miércoles, 14 de noviembre de 2012

JUAN R. TRAMUNT [8371]



Juan R. Tramunt (Las Palmas de Gran Canaria, 1955), es profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria y psicólogo clínico.
Autor de Libreta en blanco (poesía, 2001), La vida posible (relatos, 2002), La hembra del centauro (novela, 2004), La ceniza que avanza (relatos, 2008), La piel de la lefaa (novela, 2012), Caligrafía (poesía, 2012, en prensa), Anturios en el salón (novela, 2012, inédita).
En teatro es cofundador de la compañía La Fanfarlo, y ha escrito las obras: Las palabras y el cuchillo (2003), Menos bulto, más claridad (2004), La vida sobre fondo blanco (2005), Papas y piedras (2005), Nanas en la oscuridad (2011).




RUTINA

El día ha empezado porque el reloj así lo asegura.
La fresca oscuridad acompaña al barco
mientras sale por la bocana del puerto.
Mi paso es vivo, aunque,
como casi siempre, voy bien de tiempo.

He sido puntual a un montón de desatinos
a lo largo de mi vida;
pero en lo que me he demorado
es donde mejor me veo. Aun así camino
presto a las obligaciones de esta nueva jornada
que se llevará la mejor parte de mis fuerzas.

Cuando retorne a casa,
cansado y con algo de hastío
enmascarado de gesto satisfecho,
recibiré el afecto de quienes me necesitan,
de quienes yo necesito,
y entre quienes me demoraría el resto de mi vida.

Pasaré la tarde con mis cosas amables
o en desigual justa con las palabras de este poema.
La llegada de la noche me obliga a hacer balance.
Hay quienes crecen en mi vida, hay quien es, para ella,
cada vez más necesaria.
Hay versos que no salen y relojes que permanecen serios.



  
ALBORADA

El mar se abre delante del balcón
un día más. Lo hace bien acompañado
del cortejo del sol que luce espléndido
un día más. Se intercambian entorchados
de mando y centinela con la noche,
cansada y recelosa por los fastos
vanidosos del alba: insolencia
juvenil, impulsiva arenga al drástico
revés que desconcierta a mi amiga.
Ahora debes irte, el primer acto
empieza y tuyos han sido obertura,
orquesta y los primeros aplausos.
Sería innoble por tu parte querer
desdeñar la belleza en escenario
ajeno, cuando has sido la primera
bailarina, coreógrafa y soprano
hasta el telón de luz. Esa luz que entra
en mi casa inundando cada cuarto,
cada esquina que aloja la inquietud
nueva del día que empieza, y los trastos
viejos de los que nunca me deshice.
No tengo que ocultar nada, sólo pasos
sin rumbo en otra noche que me deja,
llena de contertulios inventados,
que han compartido insomnio y esperanza
en el festín de las horas a destajo.
Es lo bueno de ver amanecer
con ventanas abiertas, paso franco
a la luz, a la vida, que sus ojos
sean los jueces y vean con quien hablo,
la mesa bien dispuesta, buena vianda,
en medio de un desorden necesario,
la cama llena, cálida, y todo ello
libre de alguien que jure mis errores.





SINGLADURA

Considero que soy de algún lugar
cuando siento que lo echo de menos.
No me pasa esto con el mascarón
de proa junto al que me quise instalar
armado de no sé qué absurda prisa.

Soy el grumete más viejo de cuantos
burlan del oficial su ebria mirada,
y después de baldear las cubiertas,
asegurar los fardos, los toneles,
en rechinantes y húmedas bodegas,
dispongo de algún tiempo al crepúsculo
para alongarme por una tronera
y sentir la caricia ensalitrada,
siempre fresca y a mares disponible,
del mar ―pueden llamarme Ismael―.

Ahora este es mi sitio, no abrazándole
la melena esculpida a un dios anfibio
que mira desafiante el oleaje.

Tampoco añoro, ni me place hacerlo,
puesto de timonel alguno, atado
a la rueda que vira de horizonte
a puerto cuando sé que no es de mí
de quien depende nada de eso. Sólo
hago lo que el minúsculo infante
de Perrault: ir sembrando mi camino
de guijarros que me dejen volver.

Atrás quedarán los mares del sur,
las más hermosas islas del paraíso,
las pestilentes aguas de una dársena
industrial o la herrumbre solitaria
de un largo y olvidado fondeadero.

