lunes, 11 de abril de 2016

JORGE GUTIÉRREZ REINA [18.404]


Jorge Gutiérrez Reyna 

(Monterrey, México  1988). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, institución en la cual cursa actualmente el posgrado en Letras e imparte una asignatura de poesía novohispana. Ha publicado su trabajo en la antología Familiaridades / Extrañamientos.   

Muestra de literatura joven de México (Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, 2013) y en las revistas Fundación, EstePaís, Límulus y Pliego 16. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía (2012-2014). Le obsesionan los criollos brillantes de la Nueva España, las palabras verdes de los árboles, las vértebras del dinosaurio. Alguna vez fue interpelado por un mono araña.




El rostro de mi tía
se descompone frente a la tilma de Guadalupe.
Ha hecho el largo viaje desde el Norte
para orar por su hermana;
no pide que esté viva, a estas alturas
pide distinguir su cuerpo
de entre otros, que ese cuerpo
no tenga huellas de tortura y sepultarlo
donde pueda llevar flores
el día de muertos, el de las madres,
en un aniversario.

Me descubro hincado,
rezando a un lado de mi tía,
como cuando era niño.
Pido entre murmullos que encuentre pronto
el cadáver de su hermana,
a quien no conocí.
Hay muertos que duelen de rebote,
muertos que no son nuestros,
sino de los nuestros.
Pido también que el próximo
muerto de los titulares no sea mi tía,
ni mamá, ni papá, ni mi hermano.
Que no sea uno de los míos.

Se aferraban a las piedras del fondo
como pájaros al acantilado.
Había que distinguir su resplandor rojizo
a través de la espalda tornasol
del arroyo y cerrar la mano rápida
alrededor de su áspera coraza.
En un par de horas teníamos
una tina rebosante de langostas
de agua dulce, confundidas
las mías, las de mi hermano, las de mis primos.

Hay muertos que me duelen de rebote.
El que me dijeron se había desbarrancado
pero hallaron sobre la terracería incandescente:
un zopilote trepado en las espaldas,
una bala albergada al fondo de la nuca.
El otro que volvió de la cárcel
pero no del gimnasio, cuyo cadáver
trazó una triste cartografía
de sangre seca sobre la calle.

Esos muertos,
recuerdo difuso de la infancia,
nombres que comparten
alguno de mis apellidos,
eran los primos de mis padres:
habrán tendido juntos
las redes de sus dedos
para atrapar langostas.
No me dolió su muerte, me dolió
ver a mamá al teléfono,
meneando la cabeza en el instante
antes de echarse a llorar; a papá
sentado en la banqueta,
mirando el vacío fijamente.
Esa única vez lo vi hacia abajo.

El arroyo no ha vuelto a ser el mismo.
Casi todos los días
encuentran cadáveres flotando,
pudriéndose en los márgenes,
y de un tiempo acá las langostas se aferran
al cabello ondulante
de las cabezas cuyos ojos abiertos
nos observan a través del agua.

Pongo mi mano sobre el hombro de mi tía
y pido entre murmullos
que pronto camine con serenidad
por el estrecho pasillo de la morgue,
que identifique el cuerpo limpio de su hermana,
que no tenga sino esa cicatriz
en el tobillo, huella de una piedra
afilada en el fondo del arroyo,
de un día de vacaciones bajo los sabinos.
Hay muertos que nos duelen de rebote.
Pido que el próximo
muerto de los titulares
no sea uno de los míos.

Pero, ¿quién distingue en la tina
qué langostas son de cada uno,
las mías, las de mi tía, las de mis padres?



La edad de los árboles

Al fondo del patio crece un árbol.
Mucho antes de que mi abuela
sembrara las primeras piedras de la casa,
ya en su cumbre maduraba el vuelo de los pájaros;
por sus laderas empinadas ya fluía
el lento río de los musgos;
y en sus faldas los faunos que pueblan
la espesura de los montes
celebraban ya nocturnos aquelarres.
Este árbol es tan antiguo como los rebaños
de tortugas que deshojan
los tréboles a su alrededor.

Sus ramas secas crepitaron en el fondo
del fuego circular de las fogatas
que otros niños antes de nosotros encendieron
para espantar el miedo a las lechuzas,
brujas mentidas,
ululando en la penumbra espeluznante.
Los dedos nudosos de sus raíces sujetan
los tesoros que mis mayores ocultaron
de la tropa revolucionaria y que en la oscuridad
reclaman ser desenterrados
con unos gritos azules de lumbre.
Al verlo mi abuela soñó con construir
una casa para los hijos de sus hijos sobre el reino
de secos maizales y serpientes
que en torno de su tronco se extendía.

Al fondo del patio crece un árbol.
Un día mi abuela, yo, esos rebaños
de tortugas nos tenderemos a sus pies
y en las cuencas de los cráneos y caparazones
germinará la semilla de las altas hierbas.
Pero las brujas seguirán acunando entre sus ramas,
el oro no se librará de la prisión de sus raíces,
volverán los faunos, viejos pobladores de los cerros,
y con las piedras de la casa en ruinas cercarán
el fuego de sus danzas en la noche de luciérnagas.
Se escuchará entonces solamente
el suave silbido entre las cañas de una flauta
y el árbol susurrando sus conjuros
en la lengua verde del follaje,
como un anciano que presidiera un antiguo ritual
con el rostro arrugado frente a la llama de la hoguera.

El nombre de los árboles
Conozco apenas el nombre de los árboles,
estos quietos pobladores del jardín,
coloquio florecido incomprensible.
Este que por mi ventana arroja,
parado de puntillas,
miradas verdes parece un fresno;
y ese meditabundo, el más callado
en la arboleda, debe ser un pino;
esa hoy enlutada, confundida
en el tumulto del follaje,
novia ayer de los abriles:
hacedora de paisajes, jacaranda;
a ti te conozco, buganvilia,
tus pulseras en llamas igual trepan
estas paredes que las de mi patio;
aquel penacho prehistórico,
pastura de animales que hoy son piedra,
es seguramente un plátano;
caballo de jade hundido,
las crines flotando sobre el lago:
quiero pensar que eres un sauce.

Pero pino, sauce, buganvilia,
plátano, fresno, jacaranda
apenas dicen lo que dicen.
En dos, tres sílabas no cabe
el árbol:
palabras murmuradas al oído
del viento, surtidor
de alas, casa de todos
los pájaros del mundo,
bastón de cíclopes,
raíz de primaveras,
pilar del firmamento,
lecho de la luz,
pálido profeta de la lluvia,
testigo persistente de los siglos
de los hombres y otras múltiples
edades de la tierra.
Esos y no otros,
esos y otros miles son tus nombres. 





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