lunes, 18 de enero de 2016

MARIO LEVRERO [17.934]


Mario Levrero

Jorge Mario Varlotta Levrero (23 de enero de 1940, Montevideo - 30 de agosto de 2004, Ibídem), fue un escritor uruguayo, que además se desempeñó como fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista, y también creador de crucigramas y juegos de ingenio. Además, en sus últimos años de vida dirigió un taller literario.

Pasó la mayor parte de su vida en su ciudad natal, Montevideo, con períodos de residencia más o menos prolongados en otras ciudades uruguayas (Piriápolis, Colonia), o en Buenos Aires, Rosario y Burdeos (Francia).

Se desempeñó como librero, fotógrafo, humorista, editor de una revista de entretenimientos y, en sus últimos años, dirigió un taller literario.

Trayectoria

Comenzó a publicar a fines de la década de los 60, en editoriales de Montevideo y Buenos Aires. La obra de Levrero se compone por partes casi iguales de novelas, en general de no mucha extensión, y recopilaciones de cuentos, muy variables en su tamaño. Hay una tercera zona —la de sus últimos libros—, a los que se les denomina novelas por comodidad, pero que son más bien un género propio, a caballo entre el ensayo, el relato y las memorias.

En el panorama de la literatura uruguaya contemporánea, Levrero surge como el último autor de culto del siglo XX. Su fama fue aumentando a partir de los años 80 pero, paradójicamente, siempre manteniendo un perfil muy bajo. Generó un creciente grupo de seguidores tanto en Uruguay como en Argentina pero nunca alcanzó grandes reconocimientos públicos, salvo una beca Guggenheim en el año 2000, que le permitió dedicarse a la redacción de La novela luminosa. Este diario-relato y su antecesor El discurso vacío se consideran sus obras mayores, por su complejidad fabuladora.

Pero otros lectores prefieren, por su elaboración autónoma, sus novelas de la llamada trilogía involuntaria: La ciudad, París y El lugar. Las tres se centran en la urbe, están escritas en primera persona, eso sí como toda su narrativa, y describen una sensación de atrapamiento a modo del sueño (y del cine mudo) propio del sentimiento del "aislado" que evocan casi todos sus relatos. Y, en último término, libros de relatos inclasificables y de intensidad suma son La máquina de pensar en Gladys y Todo el tiempo.

Los raros

El estilo literario de Levrero cae dentro de lo que una crítica de Ángel Rama denomina el grupo de "los raros", una corriente típicamente uruguaya de autores que no pueden encasillarse dentro de ninguna corriente reconocible, aunque tienden a una especie de surrealismo leve. Felisberto Hernández, Armonía Somers, José Pedro Díaz, y el propio Levrero son los nombres principales de esta corriente, aunque este último era bastante más joven que el resto, y los sobrevivió a todos. De los autores vivos, más jóvenes que Levrero, se incluirían Marosa di Giorgio o Felipe Polleri, que es el continuador que más se acerca a la categoría.

Dentro de la tradición uruguaya, Levrero es más asimilable a Felisberto Hernández que al resto de los "raros". De buscar referentes extranjeros a la literatura levreriana, salvo un cierto aire kafkiano que impregna la primera parte de su obra (desde La ciudad), sólo podría encontrársele parecidos con la obra de algunos de los surrealistas más atípicos, en particular Leonora Carrington.

Los autores del grupo de los "raros" tienen como característica ser “autocancelantes”, es decir que no han generado una corriente literaria de seguidores de su estilo, y cada uno es una singularidad dentro de su género. Sin embargo, en el caso de Levrero hay un amplio espectro de escritores más o menos jóvenes que se declaran deudores del estilo del maestro, pero en general se trata de alumnos de sus talleres, y son más deudores de su método de enseñanza que de su obra literaria.

Singularidad

Incluso dentro de ese grupo de escritores, Levrero es singular en su formación y estilo. Su literatura está fuertemente influenciada por la literatura popular (fue un ávido lector de novelas policiales, incluso en su variedad más floja), pero al mismo tiempo fue un estilista cuidadoso y minucioso, casi maniático.

