domingo, 29 de septiembre de 2013

MOISÉS ORTEGA [10.584]


Moisés Ortega 

(Aguascalientes, México, 1988). Es egresado de la Licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. En su haber literario se encuentra el tercer lugar en el Premio  Universitario de Narrativa, “Elena Poniatowska,” en su edición 2010, así como dos menciones honoríficas en el mismo certamen y una en el Internacional, “Desiderio Macías Silva.” Ha publicado en las Antologías “Luz Sangre y Tinta” y “Premios Universitarios 2007 y 2008″ de la UAA y en algunas ediciones del suplemento cultural  “Guarda Agujas” así como en la Revista “Parteaguas”. En 2008 su obra de teatro “El ombligo del gigante” Representó al Estado en el Encuentro Nacional de Teatro Infantil.






En la casa donde creció, las flores no. 
Un ángel de manos morenas regaba la tierra con ácido amoniaco;
al padre no le gustaban los colores, el escándalo de la primavera.

(El niño creía que adentro de los ojos de su madre, aparte de la sal que presentía, 
Dios había plantado el jardín que ella misma se negaba.)






Los hombres que no saben qué hacer con las flores 
se convierten en demonios
el día que descubren que su hijo está enamorado 
de un muchacho.

Sus manos de fiera hambrienta se tornan 
sobre el cuerpo del niño.
El hijo tiene ahora espinas en la espalda y en su lengua oraciones de polvo.
No pueden hacer nada los grillos, ni la noche que se rompe con el llanto.
No puede la sangre, pedir que se detenga.

Tras la escena no hubo mariposas ni luciérnagas. No se veía la madre.

Ni siquiera Dios.







En uno de sus regresos yo escribía, 
escribir es lo que se hace cuando algo falta.
¿Qué guardas en el cuenco de los ojos?
Un puño de la magia que tienen las llaves, la leyenda de un ángel moreno que se tejió un hijo para aguantar la vida, 
una fosa nasal del olor de la tierra cuando está mojada.
Un pensamiento constante sobre el olor de tus axilas, el recuerdo de que tuve un padre, 
una casa,
un sueño de orugas, libélulas, peces del agua de los sueños. Le dije.
Abrió sus alas, por primera vez me invitó a volar sobre su cuerpo.








Te acordabas del mar, de unos barcos hechos de papel con letras 
que cargan en su fondo toda la imposibilidad 
de las palabras que nunca se dijeron.
Azul y amigo es el mar en tus recuerdos, dijiste. 
Ahora soy un cazador de seres que vuelan como tú, 
siempre quiero salvar a las aves, a los papalotes,
                  siempre quise salvarte de la huída
                  siempre quise salvarme de tu huída.
El alma de las cosas que uno ama se parece a las palabras no inventadas. 
Si no lo nombras no existe, aunque se presienta.
Sólo quería encontrar la atmósfera adecuada para que tu corazón sonriera.








El que ama es capaz de ver el nacimiento de las luciérnagas, 
cualquier noche de julio, dije,
es propicia para el nacimiento de los cocuyos. 
En esta casa imaginaria germinan estrellas.
Préstame tu pata, ábrela para que las mariposas vuelen,
en mi mano derecha guardo el recuerdo de la llaga de nuestro primer beso.

Cuando nos besábamos, me nacían heridas como orugas en la boca. 
Luego, se convertían en palomillas de la luz,  
luego eran palabras para fortalecer los cimientos de nuestro abrazo.
Un hogar es a veces un abrazo, creo. 







Amamos y nos mutilamos: He aquí el muñón donde antes la mano que solía escribirte…
Zaría Abreu

Me convertí en hombre entre tus garras,
tú estuviste ahí cuando salí a la calle, 
los niños que jugaban a la pelota se reían de mí.
Mis pasos adquirieron el peso que ostentan los pasos de los hombres.
¿Estabas ahí?              
                  Ya te habías ido.

Hay cosas que tienen que decirse muchas veces, 
como las horas que se siguen unas a otras
                  como las nubes que hacen lo mismo. 
Yo me hice hombre entre tus alas.
Es algo que repito para que no termines de irte.








Pero un oso, un muñeco y un huevo no son un hijo. 
                  Tampoco un nieto. (Dice la madre).

Aunque lo criáramos juntos y lo lleváramos a vivir a nuestros ojos,
te ibas a ir de todos modos.
Hay días que uno cree que la única posibilidad es amar.
Salvar al niño que uno ha convertido en hombre de una vida sin amor. 
Yavel, ¿qué querías encontrar en este niño que ya no es niño         
la noche que lo besaste?