A cambio volveré a este lugar
en el que pueda verme como en casa,
observando a lo lejos el azul
del mar rasgarse en la proa de otros barcos
de bella arboladura, y luciendo
esculturas de dioses y sirenas
desmelenadas que siguen llamándome.




  

                      
¿He pasado demasiadas horas
en mi vida mirando al mar?
Posiblemente es lo que más he hecho,
a lo que más tiempo le he dedicado,
no sólo en atenta y serena contemplación
sino en fugaces y perdidas miradas de tristeza.
Posiblemente es lo que más he hecho en mi vida
además de embelesarme
de ternura viendo a mis hijas crecer.
Ahora ya empiezan a ser grandes
y rápidas ante mis ojos,
por eso me gusta tanto verlas dormir,
porque aún mantienen el sueño
de los que se saben protegidos.
Hoy no están aquí
mientras miro al mar buscando un verso.
Cuando me vaya a acostar
no podré llevarme el terciopelo
que siempre acompaña a mis labios
en ese tiempo ―a veces extenso―
que tardo en adormilarme.
Y mi viejo amigo ―siempre al quite―
les gana este rato en la absurda competición
que enfrenta lo que necesito y lo que adoro.







                                           En este instante existes tú solamente.
                                                                           Alfonso Costafreda.

El amor que yo entiendo,
y que más se parece al que tú esperas,
es injusto, porque te complacerá
en casi todo aquello que te ilusiona,
en casi todo lo que te hace levantarte
cada mañana,
en todo, o casi todo, lo que te hace permanecer
a mi lado un día más.

Es injusto para mí también
porque ese casi todo será apenas nada al final,
porque no sé si entiendes mi amor.

Es injusto para ti
porque seré el ladrón que se ha apropiado
de todo lo mejor que puedes dar
sin devolverte a cambio algo parecido.

Lo es para los dos porque, queriendo darte
todo ese amor que esperas, poco te he dado,
aunque haya sido todo el amor que yo entiendo.








                                      A Juan Bautista Tramunt Rubió

A MI HERMANO

Me han dado una foto vieja.
En ella se ve a mi madre
con mi hermano mayor en brazos.
Estaba enfermo
y murió poco después de que alguien
perpetuara ese momento, para certificarle
a algún dios que hay quien nace para nada.

Yo de mi madre habría mandado
al infierno a ese dios,
pero ella siempre lo tuvo en cuenta,
a su manera, en silencio, pero en cuenta.

Nací algunos años más tarde,
y mi primer nombre lo llevo en honor
(y dolor) de mi hermano.
Es un honor silencioso,
como la cuenta de mi madre,
como el paso de mi hermano por este mundo de dios.





  
VENTANAL

He venido otra vez a este paraje.
Puedo elegir, con cierta persistencia,
colores o matices que decoren
mis pensamientos. Los abrigo entonces
con las tonalidades del océano
―hoy con intimidante mar de fondo―
o con verdes salvajes, y el negro
constante en esta tierra fragmentada,
que se esparcen delante del cristal.
Difícilmente puedo cambiar mis
pensamientos ―difícilmente tú
no estás en ellos ni un solo instante­―;
difícilmente busco que ello ocurra.
Así pues, cuando puedo distraerme,
los hago sonrojarse ante todo esto.
Me agrada observar, en ocasiones,
el rubor en la faz de quien lo intenta.






              

Hoy he esperado a la noche.
En este lugar la luz siempre me dice cosas
mas he preferido oír a la oscuridad.
No es algo nuevo. Hace años la frecuentaba más,
pero hace tiempo que no hago lo mismo.
Entonces tampoco venía por aquí
porque me hablaban otras cosas,
otros momentos, sitios diferentes.
Hoy he esperado a la oscuridad
con el afán de un primer día de clase,
y he oído lo que me dice y no quiero oír,
no hoy, porque las cosas que me arrancarían
un poema no deben aparecer aquí.
Quiero que me hable cuando me haya sumido
en el sueño más profundo (las ensoñaciones
lo aguantan todo, un poema no).
Quiero que me hable cuando mis sentidos
no tengan que justificar cada palabra
escrita, y las que no se escribieron.









Me gustan los amaneceres.
Es como si el día intentara corregir
los errores de la jornada anterior
empezando de nuevo.
Como si cualquier destello de luz
no haya sido lo suficientemente idóneo
para que el día pasado haya merecido la pena.

