lunes, 2 de septiembre de 2013

LILIANA PONCE [10.433]


Liliana Ponce 

Liliana Ponce (Buenos Aires, 1950) egresó de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires; es poeta y estudiosa de la lengua, la literatura y la escritura japonesas. Publicó Trama continua (1er Premio Fondo Nacional de las Artes, Corregidor, 1976), Composición (Ultimo Reino, 1984), Teoria de la voz y el sueño (tsé-tse, 2001) y Fudekara (tsé-tsé, 2008); y poesías, ensayos y traducciones de poesía japonesa en revistas literarias argentinas y extranjeras. Fue editora y colaboradora del libro El Teatro Noh de Japón (Bs. As., tsé-tsé, 2002). 

Realizó lecturas en numerosos ciclos de poesía, entre los que se encuentran La Voz del Erizo (Centro Cultural Ricardo Rojas), Zapatos Rojos, Jornadas de Poesía del Centro Cultural San Martín, la Casa de la Poesía, ICI (Instituto de Cooperación Ibeoramericana); y en encuentros en Chile, Uruguay, Costa Rica, etc. Integra antologías de poesía como Antología de la Poesía Argentina (Casa de las Américas, Cuba), Antología de Poetas Argentinas. 1940-1950 (Ed. del Dock, 2006), Poesía Manuscrita, vol. 2 (Bs. As., 2009) y 200 años de Poesía Argentina (Bs. As., 2010); traducida al francés, integra Voix d´Argentine (París, 2006).



1.

Este gris que se abre, que comienza en el arrobamiento,
escribe el acto de perder en el lugar presente,
como la marca de una sed a la que yo mismo había abandonado.

Pero la llama de dios es tan habitual a la araña, que desaparece.
La llama es dios y se sacia en el propio pensamiento.

No rechazaría esta baba, el único punto, estrangulado entre los restos,
recordando que no sería él el desierto, el menos vacío,
en el extremo,
un amo demente.
La Edad de Oro que expira lanza frío por encima del ojo y recorre con él.
En ningún sentido yo.
–El fuego vuelve al movimiento donde el universal es interior al ser.

Este gris espectral que se abre y llama tardíamente a una liberación,
arranca su verdadera atadura,
no absorbe la parte ciega –por estrechas vías revela la entrega imaginaria,
el poder de la muerte que durmiendo rara vez nos une.

Está en el curso de su cuerpo incluso en ruinas,
ahora tegumentos húmedos, oleosos –al mismo tiempo que el objeto se deshace
puesto en tela de juicio.



2.

Brillo de lo blanco que encandila
(nada ha caído).
Debilitamiento que demuestra que el blanco no engendra.
Otro posibilita todo.

Naturaleza –
(escribo bajo el susurro de una voz que no te ha conocido
huyendo del frío,
riesgo del amanecer, y aún desde la aguda negación).

Discontinuo, nunca llamado.
Lugar que ha ocupado el lugar ocupante.
Decía: azul encendido
nada sagrado como ella atravesando la palabra con su cuerpo.

De Trama continua (1976), Buenos Aires: Corregidor.


I.

¿Quién es la que así me abraza?
En un anillo fulgurante adormecía su paso de langosta,
las piedras aplastaban alas de hierro en el centro de la crisálida.

Cuando abría su vigilia
la que así me abrazaba sobre el cuerpo de sus mares,
al ascender para nosotros la seda última de la marea,
el árbol-junco desgarraba sus estrías.

La que me abrazaba expulsaba el sueño y arrastraba su corola hacia la grieta.
Una mordaza –el diente en el río del cuello,
la negación del deseo que emerge sin fin sobre la red.

A través de las noches el áspero silencio del roce del erizo,
agujas en el cuerpo único.


IV

Señora de la noche
vuelve tu rostro, túnica negra en la ráfaga
–como un vidrio tus ojos atraviesan la luz
ahora quieta en la inmovilidad de los huesos.
Mi espera te ata en el temblor abierto en cada viaje,
mis perdidos viajes que no son.

Y en el umbral, señora, recuérdame:
las sombras se borran al separar las cabezas
y las voces retumban,
se entregan al sueño hueco.

(Frag. del Poema 8)


De Composición (1984), Buenos Aires: Ultimo Reino.



Ritos cotidianos

Ritos cotidianos, sobre una manta adversa, sin mancha ni alas.

Se esparcen los objetos, van como piedras vivientes,
oscuro el salón, el pozo lleno.

No había hastío –iba más allá
como un luto hecho para los relámpagos diurnos:
casa, mano, helecho.
¿Quién al fin del día?
Reglas como brazaletes,
agujas azules en la puerta.

