lunes, 22 de julio de 2013

MIGUEL ANÍBAL PERDOMO [10.245]


MIGUEL ANÍBAL PERDOMO

Miguel Aníbal Perdomo (1949). Nació en Azua, República Dominicana. Poeta, narrador, ensayista. En el año 2003 obtuvo el Premio Nacional de Poesía con La colina del gato (2004), en 2006 le fue otorgado el Premio Nacional de Ensayo por La cultura del Caribe en la narrativa de Gabriel García Márquez (2007), y en 2007 el Premio Nacional de Cuento con “La estación de los pavos reales”. Ha publicado los siguientes libros: Cuatro esquinas tiene el viento (1981), Los pasos en la esfera (1984), El inquilino y sus fantasmas (1997), La colina del gato (2004), y La cultura del Caribe en la narrativa de Gabriel García Márquez (2007).





CIUDAD CERRADA

Durante mucho tiempo viví en una ciudad que se
abría junto al mar y allí amé a una mujer de tierno pelo
que una noche sin bordes me dio un niño.
Recuerdo vagamente el rostro de un amigo con
quien me disputaba el sopor de la siesta, jugando al
ajedrez a la sombra del castaño del trópico, mientras un
serrín tibio que soplaba del mar impregnaba las cosas.
Mi oficio de contable cada día me ordenaba un
tercio de la tarde y las verdes mañanas, pero el leve
domingo lo pasaba abstraído en la ardiente penumbra de
una copa de ron.
Prefería sobre todo encerrarme en las páginas de
un libro luminoso y viví tensas noches en largas
reuniones clandestinas.

Pero un día los soldados tocaron a mi puerta y el
impasible juez me condenó a vagar por diversas
ciudades.
Desde entonces no encuentro la que ahora se cierra
frente a las tibias aguas, cuyo nombre olvidé.






La colina del gato



Liberación

Recuerdo que estábamos en mayo, y afuera no chillaba la calandria ni el inocente ruiseñor cantaba. Sólo sé que era mayo y a veces no llegaba más que una simple lluvia que inundaba los campos de ruidosas nostalgias. No existían más opciones: solo el artero mes que azuzaba sus canes: el de dientes de acero, que te muerde la sombra, y el que tiene pelambre de estropajo y destruye de un golpe tu sentido y se bebe tu sangre. Hasta que llegó el día que, harto de soledad, me decidí a matar al carcelero a golpes de cesuras y estridentes razones, pero al verlo vencido, me sacudió una nota de rabiosa piedad. Y por eso, sembré su melodioso cráneo en la mitad del patio, donde poco después, al calor de las horas, luminosas cigarras comenzaron a bordonear el aire henchido de pretextos. Tras romper los cerrojos, me encaminé cantando adonde me esperaba la simple carrerera, en cuyo flanco izquierdo corrían y discurrían mansos algodonales que no tenían sentido. Con la cabeza verde de grandes pensamientos, me puse los zapatos —que de la inanición habían enflaquecido—, y empecé a deslizarme hacia mi nueva ruta, sin saber cómo haría con tanta libertad.





Andén 107

Paralelo a la rauda ventanilla, viene el río siguiéndonos hasta que el brusco tren sube muy entusiasta a los reinos metálicos; continúa la ruta de edificios cuadrados y azoteas orientadas hacia la sumisión. Las flexibles paredes se arriman sigilosas a la inercia feliz de los vagones que, sin violencia alguna, las obliga a cambiar el desdichado rumbo. En la revelación de la adulta mañana, todas las azoteas llevan su desventura hacia lo circular. No hay almacén abierto, ni respuesta ninguna cuando los pasajeros descienden en silencio por la abrupta escalera de acero inoxidable, a enfrentarse en voz baja a todos los caprichos de la adulta vigilia. Tal vez en la distancia, desde los autobuses, algún hosco viajero esgrima el New York Times en tanto el tren circula, prisionero en la órbita de invisibles paredes. A las nueve, nosotros trataremos la forma de iniciar el descenso, buscando en el semáforo la señal que inmunice todos nuestros sentidos contra la voluntad de la férrea jornada.





