lunes, 3 de agosto de 2015

JERÓNIMO DE ARBOLANCHE [16.679]


Jerónimo de Arbolanche

Jerónimo de Arbolanche (Tudela, 1546 - 1572), escritor español del Siglo de Oro. También conocido como Jerónimo de Arbolancha y Jerónimo de Arbolánchez.

Parece ser que pasó gran parte de su vida en Tudela. Allí frecuentó la tertulia que organizaba el marqués Pedro de Magallón Vergara y Veraiz en el Palacio de San Adrián, al que asistía un grupo de humanistas vinculados al Estudio de Gramática de Tudela (1571-1574): Pedro Simón Abril, director del citado Estudio (luego sería nombrado catedrático de la Universidad de Zaragoza), el eclesiástico y maestro Melchor Enrico que escribió varias comedias y autos representados en las fiestas de la ciudad, y el poeta Jerónimo de Arbolanche, al que se le atribuyen los textos incluidos en el programa iconográfico de "mujeres ilustres" que adorna la escalera del palacio.

Sin embargo es más conocido por un curioso poema de épica novelesca, Las Abidas (Zaragoza: Juan Millán, 1566; hay edición moderna de Fernando González Ollé, Madrid: CSIC, 1969, 2 vols). Con el pretexto de poetizar un mito de los Turdetanos, la leyenda de Abido, narrada por el historiador romano Trogo Pompeyo, realiza una especie de miscelánea en la que combina motivos caballerescos, bucólicos y alegóricos. Paralela a la variedad de contenido es la variedad de la forma, pues el autor utiliza todo tipo de versos y estrofas, que emplea con suma destreza, en especial el arte menor. Su amplio saber humanístico destaca también por los ecos de literatura clásica y la erudición mitológica que rezuma la obra. El estilo dista mucho de ser llano, de forma que se le ha llegado a nombrar como un precedente del culteranismo. Cervantes ataca este libro en su Viaje del Parnaso. De que el propio Arbolanche se esperaba la crítica da fe no sólo la epístola inicial de su maestro, Melchor Enrico, en la que le aconseja y previene contra envidiosos y maldicientes, sino la respuesta del autor enumera irónicamente sus carencias.



LAS ABIDAS DE JERÓNIMO DE ARBOLANCHE:
PRIMER EPISODIO PASTORIL

Por María Francisca Pascual Fernández
Universidad de Navarra


Arbolanche no tuvo buena fama en su época: a pesar de mostrarse orgulloso de su saber, tuvo muchos detractores, entre los cuales es obligado citar a Cervantes, quien en su Viaje del Parnaso lo presenta encabezando las huestes de malos poetas:


El fiero general de la atrevida
gente, que trae un cuervo en su estandarte,
es Arbolánchez, muso por la vida (VII, vv. 91-93).


Y un poco más adelante añade:


En esto del tamaño de un breviario
volando por el aire un libro vino,
de prosa y verso, que arrojó el contrario.
De prosa y verso el puro desatino
nos dio a entender que de Arbolanches eran
Las Abidas, pesadas de contino (VII, vv. 178-183)



2.1. Primera parte del episodio: el encuentro


Me centro ya en el estudio de los amores de Abido y la ninfa Isabela, máscara bajo la cual probablemente se esconda una mujer real que debió de tener importancia en la vida del poeta y en su biografía amorosa. En efecto, en la dedicatoria de la obra «A la ilustre señora doña Adriana de Egüés y de Belmonte, Jerónimo Arbolanche», leemos lo siguiente:


En mar y tierra he relatado amores
cantando el fin y triste desventura
de vuestra cara amiga y mis clamores.
Mis clamores, porque no hay peña dura
que llorando no haya enternecido
hasta aumentar del claro Ebro la hondura.
Mil veces a las ninfas he movido
a dejar su hacienda y a seguirme
con el dolor del llanto dolorido.
[…]
y he vuelto a celebrar aquellos ríos
que en tiempo de Isabela celebraba
d’estos nogales a la sombra fríos (fol. 2r-v).



Abido, estando un día de caza, oye cantar a una ninfa, surge el amor en el pastor, la ninfa huye asustada, Abido la persigue hasta alcanzarla y conocer su origen, pero ella muere como consecuencia de una fatal caída; tras su muerte se celebran los funerales:


Huyósele la caza de la vista,
porqu’él había de ser de amor cazado.
Yendo por entre plantas espesísimas,
por entre rama y rama vio una ninfa
que se ponía un garbín de seda pura,
adrezando con orden sus cabellos
por haberlos deshecho, en aquel punto,
una varilla de un espeso cedro, y
estándose tocando, así cantaba… (fols. 17v-18r).


