domingo, 3 de mayo de 2015

LUIS IGNACIO HELGUERA [15.835] Poeta de México


Luis Ignacio Helguera

Luis Ignacio Helguera Lizalde (Ciudad de México, 8 de septiembre de 1962 - 11 de mayo de 2003), fue un poeta, narrador, ensayista, crítico musical y ajedrecista mexicano.

“Nací en la Ciudad de México, el 8 de septiembre de 1962, a la hora del aperitivo. Me gusta la música, el whisky y el ensayo inglés.”
Nota preliminar de Luis Ignacio Helguera en Por qué tose la gente en los conciertos

Luis Ignacio Helguera nació el 8 de septiembre de 1962 en la Ciudad de México. Su padre fue Luis Ignacio Helguera Soiné y su madre Beatriz Lizalde de Helguera. Provenía de una familia de escritores, artistas e intelectuales, era sobrino de Eduardo Lizalde y de Enrique Lizalde6 y hermano del pintor Pablo Helguera. Poseía un agudo instinto musical, y aunque no se dedicó profesionalmente a la música, cursó estudios musicales en el Conservatorio Nacional de Música. Más tarde estudió la licenciatura en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose con la tesis El problema de la comprensión en Ser y tiempo de Heidegger en 1985; debido a este trabajo obtuvo la Medalla Gabino Barreda (1987) y el Premio Norman Sverdlin.

De 1983 a 1986 fue becario del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, y también por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones (1991-92 y 1996-97).

En 1991, a través de la beca de Jóvenes Creadores del FONCA, escribió su libro de ensayos ¿Por qué la gente tose en los conciertos?, el cual fue publicado una década después; sin embargo, a decir del propio Helguera, modificó los ensayos pues sentía una distancia con la forma en que escribía en aquella época.

Su muerte tomó por sorpresa a la comunidad musical y literaria en México. La revista Pauta le rindió homenaje en dos números en el año 2003, publicando algunos de sus escritos, poemas y ensayos luctuosos escritos por sus colegas y amigos. En uno de ellos, Christopher Domínguez escribió: “Con su muerte, su horrible muerte, he perdido a un contemporáneo y a un semejante, a un interlocutor venturosamente incómodo, conozco bien la batalla que él perdió y me resisto a dejar de creer que todo pudo haber sido de otra manera.”

Helguera y el ajedrez

Como muchos de sus contemporáneos, amigos y conocidos narran, una de las grandes pasiones de Luis Ignacio Helguera, fue el ajedrez, tema que está en prácticamente todos sus escritos, sólo superado por la música, y del cual escribió un libro ensayístico sobre el mundo del ajedrez, Peón aislado. Ensayos sobre ajedrez, así como una publicación, a modo de manual, para enseñar a los novatos a conocer las reglas del juego, El ajedrez. Cayuela Gally escribe sobre la pasión que Helguera tenía con respecto al ajedrez:

La verdadera pasión que regía su vida era el ajedrez. No sólo como el excelente jugador que era, imaginativo y audaz —uno de los grandes jugadores mexicanos en el uso de los peones y experto donde los haya en la defensa francesa (que simula una taimada contención en el bando negro para luego contraatacar con furia sobre las desprevenidas piezas blancas)—, sino porque le fascinaban el ajedrez y su cultura, el ajedrez como metáfora del mundo.

Obra

El trabajo de Helguera abarcó varios géneros literarios, la poesía, el poema en prosa, el ensayo y la crítica musical. Asimismo destacó por su trabajo editorial en la Revista Vuelta y en la revista Pauta, de la cual fue jefe de redacción. Asimismo era conocido por su afición a la escritura de aforismos.

Sobre su trabajo en la revista Pauta, de la cual fue jefe de redacción durante quince años y sesenta números, escribió: "La vida de Pauta se confunde con una parte de la mía. Tengo dos hijas: Marina Helguera, de quince años, y Pauta, de veinte, pero con la que llevo quince." Antes de trabajar en ella, señala, era un lector de la revista, por lo que no consideraba que fuera un trabajo, sino una actividad fundamental que formaba parte de su vida y de su actividad como 'melómano'.