Voy a buscar mi nombre, ahora oculto entre la fuente y el arco
–pero el arco de yeso es un pórtico para islas, saltos con andamios.

Guardiana de día, por las noches, sombra:
es mi deseo la peregrinación del árbol.
En su corteza mi historia se cubre de moho, de estiércol
–lo que fui no me obedece.


Sobre la quietud

Línea en suspenso, áurea de bruma,
espesor, oculta diafaneidad, intensidad.
Pero, ¿de qué instancia es la fuerza? ¿de qué medida?
Reminiscencia de los telones de hule de la infancia:
por fin sin miedo, sin espera.

No a la pasión (tan sólo como beso soñado).
Ausentar el cuerpo, suspenderlo –el goce del no-sentir:
he ahí la luminosidad del lenguaje que no puede pensarse.
Herida de las palabras, carbón, agujero–
las metáforas que machacan o tajean el hilillo de las voces
–cadenas.
La metáfora que reincide como maldición.

Y ahora el lenguaje como trama de muerte y de posibles,
su inasibilidad, la caducidad de lo dicho,
lo inhallable de lo escrito:
boca y voz no pueden encontrarse.

De Teoría de la voz y el sueño (2001), Buenos Aires: tsé-tsé.



(Diario de un curso de caligrafía china)

Día 1

En un rincón me senté a la luz de la lámpara. Ya era tarde y todos habían comenzado a trabajar.

Estaba el papel, estaba la tinta. Escaso silencio –pensé, mientras oía el murmullo.

Sensei me dio unas notas, y empecé a leer.


Día 2

Los signos multiplican los instantes. El signo y la repetición forman una corriente de confianza, de liberación. En esa corriente debo aprender a ahogar la ansiedad. Imagino un nuevo lugar en la mente que nace de este punto material, duro, pétreo. Es un punto inorgánico e indefinido, como lo que inicia la posibilidad. El comienzo de la posibilidad no es aún el comienzo.

Esta noche, el ojo reemplazará al oído. El ojo reemplazará a la respiración.


Día 3

El viaje de regreso ya tiene su mapa. Supervivencia en aguas de azúcar, ritmo de algas.

La tierra en la hondonada quebrándose –conocía por la cabeza, en la mente, insectos revoloteaban y recorrían la ciudad de tu mapa.

Labraba en la montaña materia de mar.

Un nuevo trópico dividiría los días –pensé. Los días al azar comenzaban otra vez, como cardúmenes de arcilla, en la costa.

Conocía por la cabeza, y deambulaba por la ciudad de tu mapa.

De Fudekara (inédito, 1998)




Un sueño difícil de seguir
-la noche turbulenta tiene
eléctrico resplandor,
punzantes rayos caen sobre el vidrio
del ventanal.

Entraba en mi cuerpo
y de mi cuerpo iba a otro
-serpiente de lengua bífida.

Después de abrirme en los ojos abiertos,
en la sed flotante,
entraba en mi cuerpo
como la materia irreal
y otra vez torpe, perezosa, 
tener más sed de olvido
y quietud.

Mi día vaga por la noche
como la casa-palacio
de un rey extinto.
Quiero salir, partir de la trampa.


2

Dicen que su mirada es contagiosa
-simulacro de idea-,
que cambia la herida por la sangre
y en harapos la ropa, al modo
de lo que lejos es efecto, golpe.

Rompe las ramas.
De hojas de nogal, la forma
ondulada cambia, 
las de punta de flecha
por la de árboles de azahar
-la humedad de la flor
como aceite fluye
para extenderse al tacto.

Instrumento del dolor,
sobrevive, y entierra por segunda vez
los huesos de sus sombras.

Dicen que sus manos moldean
en semejanza lo distante
conducidas por el recuerdo,
que es  persona y quizá
separada del hilo-yo,
invita al hado a rebelarse. 


                                  De Piedra zoom, 1999 


A JORGE GARCÍA SABAL, 
                       In Memoriam

1

Uña de gato sobre suaves pétalos,
hojas de oscuro verde blando.
El olor al cuarto en la oscuridad
no es igual al de la mañana.
Cuarto irreal, pared de ángulos
y sin curvas, la armazón
abierta como esqueleto.
La casa ahora se contrae.

2

La uña de gato crecía bajo 
el ventanal,
cuidada por su mano atenta.
Le pareció una flor de rizomas
o arácnida sombra prolongándose
más allá de la mesa desnuda.

El tibio jardín abandonado
no duerme -quiere decir lo que sabe
acechando la respiración.

3

Pasan en silencio aletargadas
las voces muertas de los muertos.
Desde el vidrio resbala el agua
de la lluvia. -La toco
fingiendo ser un cuerpo--
me dice, y se alínea en las sombras,
se aleja.