Comienza la narratio: en la falsa soledad de las selvas, propia de toda literatura pastoril, en medio de un bello locus amoenus, Abido descubre «entre rama y rama» a una ninfa en cabello; una ramilla de cedro ha soltado «como inhumana» su garbín de seda, y ella intenta recomponer su peinado a la vez que canta un villancico:


Soltáronse mis cabellos,
madre mía,
¡ay!, ¿con qué me los prendería?
Dícenme que prendo a tantos,
madre mía, con mis cabellos,
que ternía por bien prendellos
y no dar pena y quebrantos;
pero por quitar de espantos,
madre mía,
¡ay!, ¿con qué me los prendería?


El pastor queda prendado de su belleza y nace súbito el amor. Y sigue contando el narrador:


… Abido, que en su pecho
la flecha del amor sintió que entraba
y que ya a las medulas discurría,
estuvo atento oyendo sus canciones,
y sobre el mismo tema y fundamento,
y sobre el caso que le había acaecido
a la ninfa, concibe en su memoria
este canto y, hacia ella caminando,
con el orden siguiente le cantaba…


Amor de tipo petrarquista, como bien señala González Ollé: «No faltan rasgos petrarquistas, tales como el cabello que prende y enamora, las flechas de amor, junto con otras de corte cancioneril». Abido responde al villancico con tres octavas con un estribillo que repite el elemento principal, cabello:


En la ribera florecida y llana
de Betis, famosísimos ríos,
vi que estaba una ninfa soberana
debajo de unos árboles sombríos
a quien cogió el garbín, como inhumana,
una ramilla, y a los ojos míos
se mostró un espectáculo muy bello.
¡Oh, soberano Dios, y qué cabello!

La mata de oro que iba antes cogida
con una redecilla más espesa
que la que de Vulcano fue tejida
para tomar a la alma Venus presa,
se vio por las espaldas disparcida,
y la cerviz blanquísima atreviesa,
que el rayo de la aurora no es tan bello.
¡Oh, soberano Dios, y qué cabello!
Sentada estaba entre las tiernas flores
más colorada que purpúrea rosa,
como quitaba al sol sus resplandores
diera luz a la tarde tenebrosa.
Cantaba, y al cantar los ruiseñores
resonaban también la selva umbrosa.
Hiriome el dios de Amor, junto con vello.
¡Oh, soberano Dios, y qué cabello! (fol. 18v).


El uso del estribillo es práctica habitual en la poesía pastoril desde Teócrito y Virgilio hasta Sannazaro o Garcilaso, y en general en toda ella. La ninfa siente miedo y a las octavas de Abido responde con una variante del primer villancico:


A peinar ve tus cabellos
y a l’aldea,
que’l pastor con vanos ojos
no los vea.


2.2. Segunda parte del episodio: la persecución y la caída de la ninfa

Asustada por la inoportuna presencia, la ninfa Isabela huye. Abido la persigue hasta alcanzarla y le declara su amor, pero la ninfa sufre un accidente: tropieza y la caída resulta mortal; antes de morir pide a la diosa Diana que le dediquen unas honras fúnebres como las concedidas a la amazona Camila, en clara alusión a la muerte de esta, narrada en la Eneida (XI, vv. 845 y ss.): 


«Mas tu Diana aquí vendrá a hacerte 
exequias y en tran triste paso a honrarte: 
por todo el mundo oír hará tu muerte»
Abido, asustado, intenta reanimarla y
«le interroga de su nombre y de su patria» (fol. 20r). 


Isabela tiene tiempo de contar ahora su ascendencia:


Vagnalio era mi padre, el que regía
las iberinas ondas, y con tridente
de tres puntas a Ibero gobernaba;
engendrome en Argania, una pastora
de las partes del alto Pirineo,
que vivía en las riberas del río Arga,
y sin verme salir a luz fue muerto.
Yo me llamo Isabela, y por mi suerte
vine a estos campos de Tartesia frescos… (fol. 20r).


