lunes, 25 de mayo de 2015

CÉSAR RITO SALINAS [16.104]


CÉSAR RITO SALINAS

César Rito Salinas nace el 2 de agosto de 1964 en Santo Domingo Tehuantepec, Oaxaca, México. En 1989 recibe el  Premio Estatal de Poesía Casa de la Cultura Oaxaqueña, con el poemario Movimiento de luz. En 2003 recibe el Premio Latinoamericano de Poesía Benemérito de las Américas, convocado por la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca por su libro de poemas Una escalera junto al mar. En 2013 le otorgan el Premio Nacional de Poesía Tuxtepec  y publica el libro  Ojo de lagarto/Zapatos de gente normal, poemas y relatos, Amantes Editorial, Oaxaca. En 2014, resulta ganador del Primer Concurso del Festival Poesía en Voz Alta, Casa del Lago, UNAM, y es contemplado para participar en el Festival Internacional de Poesía, en abril del 2015.
Premio Latinoamericano de Poesía "Benemérito de América" 2003.
Ganador del séptimo Premio Nacional de Poesía "Tuxtepec, Río Papaloapan" 2013.


Bolsa del mandado/agua de tiempo

Con la misma actitud con la que voy a la tienda saco palabras de mi corazón.
El hombre debe ser fuerte para trabajar por la sobrevivencia.
Las palabras justas no llevan envoltura especial, como algunos lácteos.
Sólo tropiezan los dedos con ellas, tiran de sus cabellos.
En la tienda de autoservicio un anciano arregla la compra en bolsas de consumo.
Una joven mujer me sonríe tras la caja.
Tomo mis cosas y camino a las puertas automáticas.
Resulta maravilloso comprobar que la presencia humana mantiene su fuerza.
Regreso a casa como santo Cristo, con las manos ocupadas.

Los ángeles habitan tras el cristal claro de la panadería.

Antes del café,
negro café,
la cuchara
del café,
el azúcar 
del café
con su cuerpo de porcelana y oro.

Debería ser agua de tiempo el viajar grandes distancias solo por el hecho de encontrarse con amigos, unos tragos, escuchar poemas de autores anónimos. Porque había de ser agua de tiempo el viajar grandes distancias para llegar a departir con desconocidos y decirle al poeta anónimo que lee sus versos: “sólo por tu poesía valió la pena el viaje”.

La poesía camina sobre un puente alto que atraviesa un río sin agua.

Siquisirí. Tarde de pájaros y veredas junto a un río calmo, manso como pierna de mujer que mira pasar a los hombres en el parque del pueblo mientras las campanas llaman a misa o jarana. Suenan las cuerdas de una jarana tercera. Ya vuelan los versos desde el pecho del hombre al mirar el cabello tupido de la mujer, negro, espeso, profundo. Tiembla ahí, donde se esconde la leona. (Hojas de almendro//huellas en la vereda//muro del alba.)    

La poesía viene envuelta esta tarde en bolsas de papel estraza donde sueña su con su infancia el pan de dulce.

Puntual el borracho de la madrugada permanece pegado a las amplias puertas de cristal con un vaso desechable entre las manos, como quien espera confiado en que abrirán las puertas del cielo. Antes del alba el hombre pegado a las puertas de cristal con su vaso de cartón. Falta mucho tiempo para que canten los gallos. El hombre llama, pide ante las duras puertas del aire su cerveza. Ya pasan los trabajadores del campo arriando la carreta. El trabajador de la fábrica anuda sus botas. Mucho antes que la mujer salga al patio a orinar largo el borracho detenido junto a las puertas de cristal. (Largas las vueltas// el camino de noche//luz de la vela.)

La tarde atraviesa el puente que libra las aguas negras de todos los días.

¿Por qué no escribo poemas como gente normal? ¿Por qué no utilizo el poema para enamorar a las mujeres, para convencer a los demás que soy un desvalido emocional y que requiero de su ayuda o como talismán para la buena suerte? 

Mi barrio es una manta gris que se extiende para que los niños vean películas de cine callejero.
Los poemas hacen transpirar al lector. Generan dislexias, taquicardias. No son escritos de gente bien que hace subrayar al lector sobre la necesidad de las causas justas en este mundo o sobre la bondad de las instituciones de gobierno y los organismos de la democracia en nuestra vida diaria.

