viernes, 15 de enero de 2016

MARÍA DE LAS MERCEDES VALDÉS MENDOZA [17.907]


María de las Mercedes Valdés Mendoza

Nace el 11 de noviembre de 1820 en Guanabacoa, aunque los críticos literarios cubanos Francisco Calcagno y González Curquejo consignan a Matanzas como su lugar de nacimiento. Educada con esmero al calor de sus padres, desde muy joven leyó a clásicos y románticos y comenzó a cultivar la poesía, sin que en los comienzos de su carrera literaria se diera a conocer públicamente. Su vida retirada la hubiese hecho pasar inadvertida si un poema suyo titulado «La rosa blanca» no hubiese sido leído por Francisco Javier Foxá, sin que ella lo supiera, en una tertulia de Nicolás Azcárate, siendo acogido con especiales aplausos y celebraciones. A partir de entonces empezó a destacarse en los círculos literarios, donde leyó varios trabajos que aparecen incluidos en el tomo I de sus «Noches Literarias”. Sencilla, tierna y sentimental, supo arrancar también las notas elevadas, enérgicas y solemnes propias de la epopeya. Murió a muy avanzada edad el 1 de junio de 1896, en Guanabacoa.

Bibliografía activa

Publicó dos volúmenes de poesía:

Cantos Perdidos, La Habana, 1847
Poesías, La Habana, 1854.

También dio a conocer su obra en diversas publicaciones, como El Liceo de La Habana, Guirnalda Cubana, El Rocío, Faro Industrial de La Habana, Floresta Cubana, Álbum Cubano de lo bueno y de lo bello, El Aguinaldo, Cuba Literaria, Revista de La Habana y Revista Habanera. En España aparecieron poemas suyos en periódicos madrileños y sevillanos. Algunas de sus poesías como el «Canto a Cristóbal Colón» fueron traducidas al inglés y al alemán. Figuró en las antologías:

Poetisas Americanas de José Domingo Cortés en París, 1875.
Galería de Poetas, de Nueva Granada, España, 1875.



A la luna

 Salve, lumbrera bella de la callada noche, 
 henchido de entusiasmo te mira el corazón, 
 vertiendo placentera desde tu excelso coche 
 consuelos al que gime y al bardo inspiración. 
  
 El pecho palpitando de gozo y alegría 
 te ofrece enardecido sus cánticos de amor, 
 que a mí me cansa, ¡oh luna!, la claridad del día, 
 me oprime su hermosura, me mata su esplendor. 
  
 Yo anhelo de la noche la plácida frescura 
 sobre mi joven frente sentirla resbalar, 
 y ver cómo vagando la brisa en la espesura 
 las blancas hojas besa del nítido azahar. 
  
 Y ver cómo cuajadas las gotas del rocío 
 le roban a las perlas su diáfano color, 
 y ver la tortolilla bañándose en el río 
 exenta de los tiros del duro cazador. 
  
 Yo quiero esos acentos sublimes y armoniosos 
 brotados de los senos del gigantesco mar, 
 sentirlos acercarse, y luego vagarosos 
 de súbito perderse, de súbito sonar. 
  
 Yo quiero reclinada bajo un rosal de Cuba, 
 ceñida la cabeza de cándido jazmín, 
 que mi canción se eleve, que hasta los cielos suba, 
 y allí la guarde tierno de Dios un querubín. 
  
 ¡Cuántos hechizos, cuántos de un gozo indefinible 
 le brindas, blanca luna, al mísero mortal, 
 cuando entre nubes bellas le muestras apacible 
 y ostentas esplendente tu rostro celestial! 
  
 ¿Y quién serás? ¡oh reina del claro firmamento! 
 Tu fúlgida existencia no puede comprender, 
 que siempre se confunde y muere el pensamiento 
 cual ola desgraciada al punto de nacer. 
  
 ¿Será tal vez la maga que escucha cariñosa 
 de los amantes fieles el triste suspirar, 
 y de sus almas puras la pena congojosa 
 sensible y compasiva te place consolar? 
  
 ¿O acaso del eterno un ángel destinado 
 para pesar del hombre la criminal acción, 
 y al verlo de maldades y vicios circundado 
 te ocultas abatida en tu alto pabellón? 
  
 Por eso muchas veces he visto tristemente 
 cubrirse tu semblante de pálido capuz, 
 por eso muchas veces te nublas de repente 
 y ocultas los reflejos de tu admirable luz. 
  
 Mas son delirios vanos, ensueños ardorosos, 
 lanzados, al mirarte, del vivo corazón, 
 fantasmas altaneros que vienen engañosos 
 a oscurecer la antorcha feliz de la razón. 
  
 Jamás, hermosa reina del claro firmamento, 
 jamás podré un instante tu vida comprender, 
 que siempre se confunde y muere el pensamiento 
 cual ola desgraciada al punto de nacer. 
  