Violetas africanas

A tan solo dos metros de la puerta ojival, o en la pared tranquila, van surgiendo de pronto, con inocente furia, diminutas violetas. Con su pálido brillo remedan las auroras de Kenya, y llaman muy discretas, el día perezoso que no quiere arrancar. Pero moja sus dedos en el vaso de jugo, levantando la casa hacia el doceno ciclo. En un juego de estrellas, se  multiplica Bach en notas que se arrojan sobre el césped del piso como ufanos leones de papel. Y el tiempo es tan fragante: de adánicas manzanas y tierno cereal. Mi hijo lo celebra con melosas palabras, cuyo significado apenas se insinúa en la rápida mesa de caoba. A la puerta abisal llegan seis percherones, arrastrando las tuercas que articulan el día. Un poco más al viento, en la verde llanura que surgió del papel cuadriculado, pastan sin convicción las recientes gacelas de la nada.





Hotel 24

Quince minutos antes de que el gallo cantara, me reforcé las venas con 18 onzas de chocolate amargo, para cargar mi sombra del color de la noche. Aunque la mansa habitación giraba a oscuras, del alto horno, donde a veces se queman las estrellas, a veces me alcanzaba una chica porción a través de la calle. Ya yo me había gastado gran parte de la noche ascendiendo y bajando por altas escaleras, empujado por los cortantes gritos y amarillos, que abruptos me seguían a través de las puertas infinitas. En el cuarto contiguo, los lavabos inquietos cuchicheban a gotas; y mi cama intranquila se arrastraba por alfombras cubiertas de confeti. Un gran viento iracundo se batía por las ramas del parque: tocaba el ventanal con puños adornados con anillos de cobre, y en el quieto pasillo, deambulaban los huéspedes en medio de diciembre. Yo deseaba llegar hasta sus nombres y compartir con ellos la luz artificial que recibía del cielo, pero el airado viento se llevó mis señales Y las dejó perdidas sobre el parque.





La mesa fugitiva

La tarde se inclina hacia otra tarde por cada borde roto. Con excesiva inercia me lleva a un restaurante que oscila frente al agua. Fuerza activa, violenta, donde se quema el viento, próximo a los instantes en que respiran, a un lado del camino, las palmeras. Mis pasos solidarios levantan con su impulso las diminutas casas. Una a una, felices, buscan sólido apoyo cuando las roncas garzas regresan del cansancio. El muelle surge de los residuos que nos dejó el verano; revive la pasión que se lava las patas bajo la tempestad. En la sala, el patrón ilumina los vasos con cerveza, seduciendo la luz entre sagaces dedos. Media hora más tarde, es la misma terraza la que rueda hasta el borde preciso de la noche, y amenaza con irse de bruces sobre todas las sillas. Nosotros nos libramos de su hechizo cruzando los cubiertos por el norte del patio. Nos responde un mugido de agua que atraviesa el religioso corazón de la papaya. Contra el fondo educado de la mesa, se proyecta la espinosa armadura del pescado. Otra vez el patrón, en medio del dintel, escruta los caminos por donde se marcharon las veloces pisadas. El minuto es un bípedo, la inquietud sin paredes: la estremece el rencor con alas de papel. No es tarde todavía para saldar las deudas que acuden al poniente.





Entrada en coma

Bajando tres pulgadas hacia la mole intensa del viejo atardecer, el verano presenta sus frutos venerables. La tierna carne de la sedición se quema a fuego lento sobre las barbacoas del maduro poniente y el alma azucarada decide recostarse en la intensa pared, que trepa metro a metro hacia el azul inocuo. Desde la cuadra inerme (que ya invaden, furiosos, los resuellos del tren) hasta el puente al pastel, transcurren tres kilómetros. Por esa gris razón, es preferible correr sobre el pasillo, pagando los saludos al guardia que regula las amargas licencias de la felicidad. Sólo resta un segundo para escuchar, si quieres, el pájaro usurero, ensayando en la antena su obsesivo concierto. Al frente se desplaza la multitud borrega de sobretodo insípido. A las pocas pisadas, el cuadrado edificio nos levanta con dedos de ascensor hasta el séptimo piso. A través del cristal de sinceras ventanas, la noche abusadora muestra su diente de oro. En el seco pasillo, cae sin conciencia agosto.





