Nicolás Ureña de Mendoza
Nicolás Ureña de Mendoza nació en Santo Domingo el 25 de marzo de 1822.
Se dedicó al magisterio, enseñando en la primera escuela oficial que tuvo Azua, y, más tarde, a la abogacía. En 1847, contrajo matrimonio con doña Gregoria Díaz y León, de quien tuvo, entre otros hijos, a Salomé Ureña, llamada a ser una de las más notables figuras literarias de la República. Se sabe que orientó a su hija en su producción literaria, y que sentía por ella una gran admiración.
Participó activamente en la política partidista de su tiempo. Adicto a Buenaventura Báez, fue desterrado por Pedro Santana hacia el año 1855. Su producción literaria, antes de interrumpirse, se intensificó en el exilio, y en tierra extraña compuso algunas de sus composiciones más celebradas.
Nicolás Ureña, junto con Félix María Del Monte, inicia en nuestras letras el costumbrismo, el primero con «Un guajiro predilecto» y el segundo con «El banilejo y la jibarita», amén de otras piezas secundarias. Marcelino Menéndez y Pelayo elogia las pastorelas de Nicolás Ureña de Mendoza, género menor al que tan aficionado éste se mostró publicando un buen número de ellas en la prensa de la época.
En 1853 fundó "El Progreso" y hacia la misma época empezó a popularizar, con su asidua colaboración en los periódicos de la primera república, el seudónimo de Nísidas y el de Cástulo. Su obra poética se halla en gran parte dispersa en los periódicos "El Dominicano", "El Porvenir", "El Oasis", "El Eco del Pueblo", "El Sol" y "El Laborante".
Desempeñó cargos públicos de significación, entre ellos el de magistrado de la Suprema Corte de Justicia.
Murió en Santo Domingo el 3 de abril de 1875, en la misma casa donde había nacido.
Obras
Poesías (1932), coleccionadas por Pedro Henríquez Ureña.
Un guajiro predilecto [1]
Besa el Ozama al pasar
el pie de una alta ladera,
que conduce a una pradera
circuida de un guayabar.
No muy lejos descollar
se ve un grupo de colinas,
y entre lindas clavellinas
matizadas de colores,
cual salido de entre flores,
se ve el pueblo de Los Minas.
Aunque todo el caserío
no llega a doscientas almas,
de yagua y tablas de palma
hay uno que otro bohío.
Uno está frente al río
hecho con pencas de guano;
allí habita un pobre anciano
con su hija, casta doncella,
muy más hermosa y más bella
que el cielo dominicano.
Desde Neiba a Palo‑hincao,
desde el Cotuí a la Isabela,
es adorada Manuela,
el ángel de Yabacao.
Es fama que de Nizao
un apuesto campesino
emprendió el largo camino,
dudoso de tanta fama,
por sólo ver del Ozama
el ídolo peregrino.
En una noche de luna,
libre el pecho de cuidado,
de un tiple al son acordado
cantaba la media‑tuna.
Las aguas de la laguna
ligero el viento rizaba,
su ramaje columpiaba
la corpulenta jabilla,
y el viejo, desde la silla,
satisfecho la escuchaba.
Los monteros se acercaban
del Ozama a la ribera,
y aquella voz hechicera
arrobados escuchaban.
Sus canoas aseguraban
del mangle al tronco flexible,
y entre el murmurio apacible
de las aguas y del viento,
oían del canto el acento
y la magia irresistible.
Un guajiro atravesó
rápido por la pradera,
y a la cantora hechicera
comedido se llegó.
¡Camilo!, entonces gritó
Manuela sobresaltada,
y de amor turbada,
junto al viejo tomó asiento,
que al verla en aquel momento
suspiró sin decir nada.
Entró el apuesto Camilo,
y la temblorosa mano
apretó del pobre anciano,
que le miraba intranquilo.
Yo soy, dijo, el que este asilo
hace un año visitó,
el que inspirar consiguió
su cariño y su ternura
a la más bella criatura
que quizás el mundo vio.
Manuela será mañana
mi esposa tierna y querida,
y de mi amor, de mi vida,
será dueña y soberana.
Mis vacas en la sabana
pacen el verde pajón,
y entran en mi posesión,
por ser el hombre más rico,
los llanos del Guabatico
y los montes de Chavón.
También tengo en mis lugares
de la comarca de Higüey,
montes vírgenes de abey
y dilatados palmares.
Gigantescos, a millares,
se ven los cedros crecer;
en las nubes esconder
quiere el caobo sus ramas,
y entapizados de gramas
se ven valles por doquier.
El espinillo que eleva
la tierra de mi comarca,
es el mejor que se embarca
y que a la Europa se lleva.
Campiñas de rosa‑nueva
se encuentran en aquel clima,
y de la sierra en la cima
se mece, a impulso del viento,
el guayacán corpulento,
el campeche y la cabima.
Yo tengo árboles frutales,
cajuiles y cocoteros;
en mis playas hay uveros,
en mis llanos caimitales.
Crecen en mis platanales
matas de mango y mamey,
y cuento en el mismo Higüey
por enteramente míos,
los dos más grandes bohíos
cobijados de yarey.
Mi provincia en lo feraz
no cede en nada a Galindo;
allí crece el tamarindo
entre el roble y el capaz.
Allí se ve la torcaz
que en bandos revolotea,
y en lo fértil de la Enea
se hallan nidos, a millones,
de huevos y de pichones,
de gallinas de Guinea.
De flamencos encarnados
se ven vagabundas tropas,
o sobre las verdes copas
de centinela apostado.
Los búcaros tan preciados
no faltan allí tampoco;
allí en los lagos el coco
zabulle entre las espumas,
y luce el pajuil sus plumas
en las llanuras del Soco.
