Alfonso Orejel
Nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1961. Licenciado en Ciencias Políticas. Fundador de la hoja literaria y posteriormente revista Manchas de tinta. Desde pequeño se acostumbró a las historias de ánimas y muertos que le contaba su mamá mientras tomaban café negro y se asomaba, temeroso, al fondo de la taza.
Una mañana que murió su perro Boris se dio cuenta, al abrir los ojos, que ya no era más un niño. Y a partir de entonces su gran tarea consistiría en recordar. Recordar aquella estación que cada día se iba alejando más de su vista, y, por otra parte, ser capaz de desenterrar sus tesoros innombrables.
Además de los poemarios Las bellas bestias y Palabras en Sepia, Orejel ha publicado los cuentos “Caldo de perico”, “El árbol de las muñecas tristes”, “El sendero de los gatos apachurrados”, ” Matangaguangalachanga” y “El cucharacho”, y los libros La venganza de la mano amarilla y La niña del vestido antiguo, ambos en la colección El Barco de Vapor, de la editorial SM.
Orejel también se desempeña como promotor cultural, y junto con los grupos de lectura que coordina, promueve el hábito de leer en el estado de Sinaloa visitando poblaciones y lugares de difícil acceso. En 2006 ganó el premio de cuento Inés Arredondo y en 2008 hizo lo mismo con el de poesía Gilberto Owen; ambos son reconocimientos nacionales entregados en Sinaloa.
Eugenio
La abuela
cerró la ventanas
y decidió no esperar más
al abuelo Eugenio.
Frente a la hornilla
amasó lentamente
un callado rencor
hacia los hombres.
Cada mirada que partía
de sus ojos
se desplomaba convertida
en piedra.
Cortaba las hebras de la carne
para hacer machaca
y el silencio se hacía polvo
entre sus dedos.
Con sus manos tapaba
los hoyos de las paredes
para impedirle al viento
se asomara.
Las tijeras aguardaron
siempre
debajo de su almohada.
Después de muchos años
sólo pudo querer a mi padre
que le decía:
- Doña Gueya,
hágame unas albóndigas.
- ¡Qué ricos están
sus frijoles caldudos!
Y mi hermano Lupe
pudo darle un poco de dulzura
a su mirada de Medusa.
Mi mamá, que desde niña
guardó silencio,
me puso Eugenio
para dejar de despreciarlo.
Porque el abuelo no tuvo
la gentileza
de volver a casa
a acariciar su cabello.
Espero que mi abuela,
al morir, haya podido,
al fin,
cerrar los ojos.
Tía Pina
Mi mamá siempre admiró
su elegancia,
su sed de aristocracia
y su destreza
para ponerse rubor
en las mejillas.
Tenía un peinado ostentoso
y una mirada que jamás
se arrastraba por el suelo.
En julio o agosto
la visitábamos en Guadalajara.
Su casa estaba llena de plantas
y flores despojadas de fragancia.
Sólo había pájaros
dentro de las jaulas.
En sus camas impecables
era imposible soñar.
Yo detestaba sus sábanas tan limpias,
la blanca crueldad de sus manteles,
aquellos muros tan altos
por donde el sol nunca bajaba.
Nos exigía comer con cubiertos,
cerrar la boca al masticar
y quería cosernos los labios
con silencio.
Mi mamá le permitía imponer sus reglas
pues creía que así nos educaba.
Sembró buenos modales y temores
en mi niñez poblada de fantasmas.
Tenía una tienda
de ropa para damas
en cuyo almacén se hacinaban
zapatillas desahuciadas
y recuerdos,
maniquíes sonrientes
y vestidos hermosos
que nunca lucieron
las muchachas.
Tía Pina
amaba la perfección
y el orden
que no tenía su vida.
En aras de la belleza sugería
que me arrancaran los colmillos.
¡Qué horroroso!
Le diré a tu mamá
que te lleve con el dentista,
Yo la odiaba
con ese odio tan puro y tan ingenuo
que uno posee a los 8 años.
Mis hermanos mayores
lograron quererla,
a pesar de todo.
Por fortuna
crecí lejos de su mirada.
Trabajó con frenesí
para alejar la miseria y prometió nunca volver
a sentir el hambre
que le mordió la entraña
cuando era niña.
Trató de amar a un hombre
y de ser amada
mientras la lluvia
que salpicaba la ventana
la convertía en aquella niña
solitaria.