Las ternuras, las miradas nunca son precisas 
para decir lo que uno quiere.
¿Desde qué voz del alma debo hablarte?
¿Será hermosa la vida en donde vives?
Aquí hay heridas que crecen con la medida de la noche.
¿Alguna tarde morada, mi voz ha acariciado tu pelo?
Yo tenía siempre para ti un pez blanco entre las manos.
Iré a la orilla del tiempo, 
                  para ver si desde allí me escuchas.









Dicen que todo es poesía: el recuerdo de un hijo que no tuvo el valor de tejer,
las flores calcinadas en el paladar a causa de los besos que no llegan.

El lugar en el que escribo se parece al monte en el que mi Dios niño, 
                  se convirtió en adulto.
Para escribir hace falta mirar al fuego a los ojos.

En esa mesa vacía están los olvidámenes, algunas plumas que se te cayeron.
No alcanzo a ver nada, dije que en los ojos llevo un árbol marchito.
¿A qué pena fuiste condenado, Yavel, qué pecados ajenos purgarás?

Esto debería ser un poema, 
parece más un grito, una luciérnaga muerta. 
Seguro estoy que la culpa que pago en esta cruz, no es ajena.

Dame la mano, mira, tengo una caja con oraciones de polvo.
Ojalá hayas olvidado el otoño aquel en el que nos abrazó la desdicha. 
¿Cuántas fogatas encendimos en el techo para iluminarnos los ojos?

Los cometas que brotan ahora donde la muerte del cerezo,
(dije que cuando niño tuve un cerezo en los ojos)
serían perfectos para hacer una cruz.
Poder escribir que se cumplió el deseo de que volviera mi hipogrifo.
(Recé al pie de la cruz de las estrellas fugaces).
Escribir no remedia nada, digo.







Una piedra

He de regalarte una piedra. Un pedazo endurecido de la tierra; todavía no decido que tipo de piedra pero estoy seguro que será una piedra mi último obsequio. 

Puedo regalarte una planta, o un pez rojo. La planta crecerá poco a poco, pero un día que se te olvide darle agua o platicar con ella, se morirá también poco a poco de tristeza, de soledad o de sed.

Tal vez el pececillo nade silenciosamente en un cubo de cristal con agua hasta que un invierno te olvides de cambiarlo de sitio o renovarle el agua comience a producir amonia para tragársela y envenenarse así.

Sin embargo una piedra no crecerá, no nadará, ni se secará nunca, tampoco se envenenará en reproche porque no tienes tiempo para ocuparte de ella.

No te regalo una foto porque de pronto un día puedes encontrarla gritándote a los ojos que tus besos siguen resecándome la espalda. Por eso lo mejor sigue siendo una piedra.

Pensé también regalarte un gorro igual al de los muchachitos que atienden el café donde me fui enamorando más de tu voz y aunque lo compré no voy a dártelo. Sentiré una rabia inmensa al imaginarte sonriendo para otra gente. Quizás muera de celos.

Por eso será una maldita piedra. Ayer de regreso a casa encontré la indicada, es de forma oval y muy negra, es óptima. No le pondré moño ni tendrá caja.

Cuando te vea te la daré, guárdala en el bolsillo de tus jeans rotos y no digas nada. Déjala en tu cajón o como centro de mesa, haz lo que quieras con ella. Silenciosa, jamás te importunará, pero por favor no la tires.

Si alguna vez sientes que volverás a verme, métela de nuevo en los bolsillos de tus pantalones de siempre y en cuanto me tengas cerca,

¡Rómpeme la cara de una pedrada!







Petición

Un día le pedí  a mi madre que me arrancara el corazón,
que lo cocinara a la manera de las sopas de tomate.

De haberme hecho caso, se habrían solucionado dos cosas:

El hambre de mis hermanos
y esta sed letal de sentirme amado.









Inventé que crecía por dentro

Construí altos edificios al sur; presas al este y al oeste para aprovechar el escurrimiento natural de  lágrimas; un complejo turístico al centro con  museo para que se exhiban viejas e interesantes radiografías de historias míticas y tal vez bonitas;  dos “pulmones” ecológicos llenos de manzanos, hortensias, orquídeas y fuentes.

Desde luego diseñé jardines para las zonas devastadas por las dos grandes guerras viscerales; hice parques enormes donde los momentos recién nacidos, como niños podrán jugar a sonreír, provocando esa sensación tan conocida de mariposas estomacales.