Bellos mares apacibles
bañan mis costas de Higüey,
donde se pesca el carey
y otros peces comestibles.
Vamos, anciano: insensibles
los hombres no son al bien;
deja el Ozama; también
allí hay mil ríos caudalosos,
y viviremos dichosos
en el más tranquilo Edén.
Guardó silencio el anciano;
comprimió más de un suspiro
y después dijo al guajiro
extendiéndole la mano:
¡Camilo! Jamás en vano
dio su palabra algún rey;
hoy para mí es una ley
darte a la mujer que te ama,
mas yo no dejo el Ozama
por las campiñas de Higüey.
Esta choza mis mayores
con afanes construyeron;
aquí mis padres vivieron;
aquí tuve mis amores.
Yo mismo sembré las flores
que adornan este lugar.
Mis días quiero terminar
en este risueño asilo.
Ve, Manuela, con Camilo;
yo no abandono mi hogar.
Tres días después la pradera
que conduce a su retiro,
atravesaba el guajiro
con su Manuela hechicera.
Ella dejó en su ribera
más de una ilusión querida,
y mientras de amor rendida
cabalgaba por el llano,
acá en la choza de guano
se halló al anciano sin vida.
[1] El Dominicano, No. 25, Santo Domingo, 22 Diciembre 1855.
Pastorela
En Belén se hallan
los Santos Reyes
que al Niño traen
ricos presentes.
¡Reyes felices,
que en el pesebre
vieron radiante
de luz celeste
al que buscaban
desde el Oriente!
Los pastorcillos
con sus mujeres
al Niño cantan
y le divierten
porque en la cuna
siempre esté alegre.
Vamos, muchachas,
¿qué las detiene?
Cojan mil flores
de las que crecen
en los frondosos
lindos vergeles
y hagan de todas
un ramillete,
para que al Niño
Dios Inocente
lleven cantando
como otras veces.
Yo una cestilla
de juncos verdes
tengo adornada
con cascabeles
y he de llevarla
para que juegue
el deseado
de tantas gentes.
Conque, muchachas,
¿no van ustedes
a regar flores
en el pesebre?
Pues anden pronto,
no más lo piensen,
que aún allí se hallan
los Santos Reyes.
Un guajiro en Bayaguana [1]
Entre juncos y malezas
el Comate se desliza,
y en su curso fertiliza
llanuras sin asperezas.
Hay en su margen bellezas
para el vate peregrinas.
Allí crece entre las ginas
el hicaco en la sabana,
y mas allá Bayaguana
se destaca entre colinas.
Una mañana de Enero
celebraba a su Patrono,
ese pueblo dó su trono
fijó un Cacique altanero.
Todo era grato, hechicero
entre esa gente sencilla,
lazos de cinta amarilla
los sombreros adornaban,
y las indianas bailaban
con polleras de rejilla.
Por donde quiera se oía
la voz de la animación,
por dó quiera un galerón
y del cuatro la armonía.
En el fandango lucía
sus zapatos el guajiro,
y alegre siempre en el giro
de su inocente recreo,
repicaba el zapateo
al son del tiple y de güiro.
Insensible a aquella fiesta
de esa mañana de Enero,
a largo paso un montero
se internaba en la floresta.
Subió rápido la cuesta
a cuyo pié está el calvario,
e insensible y temerario
por la selva discurría,
como el que teme y confía
desafiar un adversario.
Machete al cinto y cuchillo
llevaba de gran valor,
con vainas de Hato-Mayor
incrustadas de espejillo.
Era su traje sencillo
y en estremo descuidado,
vestía calzón de listado
gran chamarra de coleta
y tosca y ancha soleta
llevaba en vez de calzado.
Silencioso entre el verdor
de la selva proseguía,
solo el paso detenía
cuando escuchaba un rumor.
Lleno entonces de valor
y radiante de esperanza,
en ristre ponía su lanza
y el perro detrás de un tronco
con ladrido fuerte y ronco
daba la voz de asechanza.
Llegó de un cerro a las faldas
donde en alfombra infinita,
la olorosa campanita
ostentaba sus guirnaldas.
Allí se tendió de espaldas,
fijó la vista en el cerro,
después halagó su perro
que apenas podía acesar,
y le dejó descansar
sobre colchones de berro.
La voz del cuervo palero
se oía en medio de la calma,
y el ruido que hacía en la palma
el pico del carpintero.
Silvaba el viento lijero
del córbano en el follaje,
blando agitaba el ramaje
del guárano y algarrobo,
y aun el altivo caobo
le tributaba homenaje.
Presto, del cerro en lo alto
un rumor se percibió,
mas el montero le oyó
sin el menor sobresalto.
De esperanza casi falto
estuvo un tiempo indeciso,
el perro siempre sumiso
no osó ladrar esta vez,
cuando mostró su altivez
un verraco de improviso.
El perro más no esperó,
y rápido como el fuego
de rabia y coraje ciego
a la fiera arremetió.
El montero contempló
aquella escena impasible,
luego se acercó insensible
al tronco de un aguacate,
y se dispuso al combate
con un valor indecible.
Después de una lucha brava
y de un esfuerzo inaudito,
bajo un hermoso caimito
el puerco se revolcaba.
El perro ya no ladraba
y el montero satisfecho,
de su afán y de su acecho
vió la esperanza cumplida
cuando la creyó mentida
en sus horas de despecho.
Después de una ruta larga
y de constancia y de brío,
al festivo caserío
llevó el montero su carga.
Llega y su acento le embarga
el amor que tanto abriga,
pero su amante, su amiga,
de amor en el dulce exceso,
le dió un abrazo y un beso
en premio de su fatiga.
[1] El Eco del Pueblo, No. 18, Santo Domingo, 23 Noviembre 1856.
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