miércoles, 31 de julio de 2013

LI-YOUNG LEE [10.306]


Li-Young Lee 

(李立扬, pinyin : Lǐ LIYANG) (nacido el 19 de agosto 1957) Es un poeta americano. Nació en Yakarta, Indonesia, de  padres chinos. Su abuelo materno fue Yuan Shikai, primer presidente republicano de China, que intentó hacerse emperador. El padre de Lee, era médico personal de Mao Zedong, mientras vivió en China, después se trasladó con su familia a Indonesia, donde ayudó a fundar la Universidad de Gamaliel. Su padre fue exiliado y pasó 19 meses en un campo de prisioneros de Indonesia en Macau. En 1959 la familia Lee huyó del país para escapar del sentimiento anti-chino y después de una caminata de cinco años a través de Hong Kong y Japón, que se estableció en los Estados Unidos en 1964. Li-Young Lee asistió a la Universidad de Pittsburgh y a la Universidad de Arizona y la Universidad Estatal de Nueva York en Brockport.

OBRA:

Poesía:

1986: Rose. Rochester: BOA Editions Limited, ISBN 0-918526-53-1
1990: The City In Which I Love You. Rochester: BOA Editions Limited, ISBN 0-918526-83-3
2001: Book of My Nights. Rochester: BOA Editions Limited, ISBN 1-929918-08-9
2008: Behind My Eyes. New York: WW Norton & Co., ISBN 0-393-33481-3

Memorias: 

The Wingéd Seed: A Remembrance. (hardcover) New York: Simon & Schuster, 1995. ASIN: B000NGRB2G (paperback) St. Paul: Ruminator, 1999. ISBN 1-886913-28-5





Poemas de Li-young Lee
Introducción, selección, traducción y notas: Wilfredo Carrizales


Introducción

Li-young Lee

Li-young Lee nació en Djakarta, Indonesia, en 1957. Sus padres eran exilados políticos chinos. Ellos procedían de poderosas familias: el bisabuelo de Li-young Lee fue el primer presidente de la República de China y su padre había sido el médico personal de Mao Zedong (Mao Tse-tung). Fue arrestado por las autoridades indonesias y pasó un año en la cárcel. Después de su liberación, abandonó el país con su familia y luego de permanecer en Hong Kong, Macao y Japón, arribó a los Estados Unidos en 1964.

Aunque su padre le leía poesía con frecuencia durante su niñez, Li-young Lee no comenzó a escribir seriamente poemas hasta que fue un estudiante en la Universidad de Pittsburgh.

Influenciado por los poetas chinos Li Bai y Du Fu, la poesía de Li-young Lee se caracteriza por el uso del silencio y un cercano misticismo, el cual colma su vida y memoria mientras crea y forma el yo desde las palabras. Aunque se le describe supremamente como un poeta lírico, él con asiduidad emplea la narrativa y la experiencia personal o recuerdos para acometer sus investigaciones de lo universal. En una entrevista afirmó: “...todo es una manera del Cosmos o Dios. Siento que parece que hay algo más grande que yo, que yo no puedo posiblemente desentrañar, pero estoy encajado dentro de él”.

Su colección de poemas titulada Rose, de 1986, ganó el Delmore Schwartz Memorial Poetry Award de la Universidad de Nueva York. Su siguiente colección, The City in which I Love You (1990) también obtuvo una alta premiación, incluida la Lamont Poetry Selection —ahora conocida como Laughlin Award—, la cual le fue otorgada al poeta por su segundo libro publicado. The City in which I Love You constituye una remembranza de la infancia de Li-young Lee y la relación con su padre.

En los poemas de Li-young Lee se nota la influencia de John Keats, Rainer Maria Rilke, y acaso, Theodore Roethke y William Carlos Williams, de una parte, y T. S. Eliot, de la otra.

A través de un lenguaje lírico, Li-young Lee nos conduce por su experiencia en Indonesia hasta arribar a Pensilvania. Rememora incidentes de cuando era niño y abunda en sueños, mitos, sermones de su padre y recuerdos cotidianos.

En su tercer poemario, Book of My Nights, de 2001, vuelve a retornar a su niñez y a los hechos de su familia, a los cuales transfigura valiéndose de la introspección. Este libro obtuvo el premio William Carlos Williams.

En su ulterior libro, Behind My Eyes, Li-young Lee trató de ser más claro que en el libro anterior y deseó ser más hondo y más simple. En Behind My Eyes las fronteras siempre se expanden y uno puede sentir una agradable composición de palabras. Su voz es punzante y potente, llena de compasión y anhelo. Algunos de sus más profundos poemas pueden ser hallados en este libro. Vastos espacios están abiertos entre los poemas acerca de los padres, la comida, la guerra y la inmigración.

