CELIA FONTÁN
Nació en Rosario, Argentina, en 1946. Coordina Talleres de Escritura en la “ Casa de la Poesía” ( Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Rosario). Formó parte, desde sus inicios en 1993 y hasta 1998 de la Comisión Organizadora del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Colabora en diarios y revistas literarias del país y del exterior.
Ha publicado:
- Ha crecido el césped (1974)
- Los árboles rebeldes (1975)
- De cruces y señales (1976)
- Hijas del mar, Premio Edición de la Fundación ARCIEN (Santa Fe,1981)
- Los habitantes de Valdrada, Premio Municipal “Manuel Musto” (Rosario, 1989)
- Restos del navío (1995).
-Un taxi a Bucarest (2007) Ediciones Juglaría
La frontera
Como un sueño
recordado al ras del alba ,
donde hemos estado viendo el mar:
un remoto paisaje
de acantilados,
el agua de las rompientes
cayendo sobre los automóviles,
en una ruta de paso de frontera
así,
de ese modo,
hasta ella llegaban
las palabras perdidas
de una conversación lejana
y ahora irrepetible.
En esa textura del oleaje,
como si fueran 10 mismo el sueño, el mar,
una vieja conversación
sobre amoríos
devastados por la inutilidad y el tiempo,
con un fondo de ruidos
de mar
de carreteras.
En esa levedad,
entre los materiales
apenas legibles de los sueños
alguien cruza de nuevo la frontera
vuelve a oír el agua
en las rompientes.
Tatuajes
Llevaba esa ciudad como una herida,
pero también como un reverbero,
puentes dormidos sobre un rio sin fin,
frias diademas.
Llevaba tatuada esa ciudad,
ingrávida en la piedra deMagritte,
si derruida,
restaurada en su fe.
Adonde quiera que fuese
llevaría
ese fulgor,
los íntimos trazados,
los tejados oscuros
penetrando la noche
AUTOMÓVILES
a Julia Mántica
Guardo la fotografía
en que mi abuela
conduce un Buick sedan
y lleva a su madre en el asiento trasero.
A menudo pienso
que quise hacer lo mismo:
conducir un automóvil
y llevar a mi madre a donde ella quisiera,
quizás hacia la escena lejana en que la abuela
condujo el viejo Buick.
Mi madre
nunca tuvo automóvil ni manejó ninguno,
mi abuela fue algo serio:
condujo como en sueños,
lo que no existió nunca.
BARCOS EN LA NOCHE
A Antonio Di Benedetto
No puedo ver
los barcos en la noche,
es un llamado salvaje,
un alarido,
verlos levitar
sobre lo oscuro.
No hay cielo, ni agua,
ni sostén,
sólo el olor del río,
las luces que avanzan
mientras llaman
¿Oyes, Zama?
¿quién vendrá por ti?
¿quién vendrá por mí?
El tanque australiano
Sobre el agua flotan hojas de eucalipto
y, a lo lejos, la casa iluminada
recorre las sutiles arterias
del follaje,
al tras luz,
árbol por árbol.
No recuerdas, vigilas,
acechas los fragmentos,
los rápidos registros de la noche
en la que al final todos nos perdimos.
El fin de otro verano,
regresan tras su paso,
las voces, los abrazos,
en el relumbre
del acontecer.
Oh, cuántas veces se ha dispersado
un centro hacia los cuatro vientos,
hacia las direcciones contrarias del albur.
Nada puede reunir lo que el viento ha cardado,
ni siquiera el rumor,
ni el balanceo
de los cuerpos
que rompen en la noche
la tersura helada
del agua
en el estanque
UN TAXI A BUCAREST
Por aquel tiempo
solía sentir cuando subía a un taxi
que entraba en una zona secreta.
Las calles se enrarecían,
olvidaba de pronto mi destino,
había una extraña iluminación de set,
iba hacia la peripecia,
desde la periferia al centro de un revelación,
cuando la luz enceguecía
el taxi entraba a Bucarest.