Además, en su obra hay una fuerte vocación introspectiva que, viéndola en conjunto, da la idea de cierto tipo de escalada desde lo más narrativo hacia lo más cotidiano. El autor lo explica en una entrevista, diciendo que, inadvertidamente, a lo largo de tres décadas su literatura fue recorriendo el camino que va desde el inconsciente colectivo, reflejado en sus primeras novelas, pasando por el subconsciente hasta aflorar en la conciencia y permitirle describir lo que ocurre fuera de sí mismo.

Ese análisis del conjunto de su obra hace que a pesar de lo muy distinto de sus diversas fases, el conjunto adquiera una coherencia que enriquece los significados de cada libro en general. Otra de las características de la obra levreriana, fruto de su casi maniáticamente preciso uso del idioma, es su engañosa sencillez. Salvo algunos relatos excesivamente experimentales, toda su obra se lee con una suavidad y tersura que a veces ocultan la complejidad de significados que pueden extraérseles, tanto en cada texto por separado como en su conjunto.

Bibliografía

Gelatina, 1968 Montevideo. Los Huevos del Plata
La ciudad, 1970 Montevideo, Tierra Nueva - Colección Literatura Diferente. (Barcelona, DeBolsillo, 2008 ISBN 978-84-8346-798-5)
La máquina de pensar en Gladys, 1970 Montevideo, Tierra Nueva - Colección Literatura Diferente. Reed: Montevideo, Irrupciones Grupo Editor, 2010 ISBN 978-9974-8248-4-3; que recoge los relatos "El sótano, "La casa abandonada" y "Gelatina".
Diario De Un Canalla / Burdeos, 1972.
Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo 1975: Reed: Buenos Aires, Mondadori, 2009 ISBN 978-987-658-028-1; Folletín.
París, 1980. El Cid editor, Colección Plata (Barcelona, DeBolsillo, 2008 ISBN 978-84-8346-793-0)
Manual de parapsicología, 1978. Reed.: Montevideo, Irrupciones, 2010; divulgación científica.
El lugar, 1982. Buenos Aires, El Péndulo (Barcelona, DeBolsillo, 2008 ISBN 978-84-8346-797-8)
Todo el tiempo, 1982. Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental (Montevideo, HUM, 2009 ISBN 978-9974-687-00-4); relatos.
Aguas salobres, 1983. Buenos Aires, Minotauro
Caza de conejos, 1986. Montevideo, Ediciones de la Plaza (Barcelona, Libros del zorro rojo, 2012).
Los muertos, 1986. Montevideo, Ediciones de Uno
Santo Varón/I, 1986. Buenos Aires, Ediciones de la Flor; historieta-Dibujos de Lizán.
Fauna/Desplazamientos, 1987. Buenos Aires, Ediciones de la Flor
Espacios libres, 1987. Buenos Aires/Montevideo, Colección Puntosur literaria
El sótano, 1988. Buenos Aires, Puntosur (Montevideo, Alfaguara, 2008 ISBN 978-9974-95-260-7)
Los profesionales, 1988: Historieta Dibujos de Lizán.
El portero y el otro 1992. Montevideo, Arca; relatos
Los Jíbaros (1992)
El alma de Gardel, 1996.
El discurso vacío, 1996. (Barcelona, DeBolsillo, 2009 ISBN 978-84-8346-887-6)
Dejen todo en mis manos, 1998 (Madrid, Caballo de Troya, 2007 ISBN 978-84-96594-13-5).
Ya que estamos, 2001.
Irrupciones I, 2001; artículos de prensa
Irrupciones II, 2001; artículos de prensa
Los carros de fuego, 2003.
La novela luminosa, 2005. (Barcelona, DeBolsillo, 2009 ISBN 978-84-9908-026-0)
Irrupciones, 2007. Edición completa ed. en Buenos Aires, Punto de Lectura.
Trilogía involuntaria, DeBolsillo, Barcelona, 2008. ISBN: 9788483467992
La Banda del Ciempiés, 2010: (anteriormente apareció una versión abreviada, publicada como folletín, en el suplemento Verano/12 de Página/12, Buenos Aires, enero febrero 1989). Buenos Aires, Mondadori, 2010 ISBN 978-987-658-053-3; Novela Folletín.
2008, Pablo Silva Olazábal, Conversaciones con Mario Levrero, Montevideo, Trilce, con epílogo de Ignacio Echevarría.
2008, Montoya Juárez, Jesús. Realismos del simulacro: imagen, medios y tecnología en la narrativa del Río de la Plata. Editorial de la Universidad de Granada.3
2008, Constantino Bértolo, París, Barcelona, DeBolsillo.
2008, Ignacio Echevarría, prólogo de La ciudad, Barcelona, DeBolsillo.
2009, Olivera, Jorge, Intrusismos de lo real en la narrativa de Mario Levrero, Universidad Complutense de Madrid, Servicio de Publicaciones.4
2012, La Banda del Ciempiés. Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo. Dejen todo en mis manos, Barcelona, DeBolsillo.