Li-young Lee dice que él se considera un “descendiente de Dios”. Cuando alguien le preguntó en una entrevista sobre grietas o defectos en sus poemas, Li-young Lee contestó: “Hay grandes poemas que tienen hendiduras. Hay fallas de percepción, faltas de entendimiento, pero esas fisuras llegan a ser una parte de la integridad del poema. Así aún siento que esos poemas son descendientes de Dios. Pero si un poema todavía no es suficientemente bueno para ser un poema, no pienso que él desciende de Dios: si no hay ‘yo’, no hay Dios. El ‘yo’ que habla acerca de mí no es suficiente”.


Caquis

(De Rose, 1986)

En sexto grado la señora Walker
me dio un palmetazo en la nuca
y me hizo parar en el rincón
por no saber la diferencia
entre “persimmon”1 y “precision”.2

Cómo escoger
caquis. Esto es precisión.3
Maduros son suaves y pardimoteados.
Oler los puntos más bajos.4 El dulce
será fragante. Cómo comerlo:
disponer el cuchillo, desplegar un periódico.
Mondar la piel delicadamente, sin rasgar la carne.
Mascar la piel, chuparla,
y tragar. Entonces, comer
la carne de la fruta,
tan dulce,
toda ella, al fondo.

Donna se desviste, su estómago es blanco.
En el patio, fresco y estremecedor
con grillos, nos tendemos desnudos,
frente a frente, boca abajo.
Le enseño chino.
Los grillos: “cri, cri”.5 El rocío: lo he olvidado.
Desnudos: lo he olvidado.
Ni, wo:6 tú y yo.
Separo sus piernas,
recuerdo decirle
que es hermosa como la luna.

Otras palabras
que me hacían molestar eran
“fight” y “fright”,7 “wren” y “yarn”.8
Luchar era lo que yo hacía cuando estaba atemorizado,
temor era lo que sentía cuando estaba luchando.
Los abadejos son pequeños, pájaros ordinarios;
el hilo es lo que uno teje con palillos.
Los abadejos son suaves como el hilado.
Mi madre hacía pájaros de hilo.
Me gustaba mirarla entrelazar el tejido;
un pájaro, un conejo, un hombrecito.

La señora Walker trajo un caqui a clase
y lo cortó
así todos pudieron saborearlo
una “manzana china”. Sabiendo
que no estaba maduro o dulce, no comí
pero observé los otros rostros.

Mi madre decía que cada caqui tenía un sol
adentro, algo dorado, fulgurante,
ardiente como mi rostro.

Una vez, en el sótano, encontré dos envueltos en periódicos,
olvidados y no maduros todavía.
Los tomé y los coloqué sobre el antepecho de la ventana de mi cuarto,
donde cada mañana un cardenal
cantaba, “El sol, el sol”.

Finalmente entendí
que él estaba quedando ciego,
mi padre se sentaba toda la noche
aguardando por una canción, un fantasma.
Le di los caquis,
hinchados, pesados como tristeza,
y dulces como el amor.

Ese año, en la turbia iluminación
del sótano de mis padres, escudriñé, buscando
algo que había perdido.
Mi padre sentado sobre los fatigados escalones de madera,
el negro bastón entre sus rodillas,
una mano sobre la otra, asiendo el puño del bastón.
Estaba tan feliz de que yo hubiese venido a casa.
Le pregunté cómo estaban sus ojos, una estúpida interrogación.
“Se han ido”, respondió.

Bajo algunas mantas, encontré una caja.
Dentro de la caja hallé tres rollos de pintura.
Me senté al lado de mi padre y desaté
las tres pinturas para él:
hojas de hibisco y una flor blanca.
Dos gatos acicalándose.
Dos caquis, tan llenos que deseaban caerse de la tela.

Él alzó ambas manos para tocar la tela,
Preguntó, “¿Qué es esto?”

“Esto son caquis, padre”.

“Oh, la sensación de la cola de lobo9 sobre la seda,
la fuerza, la tensa
precisión en la muñeca.
Los pinté cientos de veces
con los ojos cerrados. Esos que pinté ciego.
Algunas cosas nunca abandonan a una persona:
el perfume del cabello de alguien que amaste,
la textura de los caquis,
en la palma de tu mano, el maduro peso”.

Notas

Caqui. En chino se llaman shizi.
Precisión.
Juego de palabras entre persimmons y precision.
En el original: “sniff the bottoms”. Bottoms también significa trasero, nalgas. La base del caqui tiene una hendedura.
La onomatopeya del chirrido del grillo en chino se expresa así: “chiu, chiu”.
Tú, yo, en chino mandarín.
“Lucha”, “temor”.
“Abadejo”, “hilo”.
Los pelos de la cola del lobo se usan para hacer finos pinceles para pintar y para la caligrafía



Un himno a la infancia

(De Detrás de mis ojos)

¿Infancia? ¿Cuál infancia?
¿La que no perdura?
¿La en la cual aprendiste a tener miedo
del pozo con bordes en el patio trasero
y en la escalera en el ático?