Se quebró la espalda
subiendo escaleras
pero la muerte
no quiso acompañarla.
Largas noches
sufrió sobre su cama
mientras la soledad
la miraba con lástima.
Mi tía Pina,
enternecida por la edad,
ahora es otra
y su voz se desmorona
mojada por el llanto
al recordar la vida
que no quiso vivir.
Mi pobre Tía Pina,
esa niña todavía desamparada,
que al morir
quisiera al menos
cubrirse
con las lágrimas
de los pocos
que la aman.
Principio
Nunca puse un barco de papel
sobre la piel de un río.
No colgué del viento
un papalote.
Vi pasar el tercer strike
con el bat al hombro.
Jamás pude jinetear
una bicicleta.
Lo mío fue la imaginación:
las épicas batallas medievales,
los duelos en el viejo Oeste,
la ruidosa carcajada de los muertos.
Hice un refugio en el tapanco
y lo atrincheré con colchas,
cartones y un gran muro
de silencio.
Las tardes más felices
transcurrieron ahí,
aislado del mundo,
no pensado por nadie.
Con la lengua mojaba mi dedo
para hojear el Kalimán
o Ben Hur ilustrado.
Aquella isla me permitía
estar a solas
con ese desconocido
que era yo mismo.
Quería ser veterinario
para sentir la húmeda
ternura de los perros,
comer chocolates
hasta la saciedad
y más allá,
no ser el último en llegar
en la carrera,
no morir a los ocho años
como mi hermano Juan,
sólo eso.
Pero esa eternidad
era interrumpida
por los gritos
de mi madre.
Escribí sobre el polvo
que cubría la enciclopedia
las primeras palabras
que verdaderamente
me pertenecieron.
Nunca tuve nostalgia
del porvenir
ni quería ser feliz,
sólo ser niño.
Luego me apuraron a crecer
mis profesores de Moral.
Alguien me condenó
por seguir siendo niño
a los trece años
y mi escondite se llenó
de maniquíes mutilados
que nunca perdieron
la sonrisa.
A veces tengo la certeza
de que escribo,
como un loco,
a solas.
Miro hacia atrás,
y me estremezco
con mi única certeza:
durante toda mi vida
he tratado de ser fiel
a los sueños
de ese niño.
Palabras en sepia
Alfonso Orejel
Instituto Sinaloense de Cultura,
Culiacán, 2010.
Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2008
Por Francisco Meza
La evocación es ajuste de cuentas con los sucesos del pasado y, a su vez, reconstrucción de dicho tiempo. Palabras en sepia, libro de poemas de Alfonso Orejel, es precisamente un ajuste de cuentas con las figuras y los muertos de una infancia a la cual se le rinde una lealtad adulta, cocinada con el tiempo. Sin embargo, no estamos frente a la versión de un paraíso perdido, ni de un infierno soñado, aunque, es necesario decirlo, los recuerdos se fraguan entre lo edénico y lo infernal. Estamos frente a una escritura que con su fuerza y honestidad, limpia, escampa en el cementerio familiar para dejar en las lápidas, a razón de la fuerza de la voz, los epitafios que en su conjunto forman la versión de una temporada recuperada. La casa de Orejel, la casa en sepia, se encuentra llena de fantasmas, no sólo de los que han abandonado esta vida sino también los otros, es decir, lo niños que ya no lo son, los seres que el tiempo ha transformado en otros individuos.
¿Pero de qué manera construye su yo poético Orejel? Pongámonos un poco sesudos. Dentro de la enunciación poética existe el constructor de un yo quien es el que habla dentro del poema. Ese yo, llevará los poderes de la enunciación en su propio núcleo. En Palabras en sepia escuchamos la voz de un hombre que ve de frente al infante. Sin embargo, queda en claro que ese hombre es la consecuencia de la imaginación de aquel niño; tan es así que la puesta en escena de referencias de un época concreta: Kaliman, Ben Hur Ilustrado, Cisco Kid, Serrat, por mencionar algunas, son los indicios textuales de una primera educación sentimental. Dicha educación será una constante subterránea en los ya mencionados poderes del enunciador. Existen, a su vez, expresiones muy personales como apodos y modismos que nutrirán ese mundo recuperado a través de la palabra. No es propiamente una escritura conversacional sino una escritura confesional. Es como si Orejel hubiese enfrentado la página con la actitud de quien entra a un confesionario o se recuesta en un diván.