El puente de mi barrio es el espacio que atravieso todos los días para llegar al poema.

El puente del ferrocarril es una hamaca vieja colgada en el patio a pleno sol del mediodía.

                                      San Martín por la Secundaria, Oax., 2013.





Estación de aguas



Poemas

POEMAS COMO PRESAGIOS de sangre, que llegan así nomás. Al salir del cuarto de baño, al entrar a un motel cuando se cree que nadie lo observa a uno. Al ver el rostro de un desconocido, en la calle, que llega y me saluda como si fuera mi más grande amigo. Poemas que llegan como la muerte de un de repente, impostergable. Poemas que son "la pequeña muerte", tan recordada por las francesas. Poemas que salen del mar que todo lo cubre. Poemas que llegan eléctricos, como relámpagos en una noche de aguacero. Poemas que atraviesan la memoria con el ladrido de los perros, a media noche, al atravesar una calle abandonada.



Juchitán

UN NIÑO OBSERVA desde la habitación de un cuarto de hotel la calle del viento. Pasa el viento fuerte y hasta su ventana le entrega un sombrero. El niño sonríe, le agradece el obsequio. Abajo, en la calle, pasa una morena hermosa tratando de bajar con los brazos sus faldas. El niño observa su esfuerzo. Abandona su puesto y camina al buró de la habitación. Toma papel y lápiz. Regresa a la ventana. El niño escribe una oración al viento, su amigo: "Viento fuerte haz que se levanten las faldas de la morena hermosa que camina bajo mi ventana. Quiero mirar sus pantaletas para luego partir de esta tierra. Viento fuerte, amigo". Con hábiles manos hace un avión de papel. Lo arroja al viento mientras sus labios repiten con devoción la oración escrita.



Negación de las letras
sembradas de poesía

EL POEMA NO ES EL POEMA, este que sostienes y lees ilusionado, caro lector. El poema es la sonrisa de mi hija que me aguarda cada tarde en el patio de su escuela. El poema está en la sección de monitos que leo puntualmente, cada mañana, en el cuarto de baño. O está en la declaración diaria de los políticos de nuestro país, que no se cansan de mostrarnos lo insondable del alma humana cada que abren la boca. O está en la mosca, que con tenacidad de buena madre intenta depositar sus huevos en medio de estas líneas que trazo entristecido este mediodía.



Palabras

Para Pepe Elorza, en esta hora ingrata.

ENCUENTRO MI PALABRA cuando avisto los lindes de mi existencia. Encuentro mi voz cuando las enfermedades me rondan. Entre arribos y escapes de los hospitales, cuando tengo más cercano a mi persona dolorida las palabras del médico, mi palabra. Cuando llegaron ya las recomendaciones que me hacen los que me quieren para que cuide los niveles de glucosa en mi sangre, los tan temidos triglicéridos, mi palabra. Tengo presente aún la voz de mi madre, dichas allá en aquellas soledades de arena y mar en que habitamos hace tanto tiempo, cuando me cuestionó para saber qué es lo que haría con mi vida: "escribir", le respondí sin pensar, por decir algo, para salir del paso. Ella regresó una tarde después de hacer las compras de la semana con un objeto nuevo, desconocido hasta entonces en casa: una máquina de escribir. Blanca, bella, portátil la máquina de fijar palabras. Memoricé ese teclado negro de donde se podían obtener tantas palabras. Sumé palabras, imágenes, en busca de mi palabra. Pero, ¿qué decir en medio del gran océano de la palabra humana? ¿Qué decir ante lo ya tan bien dicho por otros? ¿Quién soy yo para levantar mi palabra? Pasó el tiempo. Me sumé a la fila de los buenos para nada, al grupo de los hambrientos de alcohol y calles. Tuve amores, pesares. Cuando caí la palabra de otros me levantó. Conocí a hombres que sabían tanto, conocían tantas palabras que se negaban a fijar su nombre en lo que escribían. Conocí a otros que creían saber tanto, tener tantas palabras que fijaban su nombre hasta en la lista del mandado. Una madrugada, después de horas de borrachera y frío, descubrí mi palabra. Allí estaba, tan dolorida como mi malograda persona. No era más que lo que era mi cuerpo abandonado. Mi madre hace tiempo murió. Las palabras me levantaron de ese golpe. Aprendí a querer la generosidad de la voz de otros. De ese cariño solidario que me entregaba gente que nunca conocí, brotó mi palabra. Esta mi palabra, que dice de navíos, capitanes de la mar, el mar. Esta palabra mía, humilde, abandonada, que la entrego gustoso a la memoria de mis muertos. 



