NGUYÊN DU
(Vietnam, Siglo XVI)
Nguyên Du: Historia del encuentro maravilloso junto al muro del oeste
No se trata aquí del poeta del siglo XIX, célebre bardo nacional del Vietnam, sino de su homónimo, mucho menos conocido, que vivió en el antiguo Annam, en la primera mitad del siglo XVI. De nuestro autor sabemos muy poco. Fue letrado y funcionario en un período de guerras civiles y de innúmeras turbulencias políticas. Nguyên Du abandonó pronto la vida activa y se retiró a escribir en lengua china su “Vasta colección de historias maravillosas” que ha hecho de él uno de los primeros clásicos de la literatura vietnamita.
Historia del encuentro maravilloso junto al muro del oeste
Durante el perído de Thieu-binh (1434-1439), un estudiante llamado Ha-nhan-gia residía en la capital Truong-an (la actual Hanoi) para poder seguir los cursos del gran maestro Uc-trai.
Cada mañana, para asistir al curso, el estudiante atravesaba el barrio de Khuc-giang. Allí subsistía aún la vieja residencia del primer dignatario Tran. A menudo, al estudiante le acaecía ver a dos jóvenes que, apoyadas sobre lo que quedaba del muro del oeste, por entonces ya en ruinas, hablaban entre ellas y se reían a carcajadas. A veces le arrojaban frutas y, a veces, flores. Un día, sin poder resistirlo, nuestro joven estudiante entabló conversación con ellas. Una de las jóvenes le respondió sonriendo:
—Mi apellido es Lieu (sauce) y mi nombre Nhu-nuong (flexible). El apellido de mi compañera es Dao (duraznero) y su nombre es Hong-nuong (rosa). Éramos las concubinas del primer ministro y, después de su muerte, hemos conservado nuestras huellas perfumadas. Pero puesto que la primavera se aproxima queremos ser como girasoles para gozar del esplendor de la bella estación.
Nuestro estudiante las invitó a ir a su casa y allí se entregaron libremente a los juegos amorosos. En el momento en que él se disponía a cortar las flores, las muchachas, con el pudor de la flor que consiente, le dijeron:
—Todavía no conocemos suficientemente todo lo que concierne a la primavera. Nuestros corazones perfumados están atemorizados. Con nuestra inexperiencia tememos que las flores sean violentadas y que el terciopelo del sauce se trastorne. Nuestra añoranza del verde y nuestro pudor por el rosa, ¿no arruinarán en parte, acaso, tu distinguido placer?
—Probemos y veremos, les respondió nuestro estudiante. No quiero ser como la diosa del monte Hu que agobia a los mortales con nubes y con lluvias.
Entonces apagaron las lámparas y se acostaron los tres juntos; y así fue como el oro se apoyó en el jade. Apenas las almohadas habían sido inclinadas que el muchacho había ya hecho levantarse las olas de las flores del duraznero.
Todavía en el lecho, en un momento de reposo, les suplicó a las jóvenes que compusiesen un poema. Lieu fue la primera en recitar el suyo:
El tibio sudor perfumado moja la camisa de seda,
Las cejas pintadas de verde, arqueadas como la letra
Pa, ligeramente se fruncen. Al viento del este
Le rogaron que actuase suavemente con nosotras,
Ya que la talla esbelta no resiste a los golpes violentos.
Dao, continuó de inmediato:
En la secreta cámara, lentamente el rumor
De las gotas de la clepsidra se desgrana,
La lámpara de plata ilumina el rojo mosquitero,
El hombre de talento es libre de cortar cualquiera
De las ramas que apetece. Las tiernas ramas
Del duraznero se han teñido de rosa.
Nuestro estudiante las aplaudió, encantado y riéndose a carcajadas.
—Ambas describieron muy bien cual es la situación en la habitación de la primavera y yo sería incapaz de decirlo con palabras igualmente hermosas. Y de inmediato hizo este poema:
Fatigado al cerrar la sala de estudios, dolientes sueños se apoderan de mí,
Al monte Vu me lleva el albur del amor, el blanco vuelo de las mariposas,
Los tallos unidos de las flores abiertas color de rosa; rodeados de pájaros
Nos adormecemos juntos, del este al oeste por cursos diferentes
Fluye el agua. Ambas son artistas pero ambas tienen una particular distinción.
A partir de ese día las muchachas se iban a la mañana y volvían al caer la tarde. Y, cada día, así ocurrían las cosas.
