hipona.

Es pues indudable, señores, que ese empeño sistemático en impedir al hombre escuchar la voz de Dios que resuena continuamente, así en rededor suyo, como dentro de sí mismo, se propone desviarlo de su fin, contrariando las más espontáneas y nobles aspiraciones de su naturaleza, lo que no puede menos que ocasionar una lucha terrible cuyo término en el individuo es la muerte; pero que en la sociedad incapaz de morir hasta la consumación de los siglos acaba por determinar un esfuerzo extraordinario de reacción, tendiente a destruir semejante estado anormal y violento y hacer jirones los vistosos vendajes con que se procura cubrir sus mortales heridas, causadas por el dorado puñal del derecho nuevo, que al entregarla en brazos de la indiferencia religiosa, la induce a prescindir completamente del Supremo Juez de las conciencias, y a encerrar su moral toda en los artículos de un Código forjado según las inspiraciones de su veleidosa voluntad; siguiéndose de aquí, necesariamente, que las malas pasiones no se detengan ante ningún crimen, que el egoísmo más refinado, la explotación del hombre por el hombre, la crueldad y la fuerza bruta, la sensualidad y la codicia, presidan y regulen las relaciones sociales…

¿Y quién no ve, que todo esto tiende a deprimir el mundo actual y a colocarlo en un nivel inferior al que el antiguo mundo ocupaba, bajo el dominio a veces secular del paganismo? Efectivamente, los filósofos gentiles se hallaban tan persuadidos de la imposibilidad de que un pueblo subsista sin religión, que procuraban sostener a todo trance, la veneración y el temor respetuoso a las falsas divinidades, en que ellos no creían, como una grande y verdadera necesidad social. Tan clara y evidente era a los ojos de la sabiduría pagana, la relación que existe entre lo natural y lo sobrenatural, la misma que niega y desconoce la impiedad moderna, haciendo caso omiso de la verdad religiosa, después de diecinueve siglos de Evangelio, al que debe el género humano toda su dignidad, su elevación y su grandeza, por el conocimiento de su origen y del glorioso destino que le tiene reservado ese Dios de misericordia y de justicia que reside perpetuamente en su seno, por medio de su legítima representante, la Iglesia católica, a cuyas sabias y saludables enseñanzas e instituciones, calificadas de rancias y retrógradas, se quiere contraponer los famosos principios de 1789, atribuyéndoseles el triunfo de la igualdad, fraternidad y libertad humanas, triunfo que festeja actualmente, un grupo de franceses extraviados, contra el sano criterio y la formal protesta de treinta millones de compatriotas suyos, que forman la inmensa mayoría de aquella noble, ilustre y simpática nación.

Permitidme, señores, repetiros lo que a este propósito decía en la Asamblea Nacional de Chile otro distinguido orador parlamentario: «No, ni Francia, ni Chile, ni la humanidad deben nada a la revolución de 1789, y sólo por escarnio, ha podido decirse en esta cámara que la libertad, la igualdad y la fraternidad no habían nacido hasta el 14 de Julio de aquel año… ¿Cómo profanar así el santo nombre de libertad confundiéndola con los sacrílegos excesos de la orgía revolucionaria? ¿Cómo llamar igualdad a la nivelación impuesta por la guillotina, al despojo de todos en favor de uno solo, del único poder estable y permanente entonces, el verdugo? ¡Oh!, ¡y qué fraternidad tan dulce aquella que se anunciaba con las terribles abrazos de Marat! No blasfememos inútilmente: la libertad, igualdad y fraternidad nada tienen que ver con la Revolución. Mucho antes que ella, dieciocho siglos antes, el cristianismo, las había grabado profundamente, no sobre el papel ni en las proclamas de un tirano ambicioso, sino en el corazón mismo del hombre regenerado. Nada le deba tampoco la razón, a no ser la eterna vergüenza que pesara sobre ella. Nada las ciencias ni las letras, sino la muerte de messieurs Lavoisier et Chénier. Débele sí la sociedad contemporánea esa terrible incertidumbre en que se agitan las grandes nacionalidades del globo, esa inestabilidad de todas las instituciones, esa inquietud, ese vértigo, que arrastra a la humanidad a un abismo de tinieblas, cuyo fondo no se divisa aún».