Poema de Mario Levrero escrito en 1973.

teresa porzecanski
viene con sus valijas dentro de maletas
viene con sus maletas dentro de rejillas
teresa porzecanski
tiene la piel apolillada del traje del domingo
y un sombrero mojado por los fríos
y el tiempo
y una flor en el sombrero mojado
y una flor en la polilla de la piel
y el traje
teresa porzecanski
tiene las piernas flacas
y los ojos más tristes del mundo
los dientes desparejos
y los ojos más tristes del mundo
teresa porzecanski nunca llora
como nunca reía buster keaton
cuando teresa porzecanski ríe
buster keaton se golpea la cara con los puños
cuando teresa porzecanski mira
todos los ojos del mundo se obscurecen
teresa porzecanski tiene siglos
en la pollera apolillada
en los zapatos gastados por el tiempo
tiene siglos en las manos y en las piernas flacas
tiene siglos teresa porzecanski
teresa porzecanski sabe roer como roen las polillas
trabaja los amaneceres con una pluma de telaraña
y a veces me regala cosas porque tiene siglos
en la pollera
en los zapatos
en las manos
en los dientes desparejos
en la mirada que opaca todas las miradas y el tiempo se detiene
teresa porzecanski es una polilla
disfrazada de teresa porzecanski
es un viejo judío disfrazado de polilla
es un libro amarillento disfrazado de tienda “la confianza”
y tiene esa alegría que hace llorar a gritos
y ese sombrero mojado y sin adornos
y ese esqueleto por afuera del cuerpo
y el cuerpo de polilla
y eternidad de libro
y esa tristeza que no es de ella
esa tristeza
esa tristeza
que no es de ella.

Mario Levrero me dedicó este poema en 1973.
teresa porzecanski





EL DISCURSO VACÍO - MARIO LEVRERO



"Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que

también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años.
Aquello que yo también olvido.
Aquello
próximo al amor, que no es exactamente amor;
que podría confundirse con la libertad, 
con la verdad
con la absoluta identidad del ser
y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras
pensado en conceptos....."

"Hoy comienzo mi autoterapia grafológica. Este método (que hace un tiempo me fue sugerido por un amigo loco) parte de la base - en la que se funda la grafología- de una profunda relación entre la letra y los rasgos del carácter, y del presupuesto conductista de que los cambios de la conducta pueden producir cambios a nivel psíquico. Cambiando pues la conducta observada en la escritura, se piensa que podría llegarse a cambiar otras cosas en una persona"

"Bien. Otra vez estoy desviándome y prestando poca atención a la letra y mucha a los contenidos, lo cual es antiterapéutico, al menos en este contexto terapéutico que he elegido. No me cabe duda de que, en otro contexto terapéutico, la desviación antedicha es deseable y positiva; pero no debo mezclar los planos de trabajo, y debo ceñirme a lo que me he propuesto, es decir, una especie de escritura insustancial pero legible"

"Debo, pues, comenzar a limitarme a frases simples, aunque me suenen vacías o insustanciales..."

" Debería conseguir una serie de frases para hacer "planas", como las que usaba para aprender a escribir a máquina: puerto europeo, quiero pupitre, tu potro torpe, salsa salada, alhaja falsa. Pero este tipo de trabajo monótono me aburre..."

