jueves, 27 de agosto de 2015

RAFAEL CARDONA [16.915]


RAFAEL CARDONA     

(Costa Rica, 1892 - México, 1973)

Uno de los mejores poetas modernistas ticos, Rafael Cardona, que en su momento fue comparado positivamente con Rubén Darío, y cuya obra fue recogida y publicada por el Ministerio de Cultura de Costa Rica hace muchos años, poco tiempo antes de que falleciera en México.

En su obra principal, Oro de la Mañana (1918), están recopiladas sus mejores poesías y poemas. 



Hermano corazón

                                  Para A. García Solano  

Mi corazón se muere de ternura: 
es buen mozo y te ama: sus veinte años 
han presentido ya los desengaños 
y han probado la hiel de la Amargura.

Tú tienes que quererle, si eres pura, 
si no te alegran los ajenos daños; 
si a los enfermos tímidos o huraños 
les das la comunión de tu hermosura.

Como una casa de salud es tu alma, 
donde van a beber la ansiada calma 
-cabe la fuente de tu amor cristiano- 

los enfermos de amor... Ya que eres buena, 
deja que duerma el ave de mi pena 
en la rosada palma de tu mano.




EL SUEÑO DE TUTHANKHAMEN 

Salió el cortejo mudo de los necropolitas 
y se cerró la cripta del viejo Faraón. 
Los ibis de la tarde, con su grito salvaje 
despedían al sol. 

Resbalaba a lo lejos, amodorrado, el Nilo. 
La ciudad se insinuaba en rescoldos de luz. 
Tuthankhamen dormía, pintado como un ídolo, 
con las uñas de oro y los ojos de azul. 

Como al presentimiento de una noche infinita, 
la cámara suntuosa de sepulcral terror, 
guardaban cuatro toros de garra ninivita 
y un Osiris de jade con semblante de halcón. 

Por la mural pintura, precuneiforme y rara 
bordaba una leyenda las conquistas del rey; 
y había en cuatro vasos de una sola esmeralda
flores de acanto y miel. 

En el reloj de arena de los siglos, llovía 
eternamente el grano del ayer y del hoy; 
en lentas caravanas llegaron los milenios. 
Aún dormía el Faraón. 

Y así, cuando Herodoto divagó por Egipto 
y junto al mar que atruena recogió su velamen, 
ya hacía un haz de siglos que oloroso a eucalipto 
en su vasto hipogeo dormía Tuthankhamen. 



II 

Faraón o Fantasma de un pueblo embalsamado 
bajo la entraña de oro de un arenal remoto, 
para siempre invisible en tu reino callado, 
dormías, con las manos acariciando un loto. 

¿Fué en la Menfis de bronce o en la Tebas de Antonio, 
en bosques de palmeras o en ríos de zafiro 
que diste a tus ojeras un nimbo de antimonio, 
mientras el arpa daba querellas «al suspiro? 

¿Había nacido Menfis o florecía Tebas? 
¡Acaso el israelita te viera de reojo! 
En el silencio enorme que en tu misterio llevas 
no sabes si fué cierto el Paso del Mar Rojo! 

Bajo la noche acaso, clorótica en luceros 
— mientras la esclava blanca tus pies y manos minia — 
tú, evocas la hetaira de labios carniceros 
que maceró en perfumes la selva de Abisinia. 

O colérico surges de pie sobre el estrado 
donde la sangre vierte tu ráfaga de encono, 
y el cetro que remata en un pájaro airado 
decapita al esclavo que rueda por el trono... 

Tal vez, ya viejo y frío, bajo la tiara augusta 
que finge en tu cabeza piramidal islote, 
naufragas en las garras de una deidad que asusta 
bajo el conjuro extraño que vierte el 'Sacerdote... 


III 

Y ahora, inmoble y solo, rapaz y milenario, 
embarcado en tu esquife de leyenda y de oro, 
el tiempo vuelve a traerte, fiel como un dromedario, 
con tu vaga leyenda y tu bello tesoro. 

¡Quién sabe si al abrirse tu cámara sellada 
la mano de los siglos suspendió su sigilo, 
y tu alma triste y honda, feroz y aprisionada, 
con aguas de tu llanto miró crecer el Nilo! 

¡Quién sabe si la mano que vino a removerte 
de la quietud inerte de tu sueño ancestral, 
rompió la tela oscura de una araña de muerte 
que detenía tu alma para el vuelo inmortal! 

¡Quién sabe si tú en cambio, pegado a tu carroña, 
avaro sorprendido en su antigua ilusión, 
con el aire cargado de tu vieja ponzoña 
le diste muerte lenta a Lord de Carnarvón... 



LOS CABALLOS DE ULISES 
(SiMBOLOGÍA Homérica) 

He aquí que el raudo grupo de caballos salvajes 
— haz de fuego y de nervios que estruja los rendajes — 

surge de pronto, en medio de los campos de Ítaca: 
la voz de sus resuellos es como una resaca 

de golfos agitados. Un esplendor siniestro 
brota de sus melenas cual de un trágico estro; 

la espuma de sus colas, como una extensa cauda 
la plenitud del anca con sus velos defrauda, 

y el fuerte y fino casco de ámbar transparente 
despierta entre las rocas una flora ignescente 

que arde, con una vasta crepitación sonora... 
Ulises, al mirarlos, se regocija y llora. 