Parte de su trabajo como escritor consistió en pequeñas miniaturas, aforismos, frases y pequeños ensayos literarios sobre sus gustos y aficiones. Al respecto Christopher Domingo señaló: “Más que un poeta, Luis Ignacio Helguera fue un prosista enamorado de las brevedades y las sentencias, autor de un puñado de libros donde encontramos la gracia, la felicidad y ese amenazante germen de destrucción que subyace en la nota musical.”

Publicaciones

-Traspatios 1989 Fondo de Cultura Económica
-Minotauro 1993 Universidad Autónoma Metropolitana
-Antología del Poema en prosa en México. Estudio preliminar, selección y notas de Luis Ignacio Helguera 1993 Fondo de Cultura Económica
-Arreola y la música 1994 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
-Novo y la música 1994 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
-Atril del melómano 1997 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
-El cara de niño y otros cuentos 1997 Sin Nombre /Juan Pablos
-Murciélago al mediodía 1997 Vuelta
-Oaxaca en Eduardo Mata16 1997 Ediciones Tecolote/Instituto Oaxaqueño de las Culturas
-Ígneos. [aforismos y anotaciones] 1998 Solar Ediciones
-Gracias a Johannes 1999 CIDCLI
-La música contemporánea 1999 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
-Por qué tose la gente en los conciertos? Divertimentos, crónicas, ensayos rápidos 2000 Aldus
-El ajedrez 2001 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Tercer Milenio
-Antología del "ensayo inglés" en México16 2001 Inédito
-Peón aislado. Ensayos sobre ajedrez18 2006 Universidad Nacional Autónoma de México / Ediciones del Equilibrista / Pértiga
-Zugzwang (Obra póstuma) 2007 Empresa Dist. Feds
-De cómo no fui el hombre de la década (y otras decepciones) (Obra póstuma) 2010 Tumbona ediciones

Aforismos

Una de las características de la obra de Helguera fue el uso constante de aforismos y pequeños fragmentos literarios.

El virtuosismo doméstico, civilizado, de la mujer moderna recuerda a veces el sacrificio primitivo de las mujeres a los dioses. Sólo que antiguamente los hombres inventaban causas más elevadas que el altar de las escobas.

En rigor, sólo cuando muere, un amigo es amigo para siempre

El mar: única monotonía que no cansa.

El velorio es una fiesta sin anfitrión.

Ni sí, ni no, ni ni.

El ajedrez es la única manera civilizada de hacerle la vida imposible al prójimo.


Filósofo de formación, amante de las formas breves y el whiskey, bibliófilo que prefería la vida a los libros, poeta, crítico musical y palindromista, LUIS IGNACIO HELGUERA (México D.F., 1962-2003) fue un escritor en el que convivieron el exceso y la contención, la pasión desbordada y la inteligencia. Sus prosas anfibias, difíciles de encasillar en un solo género, van del ensayo personal a la crónica, del cuento rápido a la broma aforística, en una incesante carrera contra la pesadez y la tontería. Cultivador de rarezas, raro él mismo como los escritores y ajedrecistas que admiraba, Helguera veía las cosas desde la distancia afectuosa del humor, un humor corrosivo, a veces tétrico, fiel al carácter tragicómico de la existencia.