Calores

Tiempo de calores en la mesa del café. Las calles de la ciudad andan enloquecidas, muerden a todo aquel que se atreva a caminarlas. La gente, habitantes del insano juicio, bloquean avenidas, parques públicos, cines de la periferia. Estos calores avivan en el mortal el deseo de tirar gobiernos democráticamente electos. El calor hace escurrir la tinta de los periódicos, en los cuadernos de las adolescentes. Las pubescentes, desquiciadas por el calor, habitan la ciudad con un carácter insano y anidan en su pensamiento imágenes de efebos que les transforma la naturaleza. Las perras se vuelven lobas. Las lobas se vuelven locas. Yo camino con la pluma y la libreta pegadas al pecho, al corazón mientras salen volando por las ventanas de los hospitales pantaletas y brasieres. El patio de los centros culturales no es más que la explanada de las cárceles, los cementerios. Todo lleva un color amarillo insobornable con este tiempo de calores. Calles y hombres y bestias, cosas, andan de un amarillo metálico como pinturas de párvulos. En los camiones del servicio urbano los jóvenes buscan amparo entre las nalgas de las mujeres casadas. En la esquina veo a un viejo que observa los tirantes de una niña con ojos de jacaranda. El tiempo del calor distorsiona las cosas. Los autos se evaporan en la calle, como el misterio de las almas en pena. La cabeza de la gente emprende el vuelo inesperadamente. El calor junta, comunica los cuerpos substancialmente. En la esquina del café un auto desde sus altavoces avienta al vacío propaganda política. Arden los anuncios espectaculares. Una lluvia de fuego intenta reconfortar el cuerpo de los ciudadanos. Todo arde. Levanto el café en medio de una compulsión por beber. Siniestra, generalizada. Me refugio en la sombra blanca de una niña que lee en la mesa vecina un libro con historias de reinas y princesas, caballeros con armadura, caballos que galopan en la madrugada, incansables, por bosque y playas del océano.



Carta al maestro Eusebio Ruvalcaba

¿Qué noticias para este pueblo donde pasa el viento de febrero sobre hojas caídas hace tanto tiempo? Las noticias las trae el viento y las hojas al pueblo. El tiempo es sólo un alargarse de sombras. Aquí no pasa nada, sólo el rumor del viento sobre las hojas. Y las historias contadas hace tanto tiempo. Y el alargarse de las sombras en la mirada hasta convertirse en rendijas de una existencia al aire loco de febrero. Con este tiempo uno espera portar en la cabeza un sombrero que vuele por los aires para dejar correr la mirada antes de salir de las sombras a buscarlo. Pero nada, aquí no hay un sombrero que proteja al hombre de las miradas, el viento, la distancia; esa largueza de las sombras. Sólo el viento que corre sobre las hojas muertas esparcidas en el patio y a lo lejos un pitar de tren que se aleja y se apaga como vela que ilumina el rostro de una niña en una habitación inmensa.



Un lobo

Un lobo lame los senos en el parque público municipal. La adolescente permite a la bestia mamarle sus senos. La pareja está sentada a los pies de un rosal, junto a ellos un viento ligero del atardecer esparce las gotas de agua del chorro de una fuente. Los contempla el busto de un prócer de la república. La adolescente lleva humedecido el rostro. Junto a la pareja, en el andador adoquinado del parque público municipal las madres casi niñas pasean a sus crías en brazos. La tarde cae sobre esta imagen de mi pueblo. Nadie percibe que yo saco apuntes en mi teléfono celular. Sobra decir que la adolescente es de piel morena con el nacimiento de sus pechos casi blanco.




El muladar del puente Tortugas

Los postes de madera están en el suelo, en los árboles los zopilotes abren sus alas para refrescar su sangre caliente. Desde la torre de vigilancia del presidio los custodios, al mediodía, no miran a los reclusos. En el patio ven, quizás, a una mujer desnuda en el río o  un plato con tasajo y frijoles. Sobre un río sin nombre pasa el puente Tortugas, abajo, en el lecho, anda el muladar altivo, enorme. Se escuchan los gritos de los reclusos, la voz de alerta del centinela.



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