Confieso, carísimos hermanos, que la libertad se conquista con la inmolación y el sacrificio; pero cuando se trata de defender la libertad y se aspira al triunfo de la conciencia sobre el poder material de la fuerza, del derecho contra la tiranía ¡ah! esto no se hace derramando sangre ajena, sino la suya propia, como los mártires del cristianismo.

Sólo también por un extravío de la pasión ha podido compararse la Revolución Francesa con la gloriosa epopeya de la Independencia Americana, entre las que, en vez de analogía, hay discordancia y contraste. Aquélla fue una destrucción general de todas las instituciones divinas y humanas; ésta, obra de edificación grandiosa y fecunda en resultados, fue el nacimiento de un pueblo a la vida de la libertad. ¡Ah, no comparemos el mayor de los crímenes con la virtud sublime de esos hombres heroicos que dieron su vida, por legar a sus hijos patria y hogar!

En homenaje a la verdad, debo reconocer que en Bolivia muchos de mis colegas son perfectamente sinceros en su entusiasmo por la Revolución; yo me lo explico, porque han bebido en las fuentes históricas menos autorizadas: en los libros de Blanc, de Michelet, de Quinet y otros furibundos apologistas de aquélla. Tiempo es ya de que llegue a su conocimiento la reacción profunda que se ha obrado en el modo de apreciar el carácter y las consecuencias de aquella gran catástrofe; desde Tocqueville, el criterio histórico de Francia se ha modificado radicalmente. No acojamos pues esas odiosas declamaciones que ya no encuentran eco ni en su propio país, y sobre todo, no hagamos causa común con la más inicua, la más injusta y la más espantosa de las revoluciones que ha presenciado la humanidad.

Toda inteligencia, desnuda de ideas preconcebidas y observadora imparcial del presente estado intelectual y moral de las sociedades, desengañada por una dolorosa experiencia, vuelve sus ojos hacia la única tabla de salvamento que les queda en el proceloso océano a que fueron arrojadas: el retorno a la antigua fe abandonada y fuente inagotable de esperanza y amor, de paz y de consuelo. No significa otra cosa ese singular, inesperado y maravilloso espectáculo ofrecido al mundo en el año anterior por las fiestas jubilares de León XIII, colmado de cuantiosas ofrendas, de tiernos y fervientes homenajes, no ya sólo por sus fieles súbditos espirituales, sino también por las sectas disidentes del catolicismo y hasta por los pueblos infieles.

Ese consolante movimiento de reacción religiosa se acentúa, en proporción a los conatos descristianizadores de las huestes enemigas de la cruz; dando de ello espléndido testimonio en América del Sur, la república de Colombia, al sacudir el ominoso yugo del liberalismo autoritario, que durante 16 años pesara sobre ella. Y por lo que hace a la Europa corroída por el cáncer mortífero de la corrupción en sus formas más terríficas, a consecuencia de la popularización de las malas doctrinas, la vemos inquieta y zozobrante por volver a Dios, rompiendo las cadenas que le impiden la comunicación con el orden sobrenatural, y sofocan la voz del corazón que anhela lo infinito, lo espiritual, lo eterno, lo que constituye la base primordial del orden, la armonía, la tranquilidad y beneficio de los individuos, de las familias y de los pueblos, dulcísimos frutos que sólo produce, sazonados y abundantes, el árbol del catolicismo, nutrido con la vivificadora savia de la fe, la esperanza y la caridad…

De la fe, sí, que conteniendo los extravíos de la razón, le traza sus naturales límites y los ensancha maravillosamente, para hacerla penetrar, segura, en el campo del infinito, guiada por la luminosa antorcha de la revelación. De la esperanza que anima, alienta y alegra el corazón humano con la infalible garantía de una dicha completa e interminable, en cambio de la cual, son más que llevaderos, gratos y deliciosos los transitorios sufrimientos de la vida terrestre. De la caridad, en fin, que estrecha y dulcifica las relaciones mutuas del hombre con su Divino Hacedor y con sus semejantes mediante el amor más puro, la concordia y fraternidad más perfectas. ¡Oh!, y con qué exactitud pueden aplicarse a la religión verdadera, estas palabras dictadas del Espíritu Santo: «Quærite… primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia adiicientur uobis». Mt 6 33. Así como a sus impugnadoras, estas otras proféticas frases del grande Apóstol dirigidas a su discípulo Timoteo: «Hoc autem scito, quod in nouissimis diebus instabunt tempora periculosa: erunt homines seipsos amantes, cupidi, elati, superbi, blasphemi… semper discentes, et nunquam ad scientiam ueritatis peruenientes». 2 Tm 3 1-2, 7.