Peón

Nada.
Mover un peón sobre el tablero
nada más.
Peón cuatro dama.
Contra nadie.
Contra el hastío.
Contra la incertidumbre.
Contra la zozobra.
Contra el infinito.
Contra la nada. -




Zugzwang
    
     Las blancas están en zugzwang:
     no les queda sino mover el rey
     de un cuadro a otro
     esperando maniobras terribles
     contra su enroque sitiado:
     mosca pataleando en la telaraña.
     También yo estoy en zugzwang:
     no me queda sino moverme
     de un cuarto a otro
     esperando malas noticias
     inevitables
     como la caída lenta de la noche. -



APAGÓN

Se va la luz y a tientas, por el pasillo, adivinamos velas y candelabros, y volvemos a reunirnos en la sala. Un fulgor antiguo en los rostros, en las palabras, en los recuerdos. El perro se tiende bajo la mesa, como hace mil años. El tiempo en la penumbra va más despacio, como la cera al derretirse. Llamea la flama: roja, elemental. Como en un lienzo de La Tour.

(Murciélago al mediodía)




¡ALCOHOL DEL 96!

Extraña, misteriosa, perturbadora incluso, es la vida
propuse, antes de subir a tribuna
hablar del síndrome de abstinencia
subí a tribuna y bajé de tribuna
con síndrome de abstinencia
me fui de bruces como si estuviera borracho
me hicieron torta Jorge y Lalo
me echaron agua en la cara y el pelo
la sesión seguía
yo no, ya no
me llevaron al salón aledaño y me recostaron en dos sillas
me quejaba de estertores alucinantes, dicen
la cara se me puso morada, negra
mulato azotado por el diablo encabronado del alcohol.
“Ya se nos peló”, dijo Carlos.
Una morena hermosa AA, vestida de negro, que estaba casualmente de
visita en el grupo, pidió alcohol del 96.
“Alcohol, alcohol”, gritaron los alcohólicos
locos por todo el edificiio.
Mi ángel de la guarda hizo un cucurucho con una página del Playboy de Lalo
regó mi ombligo de alcohol
volví en mí y atisbé la sonrisa
de la hermosa morena vestida de negro
no volví a verla, pero no se desdibuja en mi memoria quebrada
su sonrisa de Mona Lisa
afuera pasaban raudos los coches.
Extraña, misteriosa, perturbadora incluso, es la vida.

Tomado de Los mejores poemas mexicanos. (2005)



Cementerio
(Homenaje a Fabio Morábito)

A Dan Russek


Al lote baldío de la calle para abandonar ahí una bolsa de basura. Ni un pordiosero, ni un perro, ni una rata, ni una planta; nada, esta vez, que me hable de la vida. Cartones de huevo, latas de cerveza, a granel: exequias de la fiesta, escombros del desfile.

De pronto, entre los desechos, se destaca y se oculta, con su negra fosforescencia, reacia al mediodía –como un murciélago malherido al que molestara la luz–, un pequeño ataúd de no más de noventa centímetros de largo. Las dos partes de la caja yacen juntas, pero desprendidas. Vampiro caído del cielo, con las alas rotas. El forro de las cubiertas es de terciopelo negro corriente; la manta interior es blanca, ya más bien grisamarillenta; una placa a medio caer, criptograma desvalido, reza a la letra: “Ataúdes Carmona. Tipo 1d especial. –Fabricamos todos tamaños. Trabajamos 24 horas. Acudimos a domicilio...” (dirección y otros datos ya ilegibles). Moños y listones claros adornan todavía los costados. Elegancia fracasada, olor a loción y brillantina de muerto. El difunto –un animal doméstico, un niño pobre, una anciana encorvada, un cirquero contrahecho, un hombre reducido ex profeso de tamaño por la agencia en tentativa experimental– ha escapado de la muerte, o al menos, del féretro miniatura. Trampa de dentadura dislocada, cáscara podrida sin carne, viuda negra abrazando la intemperie, madriguera de ratas y chinches, lecho de enanos urgidos. ~

Vuelta, 130, septiembre de 1987





Pollería

A Marina —en un mandado.