Son cinco los caballos. Sus colores son cinco. 
Cuando en el llano inician su vuelo con un brinco 

monstruoso, sus pelajes que el vértigo estremece 
tienen un espejeo lúbrico que parece 

un raudo tumbo de olas bajo el cénit radiante. 
Sus carnes son macizas y su aliento es fragante. 

Sus cuellos son tan bellos como una balaustrada; 
sus ojos, en que duerme la luz de la alborada, 

denuncian algas de oro sobre un fondo marino; 
sus pechos, que son fuertes como troncos de encino, 

semejan la rodela de un hóplita desnudo, 
que bajo el golpe recio medio abollarse pudo... 

Como ante la amenaza de una fusta de auriga 
tiemblan ante la brisa que doblega una espiga, 

y el vuelo de los pájaros hace girar su oreja 
fina, como una espina de contera bermeja. 

Son cinco los caballos. Sus colores son cinco: 
el excelente Ulises les ve con el ahínco 

de un dios que cuida el trono del carro de la aurora. 
Cuando en Ítaca el alma de la mañana adora 

el vaso azul y rosa del encendido Urano, 
Enmelo abre las puertas del esculpido vano 

y el grupo de caballos surge en tropel sonoro 
cual si se abriese un cofre de pedrerías y oro... 

El mar, que allá a lo lejos recita como un bardo, 
los recibe en su seno de zafiro y de nardo; 

Tethis los unge en una neptuniana ambrosía 
y entre las olas fingen una trompetería 

de líricos tritones, que al carro desuncidos 
se entregasen a juegos de amor desconocidos... 

Conságralos Ulises a la diosa Atenea; 
sus venas son divinas y ninguno procrea; 

jamás mortal sus lomos olímpicos mancilla, 
y sólo el dios Apolo que entre las nubes brilla 

los ensilló en las sedas de su telar remoto. 
En sus establos comen sólo la flor del loto. 

El primero es Epafos, que rozó dulcemente 
la mano de la diosa, dando un sol a su frente 

y un cordaje de nervios sensitivo y compacto. 
Epafos es la bestia del inefable tacto. 

Su piel es la nocturna fuente de las visiones 
y en ella espeja el curso de las constelaciones. 

El segundo es Aqueros; lo bautizó Thanato 
y le dio por herencia las finuras de olfato; 

y su piel es dorada como miel de colmena, 
como polvo de bronce, como playa de arena... 

El tercero es Cymintis, el caballo robusto 
a quien legó Dycnisos las vendimias del gusto, 

y en cuyo pelo asoman purpúreos resplandores. 
Cymintis ama el campo y entiende a los pastores. 

El cuarto se llama Audos, el caballo nacido 
para vencer al Kermes corredor del sonido 

que al Universo colma de musicales notas. 
Audos escucha el vuelo de las aves remotas. 

El quinto es Omnos: todo. Es el potro adivino 
que guía al mismo Zeus por el ancho camino; 

eternas nieves cuajan en sus ancas veloces; 
astuto como Ulises, sabio como los dioses, 

es el compendio altivo de la naturaleza, 
y en sus ojos medita la uránica tristeza; 

es alto y bello como la lumbre del lucero; 
su pata tiene el ritmo de im epodo de Homero; 

él interpreta el cielo de la mirada humana 
y es polvo de su callo la nebulosa arcana; 

percibe los matices y sorprende los tonos; 
llevó por las tinieblas la ceguera de Cronos 

hasta el profundo lecho donde durmió la Dea, 
y amó el pezón dorado que le brindó Amaltea 

en el tonel de estrellas del anular Zodiaco; 
la cítara de Apolo y el címbalo de Baco 

le hacen danzar erguido sobre el musgoso risco, 
como la ninfa alada, como el brutal panisco; 

él es el gran sereno y el orgiasta beodo, 
y conoce el origen de la estrella y de todo... 

Cuando a la sombra quieta del encinar y el higo 
rumia su pan de aromas este quíntuple amigo, 

y Enmelo da en su concha músicas de retorno, 
los caballos resoplan en sus belfos de horno 

y al galope armonioso de su rápido callo, 
por su unidad semejan un múltiple caballo 

que alzando en la llanura la gloria de sus colas 
esparce por el éter un murmullo de olas... 

La Diosa, que sólo habla a los seres queridos, 
desciende al héroe en forma de su pastor Enmelo, 
y dice estas palabras en que destila el cielo: 
«¡Tus caballos, oh Ulises, son los cinco sentidos!» 



PARTHENÓN 


LOS HÉROES 

El vencido 

Este vencido, que en la piedra dura 
desangra como un cántaro en la arena, 
es, según lo denuncia su melena, 
un griego de ideal musculatura. 

