Mónica Ojeda
Guayaquil, Ecuador, 1988. Licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Docente a tiempo completo en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Católica de Guayaquil en el área de Literatura. Ha sido antologada en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013), ha obtenido el Premio Alba Narrativa 2014 con la novela La desfiguración Silva (Arte y Literatura, 2015) y el III Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015 con El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana Ediciones, 2015).
La sangre de mi nombre torció mis manos y dijo:
“En el principio arrastraste la roca en mi mirada y lo hiciste pensando sin palabras. Fue el único momento de pureza que tuvimos. Luego llegó tu cuerpo igual que un pez amaneciendo a caballo de los himnos y dotó al mundo de un lenguaje para que existiera. Ese acto duplicó la tierra en una que es y otra que quiere ser.
Esa fue la primera vez que hablaste del deseo.”
*
Mis padres plantaron semillas azules en donde debía crecerme una cara, pero los meses transcurrieron y no supieron nombrarme.
Me regaron con orina y con esperma.
Me regaron al sol en la intemperie de un cuarto sin techo.
Y después de tanta agricultura me germinó una boca pálida, ancha e inhumana que sirvió de nido para algunas cosas vivas que estaban
aún por nacer.
Supe del comienzo del mundo en el terror de ese cuidado,
pero mis padres no pudieron cazar el águila bajo mi cama
—los ojos detrás de mis costillas vieron el peligro de mi diferencia—.
No pudieron reducir el viento que me empujaba hacia la desembocadura del río tumba de todas las caras.
Crecí contando mis huesos rotos por el pico del águila que rasgaba el colchón que acunó, tiernamente, mis primeros orines.
Sus huevos latieron calientes en mi boca hasta el día en que mudé mis dientes.
*
Cuando era una niña mi habitación estaba poseída por la locura de Dios. En cada esquina se enhebraban voces presurosas para contarme las edades del creador máximo del ciclo de las rocas. Sus narraciones sostenían las paredes y el techo ligeramente agujereado por los picos de las aves | sostenían mi cabeza que caía rotunda como una bola de boliche y se adhería al suelo con la misma fuerza de las raíces del poder. Las historias de las voces elevaban mi cabeza y yo no sabía que la locura era ese discurso acelerado despojado de método. El colchón, sin embargo, craqueaba como una nuez vacía de ruidos y la luz me descubría la silueta de lo invisible que era el desconcierto del espacio yacente y el desprecio de la criatura en mis huesos. La habitación era un camino despejado, entendí a los siete, hacia la destrucción final de la lengua.
Entonces, en la espalda el sinsentido: el pelo.
*
La tarde antes de morir vino mi madre y me dijo:
“¿hay algo más bello que un árbol creciendo en el desierto?”
Durante años creí que la belleza eran los dedos atrapando dedos,
unos tiesos, otros blandos;
unos halando la noche estirada,
otros mojando de blanco el hondo ojo de un lobo muerto.
Dedos que rompen dedos.
Dedos que sueltan dedos en la noche.
Mucho tiempo después puedo decir
que un habitáculo de tarántulas marinas crece sobre mi seno izquierdo a la velocidad de sus palabras.
“Abre los ojos a tus hermanos”, me dijo la tarde antes de morir.
“Árboles en el desierto.
Ellos miran los árboles en el desierto”.
*
Desandar los pasos porque no sé lo que he caminado.
Escribo: “Hoy han venido a cazarme”.
Borrar las letras.
Borrarme y no permanecer en huella.
Ellos corren hacia mi pantano,
mi centro húmedo de enredados ritos,
pero mi corazón es un manglar que arrastra mi fauna, papá,
la fauna de una creación crecida boca abajo
henchida de sangre, cocodrilos y aves rapaces.
Sus venas penetran la tierra sin huellas
—la tierra sin mí que se eleva—
donde flotan insectos y árboles,
raíces del cuerpo del agua se extienden:
la piel del camino,
[el lodo se extiende].
Corro la voz rasguñada en la huida,
el sueño alumbrándome los miembros volados al interior del terreno,
como si el cuerpo fuera suficiente carne y sujeto,
como si el bosque que se abre fuera mi vientre que se abre,
los caminos que se extienden,
mi fauna boca abajo poblando la hueca esfera
cerrada como un puño roto sobre tu marchita cara, mamá.
Ellos me silban,
me apuntan con flechas comunitarias porque soy
musculatura rota de cordero negro.
No tengo nombre,
ni señas de identidad.
Sus biblias dicen que debo morir en aras de una verdad humana.
P.D.:
Mamá.
Papá:
Las verdades humanas crean monstruos
para mancharse las manos
en el nombre del pasto.