Gallos jóvenes, tenores imberbes aglutinados como huevos revueltos. O bien, como un maizal cruento después de una pelea de gallineros. Y ahora, sólo la convivencia forzada —casi dulce, casi solidaria— de los cadáveres. Galería confusa de gestos definitivos. Plumas volátiles sobre el brazo velludo y enérgico del pollero. Un pico largo, aquel pedazo de cresta, medio ojo seco, ese buche, esta pata tiesa, aquella cola implume, conformarían, todavía quizás, la estampa mínima de un gallo de apuestas derrotado.
—¿Cómo la va' querer, Doña: así de pieza limpia o con huesos pa' consomé?
Velorio soleado, concurrido, animado; con oraciones fúnebres sobre la calidad excelente de los difuntos; con moscas, ventilador eléctrico y sangrienta imagen religiosa a lo alto.
Granja herida. Canto de amanecer asesinado. "Quiquiriquí" ahogado bajo una "pechuga aplastada". -

In memoriam Luis Ignacio Helguera (Ciudad de México, 1962-2003), autor de los libros de poemas Traspatios, Minotauro y Murciélago al medio día



Las canciones tristes de Luis Ignacio Helguera
Por *Miguel Ángel Echegaray

Luego de leer otra vez los últimos poemas publicados por Luis Ignacio Helguera, ésas tres piezas me parecen hoy incómodas y dolorosas premoniciones. La innecesaria quiebra de su porvenir, al igual que los oscuros días que envolvieron su final, están predichos de algún modo en sus líneas: como si fuera el mayor instrumentista de la tristeza, anudó su acostumbrada melomanía con una brutal indefensión. Pocas veces tan melancólico en sus letras y tan íntimo en sus referencias musicales.

Me impresiona advertir una coincidencia emotiva y musical en el primero de ellos, el que tituló "Intermezzo núm. 2, en si bemol, op. 117, de Brahms", dedicado a su padre. La coincidencia aparece al saber que Brahms, según Claude Rostand, calificaba esa obra para piano como una "berceuse de ma douleur". Una canción hija del dolor, pero no de cualquier género, si nos atenemos a la acepción de berceuse como canción de cuna que utiliza el crítico francés. Entre ese dolor, "el luto otoñal de todo" y la melodía que arrulla, "y recuerdo cómo me cargabas semidormido hasta mi cama al terminar el Intermezzo", oscila la meditación triste del poeta que ha cumplido cuarenta años. Sobrecoge entender que un hilo finísimo los anuda, el notable monólogo brahmsiano, y que el nudo permanece inalterado entre los dos aunque el hijo se conduela por lo mal que aprendió la nobleza, el carácter y la fuerza del padre... la música como el más poderoso asidero filial.

De nuevo Brahms. En la "Sonata en fa menor para viola, op. 120, núm. 1", precipita, en la primera parte, una variedad de motivos y un contrapunto encendido... luego, en el Andante un poco Adagio, deja asomar una dulzura resignada y los tonos musicales propios del otoño. Una mujer desconocida los ensaya obsesivamente para apartarlos del olvido: la memoria es la partitura más sincera con que contamos. Otra vez Luis Ignacio Helguera, encerrado en el otoño, la más humana de las estaciones. Otra vez tiende el finísimo hilo, aunque vanamente, con el que necesita anudarse con otros, en este caso la mujer, desconocida e ignorante de su necesidad. Siempre existirán amantes que, si bien adivinados, no cesan de buscarse.

Conocemos el lado melancólico de Bach porque Heitor Villa-Lobos injertó la modinha (valga otra vez, canción triste) en sus notables Bachianas brasileiras. La Número 1 para un conjunto de 8 cellos, es la obra de la que Helguera desgaja una modinha para completar su pasmoso tríptico. Canción triste que le devuelve al cello su vocación de serenidad e impulsa al poeta a multiplicar sus palabras. Una modinha que proclama: "qué triste recordar a fuerzas lo que más duele recordar", y entonces, comprendemos que el hilo finísimo deja de tenderse porque algunos nudos son imposibles de hacer, como aquel que se quiere trenzar con el paso del tiempo que envejece a cualquiera, como ocurre en ese billar de toda la vida de Villa-Lobos en que el personaje es solamente una rutina. El "billar de toda la vida" es una imagen poética que Luis Ignacio desgranó de una imagen fotográfica, del año 1957, en la cual el músico carioca aparece jugando carambola, con un puro en la boca, con chaleco y en mangas de camisa, con setenta años de vida y sólo veinticuatro meses más de la misma...México, D.F., 20 de mayo de 2003 •