Implanté sistemas de evacuación y drenaje, eficaces para pensamientos erróneos y disparates; iluminé los cinturones de miseria e intentando limpiarlos de errores arrumbados…

Olvidé que soy un cuento con aspiraciones de poema y no un pueblo con inspiraciones de ciudad.







Yo digo que es arte…

Soy una extraña criatura, el aire me lastima en la garganta, en la piel y en las pupilas de los ojos pequeños que tengo.

Tengo párpados pesados y grandes ojeras, las lágrimas tiñen la piel de violeta, o verde, o verde violáceo, no sé.

Lo de  las ojeras se acentúa porque me como las horas llorando o recogiendo pedacitos de hojas que se van secando por el frío de estos días.

Las horas son áridas, dice la gente que se llama tristeza, yo digo que es arte, el arte de ser con suavidad suave…







Regresé…

Puestos de revistas en cada esquina,
un algodonero de azúcar,
palomitas de queso con su color anaranjado de cinco pesos de antes.

Olor a gente moviéndose rápido,
tiendas mudas de gritar ofertas,
árboles silentes, sonrisas distantes y ficticias
Me sorprendí…
Sigue aquí el señor Eugenio,
su pierna gangrenándose: pintura impresionista
rojos descarados, morados dolorosos, amarillos inquietantes.

También la anciana despeinada y mugrienta
agitando su medio bote de leche
con sus pocas monedas.
Su voz cansada y ronca:
“pasaste a mi lado con gran indiferencia…”

 Luego, la catedral:
elefante dormido, habituado a ser una atracción de circo.
Como un silencio de “Cien años”
que le gritaba a mis ojos el día que nos perdimos.





Volví…

Me encontré con la puerta pistache de tu casa,
con los años del colegio hechos fotos,
con un chango de peluche que se aferraba,
terca, graciosamente anaranjado,
a tu ventana.

Descubrí discurriendo por la casa
al fantasma tus manos juveniles,
que morenas caminaban por mi espalda
y por mi pecho,
luego de descubrirlo me miró
y lo encontré travieso…
recorriendo de nuevo
mis caminos enteros.






Y todo por tu recuerdo

Afuera de mis parpados cerrados, los medios cuerpos verdes, ámbar y violáceos siguen desnudos brincando como si supieran bailar, están buscando sus mitades desesperadas e incompletas que ignoran que no son mitades.

El alcohol sigue haciendo veredas en todo el ambiente vaporoso.

El humo entra aún por la pequeña abertura de mis pestañas superiores e inferiores que se encuentran casi selladas y me arranca una lágrima seca de sentimiento.

Está claro que no es el humo, no es el ruido ni el dolor que produce, no es el alcohol, ni la luz que tiñe la resequedad de mi piel de un tono azul como de vidrio.

Simplemente se trata de la idea de tu recuerdo ficticio que no quiere dormirse, como se duermen mis pies.

Tal como mis pies se han dormido.






Tierra mojada

Llover es como un llanto de sonrisas.
Aunque el día se opaca, todo comienza lentamente a florecer en silencio.
La superficie sedienta del piso comienza a reflejar el ruido de las gotas
gotas grandes,
pequeñas gotitas,
gotas normales,
gotas aguadas;
agudas gotas…

Las plantas van abriendo sus ojos verdes y respiran, se abren de a poco al deseo del agua y se agitan.
El viento enloquece, sube, se aleja, le arranca besos a las nubes, desciende y cuando regresa, choca con el piso mojado, con las ventanas llorosas, se mueve desesperado, suspira y luego se duerme.

La gente corre, se tapa la cabeza con las manos, busca urgentemente refugiarse;
curiosamente los niños sonríen, levantan sus cabecitas abriendo la boca para tomarse la lluvia, los más afortunados danzan haciendo rondines entre las manos de la llovizna, los menos los miran por las ventanas y se sienten húmedos.
Por último la tierra, qué decir de la tierra que se entrega sin reservas, se extiende, se deja mover según la voluntad del agua, cambia su estructura, se excita y enlodece…
Yo respiro…
Como los niños menos afortunados observo tras mi ventana,

si a caso asomo la mano para mojar mis dedos.







El cansancio de las cosas

Mi almohada está cansada, casi le oigo quejarse de las veces, de la sal y la saliva.
Las cosas no se quejan porque no pueden, o porque si pudieran nadie las escucharía,
Yo también me quejaría de mis veces.

De las veces que ando arrastrándome por la cama y por el suelo, por el suelo y por la vida, con el silencio quedito de mis recuerdos despojados de alas, arrojados al vacío del presente azul. Silenciados sin remedio, sin tregua. Silenciados a fuerza de omisión. Silenciosos rebeldes.