Ciudad circular

A La hora indecisa, surge el vuelo rasante, y cruzan las paredes, que buscan destacarse contra la tierra ocre en la ardua campiña de enredaderas plásticas. El monte va soltando su violencia de hojas de manera imprevista, en la vasta, insultante, algarabía del cielo. Y nos invita el aire a continuar la altura con toda su fragante plenitud de manzana, a soñar que se cruza, en sólo tres minutos, desde los grandes barrios vocingleros hasta el firme molino de extramuros. Entonces quién pudiera detener en un cuadro el veloz movimiento que confluye en el centro preciso de la plaza con sus hartos leones vigilantes. Porque es frágil la mano en la audaz proyección del artilugio, y la tierra que gira en un minuto entre el pulgar y el índice, en cuanto el polvo azul busca con insistencia su perdido nadir en el prado del cielo. Al terminar la ruta, más allá de la alfombra de trébol y alhucema, persiste ilusionada la fogata de helio que todavía la impulsa.





Circular II

En la mañana número 2, el apogeo del círculo se llena de sentido, de memorias flotantes, en claves inconclusas y en las horas que laten con rumor de durazno. Nadie conoce la consigna exacta que puede franquearnos la puerta diminuta que lleva hacia lo eterno. El perro fluorescente que todavía la guarda nos impide avanzar. En vano se extienden las paredes, tratando de alcanzar el fugaz horizonte. El espacio se cubre de signos redundantes, en que cada pisada engendra su respuesta: calles que se duplican en solares baldíos; altivos caballeros que se quitan las manos y las arrojan lejos, contra los adoquines. En estos van surgiendo las más brillantes letras y cartas venenosas. Aunque no nos sorprenden, pues siempre lo supimos: el sueño de Leonardo engendra las imágenes que van flotando ahora sobre esta cruel ciudad, que abarco entre
mis brazos.





La estación infausta

Yo soy el mismo que perdió su sombra por una simple porción de lentejas. Ahora me siento en los parques a esperar impaciente el rumor dulce de los azulejos. Pero no puedo oírlos: mi alma está cubierta toda de nicotina. En mis noches vacías, me arrastro hora tras horas por las salas macizas; soñolientas alfombras amortiguan el rumor de mis pasos. En silencio me enfrento al cortante silencio: Márgara no me espera. Sé que tarde o temprano debo cruzar el túnel, donde tiembla mi alma cada vez que el rumor de los autos amenaza con tumbar las paredes. A veces, sin buscarlo, vislumbro la ciudad, abierta al otro lado como un sueño de agua. Se puede adivinar la deslumbrante cúpula, girando para siempre junto a los parcos techos de osmio y oropel, y el sempiterno río corriendo hacia el olvido. Hoy ya no sé qué hacer, han borrado mi nombre de la secta, luego que me negué a repetir con ellos el versículo 5 el 7 y el 14. nicamente sé de ese rumor secreto llenando la ciudad y el alma que palpita, al llegar al andén, donde ladran los perros entre latas sedientas de cerveza.





Variaciones en azul

En mi reino perdido, el azulejo dice su obstinación azul. Por milenios, por siglos, por versos decadentes, como en la luz mañana que surgiera, indeciso, del carbono. El trino que aprendía en el amanecer no le servía de nada. Solo el sol transparente de un helecho a otra hoja, en la breve porción de las razones. El azulejo salta desde su rama así, añadiendo en el aire una fiesta de hojas, alegrías y tonadas. Su sombra no permite más que repeticiones, y su canto agorero lo promete: días sin el acicate de la duda; jornadas abadesas de la suplantación.