Intermezzo núm. 2, en si bemol, op. 117, de Brahms

A mi padre, Luis Ignacio Helguera Soiné

Sólo ahora, a los cuarenta años
comprendo por qué me recostaba en el sofá de la sala cada noche
cuando estudiabas ese Intermezzo de Brahms
porque expresaba tu carácter y tu fuerza y tu nobleza, que aprendí mal
y la caída de las hojas verdes y luego rojas, en los jardines que tuvimos
el luto otoñal de todo
y recuerdo cómo oyendo la radio estacionaste el coche en una calle
entre automóviles furiosos
para ponerte a llorar sobre el volante 
disculpándote conmigo con el pañuelo en la cara
porque era un Nocturno de Chopin que tocaba tu madre
y recuerdo cómo me cargabas semidormido hasta mi cama
al terminar el Intermezzo de Brahms, cada noche
y tu carácter y tu fuerza y tu nobleza, que aprendí mal.



Postal de Brahms 

Para Carlos Helguera

 Esta vecina de mis padres en Chicago 
ensaya todas las tardes el Andante un poco adagio de la Primera sonata para viola de Brahms 
mientras piso las hojas rojas y anaranjadas de la Campbell Avenue 
¿Por qué le obsesiona ese movimiento como a mí? 
(porque no lo estudia: le obsesiona) 
¿por qué pasan estas cosas, tío? 
No toca nada mal la viola, aunque se atora en un pasaje difícil, como yo en la vida 
Quisiera tocar el timbre de su departamento 
hablar con ella de Brahms, de esa serenidad sublime
y admirar la belleza de su viola y su cabellera 
y la expresividad de sus brazos y sus ojos 
mientras me otrece un café o una copa 
y hablamos del poder evocativo y las meditaciones otoñales brahmsianas
y del estatismo armónico extraño y sublime
en que flota un clarinete de pronto solista sobre el piano en el tercer movimiento 
del Segundo concierto para piano y orquesta
y la invito a cenar en Belmont
¿Pero qué tal si es una güereja desabrida o una anciana decrépita
o un maricón pelirrojo o un gordo devorador de hamburguesas?
Sólo quedaría sellar una brahmsiana amistad y largarme
¿Por qué pasan estas cosas en la vida, tío? 
¿Por qué se pregunta uno por qué, si la vida toda es naturalmente azarosa e indescifrable? 
Hace años que me obsesiona la dulzura de este Andante
Brahms deshojaba lentamente en el pentagrama los árboles más bellos 
Me invade la melancolía, pero no tengo el valor de tocar el timbre
Tal vez esa mujer espera a un brahmsiano que toque su timbre 
Tal vez esa mujer sea tan solitaria y triste como yo 
Tal vez esa mujer y yo podríamos amarnos, apadrinados por las barbas de Brahms 
Tal vez sea la mujer de mi vida y me separan de ella la cordura y la cobardía y un timbre
Después de todo, la melancolía de los acordes
ambienta bien mi soledad
Me quedo con la belleza pura de la música
silbo la melodía y piso las hojas rojas y anaranjadas de la Campbell Avenue
y regreso con mis padres
Qué triste y hermoso y brahmsiano es el otoño en Chicago


