DANIEL IZQUIERDO CLAVERO
(Barcelona, 1975)
Licenciado en Psicopedagogía y Diplomado en Magisterio en la especialidad de educación primaria, y ha iniciado también el doctorado de Pedagogía, obteniendo recien-temente el Diploma de Estudios Avanzados (DEA), con un trabajo sobre la pensable intersección poético-pedagógica, en las tramoyas del diálogo platónico del Ión.
Es miembro del grupo poético literario Nadir-Bcn, trabaja como enseñante –la palabra maestro se le antoja hiperbólicamente confuciana; y piensa que la palabra profesor tendría que nacer cien mil veces para empezar a merecerla- en un colegio, toda vez que quema las horas idolatrando a los autores (demasiados) de su iconografía personal: Courtosie, García Montero, Vicente Gallego, Vicente Núñez, Gorostiza, Pessoa, Rilke, Roque Dalton, Auden, Celan, Juarroz, Porchia, Cernuda, Antonio Machado...
Ha publicado los libros:
“El alféizar del tiempo” (Biblioteca Cuarto Creciente, 2005, 2007).
"Las cicatrices invisibles" (Los libros del gato negro, 2016).
"Solo cuando se está vacío podemos mirar el mundo. Solo, cuando está vacío, el mundo sabe mirarnos "
(Daniel Izquierdo Clavero. Poeta)
Cuando lloras
Cuando lloras, le añades dimensión al infinito.
Publico emocionado
Cuando lloras, la noche paraliza los latidos del miedo
y una sola lágrima expande los contornos
de los besos unánimes
en la nuca jíbara de la eternidad.
Cuando lloras, la muerte es un morreo
por correspondencia, una sonrisa breve
al salir del aplauso; una sombra blanca,
inolvidable y cierta en la retina sobria
de Charles Foster Kane.
Cuando lloras,
recuerdo el nombre exacto de las cosas
y las cosas no existen
más allá de la palabra ingrávida
que al callar las nombra. Más allá
de su piel con ojeras al salir del teatro
o acaso de la vida.
Cuando lloras,
eres lo que fuiste en ese lagrimal
que da entidad al mundo. Y desalas los mares
y te desalas. Cuando lloras.
“El alféizar del tiempo” (Biblioteca Cuarto Creciente, 2005, 2007).
I. HISTORIA QUE NO SABE QUE FUE HISTORIA
Tu ausencia hace llover encima mío
el espacio que queda entre la lluvia.
Roberto Juarroz
REGRESÁBAMOS A CASA en un viejo tren de cercanías.
Tú llevabas la carpeta roja de la universidad.
Yo, por aquél entonces, la ley de los espacios en blanco de
Giorgio Pressburger.
Apreciaba a ese autor y ahora lo aborrezco.
Los días van pasando. También caduca el tiempo.
Empiezo a descubrir los porqués de tanto para qué.
Pero a ti que más te da. Es lunes y es mañana.
Regresábamos a casa, te iba diciendo,
el tren arrastraba cadenas fantasmales
por la distancia gótica que media entre dos sueños y las
cadenas,
un revisor distante que me pidió el billete y te despertó.
El poso de alguna conversación incardinada
en no sé qué fragmento de inédita realidad,
latía en el ambiente e introdujo nuestras vidas en un bastiscafo.
En él, desde él, una mano invisible filmó el mundo.
Entre los dedos de las manos amputadas, late el mundo.
Ignoro qué silencios necesita la vida para soldarle
las manos a quien no las tiene.
Han pasado los años, todavía me acuerdo.
El calor de tu cabeza en mi brazo
dejó sus huellas por todas las paredes de mi casa.
El breve cadáver de la tarde manca y el amor,
aún hoy conversan a mi lado.
Mozart envolvía el horizonte. Lo arrullaba sin fe.
Mozart. El destino quiso amordazar a Mozart.
Bajaste en una estación cuyo nombre aún releo
en las noches de insomnio. ¡Qué largas son las noches
en las que uno no puede despertar!
