Renata Artieda Centurión
(Guayaquil, Ecuador, 1985)
Ha ejercido periodismo en medios impresos del país y relaciones públicas. Actualmente, realiza textos para una agencia de comunicación digital. En lo literario, mantiene su poemario en construcción.
El humano - la rata
Va sangrando por la nariz la paternidad
el universo que no tuvo de niño
y el camino que le ofrenda la vida.
Su cuerpo es un hilo sangrando por el laberinto que le dejó la ausencia
hasta esconderse entre un montón de cajas
y debajo de su cama,
ya lleva un hueco con costras en el cuello
los dientes podridos,
escuálido
con los huesos brotándole de la piel.
Me mira como si aún conserva infancia.
No sé qué clase de nudo lleva.
Él convertido en rata dentro de un mundo humano
entre gente que busca salvarlo
entre gente que ya lo ama con pena
entre gente envuelta en el espesor del drama de un muerto huesudo
donde su voz sólo es escuchada para observar si se le quiebra la quijada,
para odiarlo.
Llegan los cumpleaños
imagino regalando objetos desde la nostalgia
desde el secreto que uno supone ser
desde la nostalgia que se pelea por mantener
sólo porque el dolor te hace seguir vivo
sufriendo se vive sintiendo pena de sí.
-Ya se me agotaron las razones para estar viva
pero la muerte no es tan natural,
no es tan liberadora como nos dicen de niños-
-La locura es así -te sostiene-
logra hacerme fingir que nada me ha roto-
Pero la vida se entrega,
no hago lo suficiente estando simplemente muerta.
Se espera algo más y nunca llega.
Desde la pena hacia el miserable,
de la cuna incinerada para perdonarle los pecados al delincuente.
La tolerancia tiene una máscara perfecta y es el temor, me repito,
la fuente se desborda y genera el desastre hacia el cansancio,
el cansancio más puro de la vergüenza.
Giro hacia los perros, están hablando
también han aprendido a quejarse
pero en ellos hay esa felicidad incontrolable.
Que se callen.
El anciano con las piernas molidas, entumecidas de enfermedad,
intenta caminar por el pasillo otra vez
sus zapatos se han aprendido cada hueco del piso para no caer
pero eso no es suficiente
cae de boca sin poder sostenerse de nada
porque sus brazos ya tampoco son suyos.
Todo se le ha destruido,
todo lo ha destruido y de eso no se da cuenta;
su objetivo es salir de la casa
huir de su rabia
remojar el espíritu que ya tampoco le palpita.
Porque es hora de morir,
sus pies lo saben,
todos lo ven,
se sabe.
El anciano ya se ha ido
no puede salvar a nadie
dejó quemado todo,
cerró la puerta despacio
se fue en silencio
para que ni lo escucharan despojarse del sagrado polvo de odio
que desde hace siglos se lijaba de las uñas diariamente.
Desde el fondo del universo
vuelvo a reclamar mi trascendencia
para arreglarlo todo y apagar las máquinas que truenan escandalosamente
para apagar la ciudad que desmaya cuando amanece,
que todo se vuelva verde y celeste iluminado
como al inicio de Todo,
como antes del inicio de los siglos.
A mi padre
Si antes tuve cómo descifrarla,
Esta sola muerte me dejó sin adjetivos
La muerte pierde los adjetivos
de tanto dolor;
y no es verbo ante la inmensidad.
Él no se muere, se traslada;
otros morimos y nos quedamos
caminando en la ciudad
con arena en las uñas de los pies.
Mis ojos escurridizos golpean al sol.
No me sostengo, no me sostienen,
nadie me salva, nadie grita
¿y si lo intento?… Se cubre la vergüenza de la caída.
Sonrisas torpes.
Nadie corre, nadie tropieza, nadie toca.
Camino a la desintegración,
camino al futuro, a nunca y siempre, es igual.
Lo persigo pálido y destruido
en un laberinto por el barrio;
se adelanta, me atraso, espera. -Él espera; él. Él siempre espera.-
Con el rostro verdoso entra a la madriguera,
ahí están las madres, las ollas brillantes
y la oscuridad fría desde la cocina limpia.
Qué bello es vivir, el dolor me fortalece.
¡No!
Camino al futuro, camino al barrio
y desaparezco en el laberinto
me agrieto en sus paredes grises.
No me veas. Soy un soplo. Soy silencio.
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