   
Modhina de las Bachianas brasileiras
núm. 1 para ocho cellos de Villa-Lobos

Para Guillermo Helguera

Qué tristeza a veces da la tristeza ajena
la de la gente bienintencionada a la que el destino parece empeñarse en probarle que es mejor ser mala persona 
la de la gente que trata honradamente de "superarse"
y compra y lee con esfuerzos uno de esos manuales de superación personal
y todo le sale mal
como todo bien a los autores abyectos de esos bestsellers
una tristeza que va y vuelve como las olas del mar
la de la gente buena que cree a diario en Dios por más que Dios sólo le dé a diario bolillo duro
qué tristeza la del hombre que logra por fin armar el rompecabezas de su vida
solamente para comprobar que fue todo un rotundo fracaso
la del cierre de un buen restaurante destinado, quién sabe por qué, a la bancarrota
del que fue uno el último cliente y ya ni siquiera le cobraron la cuenta
una tristeza que va y vuelve como las olas del mar
la de enterrar personas a las que no pudimos decirles ni probarles que las quisimos mucho
qué tristeza las discusiones agrias de parejas ancianas que no se tienen ya sino uno al otro
y no tuvieron hijos, como no tuvo Villa-Lobos
y en medio de las discusiones, cada vez más agrias, lo saben, y mejor van por el pan y la leche
la de las parejas que se destrozaron a cachos después de que cupo entre ellas todo el amor del mundo 
qué triste recordar a fuerzas lo que más duele recordar
las mordidas del murciélago o la rata en el alma
una tristeza que va y vuelve como las olas del mar 
qué triste cuando queda ya sólo el recuerdo, cada vez más recuerdo del recuerdo 
qué triste cuando el billar de toda la vida, Villa-Lobos, es ya sólo rutina
cuando las carambolas o el sexo importan tanto como ir al baño o pagar la renta
qué tristeza incluso expresar toda esa tristeza en un canto desgarrado de ocho cellos
en belleza desesperada
como hizo Villa-Lobos•

*Miguel Ángel Echegaray (ciudad de México, 1959) es egresado de ciencias de la comunicación y del posgrado en historia del arte, por la UNAM. Ejerce la docencia de crítica de arte y política cultural en la Universidad Iberoamericana. Pertenece a los consejos de redacción de Pauta y Casa del Tiempo. En sus ensayos, publicados en diversas revistas, ha abordado, entre otros temas, la pintura colonial en Puebla y Cuautitlán, la pintura decadentista mexicana y la crítica de arte de Octavio Paz. En 2002 publicó la novela Olimpo (UAM/Ediciones sin Nombre).



Fábula I

El sapo y la rana se mostraban una noche lluviosa sus versos. Entre celebraciones, descubrieron de pronto, con asombro extraordinario, que habían escrito un poema -"Loa al charco"- idéntico, literal.
Pero en lugar de disputarse los derechos de autor del caso apoyándose en recuentos de circunstancias y argumentos diversos, y como eran animales irracionales, quedaron de acuerdo, con un unísono eructo, en que lo esencial era divulgarlo, y lo proclamaron anónimo.


Fábula II

Un gato se trepó al tejado y se puso a escribirle un poema a su amada. Jugando con los hilos de estambre de la luna, enarbolaba versos hábilmente: "Fatal lejanía.../ cuántas azoteas de por medio..." De pronto, sonó a sus espaldas un maullido sensual. Volteando atrás, el poeta vio a su novia, a su musa, y, recobrándose del sobresalto, le dijo, ya muy tranquilo, aunque molesto: “Vete, luego nos vemos. Me has interrumpido.”


El cara de niño

En carrera enloquecida, huyendo, entre las piedras, de los zapatos.
—¡Déjame ver su cara de niño, papá!
—No tiene cara de niño, se llama así nada más.
Voltearon con una rama la masa aplastada, con patas estentóreas todavía.        Y un golpe de la luz radiante en plena cara del insecto reveló al verdugo una instantánea desconocida, en que aparecía él mismo cuando niño haciendo un gesto lastimoso y plañidero porque quería seguir jugando en el jardín y le habían dado alcance inapelable.