Nuestro estudiante se decía que estaba viviendo la más extraordinaria aventura de su vida, algo que nadie había vivido. Se sentía el igual de Bui-hang que se casó con una diosa y superior a Tang-nhu que fue el amante de una reina.
Cierta tarde de viento en que la lluvia caía con violencia, las dos mujeres llegaron, desafiando el frío repentino. En voz baja le dijeron:
—Venimos para no faltar a la cita y cumplir con nuestra promesa, pero somos como las golondrinas que no pueden soportar el frío.
Entonces nuestro estudiante arropó a Lieu con su manto y alegremente le dijo:
-Lieu, tu belleza no tiene igual y nadie podría rivalizar contigo. Dao, tu hermosura es como la de una flor.
Dao al escuchar estas palabras inclinó gravemente el rostro como si se sintiese avergonzada. Durante muchos días ya no volvió y nuestro estudiante le preguntó a Lieu:
—¿Dao no se encuentra bien? La otra respondió:
—Sí, pero ya no se atreve a venir desde el día en que tu no elogiaste su belleza. Entonces Lieu le entregó un poema que Dao había escrito para él:
Es el cuerpo cual las nubes púrpuras y puro es el espíritu como la nieve;
Cada hoja húmeda de rocío, cada rama brumosa, depara una sorpresa.
¡Qué lastima que sean demasiado parciales las ideas del rey del este!
Una rama marchita y, a su lado, una rama de primavera.
Después de haber oído el poema nuestro joven se sintió embargado largo tiempo por la melancolía. Luego, como respuesta, hizo un poema en el mismo estilo del que acababa de recibir:
Cada pequeño recuerdo trae consigo un pequeño dolor.
¿De donde viene esta nueva enemistad? ¡Cómo me gustaría
que las diosas del viento te lleven mis palabras!
¿Para quién ha de ser la pena y para quién la primavera?
Una vez que hubo recibido el poema, Dao quiso volver a verlo como antes. Por entonces tenía lugar la fiesta de la décimo quinta noche del primer mes lunar. Todos los jóvenes de la capital salían de paseo. Las muchachas le dijeron a nuestro estudiante:
—Tú vives muy cerca de nuestra casa de hierbas, sin embargo nunca nos has honrado con tu presencia. Siempre nos dolemos de ello. Aprovechemos la fiesta para ir allá un momento. Esperemos que no te avergüenzes de nuestra condición de esclavas, y que no encuentres el camino a nuestra casa demasiado largo.
Nuestro joven aceptó con alegría la propuesta y, todos juntos, se pusieron en camino. Entraron por la muralla del oeste, atravesaron una empalizada doble, y caminaron a lo largo de un muro más de veinte o treinta metros, hasta llegar a un estanque de hibiscos. Más allá, había un jardín de bambúes en el que unos árboles rojos como el brocado extendían sus ramas, y en el que el penetrante olor de las flores embriagaba el aire. Pero como era ya de noche, el paisaje estaba como velado, y el joven no pudo distinguir de qué tipo eran las flores y los árboles. De tanto en tanto, le llegaba el efluvio embriagador de un perfume intenso. Las dos mujeres, intercambiando una mirada, le dijeron:
—Nuestra casa es fría e incómoda; extendamos, pues, una esterilla y permanezcamos en el jardín.
Entonces, extendieron una esterilla de bambú y encendieron unas cuantas lámparas de resina de pino. Un alcohol de damasco acompañó los diferentes platos que fueron todos de gran refinamiento. Luego de lo cual, unas hermosas mujeres con nombres de flores, Rosa, Ciruela, Damasco, se acercaron para participar en el festín. Había quien venía de la familia Granada; otra de la familia Oro.
Cuando comenzó a amanecer, se despidieron unos de otros. Las dos jóvenes acompañaron a Ha hasta el muro, y cuando éste llegó a su habitación de estudiante, el sol, en dirección del este, teñía el cielo de rojo.