¿La dirigida por hombres armados
en uniformes inadecuados
vagando por las calles y callejones,
mientras los altoparlantes declaraban una nueva era,
y alrededor de la casa donde creciste,
los cuartos más alejados aparte, con más y más
personas desaparecidas?

Las fotografías cuchicheando entre ellas
desde sus marcos en el vestíbulo.
Las ollas de cocinar decían tu nombre
cada vez que ibas a la cocina.

Y tú pretendías estar muerto con tu hermana
en juegos de rescate y abandono.
Aprendiste a estar quieto por largo tiempo
el mundo parecía un juego visto desde la apagada
seguridad de un ala. ¡Mira! Al
galope los sirvientes gritan, los soldados disparan,
se llevan los enseres,
destrozan a la China de tu madre.

No duermas.
Cada acto se abre con tu madre
leyendo una carta que la hace llorar.
Cada acto se cierra con tu padre caído
en las manos del Faraón.

¿Cuál niñez? ¿La que nunca termina? Oh, tú
aún un niño, y lento creces.
Aún le hablas a Dios y piensas que la nieve
cayendo es el sonido de Dios escuchando,
y el invierno es la casa de alto techo
donde Dios mide con un ojo
una ola oceánica en octavas y minutos,
y cuenta con muchos dedos
todas las maneras de que un niño aprenda a decir “Yo”.

¿Cuál infancia?
¿La de la cual nunca escaparás? Tú,
tan lento para conocer
lo que sabes y no sabes.
Aún pensando que escuchas bajas canciones
en el viento en el alero,
historias en tu respiración,
pena en la escuchada paloma al anochecer,
y plenitud en el pájaro no visto
tañendo1 en la mañana. Aún lento para decir
la memoria de la imaginación, cielo
de aquí y ahora,
infierno de aquí y ahora,
muerte desde la infancia, y ambas
desde el sueño.

Nota

En inglés se usa el verbo to toll, que tiene varios significados: tañer (las campanas), sonar (la hora), tocar (el claxon), doblar a muerto (las campanas). Cuando traduzco tañendo, debe entenderse que es “tañendo las campanas por los muertos”.


Levántate, húndete

No eran los brillantes dobladillos de las camisas del Señor
que cepillaban mi cara y abrían mis ojos
para ver desde una hendidura en la roca su trasero;
era una avispa posada sobre mi mejilla izquierda. Mantenía
mis ojos cerrados y parado perfectamente quieto
en el jardín hasta que me dejaba solo,

no para contemplar cómo este siglo
finalizaba y el próximo comenzaba con nadie
que yo conociera habiendo visto a Dios, sino para admirarme

porqué pasé la mayor parte de los días ileso, aunque
vivía en un tiempo cuando podía ser de otra manera,
y crecía más huérfano cada día.

Por años ahora había logrado conclusiones
sin la ayuda de mi padre, descubriendo
por mi cuenta lo que sabía, lo que no sabía,

y viendo cómo uno cancelaba al otro.
He llegado a ser un escolar de cancelaciones.
Aquí, parado entre las rosas de mi padre

y veo eso que pincha excediendo en número a lo que
consuela, lo cruel y lo tierno nunca
harán la paz, aunque uno trepe, aunque uno descienda

pétalo a pétalo al escondido terreno
que nadie posee. Veo eso que es
arrebatado por la violencia o la persuasión.

La rosa anuncia sobre la tierra el reino
de la gravedad. Un pájaro la cancela.
Mis párpados cancelan al pájaro. Todo

puede cancelar mis ojos: la distancia, el tiempo, la guerra.
Mi padre decía: “Nunca separes tus ojos
del mundo”, antes de que él te sacuda.

Toda la noche aguardábamos el golpe
que lo habría señalizado, “Todo claro, ven ahora”;
habría significado escapar; nunca venir.

“Yo no hice al mundo que te dejé”,
decía, y entonces, siendo pobre, él me dejó
solo este mundo, en que existe siempre

una familia aguardando con terror
antes de que ellos estuvieran rendidos, este mundo en que un hombre
pueda levantarse, hundirse, y andar un camino

y detenerse y curvarse ante las rosas, rosas
que su padre levantó, y admirarlas, por un momento
incapaz, agradecer a Dios, ver en cada
flor el mundo cancelándose a sí mismo.