Siamesas

La complicidad de Renata y Roberta alcanza la carne. Su contigüidad no concede la gestación del secreto. No se siente Roberta la tía de Roberto sino su madre, segunda madre, madre dual: asistió momento por momento a la posesión inolvidable, al embarazo, al parto, a la maternidad; amamantó al bebé cuando se agotaba la leche de su hermana y la envidia del eterno testigo que quiso ser actriz la fue apagando el amor al niño, que Renata quiso inculcar o agradecer al no llamarlo Renato sino Roberto.
Harta quizás la Naturaleza de las quejas del hombre por su soledad insondable, engendró este género de plantas humanas, rama de dos flores, humanos de un cuerpo, cuerpo de dos almas, metempsicosis excéntrica. ¿Se acompañarán bien estos reos de una sola celda y condena?
Naturalmente, cultivaron Renata y Roberta un odio entrañable, ajedrez íntimo desbordado a veces en mordiscos, arañazos, golpes que conocieron como límite único —frontera de la paz— el dolor en la pelvis que las une.
El tiempo ha ido cosechando el equilibrio de dos fuerzas, la disolvencia de los contrastes, finalmente la concordia. Roberta jalaba a la derecha y Renata a la izquierda; Renata era dormilona y Roberta, insomne; Renata era brillante casi y casi opaca, Roberta; epicúrea era Renata y Roberta, estoica; a Roberta le gustaba comer y a Renata, beber. Con una adecuada mezcla de epicureísmo y estoicismo compartieron problemas gástricos, sentadas en un mueble sanitario siamés que mandaron fabricar.
El insólito dúo de violín y viola que formaron templó y armonizó sus cuerdas, tanto como su hijo Roberto, verdadero diapasón. Dan finos recitales de música de cámara a los que asiste mucha gente, lamentablemente pocas veces interesada en escuchar.
La vejez las ha vuelto tolerantes y, por fin, una sola persona.
A la luz del sol se lamen ahora como gatas siamesas

  
El rey

Había una vez un rey… que a pesar de haber extendido su reino por todo el mundo, o precisamente por eso mismo, llegó a sentirse lleno de tedio y de vejez desolada. El mundo le pareció cuadrado y su vida, de cuadritos, en blanco y negro.
            Pero un buen día le comunicó su consejero que dos peones suyos, embarazados de ocho casillas, habían parido dos hermosas y felices damas, como si de lentos sapos encantados hubieran florecido ágiles princesas encantadoras.
            Hasta entonces, y de golpe, el rey comprendió que su vida sólo había sido una larga, complicada y tediosa partida de ajedrez y que aunque había conseguido la victoria, de cualquier manera la partida había terminado y otras manos celebrarían por él.


Hortelana

Mi única cosecha cotidiana, verdura, fruta de esa temporada. Como coles suaves, frescas, tus senos al aire, tus pies descalzos, tus blancas piernas desnudas corrían entre espigas húmedas con el sabor todavía de la madrugada. Tus risas frágiles quebrándose inconscientes en la tarde, tu falda juguetona recolectando tomates, calabazas, berenjenas. Tu cabello desatado danzando al lento son de las nieblas del alba. Y nuestro páramo de sueños sencillos como las bugambilias, el trigo, los rábanos. Tú, en algún sitio, no finjas, también has de recordarlo.
            —Aquí está su ensalada, señor.


El armario

De cada gancho un día colgado. “Cada día —me decía el viejo— se viste con un traje y un color diferentes: verde, azul, rosa —hay días, en efecto gobernados por la cursilería—, gris, negro…” Abundaban los ganchos en su armario y había seis o siete trajes adquiridos con esfuerzo, una bata a cuadros, tres pares de zapatos y una cajita de rapé donde guardaba etiquetas de puros finos y estampas pornográficas antiguas. Mostraba orgullosamente el mueble y lo acariciaba con cariño de abuelo preguntando: “¿No es hermoso?” Sí, lo era, con esa belleza esporádica que tienen de pronto todas las cosas comunes y corrientes.
            Una mañana, el abuelo ya no volvió a la oficina. Al hacer la limpieza del cuarto, la sirvienta barrió y recogió los días tirados en el piso y encontró después al viejo metido en el traje negro, colgado del último gancho. Como el armario era estrecho y resultaba un problema sacar el cadáver, sirvió también de ataúd.