Unos meses más tarde, nuestro joven recibió una carta de sus padres anunciándole que lo querían casar y exortándole a volver a su terruño lo más pronto posible. El muchacho se sintió profundamente contrariado y sin saber qué hacer. Las dos mujeres que adivinaban lo que le pasaba, le dijeron:
—“Nosotras, como los sauces y las rosas, somos frágiles y no podemos hacernos cargo de una casa. Además tu futura mujer tiene que pertenecer a una familia de origen noble. Nosotras somos de origen humilde y no osaríamos aspirar a tanto. Lo único que deseamos es que si, cuando estés de regreso en tu tierra, todavía nos amas, vuelvas a buscarnos dejando de lado cualquier otro afecto. Si así ocurre, las delgadas ramas del sauce de Han-hann se agitarán para darte la bienvenida y las flores de Thoi-ho sonreirán como antaño al soplo de la primavera. ¡Que las alegrías de matrimonio no te hagan olvidar nuestro amor! No nos abandones para siempre como esas pobres flores silvestres de Giangnam.
Luego de lo cual, todos juntos levantaron sus copas para un último brindis.
Cada una de las jóvenes cantó una canción. Lieu fue la primera:
Al este de la ciudadela real crecen las hierbas;
En un rincón se ven casas en ruinas.
Pabellón de bruma, dolor de estar sola.
A los diecisiete años, añoranza de mi juventud.
Dao cantó:
El cielo de otoño se tiñe de esmeralda
Y las hojas se inmovilizan en un rayo brillante.
Una oca vuela solitaria y una cigüeña atraviesa el cielo.
Como la tristeza es triste la bruma de la tarde.
Se va mi amante y padece mi corazón.
Ay, si pudiese ser pájaro para llamar al viajero.
El estudiante lloró amargamente antes de irse. Al llegar a sus tierras, la fecha de las bodas ya estaba decidida. El muchacho le dijo a sus padres:
—He oído decir que cuando se tiene un hijo es normal desear que se case. Así es el amor de los padres. Pero yo soy noble y me he dedicado a la literatura y al etudio de los ritos. Todavía no logré fama, y mi ambición es llegar a ser mandarín por lo que temo que la dicha de tener mujer e hijos sea un obstáculo para mi carrera literaria. Lo mejor sería dejar la boda para más adelante así tendría más tiempo para alcanzar mis objetivos. Una vez que la vocación de mi vida esté realizada todavía estaré a tiempo para casarme.
Los padres, para no disgustarlo, pospusieron la boda pero como seguía estando triste pensando en sus amores, le dieron permiso para volver a la capital. En cuanto llegó al muro del oeste, las mujeres salieron a su encuentro y le dijeron:
—“Acabas de casarte, ¿por qué no te quedas en tu tierra disfrutando de tu hogar? ¿Por qué has vuelto tan rápido a la capital?”
El estudiante les contó lo que había hecho y ellas lo felicitaron diciéndole:
—“Eres un hombre fiel y no has traicionado el juramento amoroso que hicimos.”
Y otra vez le dieron todo lo que necesitaba para asistir de nuevo a la escuela. Nuestro joven apenas se ocupaba de sus estudios y se entregaba por entero a sus amores. Abandonaba los cursos y sólo pensaba en el placer. El tiempo transcurría y pronto el invierno estaría de vuelta. Un día, al volver de su paseo, encontró a las muchachas bañadas en llanto. Muy sorprendido les preguntó la causa de ello. Conteniendo las lágrimas le dijeron:
—“Ya estamos enfermas de la enfermedad del rocío y del viento. Sentimos miedo de la nieve que nos quiebra los huesos. La enfermedad del viento es difícil de curar y la belleza de las flores se marchita fácilmente. Ignoramos adónde irán después nuestras almas perfumadas.
El muchacho, asustado, les preguntó:
—“¿Por qué hablar de separación y de adiós, si nos conocimos sin intermediario y nos amamos con profundo amor? Siento miedo y me siento enloquecer como el pájaro delante de la flecha.”
Lieu le respondió:
—“Ávidos de placer y sedientos de amor, todos aspiramos al ser, pero no podemos escapar del destino fijado por el cielo y al tiempo que nos aguijonea. Todo indica que tendremos que partir muy pronto. Y después nuestras alfileres de oro y nuestros maquillajes rosados se confundirán con el lodo. Nadie podrá saber adónde fueron a parar las delicias de las tres primaveras pasadas.”
Nuestro joven profundamente conmovido no sabía cómo escapar a su dolor. Fue entonces que Dao le dijo:
—“La vida humana es como la flor del árbol que florece y se marchita en momentos ya establecidos, y no se puede frenar ese movimiento ni siquiera un instante. Te ruego que cuides tu salud y prosigas tus estudios así, aunque nuestros pobres cuerpos terminen en los arroyos, no nos lamentaremos de nada.