Y si Dios, en sus inescrutables designios y para mayor gloria suya, permite al espíritu de las tinieblas transformarse en ángel de luz, para negar la autoridad de Cristo, heredero de las naciones, sobre los Estados y los gobiernos, para vilipendiar y oprimir al pontificado y al sacerdocio y proscribir a Jesús de las leyes, de las costumbres y del hogar doméstico… si Dios, digo, ha concedido un poder tan amplio a sus enemigos, ¿qué es lo que exigirá de sus amigos y servidores? Agruparse, sin duda, en torno de su estandarte, cuyo lema es fe, esperanza y caridad, para sostenerlo y defenderlo, sin omitir ningún género de sacrificio, proclamando al Dios hombre, Rey, Señor y Soberano, de los individuos, de las familias y de las naciones; procurando, por todos los medios legítimos que las leyes y las instituciones sean informadas por el espíritu del Evangelio; que la instrucción pública, en todos sus grados, se adapte a las enseñanzas del catolicismo; que el matrimonio sea reconocido como verdadero y divino sacramento; que la sepultación de los restos inanimados del fiel creyente sea sagrada; que se implanten institutos de beneficencia cristiana para el pueblo; que se fomenten las publicaciones religiosas y se repriman los desbordes de la prensa licenciosa e impía; en una palabra, que la fe, la esperanza y la caridad, partiendo de los labios y del ejemplo de los ministros del santuario, se difundan y arraiguen en la mente y en el corazón de los fieles hijos de la Iglesia, la cual, en expresión de un docto publicista, busca sin cesar el progreso, no en las vaporosas teorías, ni en los cálculos materiales de filósofos soñadores y utilitarios, sino en la ejecución y cumplimiento de un gran mandato: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester cælestis perfectus est». Mt 5 48. Progreso que, armonizando todos los intereses legítimos, es el único que puede conducir a la humanidad al término venturoso de su viaje, pues la Iglesia, lejos de ser —como se la calumnia— enemiga de los adelantos modernos, los aplaude y bendice, y sólo quiere que no sofoquen la fe antigua, que no se conviertan en idolatría de la materia, quiere que haya, en fin, la justa continencia, el modus in rebus, que equidista igualmente de todas las exageraciones y de todos los peligros.

He ahí, como bien lo comprendéis, señores, el objeto de esas respetables asambleas llamadas concilios generales o particulares, en los que reunidos en nombre de su Eterno Príncipe, que les prometió estar en medio de ellos, los pastores de la grey cristiana se ocupan de proveer al remedio de los males que la afligen o amenazan; trabajando por conservar en toda su integridad y pureza las verdades divinamente reveladas, por afianzar el imperio de la moral evangélica, por promover el decoro y esplendor del culto divino, por vigorizar la disciplina eclesiástica y levantar al clero a la altura de su augusta misión, por corregir y extirpar los abusos e imperfecciones inherentes a la flaqueza humana.

Y aunque, por la misericordia de Dios y dicha nuestra, la fe católica tiene aún profundas raíces en nuestra querida patria, donde el Estado, en cumplimiento de su misión protectora de todos los derechos de los ciudadanos, la reconoce y ampara; no por eso deja de sufrir el embate del impetuoso y desecante viento de las malas doctrinas que, soplando de afuera, ha logrado debilitarla y tal vez extinguirla en muchas almas, especialmente en la juventud, de suyo fácil a ser alucinada y seducida por los sofismas del racionalismo ateo, tan halagador de las fogosas pasiones, propias de esa edad crítica de la vida.

¡Mas, como todo don perfecto y toda dádiva óptima baja de arriba y desciende del Padre de las luces, elevemos, ilustrísimos señores y venerables hermanos, respetables sacerdotes, y carísimos fieles oyentes míos, nuestras humildes y fervorosas plegarias al cielo implorando por la intercesión de la Inmaculada Virgen, asiento de la increada sabiduría, los auxilios y dones del Espíritu Santo, sobre los padres del concilio, el clero y los fieles todos de la católica Bolivia, y a fin de que nuestros clamores tengan la eficacia apetecible, hagamos que ellos partan de un corazón humillado y contrito, y vayan unidos a la práctica perseverante de todas las virtudes propias del verdadero cristiano que vive de la fe la esperanza y la caridad!










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