martes, 27 de noviembre de 2012

AUSTIN CLARKE [8598]







Austin Clarke (9 mayo 1896 a 19 marzo 1974) fue uno de los principales poetas irlandeses de la generación posterior a WB Yeats. También escribió obras de teatro, novelas y libros de memorias.

La vida de Austin Clarke transcurre entre el momento de esplendor y declive del Renacimiento Literario irlandés y el nacimiento y consolidación del Estado Libre de Irlanda. Como Joyce, era de origen católico y de clase media. Alumno del Belvedere College, de claras reminiscencias joyceanas, comezó allí a estudiar gaélico y se hizo entusiasta de la literatura irlandesa. Luego, en 1913, entró en University College Dublin, donde fue discípulo de Douglas Hyde, de George Singerson y de Thomas McDonagh (este último, ejecutado por su participación en la Insurrección de Pascua y al que Clarke sustituiría en su puesto) “Según McDonagh –señala Seamus Heaney–, logramos llegar a la nota diferencial de la poesía irlandesa, cuando los ritmos y asonancias de la poesía gaélica asoman a través de la textura del verso inglés. Y son muchos, en efecto, los poetas de este siglo, en especial Austin Clarke, que han empleado técnicas propias del gaélico en su música y su métrica”. En paulatina disidencia con el credo de Yeats, pero dispuesto a descubrir un verso auténticamente irlandés, Clarke vivió asfixiado por la atmósfera provinciana de Dublín y criticó duramente los dogmas católicos y las hipocresías del estado irlandés independiente. Usando como arma la sátira, recurrió con frecuencia a la cultura clásica, así como a la antigua literatura de su país, lo que le valió la desaprobación de los vanguardistas – Thomas McGreevy (1894-1967), Brian Coffey 1905-1995), Samuel Beckett (1906-1989), George Reavey (1907-1976), y Denis Devlin (1908- 1959)–, quienes también tuvieron a Joyce como su mentor. Estos poetas dieron abiertamente la espalda a las cuestiones de identidad planteadas por Yeats, así como a la búsqueda de la prosodia irlandesa promovida por Clarke, a quien Samuel Beckett satirizó duramente en su novela Murphy por medio del personaje de Austin Ticklepenny. Cada uno de los nombrados vivió la mayor parte de sus vidas fuera de Irlanda, participando del movimiento modernista que sacudió a Gran Bretaña y a Europa continental en las primeras décadas del siglo XX. Por lo tanto, al no estar dadas las condiciones en su país para la estética vanguardista, fueron mal leídos en su tiempo, con lo cual su descendencia poética fue menor y sólo reciente.

Pero volviendo a Clarke, su influencia –si se exceptúa el caso de John Montague– fue tardía en virtud de las circunstancias de la errática historia editorial de Irlanda: no publicó ningún libro de poemas entre 1938 y 1955, y sus Collected Poems sólo se publicaron en 1974, a pocas semanas de su muerte. Su obra, sin embargo, se lee hoy bajo una nueva luz. Los poetas Peter Fallon y Derek Mahon ven en ella “los eslabones en la cadena que conecta a Joyce con Kinsella”. El poeta y crítico Brendan Kennelly, por su parte, considera que Clarke “es prolífico, brillante, incisivo. A veces, su obra sufre porque sus temas son tópicos. Pero su voz es inconfundible; su individualidad, incuestionable”. John Montague, a su vez, lo juzga como el “primer poeta completamente irlandés en idioma inglés”.








EL CORTEJO DE BECFOLA

Temprano una mañana de domingo, 
la esposa de Diarmuid, de Irlanda, se levantó del lecho
"¿Qué pasa, Amada mía? ¿Adónde vas? 
“Por la plaza y el campanario, a Glen-na Scail"
"¿Qué buscas allí?" 
Unas túnicas bordadas, tres diademas,
nueve broches antiguos, filigranados,
engarzados, parte de mi dote."
"Ven, vuelve
a mi lado. Viajar en domingo, se dice, es mal augurio, y 
la cama es mejor que equivocar el camino aue."
"Voy porque debo."
“No puedes viajar sola."
"Mi doncella viene conmigo."
Aprisa partieron de Tara las mujeres
hacia el sur. Entre charlas se extraviaron por sendas de hierba mora. 
La leyenda las oculta esa noche en un bosque de Munster.
Fijamente las miraron unos ojos, aguardando la matanza. Pero 
Becfola trepó a un roble y allí permaneció, el cálido aliento en sus talones
mientras los lobos aullaban por la comida cercana.
El miedo cerró sus ojos. El miedo se los abrió.
El corazón latía de nuevo. Los lobos se habían ido.
Lloró, desesperada, por los huesos roídos de su doncella.
Algo resplandeció entonces 
como su júbilo próximo. En una hondonada
vio a un joven ligeramente ataviado 
en seda púrpura con fajas de plata
y rubí en los dos largos pliegues que caían 
de sus hombros musculosos, como un balón
cada uno. Trató de gritar, pero su voz era débil. Aquella espada 
con piedras preciosas en la empuñadura, aquel escudo ovalado, 
la salvarían del malechor, de perder 
la virtud, cuando su nuevo campeón 
los esgrimiera. Brazaletes y anillos se iluminaron 
cuando éste se arrimó a una olla atendiendo el fuego. 
Becfola corrió, trastabillando: el joven la tomó tiernamente, 
la llevó junto al calor, contemplándola, 
sin pronunciar una palabra. Más leños se apilaron 
solos bajo la olla. Asombrada,
compartió con él la comida. La llevó luego en silencio 
hasta un arroyo cercano; Becfola hundió sus manos
con las de él en el agua, bebió, secó su boca y lo siguió.
Miró hacia atrás - el fuego se había desvanecido. La sorpresa 
volvió a detenerla. Estaban a orillas de un lago – 
un bote de cobre se hamacaba amarrado a un islote:
el joven lo atrajo hacia la costa con un cabo
y el crujir de un trinquete, señaló, sonrió
y lo guió hasta las gradas sumergidas
de aquella casa en la isla. Becfola vio allí
hermosas camas, pero ni una sola alma. Sin una palabra, 
se desnudaron como marido y mujer.
Sin una palabra, ella se acostó entre él y la pared.
Dos veces en la noche se despertaron, 
se volvieron uno al otro, pero no traicionaron
al Gran Rey de Irlanda.
A la mañana siguiente el joven habló: 
"Eres mi esposa ahora, pero no puedes quedarte.
Vuelve a casa, y espera a que envíe mis duendes terrenales."
"¿Cómo podré irme sola? Mi pobre doncella fue muerta en el bosque."
"Ella está sana y salva,
abrigada por un fuego inmaterial."
Esposa y doncella volvieron entonces a Tara. 
Todo lo ocurrido había durado
menos de un minuto.
Becfola se desvistió rápidamente
y se acostó junto al Rey.
"Escuchaste mi buen consejo" -dijo Diarmuid, 
volviéndose hacia ella - "y ahora pareces una flor dulce. 
Todo ardor y murmullos, como si hubieras escapado 
a un asalto de besos. ¿Por qué, me pregunto? 
Becfola sintió la creciente excitación de su esposo. Se deslizó
bajo los brazos del Rey con un suspiro profano, 
abriendo los suyos. Oyó el amanecer 
afuera entre los olmos, y sonrió.
"Porque soy,
Amado mío, tu esposa obediente."

Traducido por Jorge Fonderbrider y Gerardo Romano








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