"Llega mi mujer a fastidiar. Es tremendamente celosa de mi soledad; no hay caso de que alguna vez me vea concentrado en algo distinto de ella, que no trate por algún medio de desconcentrarme, hacerme perder el hilo, el clima, desparramar mis jugos cerebrales en todas direcciones. En mi experiencia, se trata de una ley general. También en la experiencia de algunos hombres que conozco. Pero es algo que no termino de entender bien y que me estropea bastante la vida..."

"De todos modos, aun cuando esta creencia mía sea errónea, me resulta útil (en verdad, no conozco ninguna creencia auténtica, es decir, coherente con la realidad, que arroje resultados prácticos interesantes. Aunque toda creencia es falsa, es decir, no coherente con la realidad de los hechos, en tanto que una creencia es algo limitativo, pobre, incapaz de abarcar toda la rica variedad y dimensionalidad del Universo; pero justamente por ser limitativa y mientras no sea descabelladamente delirante - y a veces a pesar de serlo - la creencia produce un efecto sumamente eficaz, concentrado, en toda acción. De modo que para triunfar en la vida es preciso creer en algo, o sea estar, por definición, equivocado)."

"Es apropiado y positivo tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad. Tiene algo del espíritu religioso que tan necesario es para la vida y que, por distintos motivos, he ido perdiendo cada vez mas con los años, acompañando en este proceso a la Humanidad. Me fastidia ser tan influenciable y dependiente de una sociedad con la cual no comparto la mayor parte de sus opiniones, motivaciones, objetivos y creencias....
La verdad de los hechos es que no somos otra cosa que un punto de cruce entre hilos que nos trascienden, que vienen no se sabe de dónde y van no se sabe adónde..."

"Soy un chico malo. Hace varios días que no hago mis deberes. También hace muchos días que no me baño. Huelo muy mal."

"Pero en esta casa lo que prima no es mi criterio, sino que se vive una rígida estructura determinada por la Limpieza, la que pasa a ser un valor que se ubica por encima de la Gente y de la Vida."

"La Vida, con su propia lógica, sus propios anhelos y necesidades, tanscurre en alguna parte, pero no aquí. Aquí transcurre la improductiva soledad del preso, el frío interior que el verano no disipará. El tiempo no corre junto a nosotros ni nosotros sabemos jugar con el tiempo; el tiempo es sólo un asesino, lento pero seguro, que nos mira con un dejo de burla por debajo de su guadaña, y nos permite ir disfrutando en cómodas cuotas del frío que nos está esperando en la tumba que lleva nuestro nombre."

"Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo."

"..."soy el artífice de mi destino", es una pretensión tal vez excesiva, pero pienso que a veces no está mal apuntar demasiado alto, sobre todo en un medio donde todo condiciona a que se apunte bajo, y donde la mediocridad es uno de los méritos mas celebrados.."

"Esa es la clave. Recuperar el contacto con el ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre  infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía."

"Ese disgusto tiene que ver, según he podido percibir, con el hecho de llevar ya demasiado tiempo viviendo fuera de mí mismo, ocupándome de cosas que suceden fuera de manera exclusiva...No importa qué es lo que se está viviendo cuando uno está apartado de Sí Mismo; todo carece igualmente de peso, todo transcurre sin dejar ninguna huella memorable.."

"Tengo plena conciencia de que estos ejercicios caligráficos han ido derivando en ejercicios narrativos; hay un discurso -un estilo, una forma, más que un pensamiento- que se impone ansiosamente a mi voluntad."

"Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar de cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas.."

" Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así.

La gente incluso suele decirme: "Ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones"

http://mentespeligrosasblog.blogspot.com/2012/01/el-discurso-vacio-mario-levrero.html



Mario Levrero / LA CALLE DE LOS MENDIGOS

Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.

Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.

Tampoco enciende, ahora.

En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.

Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.

Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.

Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.

Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.

El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.

Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.

Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.

Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.

Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño −especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano−, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.

Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.

A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.

No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.

Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.

Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.

De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.

Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.

Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.

Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.

Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.

«Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.

Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.

Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa −quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela−; no logro aún localizar su fuente.

Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.

Escucho gemidos.

«Es la calle de los mendigos» −pienso−, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz −un farol−, y por encima las estrellas.

En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.

«Debo buscar un bar que esté abierto» −pienso−. «Necesito cigarrillos, y fósforos».





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