Retomé a Pressburger desaforadamente.
Al instante, levanté la vista del tomo concluido.
Sonreí acaso. ¿Qué oculta Venus con su mano derecha
en el cuadro de Sandro Botticelli?, pregunté.
Granados y su andaluza me anunciaron el final de un
largo viaje.
Me apeé en el andén de una estación cuyo nombre ya he
olvidado.
El tren, sobre las aguas, sabe la canción de los años
deshauciados.
Al otro lado de la nada, un director de orquesta quisiera dirigir
la marcha fúnebre de la evanescencia,
pero no tiene con qué tomar la batuta.
Venus, en su concha, rebosa rubor.
Hazme caso, no leas a Pressburger.
Quizá mañana te deje mi teléfono.
II. DISTRITO INTRUSIÓN
LA ESCENA huele a flash-back cotidiano.
La habitación es discreta y el olor muy pequeño.
Sobre las sábanas, el tiempo desusado,
descorre las distancias de la noche anterior.
El desorden, bien afeitado, levanta acta notarial
y se enjuaga los ojos. Bob Dylan huye junto a la luna por los
cabellos celestes de la frecuencia modulada.
Semidesnuda, el frágil terciopelo de la soledad,
te cubre los senos o te los desnuda.
Siempre sucede eso cuando amanece.
Respiro. Respiramos. Diciembre deshabitado,
fuma tabaco negro como hijo bastardo
de Dashiell Hammlett. Un triste fringílido
pierde la dignidad y muere. La luz desvirga
entonces cada intersticio de mi cama.
Sus arrugas, fundan, sin saberlo,
el himen de la luz.
III. BARES Y ATARDECERES
LAS BARRAS nocturnas son lugares de paso
entre lo que somos y lo que fuimos,
transatlánticos anclados en mitad del autismo,
el chasquido vulgar de una palabra muerta
contra el pavimento helado de las despedidas.
En ellas, la existencia apesta a sucedáneo,
a imagen de fotomatón, a farmacia vacía,
a maleta incendiada en la consigna
de alguna estación, ya clausurada.
Baudelaire no sería Baudelaire sin los bares.
Gustav Janouch sonríe con tus ojos.
Allende la infancia, el ego del tiempo
descorcha mil botellas. Las barras nocturnas
son pintalabios invisibles.
La rutina, su mujer fatal.
'Las cicatrices invisibles' (Los libros del gato negro, 2016)
EL BESO
Incoloro y esférico, nace en una piel y desemboca en otra.
Surca largas distancias o nomás
un parpadeo.
Alguno hay visible. Los más, son subterráneos.
Cuando fluye, arden diecisiete músculos en la lengua,
nueve miligramos de agua, cero coma cuarenta y cinco de sal.
El cuerpo, a su merced,
es un pequeño océano cuando lo homenajea.
Los que se dan, no se olvidan.
Los que te dan, cicatrizan
al lado del olvido.
A los quince años, duran toda la vida.
A los ochenta, toda la infancia.
No se puede vivir en su ausencia.
Acaso sí llegar al otro día.
Presenciar.
Una vez entregué uno al silencio.
Cada día planto uno en la mirada detenida de mis abuelos.
Cuando duermo, abre su flor y en su flor hay un fruto con olor a Utopía.
Alain Montandon cartografió su vuelo.
La sonata Kreutzer, su aterrizaje.
No existen dos iguales.
Tampoco dos diferentes.
En la mejilla, acompañan.
En la boca, inauguran, asesinan o hieren.
En la frente, consuelan.
Tras el cristal, la muerte.
Los hay fugaces como un verano.
Los hay eternos, por lo breves.
Opacos, transparentes, barrocos,
espartanos
bellos como una estatua de luz inapelable,
tristes como una lápida con el nombre borrado
y una rosa de plástico, pisada en el suelo, los hay irrepetibles.
Si mañana muero,
Sembrad el último en la noche mozartiana.
Si mañana vivo,
evocadme el primero
y dejadme morir.
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