Y, a su vez, en Las Abidas, «A sus voces horrísonas y grandes» llegan pastores y pastoras; destaca de entre ellos Arbolanche a cinco pastores: Olfino, Saucedo, Piramides, además de Camilo y Tricio, caracterizados mediante aposiciones, y tras ellos las pastoras: «mil pastoras […] / así como a la reina de los volscos, / muerta en la guerra del troyano y Turno / concurrían sus doncellas lamentando…».
Hay aquí una nueva alusión a la amazona Camila, muerta en combate con Turno, que ya aparecía en la segunda parte de este episodio pastoril. De entre las pastoras, es Marmarida quien en endecasílabos blancos repite los cantos de Ergasto (fols. 22v-24r). No insistiré en lo que ya he comentado; baste recordar que Marmarida lamenta la muerte de su amiga, pide celebraciones en honor de la ninfa muerta, evoca las virtudes en vida de la difunta y reprocha a los dioses su ausencia en los funerales:


¡Ay, si pudiese ser qu’el rojo Apolo
con su corona láurea a honrar viniese
en el fúnebre honor aquesta ninfa
que fue d’él tanto amada! ¡Ay, si viniesen
con sus enguirnaldados cuernos todos
los sátiros, los faunos y silvanos
[…]
Mas aunque honrar los dioses no te quieran,
aunque tú lo merezcas, esta escuadra
de servidores tuyos y sirvientas
te cantarán piadosos y almos versos…


Todo este pasaje, en el que Abido ordena además a los pastores cubrir con flores la sepultura de Isabela, es prácticamente un traslado —por no decir, como González Ollé, un plagio— de la Arcadia de Sannazaro. Tras ello, los pastores —siguen unos versos cuya fuente es ahora la Eneida— construyen unas andas (zarzo) para llevar el cadáver de la ninfa:


Luego con diligencia los pastores
tejen un zarzo, y hacen unas andas
de blandas vergas de encina y de madroño,
cubren y esconden con hojosos ramos
el lecho funeral por todas partes
y meten luego a la muerta ninfa
con el color del todo aún no perdido
cual tierna flor o de viola blanda,
o de jacinto ya marchito casi
cortada por pulgar de tierna virgen.


La pastora Marmarida cubre el cuerpo de su amiga con un «precioso paño» en el que figuran bordados los rostros de mil amantes ilustres: Adonis, Ifis, Anaxarte, Tisbe, etc.:


Hecho esto, Olfino el rojo con Saucedo
tomaron una parte de las andas,
y de la otra, Camilo y Tricio juntos
[…]
subió un llanto a las estrellas
que ya se aparecían en el alto cielo,
por la cual cosa, Abido enciende lumbres
que estén humeando en torno del sepulcro
de hojosos ramos y fúnebres tejos,
de cipreses lúgubres y pinos.
Los cuatro que en las andas la llevaban
con voz tristísima comienzan,
cantando el uno y respondiendo el otro,
a celebrar las honras harto dignas… (fols. 25v-27v).



Ya en el sepulcro interviene el narrador con versos tomados directamente de la Eneida 

(Libro VI, p. 196, vv. 228-230),

cuando se indica que Piramides
lustró con agua por tres veces
sus compañeros todos, esparciendo
sobr’ellos un rocío leve y manso
con un hisopo de felice oliva,
limpió y purificó la gente andando
en torno d’ella, y dijo a la defunta
el postrimero vale para siempre.


Vemos, pero sobre todo oímos, la voz tristísima del coro de pastores y llegamos a la apoteosis, la visión celestial de la ninfa, a través de las palabras puestas esta vez en boca de las pastoras, que «celebran el solemne enterramiento / así con sus tristísimas canciones». Están cantadas en estrofas de cinco versos hexasílabos encadenados, con las cuales expresan otro de los motivos de la tópica funeral: la visión, exaltación máxima de la difunta, glorificada y ya en el cielo sobre sobre un mundo terrenal y desolado tras su muerte: «ni el viento
respira / ni la primavera […] que no hay alegrarse / ya las ninfas. / Ya las ninfas que antes / cantaban amores / con este tu amante / cantarán dolores / de contino». En efecto, las pastoras exclaman:


¡Oh, alma gloriosa
que del alto cielo
estás piadosa,
nuestro desconsuelo
contemplando!
Contemplando mira
qu’en esta ribera
ni el viento respira
ni la primavera
más se ha visto.
Más se ha visto
el campo secarse
con tan triste modo,
que no hay alegrarse
ya las ninfas.
Ya las ninfas que ante
cantaban amores
con este tu amante
cantarán dolores
de contino (fols. 27v-28r).


La égloga acaba con la caída de la tarde y el epitafio final.









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