MARIELLA TORANZOS
(Guayaquil, Ecuador 1988)
Viñetas de un espejo trisado
I. Ayer rasgué mis alas. Destrocé con el filo del bidé sus pliegues translúcidos. Me abalancé sobre el azotándolas contra el filo como una loca, gimiendo de placer y asco al verlas desmembradas, en hilachas, una y otra vez hasta quedar vacía.
No vengas más por aquí. Me he cansado de adorar a tu forma como un templo.
II. Descalza, camino un desierto de espejos. Piso los cristales hasta que se rajan y me cortan los pies. En el reguero de sangre dibujé el retrato de mi madre. Mi corazón se duplicó mientras dormía, ahora no me cabe en el pecho.
III. Hoy quiero morir mil muertes entre tus brazos. Te susurraré al oído las palabras que inventé para llamarte. Cierra los ojos mientras te beso y deja que mis lágrimas se cuelen por tus párpados. Dejaré en el lunar de tu mejilla, las tardes que quise a tu lado. Mañana volveremos a ser extraños.
Despedida
Durante el mes que te tomó dejarme
llené el tanque de gas con treinta y tres dólares y treinta y tres centavos.
Te dije que era un regalo porque era
tu número favorito.
Organicé nuestras cosas.
‘Amor, acá están los sweateres’,
‘Acá está tu cepillo’.
Como si al llamar las cosas ‘nuestras’
me pudiera incluir en lo que tú llamabas ‘casa’.
Le compré flores a un vagabundo.
Quería traértelas, marchitas y feas,
para demostrarte que podía devolverles
la vida.
Hay una cicatriz con la forma de tus dedos
justo sobre mi seno izquierdo,
que quedó como resquicio de todas las noches
que me sostuviste
como solo se sostiene algo
que se resbala.
Ahora hay seis provincias entre nosotros,
entre la última vez que nos besamos y hoy
guardadas como flores marchitas al interior de un libro.
A veces aún te siento como un ruido atascado en mi garganta.
I
Hace días que rehúyo al silencio, que desdigo mis pasos, que escapo. Que corro colérica y ofuscada por las calles grises de este infierno de cláxones.
Espanto con mis pasos a las salamandras que rebullen de mi piel enferma. Yo, quien corre. Yo, quien cuelga de las vigas de los puentes y grita eufórica, despavorida, hasta producir lágrimas que luego se cuelan por las rendijas de las alcantarillas.
No hay silencio. El silencio no existe. Si acaso, el ruido crispado del cielo que se arruga, y aquella mujer que lejana y oculta, hace sonar los nudillos tres veces al posar las manos sobre la hornilla encendida.
He intentado recrear el cielo sobre mis párpados.
Entonces fracaso. Fracaso y emulo a un vidrio trisado que me devuelve en pedazos mis facciones sangrantes y desechas.
Me veo marchitar frente al espejo. Entonces repito que estoy sola.
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