Temprano en la mañana

Mientras los largos granos se están ablandando
en el agua, glugluteando
sobre una baja llama de la estufa, antes
que los salteados vegetales de invierno estén troceados1
para el desayuno, ante los pájaros,
mi madre se pasa un peine de marfil
por su cabello, pesado,
y negro como la tinta2 del calígrafo.

Ella se sienta al pie de la cama.
Mi padre la observa, escucha
la música del peine
contra el cabello.

Mi madre lo desenreda,3
hala su cabello atrás
lo aprieta, lo enrolla
alrededor de dos dedos, lo sujeta
en un moño en su nuca.
Por medio siglo ella ha hecho esto.
A mi padre le gusta verlo así.
Él dice que está cuidado.

Pero yo sé
que es debido a la manera
en que el cabello de mi madre cae
cuando él lo desciñe.
Fácilmente, como las cortinas
cuando ellos las desatan al anochecer.

Notas

“Saltear los alimentos” es uno de los procedimientos tradicionales de la cocina china. Los alimentos deben picarse previamente en trocitos para que así sea muy fácil llevarlos a la boca con los palillos de comer y además para se cuezan rápida y parejamente.
La tinta china se presenta originalmente en barritas que luego se disuelven frotándolas sobre una piedra especial mojada a propósito.
El poeta usa el verbo “comb” que también significa “peine”.


Mi índigo

Es tarde. He venido
a encontrar la flor que brota
como un santo muriendo al revés.
La rosa no lo haría, no el lirio.
He venido para encontrar la triste, la tímida,
cabizbaja, grave, aislada.
Ahora, oscuras reunidas en la hierba,
y estoy sobre mis manos y rodillas.
¿Cuál es su nombre?

Pequeña hermana,1 mi índigo,
mi secreto, vaginal y dulce,
tú desplegada por ti misma impúdicamente
hacia el terreno. Tú quemas. Vives
un instante en dos mundos
al mismo tiempo.

Nota

Es una costumbre china el que los hombres llamen a sus esposas, novias o amantes (por lo general más jóvenes que los hombres), “pequeña hermana”.



La ciudad en la que te amo

Y cuando, en la ciudad en la que te amo,
aun mi más excelente canción quedó sin responder,
y ascendí por las sórdidas calles,
el largo clamor de las avenidas,
y el túnel sumido en la noche en busca de ti.

Que desconté la bruma, la bituminosa
lluvia lloviendo como dientes dentro de la lata del mendigo,
o dos hombres vapuleando a un tercero en algún callejón
extrañamente alumbrado por un cubil sobre el fuego, yo
arrastré mi extinción en busca de ti.

Más allá de los patios vigilados de la escuela, las alojadas iglesias,
sinagogas con svásticas,
defendidas casas de adoración, más allá
de ventanas empapeladas1 de habitaciones de alquiler, a lo largo de la violada,
la procesada ciudadanía, en toda esta
narrada, sostenida, embasurada, patrullada2 
ciudad llamo a la casa, en la que soy un huésped...

una magulladura, azul
en el músculo, tú
me golpeaste
Como hueso abraza el dolorido hogar, tan
angustiado de amarte, tu cuerpo

la forma del retorno, tu pelo un torso
de luz, tu calor
que debo tener, cada momento
de aquel fruto de aletas cartilaginosas,
invertida fuente en la cual no me veo.

Mi lengua recuerda tu herido sabor.
La vena en mi cuello
te adora. Una espada
se alza entre mis caderas,
mi oculto vellocino emite su fragancia de aceite humano.

Las sombras bajo mis brazos,
prometo, que sean tiernas, las sombras
bajo mi cara. No supongas,
pero ven, suave, otra, ruda hermana.
¿Aún, cómo me conocerás

entre los cautivos, mi pelo alargado,
mi sangre moteada, mis vías conculcadas?
En el tumulto, la confusión
de acentos e inflexiones
¿cómo me oirás cuando abra mi boca?

Búscame, uno del opaco pueblo
bajo fisurados edificios, fracturados
artificios. Di mis varios
nombres por encima de la multitud,
yo te seguiré.
Confórmame a tu belleza.

Hacíname en el incontable fuego,
bríndame la hoja de hierro, pero tiernamente.
Dóblala cien veces y
pliégala, yo no me agrietaré.
Bátela hasta la excelencia, yo te lograré.

Pero en la ciudad
en la cual yo te amo,
nadie viene, nadie
me encuentra en los ladrillos hendidos;
en la partida oscuridad,

no hay dedos que me toquen secretamente, ni boca
que saboree mi perfecta sal,
nadie despierta la miel en las células,3 encuentra al zumbador
en las costillas, el rico negocio en los huecos;
con los casquillos trabados, continúo agobiado, trasladado

por el agotamiento y el apetito del tiempo, mi sueño abandonado
y en las estaciones de bus y los pórticos del frente de las tiendas,
mi insomnio erecto bajo un cielo sombreado por alambrados, ramas
y negros vuelos de lluvia. Lujurioso cuerpo de viento

me apretuja en los pasadizos, puertas golpeteando con estrépito
como cañones estallando, un cañón estalla, un plato de pastel se retuerce
más allá, zumbando su tenue trémolo,
una bolsa plástica, gorda de viento, corre a gran velocidad y abofetea
a una encadenada cerca, enrollándola como piel aferrada.