PRIMERA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO
1. El quebrado mundo
Como cuando me llovió un océano con la sangre de mis hermanos sobre el ancho lomo y levanté la conciencia hacia el centro del espejo. Así aprendí a respirar la primavera bajo la piel abierta de quienes alguna vez me amaron, y dije que ninguna imagen ni olor ni sonido articulado podría hacerme sentir nunca lo que era romperse encima de algo vivo | ninguna palabra podría comunicar el sentido de la fragilidad cayendo sobre la fuerza y bañándola de eso que la hace fuerte: la debilidad de los pétalos ardiendo el cielo, las raíces del relámpago encarnando el árbol. Toda la brutalidad estaba en la vida que era ternura empozada en la violencia, por eso el mundo se partía como los dientes de una casa enterrada en la herida de un niño.
SEGUNDA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO
2. El callado abismo
Ocurrió entonces que las palabras trepaban nuestras pezuñas como tarántulas cojas queriendo renombrar la vida, pero nosotros, hundidos en el callado abismo, nos negamos a volver al estado primigenio donde la lengua importaba más que el lenguaje de las piedras. Hoy el agua horada los párpados y cada mil años una gota deforma la roca que esconde la vieja escritura de los hombres. Los oídos de los otros escuchan sus asperezas rendidas | nuestros ojos rasgan la dura materia de las cuevas donde nacimos. La discapacidad de las palabras ahora es el poder de la precariedad cubriendo los cuerpos con conceptos limitados sobre la naturaleza del paisaje y sus sonámbulas criaturas. Por eso en la claridad del silencio perfeccionamos movimientos que fueron la forma de decir más pura de nuestra especie y también el inicio de una civilización despojada de la gramática heredada. Los hombres y las mujeres de afuera, sin embargo, pelearon por el orden de las tarántulas para nombrar la naturaleza vencida de las bestias sin lengua. Ellos definen el amanecer de los cedros revestidos con las garras perdidas de los animales: nosotros hallamos el sentido de la guerra en la forma de sus huellas.
TERCERA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO
3. Los atrapados párpados
Abro los párpados detrás de mis costillas para ver con el cuerpo la verdad descubierta en el centro del espejo: no existe un camino que me lleve al interior de mis hermanos. Cualquier movimiento es hambre en la verdad y en el espacio sin nido que guarda todo lo que no sé que me habita. Ese vacío espectral colgado de la esquina más árida me llena de relojes rotos en el cosmos de la respiración agitada de un jilguero. De esta manera las hojas se arrastran por las vías de un tren de leche hasta quebrarse en mi ausencia de rostro y hervir en mi vientre el cascarón de la intranquila noche. El frío es una extraña bicicleta sobre la que trepamos la distancia a la pregunta antes informulable: ¿cómo cavar con los ojos todo lo que es cierto?
CUARTA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO
4. Las ciudades renacidas
Cientos de bloques crearon los caminos de antes con paisajes controlados por la nueva tecnología: la escritura del amor y de la derrota | dos escrituras hermanadas en el castigo de abrir las puertas de las ciudades renacidas. Diseñaron el círculo olvidado de la especie que se nombra. Construyeron en su nombre la única cárcel de la naturaleza. Los sabios temieron el regreso del tiempo: dijeron que escribir era como ir rompiéndonos para nacer de afuera hacia dentro y gritar al interior toda la luz de los olmos. Bajo esa claridad yo escribí mi cara al menos una docena de veces en la soledad de los viejos caminos de paisajes vigilados. Así nació la máscara # 1.
MÁSCARA #1
Mi rostro es una columna desvencijada;
una hernia en la velocidad del miedo que
me impulsa a matar hasta los más bellos insectos del silencio.
Ellos reproducen el ruido de la nada sobre los pedazos de mi cara.
El rostro es eco en la construcción de lo invisible
bajo los labios cosidos de nuestro último amanecer.
Pero el viento golpea con la tierra del llanto de las bestias
mis mejillas quebradas al sol:
ahora nidos carnosos se alojan en mi alma.
El monstruo y la persona
habitan la misma línea que parte la materia
en dos hemisferios míticos
de pulmones que respiran el aire de otras regiones
desplazadas más allá del sur.
El vacío de mí no es un abismo
pero posee el corto cielo de las cabezas de los animales
y el silencio que descompone
las piezas de mis mejillas quebradas al sol:
ahora hay nidos carnosos alojándose en mi alma.
En este mapa se trazan los límites de los fragmentos de mi semblante:
arriba o abajo es un espacio que no existe.
Toda descripción que nace de la observación
es luz y excremento.
Selección de poemas del libro El ciclo de las piedras.
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