De otras tantas ocasiones en que el silencio va dejando de callarse y toma forma de lluvia y llora a través de mi cuerpo, de mi casa, de mi alma y de mis cosas. Llora sobre todo, haciendo inundaciones que cuando se secan saben a pura sal y emblanquecen todo. Cuando los llantos se van secando, endurecen las cosas.

Y de aquellos momentos en los que de mucho revolcarme en el silencio y en el llanto por la superficie blanca de mi casa salada, los ojos se cansan de ser callados, de ser lluviosos y se cierran, dejando entrar al sueño con sus humedades voluntariosas. Cuando me quedo dormido y me pongo a babear como condenado sobre la almohada, el sillón o la mesa.

Definitivamente yo también me quejaría, como mi almohada, mis sillas y mi baño.

Yo recogería todas mis plumas y toda mi tela y me convertiría en ave,
me agarraría volando, volando hasta encontrarte, para escurrirme en tu cabeza.
Irte mojando de un silencio lluvioso de recuerdos apestosos a saliva nocturna.
Sólo para que sepas que la puerta, la ventana, la cama, y las almohadas están cansadas,
cansadas como yo de tu recuerdo rebelde.

Sí, si yo fuera mi almohada también me quejaría…






El número 407 de la calle Madero…

El número 407 de la calle Madero, es ahora una pequeña cafetería de corte boutique…

Somos como las casas, amor, un momento servimos para que alguien habite en nosotros haciendo  su vida íntima tras nuestras puertas, y al otro somos centros públicos a los que la gente acude a beber café, contar sus historias, o simplemente a comer en compañía de extraños que ni siquiera voltean a verse entre sí.

¿Te acuerdas de nuestro último beso? Estoy seguro que fue en el balcón café de la casa aquella en que Clarita compartía su consultorio con un amigo al que amaba en silencio.

Hace tres años apenas, recibí una notita color turquesa que decía: Me marcho a estudiar a Italia, los espero sin falta en Madero 407 a partir de las nueve.

¿Sigues viviendo en Pavía? ¿hay alguien haciendo su intimidad tras tus puertas? o ¿te encuentras como yo?

Yo que soy  un sitio público con las puertas

y las piernas

abiertas…








Testamento

Si te llega este baúl, papá
es que por fin estoy muriendo, o he muerto por completo.
Sí, es rosa y tiene flores decorativas, no te asustes.
Te dejo mi rubor, el carmín de mis labios delgados, ahora incapaces al beso.
Un vestido de leopardo y el recuerdo de la noche del canto estridente de los grillos.
Hay también una peluca de cabello natural tejida a mano.
Son para ti los aretes de fantasía brillante
y los abalorios que cascabeleaban en las noches de rumba sobre mis muñecas finas.
Te regalo todo, incluso el amor que nunca dejé de prodigarte en el rincón
silencioso de los sueños.
Ponte la peluca y píntate los labios…
Seguro la viejita primorosa en el reflejo del espejo me querrá más que tú.







Hablando de recuerdos parecidos…

Recuerdo a una yegua marrón a la que mi padre llamaba  “la Viquina.”
sus dientes apretando mi pecho, un fuete de cuero rojo quebrando el aire mareado

oscuro.

Fuertes  relinchos rotos.

Grabada sobre todo, está  la imagen del añil de la luna reflejado en sus enormes ojos,

una lágrima inmensa que cortaba largamente su mejilla poderosa.

-          ¡Papi, no le pegues por favor! Ya casi no me duele la mordida…

Al fondo de la escena un potrillo impotente con mi suéter  verde anudado al cuello.

Recuerdo un día en que te enteraste, no sé por qué, de que mi primer beso
me lo dio un hombre.

Tus manos, fieras hambrientas sobre mi cuerpo, el mismo fuete de cuero
reventándome.

Espinas en mi espalda y en mi lengua oraciones de polvo.

Ni los grillos irritantes, ni la yerba crujiente, ni la sangre te ruegan que te detengas.

Tras la escena no había un potrillo, no estaban ni  mi madre, ni el hombre del beso.

Ni siquiera Dios.







El sabor del mar

Sospeché desde el vientre de mi madre, el sabor del mar
lo comprobé después,
el día aquel que le rompiste el cráneo contra un lavadero
hecho de piedra.
En mis labios permanece desde entonces
tatuado
el sabor tortuoso de las lágrimas.
Es que ese día,
aprendí a llorar.



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