En los lugares excavados,
esperaba por ti, y no gritaba.
En los cuartos abandonados, mi cuerpo te necesitaba,
y había tal vuelo en mi pecho.
Durante los asaltos diarios, te llamaba,

y mi voz te perseguía,
aun en dirección contraria
a aquella otra ciudad
en la cual vi a una mujer
acuclillada en la calle

al lado de un cuerpo,
y un abanico con un pañuelo volando desde su cara.
Esa mujer
no era yo. Y
el cadáver

echado allí, echado allí
tan quieto parecía con gran esfuerzo, como si
todo su ser estuviera concentrado sobre el agujero
en su frente, tan quieto
que yo esperaba que pudiera sentarse en cualquier minuto y reírse ruidosamente:

aquel hombre no era yo;
su herida era suya, su muerte no era mía,
y el soldado
quien había disparado el tiro, entonces encendió un cigarrillo:
él no era yo.

Y a los que yo no veía
en las ciudades por todo el mundo,
los sentados, parados, echados, aquellos
en prisiones jugando ajedrez con sus dientes fuera de combate:
ellos no eran yo. Algunos de ellos eran

de mi edad, aun de mi peso y talla;
ninguno de ellos era yo.
La mujer que estaba abofeteada, el hombre que estaba coceado,
Los que no sobrevivieron,
cuyos nombres yo no sabía,

ellos no eran yo para siempre,
los que no vivieron más tiempo
en las ciudades en las cuales
tú no estabas,
las ciudades en las cuales te buscaba.

La lluvia se detuvo, la luna
en sus respiros apareció arriba;
el único sonido ahora era un lejano aleteo.
Sobre el Banco Nacional, la bandera de alguna república u otros
galopes parecían agua sobre fuego desgarrada por sí misma.

Si yo sentía la noche
mover las revelaciones o crescendos,
era solamente porque estaba muerto de hambre
por el significado; la noche
simplemente se disolvió.

Y tu otredad era perfecta como mi muerte.
Tu otredad me agotaba,
como si buscara repentinamente desde aquí
a las imposibles estrellas desvaneciéndose.
Todo estaba penalizado por tu ausencia.
¿Era la plegaria, entonces, la propia actitud
para la mente que se alarga para ser libremente abierta,
pero que se engancha sobre la barba
llamada mundo, que
es dolor de diente, el actual? ¿Qué plegaria

construiría yo? ¿Y a quién?
¿Dónde estás tú
en las ciudades en las que te amo,
las ciudades que diariamente se levantan para trabajar y hacer dinero,
a las magníficas millas y las costas de oro?

La mañana llega a esta ciudad vacía de ti.
Páginas y ventanas arden, y tú no estás allí.
Alguien limpia su porción de acera,
despierta al borracho, se hunde como un lavadero,
y tú te has ido.

Tú no estás en el viento
que alguien nota en los márgenes de un libro.
Tú has escapado de los pequeños fuegos en abandonados lotes
donde las figuras humanas se apiñan,
cada cual aspirando a su propio fantasma.

Entre paredes de ladrillos, en un espacio no más ancho que mi cara,
el deshojado joven árbol erguido en el lodo.
En sus ramas, un nido de rudas bocas
bostezando y piando, flacuchos fuegos que deben comer.
Mi hambre de ti no es menos que la de ellos.

En las puertas de la ciudad en la que te amo,
el mar transporta al sol sobre su espalda,
golpea la tierra, la cual lo reprende.
Qué ardor en su deslizante peso,
una fricción sin flama sobre las rocas.

Como el mar, yo estoy recomendado por mi orfandad.
Ruidoso con telegramas no recibidos,
pendenciero con alias,
intrincado con descaminados viajes,
por mis expulsiones he venido a amarte.

Directo desde la ira de mi padre,
y largo desde el útero de mi madre,
tarde en este siglo y en un miércoles de mañana;
soportando la marca de nuestra propia experiencia
ni del cielo ni del infierno,

mi lugar natal desvanecido, mi ciudadanía merecida,
en unión con las piedras de la tierra, yo
entro, sin retirada o ayuda de la historia,
los días del no día, mi tierra
de no tierra, reingreso

a la ciudad en la que te amo.
Y nunca creí que la multitud
de sueños y muchas palabras fueran vanas.