 Esconde en tu albo seno los fúlgidos arcanos, 
 Velados a los ojos del mundo terrenal. 
 La ciencia de la tierra, los cálculos humanos, 
 se estrellan en tu trono de límpido cristal. 
  
 Mas yo quiero sentada bajo un rosal de Cuba, 
 ceñida la cabeza de cándido jazmín, 
 que mi canción se eleve, que hasta tu solio suba, 
 bien seas preciosa hada, o tierno querubín. 



La esperanza


I

 ¡Ven, ninfa celestial de la esperanza, 
 ven, dulce amiga, que tu amor imploro!,
 y enséñame en hermosa lontananza 
 el bien que busco y anhelante adoro. 
 Muéstrame un sol de gloria y bienandanza 
 con tus reflejos de esmeralda y oro; 
 lanza torrentes de tu luz querida 
 en el triste horizonte de mi vida. 


II

 Yo desde niña te buscaba ansiosa 
 en medio de mis juegos seductores; 
 yo desde niña procuré afanosa 
 ornar mi frente con tus blancas flores, 
 y cuando ya la juventud preciosa 
 me cubrió de sus mágicos favores, 
 he buscado también enajenada 
 la bendita expresión de tu mirada. 


III

 ¡Cuántas noches, al rayo de la Luna, 
 en tus inmensos dones meditando, 
 he contado las horas una a una, 
 con cien visiones de placer soñando! 
 Tus contentos, tus goces, tu fortuna, 
 por mi agitada mente resbalando, 
 brillantes horizontes bosquejaban 
 y mundos de delicias me brindaban. 


IV

 ¡Cuántas veces pensé que acá en la tierra 
 eras del existir lumbrera y guía, 
 o beso de piedad que puro encierra 
 bálsamo de consuelo, y alegría! 
 Y a la manera que en la altiva sierra 
 más vivo lanza su fulgor el día, 
 en tu adorable templo te miraba, 
 y sin saber por qué siempre esperaba. 


V

 La tierra virgen que descansa hermosa 
 en delicado lecho de azucenas, 
 a quien la blanda risa presurosa 
 con sus amantes besos hiere apenas, 
 viendo de la corriente bulliciosa 
 las ondas apacibles y serenas, 
 en inefable gozo embebecida 
 se queda con tu imagen adormida. 


VI

 Lanza un grito de muerte en la batalla 
 el arrojado, intrépido guerrero, 
 valiente cruza la enemiga valla, 
 y el muro rompe su cortante acero; 
 nada le enfrena; su furor estalla 
 cual el fuerte crujir del rayo fiero, 
 y sin cesar un punto de llamarte 
 levanta de la gloria el estandarte. 


VII

 Al pálido lucir de llama inquieta 
 en solitaria estancia retirado, 
 medita y vela el pensador poeta 
 sobre el vetusto libro reclinado; 
 siempre quedara su canción secreta, 
 y del fuego divino despojado, 
 callara el trovador, muriera en suma, 
 si no te viera a ti junto a su pluma. 


VIII

 ¿Y qué fuera la mísera existencia 
 acosada del negro sufrimiento, 
 si no aspirara la fragante esencia 
 que vierte suave tu aromado aliento? 
 Lago sin cristalina transparencia, 
 el mar sin ondulante movimiento, 
 abrasado arenal, ciudad desierta, 
 a toda sensación un alma muerta. 


IX

 Ven, ninfa celestial de la esperanza, 
 ven, dulce amiga, que tu amor imploro, 
 y enséñame en hermosa lontananza 
 el bien que busco y anhelante adoro; 
 muéstrame un sol de gloria y bienandanza 
 con sus reflejos de esmeralda y oro, 
 vierte los rayos de su luz querida 
 en el triste horizonte de mi vida. 


X

 Muéstrame sí, tu cielo engalanado 
 con riquísimas franjas de colores, 
 de trémulas estrellas salpicado, 
 y sus lindos luceros brilladores. 
 Vierte en mi corazón acongojado 
 mil afectos de paz, consoladores, 
 y tocaré del porvenir la puerta 
 latiendo el pecho con la fe despierta. 


XI

 Tu dulce voz me animará gozosa; 
 y sus anchos umbrales traspasando 
 mi suerte desgraciada o venturosa 
 irán mis ojos sin temor mirando; 
 en torno de mis sienes cariñosa 
 tus purísimas alas desplegando, 
 alentarás tal vez mi fantasía, 
 dándome inspiración, luz y armonía. 


XII

 Cíñeme con tus lazos deliciosos, 
 encanto de mi ser, flor argentina, 
 y por senderos fáciles y hermosos 
 mis débiles pisadas encamina. 
 Estréchame en tus brazos amorosos, 
 esperanza feliz, Virgen divina, 
 y al darme la vejez su mano helada 
 en tu seno me encuentre reclinada. 









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