Palabras en sepia es un libro de poemas con absoluta voluntad narrativa. Son poemas que cuentan historias y que, en su conjunto, forman un universo de correspondencias, reclamos, nostalgias y dolores. Pero a diferencia de su primer libro de poemas que estaba notoriamente influenciado por otras voces, en éste es evidente la búsqueda frontal por la cimentación de una voz propia.
Orejel practica su caligrafía en la ceniza. Su libro es censo y diálogo de fantasma; genera una atmosfera mortuoria, en él existe el reclamo como cuña permanente entre sus habitantes y la arquitectura de un mundo particular. Pero, ¿la muerte es el tema principal en Palabras en sepia? A manera de oxímoron puedo asegurar que es la presencia más viva. Sin embargo, con temor a equivocarme, considero que el dolor de la ausencia, como las ausencias presentes en Rulfo, sería la vena emocional con mayor presencia. Lo que sí me resulta totalmente claro es que la excursión, el viaje a adentro es entre tumbas. Infancia es destino, reza un refrán, quizá sería más puntual decir: infancia es presente. Este libro es precisamente el itinerario del infante por los abatimientos de la parca, una hoz constante va apuntalando la serie de poemas. Pero aún en sus mayores momentos litúrgicos, Orejel recuerda, a razón de la carcajada de un espectro, que esta vida vale la pena vivirla.
Vale mencionar, discursivamente hablando, que de pronto el verso de Orejel tiende a hacer consecuencia de una suerte de fragmentación de la prosa. Sobre todo al momento de la descripción; por ello me atrevo a pensar que la utilización de la rima sirve para darle cohesión musical a sus poemas. De pronto, dicha rima funciona como un murmullo. Un acierto es cuando Orejel más allá de describir los paisajes domésticos, e incluso urbanos, tiende a la descripción de los rostros de ese álbum de estirpe, es decir, a los gestos, a las miradas, al tic del rencor o a los movimientos de la tristeza en una espalda que se inclina. Allí es donde lo descriptivo encuentra su mayor profundidad, su mayor singularidad para esos seres que pueblan estas páginas.
Desde mi lectura, no estamos frente al canto de un sepulturero sino frente al de un hombre que voltea a sus tumbas y decide los epitafios que no les han sido concedidos, frente al canto del infante que se dice, cuando está sólo y nadie lo ve, “Aún siendo polvo, sueña”.
***
Hasta ahí podría haber llegado la efímera vida de Palabras en sepia, volumen en el que aparecen poemas como el de “Certeza”, que en su inicio menciona:
“Certeza”
“No debí volver a esta casa.
Demasiadas cosas me interrogan:
las grietas en la pared
que pronuncian mi nombre,
el silencio que enloqueció
al quedarse solo tantos años,
las ventanas que no albergan
ya más nubes ni pájaros.
Aquí está el cuaderno
de poemas balbuceantes
que no me atreví a romper,
la gran camisa de papá
que usé como una bandera,
el pañuelo todavía húmedo
donde mi madre lloró
su dolor hace cuarenta años.
No debí volver. Es demasiado
el peso de estos recuerdos”.
Para el caso de Orejel y su libro, ese “mundo histórico cerrado” y ese “hombre” es el de su familia, y más que su familia, los muertos que ha habido en ella, y el propio poeta que enfrenta su ausencia y sus recuerdos:
“Miro un retrato de Lucina
sonriéndole al futuro
que le sería amargo,
a Juan, inmaculado,
en su traje de Primera Comunión,
a mi abuela Gueya que no cabe
en la vida ni en la muerte,
a Alicia que volvió
para abrazar a nuestra madre,
a Lola deshojando
sus miradas hacia el sur
por el hombre que nunca regresó.
Descubro en un cajón el espejo
donde mi madre se asomaba
y se miraba aún hermosa,
el carmín que usó Virginia
para colorear sus primeros besos,
el ángel astillado de la sala
que milagrosamente
se sostiene en un pie,
las revistas prohibidas
que enterré bajo el colchón
y todo de algún modo
se comporta
como mi camisa de niño
que desde el tendedero,
levanta la manga
y me dice adiós”.
[Por Enrique Aguilar R.]