Notas

Ventanas empapeladas con periódicos.
Patrullada por vehículos policiales.
La palabra “cell” significa tanto célula como celda o celdilla del panal de las abejas.


Comiendo solo

He extraído las últimas cebollas jóvenes del año.
El jardín está desnudo ahora. El terreno está frío,
pardo y viejo. Lo que queda de las flamas del día
en los arces en el rincón de mi
ojo. Me vuelvo, un cardenal se desvanece.
Por la puerta del sótano, lavo las cebollas,
entonces bebo de la helada espita de metal.

Una vez, años atrás, caminaba al lado de mi padre
entre las peras caídas del árbol. No recuerdo
nuestras palabras. Podíamos haber paseado en silencio. Pero
todavía le veía combado con su mano izquierda apuntalando
sobre la rodilla, rechinando al alzarla y sostuvo
frente a mis ojos una pera podrida. En ella, un avispón
giró alocadamente, barnizando en el lento, resplandeciente jugo.

Era mi padre al que vi esa mañana
undulando hacia mí desde los árboles. Casi
le llamé, hasta que me le acerqué lo suficiente
para ver la pala, reclinada donde yo la había
dejado, en la oscilante, profunda verde sombra.

El blanco arroz exhalando vapor, casi hecho. Dulces verdes guisantes
fritos con cebollas. Camarones salteados con aceite
de sésamo y ajos. Y mi propia soledad.
Qué más podía yo, un hombre joven desear.



Comiendo en conjunto

En el vaporario está la trucha
sazonada con argentado jengibre,
dos vástagos de verde cebolla, y aceite de sésamo.
Comeríamos con arroz para el almuerzo,
los hermanos, la hermana, mi madre quien
probaría la más dulce carne de la cabeza,1 
cogiéndola entre sus dedos
diestramente, la manera que mi padre usó
semanas ha. Entonces se tendió
a dormir como un camino cubierto de nieve
soplando a través de los pinos más viejos que él,
sin ningún viajero, y solo para nadie.

Nota

Cabeza de la trucha.




Esta hora y lo que está muerto

Anoche mi hermano, con pesadas botas, estuvo caminando
sobre mi cabeza a través de los desnudos cuartos,
abriendo y cerrando puertas.
¿Qué podría estar buscando en una casa vacía?
¿Qué podría posiblemente necesitar allí en el cielo?
¿Recordaría su tierra, su lugar natal colocando antorchas?
Su amor por mí me hacía sentir como agua derramada
retornando a su vasija.

En esta hora, lo que está muerto está inquieto
y lo que está vivo está ardiendo.
Alguien le dirá que debería dormir ahora.

Mi padre mantiene una luz sobre nuestra cama
y dinero menudo para nuestro viaje.
Él remienda diez agujeros en las rodillas
de sus cinco pares de pantalones de muchacho.
Su amor por mí es como su costura:
varios colores y demasiados hilos,
las puntadas desiguales. Pero la aguja horada
limpia a través con cada lance de su mano.

En esta hora, lo que está muerto está preocupado
y lo que está vivo está fugitivo.

Alguien le dirá que debería dormir ahora.



Desde las flores

Desde las flores viene
esta parda bolsa de papel de melocotones
la compramos desde la alegría
en la curva en el camino donde derivamos hacia
los signos pintados: Melocotones.

Desde las cargadas ramas del árbol, desde las manos,
desde el dulce compañerismo en los cajones,
vino el néctar a la orilla del camino, suculentos
melocotones devoramos, polvorienta piel y todo,
vino el familiar polvo del verano, el polvo que comimos.

Oh, tomar lo que nosotros amamos adentro,
llevar con nosotros un huerto, comer
no solo la piel, sino la sombra,
no solo el azúcar, sino los días, tomar
la fruta en nuestras manos, adorarla, entonces morder
el redondo júbilo del melocotón.

Hay días en que vivimos
como si la muerte estuviera en ninguna parte
en el trasfondo; de la alegría
a la alegría a la alegría, de ala a ala,
de flor a flor a la
imposible flor, a la dulce imposible flor.


Visiones e interpretaciones

Porque este cementerio es una colina,
debo trepar para ver a mis muertos,
me detengo una vez a mitad de camino a descansar
al lado de este árbol.

Estaba aquí, entre la anticipación
del agotamiento, y el agotamiento,
entre valle y pico,
mi padre vino a mí

y nosotros subimos tomados del brazo al tope.
Él acunaba el ramo que yo había comprado,
y yo, un buen hijo, nunca mencioné su tumba,
erecta cual una puerta detrás de él.

Y él estaba aquí, un día de verano, me senté
a leer un viejo libro. Cuando miré hacia arriba
desde la página culminante, vi una visión
de un mundo cercano a venir y un mundo cercano a irse.
Verdad es, no había visto a mi padre
desde que murió, y, no, el muerto
no caminaba tomado del brazo conmigo.