En la retícula pulcra 
de la hoja escribe
y su mano se hace tibia,
como una corriente de sangre animal.









Paseante y huésped, Club Hem, La Plata, 2016.

I

Poema

En recuerdo de un viaje a la ciudad de México, desde
Acapulco, a través del desierto, un día de noviembre.

1

A un paso del precipicio los pies no sienten
la velocidad del vehículo que corre
bajo el aire de noviembre.
Las curvas de la carretera se abren de par en par
envueltas en el juego de las piedras,
en anillos de piedras y cactus.

Que ahora entre en la ciudad
como si la noche hablara llamando al fantasma
y la evidencia de cada geografía inexistente
pudiera hacerse tan real
como el espacio de un mantel–
la cinta atada al cansancio,
al completo abandono, la persistencia.
Pero éste es el lugar
y sé que algo quedará
en este borroso punto de despojos,
mientras espero la ciudad,
bajo la sombra de Tenochtitlán,
hueso y concha
en el límite donde podría morir.


2

¿Cuánto hace que partí?
Tomaba té y después los árboles
empezaron a desaparecer
al lado de mi ventanilla.
¿Cuánto hace que partí?

La noche también viajaba
de un continente a otro,
de un país a otro.
–Acude a lo dócil, inclínate,
mi tiempo crea la pasión.
El hechizo es un muro flotante,
separará siempre el viento, el ojo mágico,
separará tu voz, la constelación de los rostros.

¿Cuánto hace que partí
de la tierra desnuda y sin memoria,
de lo húmedo en lo alto del mar,
de la noche túnel cavada?


3

Hace un día casi, en auto recorría otro paisaje.
Foránea en planicies de arenisca,
a lo largo de rutas infinitas.
Color de almendra el polvo,
se abre a las serpientes miméticas, sutiles,
que no pueden verse sin prestar atención a lo obvio.
(Es mi anhelo entrar en el corazón de México
–ya bebí sangre de chili,
y gota a gota el agave
entra en mi lengua, se sella en el aliento.)
En el nudo, mi entrada en el secreto:
cómo el cielo comerá al desierto,
lo disolverá en una sola sustancia
sin la convulsión de lo húmedo, lo árido.

La estación de la víbora espera en esta arena,
mi sol despojado, sol rayo
para un espacio esculpido a fuego.
La luz en anillos cae dorada en sus fauces
y me absorbe.


4

La distancia se moldea con los objetos,
retrocede y avanza–
fuego fatuo de la Reina de senos desnudos,
en mi mano deja ahora un cristal
tallado cuidadosamente a la hora sexta,
mientras el viento recorre curvas irreales.
–Sin sol no podré despertar,
sin sol, Reina, no podré besarte.


5

El terror del desierto me aísla.
Quieta, yerta en el umbral de las montañas,
un hilo de sed se refleja en el cielo de vidrio
convertido en lana, en soplo cálido y seco
–el silencio no hubiera elegido entrar en el polvo
pero ahora es la serpiente quien está en los párpados,
y florece en el cuello en gruesos pétalos,
carnívoro reflejo de las vísceras,
del fruto viscoso, bulbo,
espíritu animal envuelto en el color
y un poco más en luz enmarcando la meseta.
El terror me aísla. Estoy en un espejo
y mi cuerpo puede transformarse
antes de que la navaja corte el rayo,
antes de que mi ojo se desnude.


6

La ciudad se acerca.
Voy por la carretera como si durmiera
en un relámpago.
¿Cuánto hace que partí?
El ardor roe la sed, el hambre, el dolor.
Un suave polvo impregna tu vestido y el cabello
se ha vuelto gris –gris de liquen,
de piedra húmeda
(¿o es que acaso debo pensar en lo húmedo
para esconder la aridez, o desplazarla?)

Duermo en un relámpago
y sé que olvido la muerte
como si olvidara un sueño rápido,
el instante en el vértice de los signos.
Al final del viaje
habrá que tejer en el viento–
y sobre este desierto
todo lo dicho alguna vez se expande,
móvil, continuo.


VIII

Oigo una voz a la medianoche…

Oigo una voz a la medianoche,
cuando el sueño parece vencerme,
cuando aún mis párpados están entreabiertos.
Oigo una voz y también veo la figura de la mujer
que se asoma a la puerta cerrada –es mi madre.
La miro y me mira antes de retirarse,
la veo aunque sé que está en el pasado
y la noche indulgente la envuelve en sombras.
¿Y no soy yo ahora la madre?
¿No soy la que quedó atada al manantial
sin sonido de una roca permanente?
¿Y no está acaso la mañana
para siempre guardada con su caballo falso
pero con los brazos tibios
por aquella caricia en la escarcha, en el encaje?







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