Archivo muerto: Ciudad en medio de la noche
Por: Alfonso Orejel
Con la cabeza sumergida en otro mundo este hombre camina sobre el filo de la acera, mientras sus pasos desfilan ante su mirada reflexiva. Las manos, duras y pobladas de venas a punto de reventar, se balancean por los costados. Respira sin pausas arrojando sorbos de aire caliente. Lo persigue una sombra sigilosa Cisco 646-230 que por momentos se le unta al cuerpo. La camisa, a cuadros, cubre un par de hombros huesudos y elevados que amenazan con romperla, y se le ciñe con el sudor a las vértebras centrales de la espalda. El pantalón cada vez más pálido, hace sonar la mezclilla. Sus zapatos lustrados pero cubiertos de polvo repiten su golpeteo sobre el asfalto hasta detenerlo en una esquina.
Sus manos parecen reparar en algo, con ansiedad esculcan los bolsillos y se deslizan angustiadas hacia las bolsas abiertas de la camisa. Cuando los dedos sacan el cigarrillo de la caja la angustia vuelve a su sitio. Sin despegar los ojos de la calle profunda e interminable raspa un cerillo. Lo enciende. Sus pulmones despiden el humo con gran placer. Mira hacia ambos lados. Vacila antes de continuar. La pared registra voces diversas: únete a la gente pep función magna los rudos villanos vs somos pocos pero locos lienzo char o mingo 7 de j líticos libertad su auto no funciona
La mirada amarilla de un camión se acerca tornándose insoportable. Las llantas rebotan en los baches y el eje emite un gemido lastimoso. Desde el interior de una ventana alguien lo observa detenidamente. El camión solitario se desvanece en la penumbra. El silencio desespera.
Vuelve a exhalar uniendo los labios hacia arriba. El copete, inmóvil por la brillantina, exhibe una frente rasgada por una cicatriz que sutura el pómulo derecho y desaparece entre los vellos de la barba. Con las uñas rastrea la nuca y emprende de nuevo la marcha. A veces su figura se esfuma en la oscuridad y resurge más adelante. Los postes apagados se elevan como imponentes árboles muertos. El cielo –bajo y cerrado- no da señales de vida. Absorto, avanza, sin percatarse de la presencia de los pájaros negros que picotean su cráneo. Su duro rostro estalla en una sonrisa dolorosa. Mira el suelo y descarga un seco puntapié sobre una lata de cerveza. El eco se pierde en la humedad de las calles.
Apura el paso, dobla la esquina… una palabra lo detiene: “-Presta un tabaco, carnal”. La frase es directa. Sorprendido, intenta negarse pero las piernas no obedecen. Baja un poco los párpados haciendo un alarde fingido de seguridad. Le extiende una colilla aún viva y, por un instante, desea hundírsela en la cara. Gira hacia atrás para despejar aquella idea y eludir aquel rostro repugnante. No termina aún de pensarlo sale cuando escucha la voz amenazando:- ¿Por qué tanta prisa?...”. El aliento hediondo y espeso forma una nube entre ambos. Es la bocanada que derrama y le endurece el gesto. Sus ojos recelosos se mueven hacia los costados. La respiración disminuye. El tipo habla con sinceridad: “- ¡La feria, la feria, hijo de la chingada!”. Sus nervios se estiran. Flotan las palabras todavía en la atmósfera, cuando siente que algo lo estremece. Se percata, efectivamente, de que el arma está empuñada y dispuesta a ir hasta donde su dueño la conduzca. Toda su atención está ahora en sus costillas. Da un paso atrás para evitar el contacto pero la pared se lo impide. Todo ha sucedido de un modo tan repentino que parece irreal.
No habla, espera, y alcanza a escuchar como late cada segundo. Tal vez el peligro lo elimine un parpadeo. ¿No estamos permanentemente soñando? Se atreve a cerrar los ojos procurando borrar aquella imagen y el temor que lo asaltan. Sabe que al momento de parpadear la daga podría enterrarse en su abdomen.Los perros ladran a lo lejos. La luna ilumina la noche. De los botes de basura se descuelgan huesos de pescado, latas oxidadas, residuos de cartón. Baja el mentón y advierte que la daga ha desaparecido. Levanta la barba y escucha al viento silbando en los resquicios de las puertas. Aturdido empieza a deslizar los pies sin darse cuenta. Los arrastra penosamente, se tambalea, avanza un poco más y cae de bruces sobre su propia sangre
Este relato apareció en la revista Manchas de tinta. Núm. 1 Segunda época. Junio 1987. Cisco 650-177 Los Mochis, Sianloa.
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