Si les llevé flores a ellos, lo hice sin su ayuda,
las flores no siempre brillantes, parecidas a antorchas,
pero frecuentemente pesadas como periódico empapado.

Verdad es, vine aquí con mi hijo un día,
y descansamos apoyados en este árbol,
y yo caí dormido y soñé.

Un sueño que, por mi muchacho que me despertó, conté.
Ninguno de nosotros entendió.
Entonces nos marchamos.

Aun esto no es exacto.
Permítanme comenzar de nuevo.

Entre dos aflicciones, un árbol.
Entre mis manos, blancos crisantemos, amarillos
crisantemos.

El viejo libro finalicé de leerlo
desde que lo había leído una y otra vez.

Y lo que estaba lejos creció cerca,
y lo que estaba cerca creció más querido,

y todas mis visiones e interpretaciones
dependían de lo que yo veía,

y entre mis ojos estaba siempre
la lluvia, la migrante lluvia.


*

Versión del inglés por Silvia Wend

EL PUENTE

(THE BRIDGE)

Las estrellas reportan una vasta consecuencia
a la que se une nuestro momento humano.

O es acaso toda la oscuridad
a su alrededor hablando?

Y si alguien que escuchara por años
una noche oye Hogar,

qué ha de hacer con el cuento
que sus huesos le tararean
sobre el polvo? 

Que vaya en busca del escondite
del rocío, donde nacen las horas.

Que descubra el corazón de quien
late detrás de las hojas que caen.

Y en cuanto a aquel que oye Recuerda,

bueno, yo empecé a cantar
las palabras que mi padre cantaba
cuando se arrodillaba a enseñarme
cómo amarrar mis zapatos:

Cruzando por encima, cruzando por debajo, pequeño pájaro,
construye tu puente antes del anochecer.

(de Libro de mis noches, 2001)



TRENZANDO

(BRAIDING)

I

Los dos sentados en nuestra cama, tú 
entre mis piernas, de espaldas a mí, tu cabeza
ligeramente inclinada, para que yo pueda cepillar y trenzar
tu cabello. Mi padre
hacía esto para mi madre,
igual que yo lo hago para ti. Una mano
sostiene el borde de tu pelo, la otra
le trabaja al cepillo. Ambas manos trepan
mientras los deslizares crecen
más largos, hasta que uso no sólo las muñecas,
sino los brazos, luego los hombros, mi cuerpo entero
hamacándose al ritmo de un remero, al tiempo parejo
de un amante, mientras se deshacen los enredos,
y cepillo y mano desnuda recorren el espeso
largo fluído de tu cabellera, cuyo aroma invernal
allega, un tenue, humano almizcle.


II

Anoche el cuarto estaba tan frío
que soñé que estábamos en Pittsburg otra vez, donde el invierno
persistía y nosotros nos dormíamos en el último asiento
del Negley 71, oscuras mañanas yendo a trabajar.
Cómo desearía que no hubiéramos odiado esos años
mientras los vivíamos.
Aquellos fueron días de libros,
días de silencios apilados a lo alto
como el cielorraso de ese gran salón sombrío
donde estudiábamos. Recuerdo
las gruesas mesas de roble, qué frías
se sentían contra mi cara
cuando recostaba la cabeza y me dormía.


III

Qué largo te ha crecido el pelo.
Gradualmente, diciembre.


IV

Vendrá un día 
y uno de nosotros tendrá que imaginarse esto: tú,
después del baño, de piernas cruzadas sobre la cama, soñolienta, paciente,
mientras yo te trenzo el pelo.


V

Aquí, lo que se hace, estas trenzas, se deshace 
en el tiempo, y debe ser hecho
otra vez, dentro y en contra
del tiempo. Así yo trenzo
tu cabellera cada día.
Mis dedos recogen, miden cabello,
enganchan, estiran y tuercen cabello y cabello.
Hábiles, rápidos, tejen,
entrelazan, articulan guedeja y guedeja, para hacer
y hacer estas trenzas, que apuntan
en la dirección de mi ir, de todo nuestro continuo ir.
Y aunque lo que se hace no permanece,
mi hacer es fiel, y, además, hay un hacer
del cual este hacer-en-el-tiempo es sólo una parte,
un hacer que permanece
más allá de las manos que se alzan en el peinar,
las manos que caen en el trenzar,
rastreando cabello en cada etapa de su destrenzarse.


VI

Amor, cómo se acumulan las horas. Incontables.
Los árboles crecen altos, alguna gente se va
y disminuye para siempre.
Los húmedos días de hojalata se deslizan sin aviso
y cruzamos sobre un año y un año.