Patio vecino

Rubicunda, coqueta, cuelga, se agita en el tendedero, la piñata. Como quien en la horca se mofa de la muerte. Repentino palo certero; explosión. Diluvio de cañas de azúcar, cacahuates, colación, naranjas; diluvio de niños. Un trozo de barro empapelado descalabra a uno: se rompe una esferita de Navidad. Recogen al niño, no el relleno de su piñata, el torrente de sueños blancos de posada como, por ejemplo, el rostro de una niña bonita dibujado por luces de Bengala.
            Patio súbitamente desolado. La piñata cercenada, se zarandea todavía hasta el último instante, en espasmos jocosos. Junto a ella, suben y pasan, vaporosos, con el confeti del aire, los sueños blancos desperdiciados.


Mujer iluminada

La mujer encinta de nueve peses pasados es trasladada en camilla presurosa al quirófano. Todo el equipo de enfermeras, anestesistas, instrumentistas y doctores salta atropelladamente sobre ella como si su bulto fuera un gran balón de futbol americano o una piñata partida. No puede dar a luz; cesárea necesaria. Sobre las batas y las cabezas con gorro de los especialistas, entre las piernas de la embarazada, pasan, en rápida exhibición, bisturíes, tijeras, jeringas, fórceps. Finalmente la herida, la portezuela de emergencia, el zíper en la carne azorada. Y en seguida, con tremendo impulso alimentado de la retención insoportable, el nacimiento abrupto, luminoso. Todo el equipo, repelido: manos en los ojos, deslumbramiento de ceguera. Para los que esperan afuera: ni niño ni niña. La caverna sólo ha parido luz.


La oveja negra
Para Tito Monterroso

Había una vez una familia de ovejas. Siempre al final o aparte, estaba una oveja negra. Las demás no eran completamente blancas, tenían aquí y allá sus mechones grises. Pero en pocos años pudieron presumir una total blancura, de una pureza tan hermosa como la de la nieve, el algodón o la espuma del mar.  Fue gracias a la oveja negra. Con tan sólo existir, o tratar de existir, siempre al final o aparte, las encaneció prematuramente.



En pleno centro de Mérida, una anciana de más de cien años, encogida al metro de altura, un párpado caído, el otro ojo vigilante, la nariz y los labios protuberantes y amenazadores, me dice:
            —Dame cinco pesos.
            —¿Por qué cinco? —pregunto.
            —Porque me miraste y soy pieza de museo que cobra porque la miren. Dame cinco pesos o te va salir más caro, por seguir mirándome.
            Le di los cinco pesos y me fui. Volteé a verla y me seguía mirando, a lo lejos, con su ojo vigilante, la nariz y los labios protuberantes y amenazadores.


Intersección

Por el parque España un joven corría eufórico, los brazos en alto:
            —¡La hice! ¡La hice!
            Daba la impresión de haberse sacado la lotería. Después de dar la vuelta a unas jacarandas, sin dejar de celebrar, se cruzó de frente con un viejo cabizbajo, que se enjugaba las lágrimas con un pañuelo guinda. Se miraron a los ojos. El viejo lo miró desde el fondo de su ser con envidia, rencor, odio. El joven bajó los brazos, caminó despacio, miró al viejo con vergüenza, desconcierto, lástima. El viejo siguió su camino, cabizbajo. El joven siguió su camino, miró al viejo a lo lejos, levantó los brazos nuevamente y continuó su carrera feliz:
            —¡La hice! ¡La hice!



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