PASAJERAS
Hermana, ayúdame a recordar
las luces en cubierta,
el resplandor del río,
el agua hecha del mismo material de la noche
y el fulgor de los ojos oscuros
de los muchachos que fuman contra las barandillas.
Como un espejismo,
un área dorada que pronto iba a rozarme,
avanzaba hacia mí en silencioso oleaje,
hermana, ayúdame a recordar.
CUANDO PASABAN LOS TEROS
Cuando pasaban los teros
y ellos salían a verlos pasar
e imitaban su grito entre los árboles,
el vuelo con los brazos
y medían el aire,
cielo arriba,
como una posesión
y los teros rozaban los tejados
llamándose entre sí,
y tarde,
ya juntos
se alejaban
hacia cielos más puros.
LLUVIAS
Llueve,
no dejará de llover
detrás de las rejas
de la cárcel
de alta seguridad
donde
Isaac Babel
espera la muerte.
Y es apenas
un hombre atribulado,
cierto en su pesadumbre,
que no quiere pensar
ni comprender
sino dejarse llevar
por el ruido del agua
hacia el traspatio
de la casa, a la que ahora,
después de mucho tiempo,
se anima a regresar.
Sabe
que va a morir al amanecer
y allí se deja estar,
en ese territorio ahora inviolable,
a salvo de todas las requisas.
CONVERSACIÓN
Me dijo
que no era fácil morir
en terapia intensiva,
me dijo que entre sondas
y bajo el centelleo
de los monitores,
más se sentía como un astronauta
en víspera
de iniciar un largo viaje,
que una vieja
en sus últimos días en el mundo.
Pero escuchar llover, me dijo,
escuchar llover o imaginar
la lluvia
detrás del ventanuco de la sala,
eso sí,
la había ayudado.
CAÑADÓN DE LOS MUERTOS
(Santa Cruz, 1921)
Los muertos cavan al amanecer
tumbas de lava,
cava la pala
al ras del suelo
la costra helada,
más tarde, el viento
descubrirá los cuerpos
apenas recubiertos
para que los viajeros se santigüen
al pasar,
porque son jóvenes
y no quieren morir,
porque están muertos
y no quieren cavar,
porque no hay,
ni habrá
tierra
más dura de labrar
que este suelo.
LA MUJER MÁS VIEJA DEL MUNDO
La mujer más vieja del mundo,
la negra
nacida esclava,
la que padeció castigos,
vejaciones,
el tormento del cepo,
pide cumplir
un último,
un íntimo deseo
emblema de su alma:
ver el mar.
Y allá va
seguida
de un cortejo de hombres jóvenes
que caminan
como en una película muda
por la arena.
La esclava, ahora vieja liberta,
la negra
mínima, agudísima, encorvada,
la mujer más vieja del mundo
llega al mar
y lo oye,
y lo aspira
y sumerge sus negros pies en esa espuma
y ella,
que es en ese instante el universo,
dice:
hasta aquí he llegado.
EL AMANECER
El tránsito de la noche hacia el día
fue registrado por la cámara,
(temblorosa, su mano
pulsó el disparador)
y tuvo para siempre, sobre el mar
los destellos
del amanecer.
Ella volvió a esos lugares
otro verano,
su cabellera de niña rubia hilaba el sol,
quería saber
cómo pudo captar toda la luz,
justamente ese día
en que el amor comenzaba a apagarse.
EL GALPÓN
Entre herramientas
y trastos deshechos
mirar el mundo por última vez.
Muda arrogancia
de los desesperados.
Solía pasar frente a mi casa
y saludarme con un gesto vago,
pasó seguramente aquella tarde,
antes de encerrarse en el galpón.
EL NEVA
Haber visto el río Neva,
no les sirvió de nada,
igual sus almas se perdieron.
Eran días de furia,
por las calles
se gritaban nombres de inocentes.
Y nada, ni siquiera el furor,
pudo salvarlos.
Los poemas pertenecen al libro "Un Taxi a Bucarest"
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