martes, 26 de enero de 2016

RENÉ FUÉNTES GÓMEZ [18.023] Poeta de Cuba


René Fuentes Gómez

(Bayamo, Cuba, 1969) es poeta, narrador y dramaturgo. En su país de origen obtuvo varios reconocimientos literarios. Entre otros, en 1994 ganó dos premios Abril, por Los gallinazos (poesía) y La bufanda (teatro), ambos libros fueron publicados en 1995. Los gallinazos, además, fue seleccionado en 1995 por el Instituto Cubano del Libro para la segunda edición de la colección cubano-argentina «Pinos nuevos». En Uruguay, donde reside desde 1996, ha recibido otros reconocimientos literarios y publicó Las trampas del paraíso (novela, 1996), La ida por la vuelta (novela, 1998), Una oscura pradera va pasando (poesía, 2000), Postales que nadie pedía (poesía, 2004), El mar escrito (novela, 2006, Primer Premio de Narrativa Inédita del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, 2004), Silbidos dispersos  (Premio de Poesía de la Intendencia Municipal de Montevideo, 2009) y Noveno círculo (novela, 2011).

En el 2002, la Facultad de Comunicación y Diseño de la Universidad ORT Uruguay (donde es profesor de redacción desde 1998) le otorgó el Premio a la Excelencia Docente. René Fuentes también ha colaborado como periodista cultural en varias publicaciones uruguayas y extranjeras. Es editor y corrector independiente. Su obra de teatro Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos fue finalista del Premio de Teatro Breve, España, 2009. En el 2013, además de ganar el Premio Juan Carlos Onetti por el poemario Caballo que ladra, obtuvo una Mención en el Concurso Juan José Morosoli, por el libro de cuentos Cambios de lugar, y otra Mención en el Concurso Internacional de Poesía Marosa Di Giorgio, por el poemario El húmedo suelo del olvido.



El problema de tener un auto rojo y otros poemas
Del poemario Caballo que ladra



El problema de tener un auto rojo

El problema de querer un auto rojo es tenerlo
en un país de gente y calles grises.

Soy un hombre simple como una vaca.
Hay demasiadas muertes en la televisión
pero guardo todavía en mi corazón cielos con abejorros,
lunas de agosto, jazmines, arboledas memoriosas,
la risa de mis hijos sobre el cansancio de mi grupa.

Porque tengo un auto rojo, nuevo y antiguo.
Como besa la lava mientras pisa y muerde,
como ruge el león moribundo de la Metro
como el viento del sur lame y lame y respira.

Muros, tumbas y duelos también tengo.
Pero prefiero mi auto rojo, de roja sombra.
Faros, puentes y eriales también tengo.
Pero prefiero este viaje de savias milenarias.
Aquí y ahora, hasta descacharrar el alba.

Porque tengo un auto rojo, demasiado rojo.
Mil veces lo vendí, mil veces lo compré,
mil veces fue y será cojonudamente mío.




El problema de la lengua

El problema de tener lengua es sacarla
fuera de la boca. Fuera, bien afuera.
Sin muecas ni falsos tapices. Fuera,
más allá de los gritos y la rabia.
Fuera, muy afuera. Precisamente ahí
donde nadie dice qué le dicen, donde
cualquiera extraña lo que otro clamó.

El problema de tener lengua es serla, encarnarla.
Vivir para alimentar sus ballenas, sus páramos, sus catedrales de aire.
Morir dinamitando sus puentes, cimentado sus ruinas.

El problema es escribir contra un elefante y otro elefante blanco.
El problema son esas telas de arañas sucesivas,
ese poquito nada que tantos autorizan,
esa jaula para cada sospecha, ese castigo para cada insolencia,
esa lista interminable y su enconado escalafón.

El problema son esas modas y sus nombres oficiales.
Esas ubres escritas de la eterna justicia.
Esos vasallos de otras lenguas de abolengo.
Esos editores que subastan músculos y buenos dientes.
Esos traductores que llegan con un hacha o fumigan.
En las calles, la cuidad se despeina y luce.
El país, sin el abrigo de la nación, sólo es tierra muda.
Pero la lengua es habla diciéndose, diciéndonos.
El amasijo perpetuo del dragón y San Jorge.
Bestia y alma y bestialidades del alma.
Mordida, lanza, armadura, fuego.
Verbos forcejeando, latiendo.
Muerte. Vida.



El problema de las ventanas

El problema de las ventanas soy yo hurgando
en cada ciudad otra manera de encontrarme.

El problema es que cierran viejos cines
y empollan sin piedad iglesias de dios en nombre de dios,
palabras de dios, iluminados de dios, la dirección de dios
con grandes letras y luces en la puerta,
con vidrios oscuros, a prueba de bala.

El problema de las ventanas es mi terquedad,
mis reverendísimas ganas de ser humo y morirme con humo,
mirando sin ojos ni cara la idiotez de la tarde.

El problema es que soy demasiado familiar,
demasiado hijo y hermano y padre de mí mismo.
El problema es que las ventanas son cada día más públicas.
Unas al lado de otras. Otras frente a otras. Como otras.

El problema es que a veces, todavía a veces
me urge abrir un pedazo de algo y respirar
sin permiso, sin guardar distancia.



El problema de la gloria

El problema de la gloria son las zanahorias
calladas en el cajón, sin una gota de tierra.

Una zanahoria siempre adorna el plato y la verba.
Una zanahoria, incluso para encontrar el tono y el modo.
Una zanahoria para terminar la purga o comenzarla.
Una zanahoria porque hasta los leones de peluche
se asoman en las vidrieras, obligados a sonreír.

Una zanahoria para seguir en fila,
esperando y repartiendo.

Una zanahoria
y ¡no me empujen!

Una zanahoria para salir y volver a casa.
Bajo el estricto cielo, con moderación.



El problema de los zoológicos

El problema de los zoológicos es la certeza,
comprobar en cada visita cómo la gente
se acumula frente a la jaula de los monos.

No son gran cosa esos animales.
El problema es que ríen, pelan las frutas,
gritan con furia, acarician a sus hijos.

El problema es su intimidad y nuestra conciencia
expuestas, traficando compañía entre rejas.
El problema es cuando llega el momento de irse
y cualquiera tira el último caramelo y piensa qué suerte.

Mientras, los monos transcurren a su antojo.







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