—“Ustedes dicen que van a morir, les dijo Ha, pero, ¿cuánto tiempo nos queda todavía?
—“Solamente esta noche, le respondieron. Cuando se levante un viento violento y barra el suelo, entonces nuestro fin habrá llegado. Si un día te acuerdas de nuestros amores de antaño, ven a vernos al muro del oeste y entonces en la tierra nosotras podremos sonreír satisfechas.
El joven les dijo llorando:
—“No sé qué hacer y cómo ayudarlas siendo como soy extranjero y pobre.”
—“Nuestra vida es tan frágil como un hilo, le dijeron las jóvenes, parecida a la hoja que cae. Después de nuestra muerte las nubes nos servirán de parasol, los torbellinos de coche, la hierba de lecho, el rocío de perlas, los pájaros de músicos y las mariposas de escolta. El musgo verde será nuestra mortaja y la agua del río nuestra plañidera. Aunque se disperse la bruma y aunque cambie el viento no tendrás que ocuparte de nuestro entierro.”
Cada una le dejó como recuerdo un par de sandalias bordadas con perlas, diciéndole:
—“El hombre se va pero las cosas permanecen. ¿Cómo soportar la idea de la separación? Conserva estos regalos que te ofrecen las que estarán para siempre separadas de ti. Más tarde si te pones estas sandalias será como si estuviésemos echadas a tus pies.”
De hecho, cuando cayó la noche no vinieron a buscarlo. Una violenta borrasca se desencadenó y llovió a cántaros. El joven, totalmente aturdido, se asomó al balcón. Entonces salió en busca de un viejo que yo conocí y le contó toda la historia. Éste le dijo:
—“Te has equivocado, ese terreno está abandonado desde la muerte del ministro, hace ya más de veinte años. Hay un templo a mitad derruido pero del que ya nadie se ocupa. ¿Cómo es posible que hubiese allí tantas mujeres como acabas de decirme? Serían mujeres de mala vida o malos fantasmas que se revisten de un cuerpo para hechizar a la gente.
A la mañana siguiente el viejo y el joven fueron al muro del oeste y no vieron más que las ruinas del templo. Los árboles se hallaban devastados con las ramas quebradas. Por todas partes el suelo estaba cubierto por las flores caídas de los árboles. Entonces el viejo dijo:
—“¿No es cierto que es aquí adonde viniste a divertirte? Aquella que se hacía llamar señorita Oro no era más que esa planta de hojas doradas y la señorita Granada ¿no venía acaso de aquel granado? Y lo mismo vale para Rosa, Ciruela, Damasco... ¡es algo increíble que esas plantas hayan podido metamorfosearse de esa manera!
Nuestro joven sintió que se despertaba al fin y se dijo que la parte más intensa de su vida había transcurrido entre sueños en medio de aquellas flores. Al volver a su casa quiso ver las sandalias. En cuanto las tuvo en sus manos se transformaron en frescos pétalos que se evaporaron en el aire. A la mañana siguiente nuestro joven empeñó una de sus túnicas para tener con qué preparar un plato de ofrenda a las dos desaparecidas y compuso para ellas la siguiente oración fúnebre:
Ay, jóvenes mías cuyos huesos eran de hielo,
Cuya belleza perfumada era de rocío,
Ninguna de las dos tenía rival sobra esta tierra.
Flores entre flores, ambas despreciaron honores y riquezas,
Amigas solamente de la pureza y de la luz.
Ramas gemelas de jazmín en un único vaso,
Patos salvajes que entrelazan sus cuellos,
Yo quisiera que siempre estuvieran conmigo,
¿Por que regresan al país de las hadas?
Ya sólo en el viento puedo apoyarme.
Lo real es la nada y la nada es real
En mitad de la noche desolada, y sólo me queda
Mirar las golondrinas con el viento de otoño.
Si sus almas aún no perecieron,
Beban un poco del vino de mi copa.
Esta noche en sueños, vio a los dos jóvenes que volvían a darle las gracias:—Esta mañana compusiste para nosotras una oración que nos honra y nuestro agradecimiento es tan grande que hemos querido venir personalmente para decírtelo.
El joven quiso retenerlas pero, al querer asirlas, ellas se fundieron en el aire y desaparecieron.
Traducción de Miguel Ángel Frontán
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