El trío casero

En el múltiple barrio, Jehová nos convocaba hacia la calle Sexta, donde ya el grueso contrabajo llenaba de sentido la insobornable noche. Borrachos inconformes ocupaban la acera y el vino despertaba pasiones olvidadas en todos los sentidos. Por el presente entraba la insondable guitarra con las cuerdas heridas. Se acercaba temblando al puerto en que flotaban los egregios lanchones cargados de salitre y las hojas de mangle lavadas por la lluvia. Ya los grandes rencores viajaban por los arcos, ofreciendo a las hélices su carta de partida. El whisky, por su parte, apenas si contaba: aguardaba una oferta o la página en blanco que siempre se mostraba junto a la frágil borda. El ronco saxofón, borracho, sinvergüenza, sonsacaba a los panes que surgían de la cesta caliente del exceso.






El juicio del sábado

El soldado camina a su destino por las estribaciones de la perdida iglesia en la calle Segunda. Su padre no lo sabe por estar predispuesto contra el lunes. Aquel responde con desgano a todas las preguntas que le interpone el juez. El soldado, remoto en el insomnio, da vueltas y más vueltas a la misma esperanza. No muy lejos, la gente desayuna con bizcocho de pasas y café capuchino en el cruel restaurante de la esquina. El mes se recubre de pasiones como ruidosos gansos en el cielo de octubre. La campana insolente suelta tres voces rotas y una lluvia metálica empapa la vitrina. Al unísono empiezan los tardos aguacates, huérfanos en la acera, a contar su problema; el arroz se revela en las maduraciones del ardiente solsticio.





Los dátiles nocturnos

La empinada colina de los dátiles fija los 4 puntos que hay al anochecer. Acercarse hasta ella es como entrar a un mundo que se vuelca por completo en tus ojos, o conocer de golpe las bayas del verano. A las 12 en su punto, el jazz nos sorprendía tirando ideas profundas en la pálida esquina. Músicos en asueto desandaban la calle y decían con fervor una canción sin letra por la muchacha herida en el bar de las 9. El dátil, tan ufano, señalaba el camino en la selva de arena. En la calle obsequiosa, la madre, lacrimosa, decía sus confidencias al suéter de la hija. Una vez y otra vez tomaron el camino desde la 28; cada vez que llegaban un brusco guitarrista las miraba con sus confusos lentes. Retornaban de prisa —no tenían más remedio— a la oscura colina. El camarero obtuso se moría ensimismado, y ponía cada peso, incluyendo la cifra de los dátiles, en el lugar preciso donde comienza el mar.





LAS IRAS DEL DRAGÓN

 Todas las actitudes del sol se van cercando: 
lluvia de filamentos en mitad de la esquina 
de negro impermeable.
A la puerta del monte el samurai da saltos
esgrimiendo su ira de bambú:
La sopa de carite lanza destellos sepias 
y violenta se agita
junto a tos caracteres de algas inflamables.
Se ha cerrado la puerta con un golpe de aliento
que el dragón de papel sopló tras el cristal. 
Ahora solo nos resta la alta esquina 
el Chase o terminar de golpe con el verdor
del te, mientras que el jueves ácido 
se derrita en la mesa.





La tranquila escalera nos sube oscuramente hasta el segundo
piso, a la primera puerta que nos sale al encuentro.  Pero el
puño palpita de inocente alegría cuando nos enfrentamos a la
ligera sala.  Muy tranquila, la noche, discurre sin tropiezos,
por la calle borracha de vino de ciruela [...] El cerdo almibarado
protesta en la cocina, cuando Wang Ho lo aquieta en la salsa de 
soya y pantanos de apio.  Por la oculta ventana, se entromete el
cerezo y enfila cien imágenes detrás de los resuellos del amable 
dragón

(«La fiesta de zhow»).






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