Me gustan los amaneceres
porque me recuerdan que hasta la naturaleza
tiene la opción de enmendar
sus equivocaciones,
con cada nueva primavera, cada plenilunio,
en cada alborada.

Me gustan los amaneceres
en el atardecer de mis días.
Me gustan sus páginas en blanco
junto a los borradores inconclusos
y garrapateados de mis tientos literarios
(y de todo el dolor ajeno del que he sido capaz).

Me gustan los amaneceres
porque son, de las cosas que he vivido,
las que siempre posponen el punto y final.










Quiero pararme sólo unos instantes
a escribir estos versos. Día propicio.
Se diría que es posible atrapar algo
llamado inspiración que se espabila
de tarde en tarde cerca de mis redes.
A lo lejos trabajan unos hombres
con la espalda doblada. Es tiempo
de poda, de esperanza, de sueños.
Yo mismo tengo ahí fuera trabajo
y gran inquietud dentro de mí;
ambas cosas me exigen lo mejor
y sólo puedo usar el cansancio
que dura desde ayer, y mis delirios
ingenuos de ostentar la autoridad
para hacer estos versos. Día impropio.
Quiero pararme sólo unos instantes.
Ser como aquellos hombres que trabajan
con la espalda doblada a lo lejos
sin bastarme emularlos manoseando
los cuatro frutales del jardín;
aunque eso sería más adecuado
que los cientos de versos que pudiera
escribir. Y hoy, como tantas veces,
me pregunto de cuántas cosas soy,
o no soy, más que un simple imitador.






GRACIAS

Gracias por concederme un papel
en tu imaginación. Aunque precario,
he visto el personaje que me otorgas
en la mirada huidiza de tus ojos,
en el rubor que ocultas con la risa
irritante de quien puede atrapar
corazones endebles fuera de época.
No sé si doy la talla de ese drama
que escribes e interpretas para mí
con expertos renglones chespirianos.
Creo que sería capaz de besar bocas
de la forma que apuntas y sorber
el caldo de las lenguas margulladas.
Puedo verme los labios recorriendo
tu piel protagonista y descubrir
hacia dónde va el rastro que señala
mi saliva. Podría estar contigo
sobre un escenario de algodón
y seda, entre las sábanas de un mísero
hotel impropio de esta mascarada,
o emboscado en pueril amor bucólico
bajo los setos sucios de un parque.
Tengo la impresión de ser actor
secundario de los que hacen escuela.
En el fondo de tu mirada huidiza,
que parece querer decirlo todo,
al final me saldría de ese papel
que me otorgas y haría todo el reparto.
Lo que no sé es si tú estás segura
de lo que significa ser la estrella.
Qué frágil beneficio de la duda
en la inmensa certeza de estar vivo.




  

EN VERSO NO LIBRE.


He intentado hacer acopio de fortaleza para enviártela,
hermano palestino, pero no es fácil en estos tiempos que corren
de abulia e indolencia. La he encontrado en la hamada
donde el pueblo saharahui se jarea al sol.

En las hambrunas de Darfur también di con algo,
y en los campos de refugiados de Congo y Somalia
(allí se hacina lo mejor de nuestra alevosía)
y en la mirada de los niños mineros del sur.

Asimismo te sería útil la de los barracones de Dachau
y Mundhausen, y de la sala de espera del doctor Mengele,
(ya sabes, eran otros tiempos),

o, mejor aun, de las pilas de calaveras de Pol Pot,
o la que conseguí en la mísera casta de los intocables,
o la del corazón encogido de las niñas infibuladas.

También en las celdas de Guantánamo encontré,
pero esta vez con garantía de legitimidad, que no es poco,
y en la mirada reticulada de los burkas,
o en la casa de los esclavos de Gorée.

La hay en el corredor de la muerte de donde sea,
como la hubo en la lóbrega oscuridad de los pozos de Arucas
o en la bien surtida y siniestra nevera de Idi Amín,
en la proa endeble de una patera y en las alambradas de Melilla,
en los juicios sumarísimos dictados por pinochetes, francos y videlas,
y en toda nuestra vergonzante historia como especie superior…

Te envío toda esa fortaleza que pude encontrar, hermano,
porque si esperas algo más de esta parte del mundo,
que el despiadado dios que se ha hecho hombre te coja confesado.







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