(de Rosa, 1986)



Pequeño Padre

Enterré a mi padre
en el cielo.
Desde entonces, los pájaros
lo limpian y peinan cada mañana
y lo tapan con las sábanas hasta arriba
cada noche.

Enterré a mi padre bajo tierra.
Desde entonces, mis escaleras
sólo van hacia abajo
y toda la tierra se convirtió en una casa
cuyos cuartos son las horas, cuyas puertas
permanecen abiertas a la tarde, recibiendo
a un invitado tras otro.
A veces veo detrás de ellos
las mesas dispuestas para un casamiento.

Enterré a mi padre en mi corazón.
Ahora crece dentro mío mi extraño hijo,
mi pequeña raíz que no bebe leche,
pequeño y pálido pie hundido en la noche,
pequeño reloj que sale recién mojado
del fuego, pequeña uva, padre del futuro
vino, un hijo fruto de su propio hijo,
pequeño padre que rescato con mi vida.



Little Father

I buried my father
in the sky.
Since then, the birds
clean and comb him every morning  
and pull the blanket up to his chin  
every night.

I buried my father underground.  
Since then, my ladders
only climb down,
and all the earth has become a house  
whose rooms are the hours, whose doors  
stand open at evening, receiving  
guest after guest.
Sometimes I see past them
to the tables spread for a wedding feast.

I buried my father in my heart.
Now he grows in me, my strange son,  
my little root who won’t drink milk,  
little pale foot sunk in unheard-of night,  
little clock spring newly wet
in the fire, little grape, parent to the future  
wine, a son the fruit of his own son,  
little father I ransom with my life.



A Hymn to Childhood

Childhood? Which childhood?
The one that didn’t last?
The one in which you learned to be afraid
of the boarded-up well in the backyard
and the ladder in the attic?

The one presided over by armed men
in ill-fitting uniforms
strolling the streets and alleys,
while loudspeakers declared a new era,
and the house around you grew bigger,
the rooms farther apart, with more and more
people missing?

The photographs whispered to each other
from their frames in the hallway.
The cooking pots said your name
each time you walked past the kitchen.

And you pretended to be dead with your sister
in games of rescue and abandonment.
You learned to lie still so long
the world seemed a play you viewed from the muffled
safety of a wing. Look! In
run the servants screaming, the soldiers shouting,
turning over the furniture,
smashing your mother’s china.

Don’t fall asleep.
Each act opens with your mother
reading a letter that makes her weep.
Each act closes with your father fallen
into the hands of Pharaoh.

Which childhood? The one that never ends? O you,
still a child, and slow to grow.
Still talking to God and thinking the snow
falling is the sound of God listening,
and winter is the high-ceilinged house
where God measures with one eye
an ocean wave in octaves and minutes,
and counts on many fingers
all the ways a child learns to say Me.

Which childhood?
The one from which you’ll never escape? You,
so slow to know
what you know and don’t know.
Still thinking you hear low song
in the wind in the eaves,
story in your breathing,
grief in the heard dove at evening,
and plentitude in the unseen bird
tolling at morning. Still slow to tell
memory from imagination, heaven   
from here and now,
hell from here and now,
death from childhood, and both of them
from dreaming.


Arise, Go Down

It wasn’t the bright hems of the Lord’s skirts   
that brushed my face and I opened my eyes   
to see from a cleft in rock His backside;

it’s a wasp perched on my left cheek. I keep   
my eyes closed and stand perfectly still   
in the garden till it leaves me alone,

not to contemplate how this century   
ends and the next begins with no one
I know having seen God, but to wonder

why I get through most days unscathed, though I   
live in a time when it might be otherwise,   
and I grow more fatherless each day.

For years now I have come to conclusions   
without my father’s help, discovering
on my own what I know, what I don’t know,

and seeing how one cancels the other.
I've become a scholar of cancellations.   
Here, I stand among my father’s roses

and see that what punctures outnumbers what
consoles, the cruel and the tender never
make peace, though one climbs, though one descends

petal by petal to the hidden ground   
no one owns. I see that which is taken   
away by violence or persuasion.

The rose announces on earth the kingdom   
of gravity. A bird cancels it.   
My eyelids cancel the bird. Anything

might cancel my eyes: distance, time, war.   
My father said, Never take your both eyes   
off of the world, before he rocked me.

All night we waited for the knock
that would have signalled, All clear, come now;   
it would have meant escape; it never came.

I didn’t make the world I leave you with,   
he said, and then, being poor, he left me   
only this world, in which there is always

a family waiting in terror
before they’re rended, this world wherein a man   
might arise, go down, and walk along a path

and pause and bow to roses, roses
his father raised, and admire them, for one moment   
unable, thank God, to see in each and
every flower the world cancelling itself.










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