Ve cómo es dolorosa esta escultura, 
en que el artista de la Escuela helena 
le ha dado al torso una fatiga plena 
de inspiración, de cólera y tortura. 

Prolóngase su amargo vencimiento 
al través de los siglos; ese escoplo 
tiene la eternidad del Pensamiento; 

el genio que ha esculpido esa cabeza, 
quiso al dejarla en moribundo soplo 
darle inmortalidad a una Tristeza. 



Homero 

Este mármol que veis, es de aquel griego 
que amaba los hexámetros y el vino, 
grácil como columna del Ictino, 
hecho de luz, sensualidad y fuego. 

Alegre en mocedad, fué triste luego 
cuando aprendió la ciencia del Destino. 
Fué Loco, Sacerdote y Adivino, 
y como era Vidente, quedó ciego. 

Erró por toda Grecia, de mendigo. 
Amaba a un viejo can de raza doria 
y con él compartió la leche, el higo; 

erró, lloró, cantó, se hizo lucero, 
y se durmió en los brazos de la Gloria: 
hizo la Iliada. Se llamaba Homero. 



Esquilo 

Mira a este viajo Eupátrida, tranquilo 
en su mudez sacerdotal y huraña, 
en cuya calva de árida montaña 
colma su vena la amplitud de un Nilo. 

Fué más que griego. Era su nombre Esquilo. 
Su genio era una cólera sin saña: 
el arco de su frente, que Dios baña, 
tiene la solidez de un peristilo. 

Triste, sobre las sirtes del destierro 
le puso Grecia junto al mar de Gela, 
no ya su patria sino su madrastra; 

y le mató el oráculo de hierro: 
el águila, que es todo lo que vuela, 
y la Tortuga, todo lo que arrastra. 



Anacreonte 

Cantó al Amor. La helénica alegría 
puso en sus labios su mejor colmena; 
su crátera de oro estuvo llena 
de canciones, de sol y de ambrosía. 

Sentado en su tonel de malvasía 
burló el afán errátil de la pena; 
Eros le dio un viñedo por escena, 
y por corona un pámpano de orgía. 

Vivió junto a Polícrates de Samos 
a cuya sombra la inquietud bermeja 
se deleitó con los jugosos ramos; 

envejeció de espaldas al Destino, 
y al morir sucumbió como una abeja 
en el lago de púrpura de un vino. 



SÓFOCLES 

Cantó el alado Pean de la Victoria 
cuando el alba inmortal de Salamina, 
y las falanges a su voz divina 
presintieron el beso de la Gloria. 

Trágico genio cuya gracia doria 
dulcificó el semblante de la Erina, 
y puso a la violencia una sordina 
como al dolor una apacible euforia. 

En él halló la euritmia de sus Dianas 
Fidias tal vez o el grave Policleto 
que adora las cadencias meridianas, 

y en él, como en un trípode secreto, 
se expresaron tres almas soberanas: 
Leónidas, Pcricles y Epicteto. 




PÍNDARO 

Bajo el laurel del ático symposio 
que himnos de gloria al Vencedor promueve, 
entre oro y bronce, juventud y nieve, 
destácase el olímpico beocio. 

Cantó a Hieron y Asópico, en el ocio 
primaveral de la victoria breve; 
mas su verso esculpió el bajorrelieve 
que eterniza a la Lira en sacerdocio. 

Oriente asoma en él, cálida rosa 
pone el ensueño de su vaga amnesia 
en los austeros plintos de la diosa; 

¡tal el cantor, en apolíneo giro, 
echó sobre los hombros de la Grecia 
los orientales múrices de Tiro! 




SÓCRATES 

Mira esta faz de Término barbudo 
cuya sonrisa irónica y austera, 
evoca esos penates de madera 
que de un tesoro son cofre y escudo. 

Hijo de un escultor y una partera, 
con la estrigila de su genio pudo 
extraer las almas de su bloque rudo 
y así esculpir la ciencia verdadera. 

Algo surgiere de tebana esfinge 
cuando bajo los pórticos de Atenas 
propone enigmas o ignoradas finge, 

y algo de Cristo cuando el pecho vierte 
la pócima mortal que heló sus venas 
y le arrancó al imperio de la Muerte. 



II 

las sombras 

Helena 

¡Oh, Helena! ¡Oh, flor! ¡Oh, pálido jacinto 
robado al casto seno de Artemisa! 
¡Tu planta el suelo del dolor no pisa, 
mas deja en sangre el Universo tinto! 

¡Por el empíreo azul de tu sonrisa 
Ilion cae de su almenado plinto, 
y el mundo griego con la espada al cinto, 
sobre el cárdeno escombro te divisa! 

¡Numen estrepitoso del Deseo, 
mientras la sangre frigia, el hueso aqueo 
aumentan el caudal del Escamandro, 

paloma incauta de amoroso pecho, 
vas a buscar en el mullido lecho 
a Eros, entre los brazos de Alejandro! 




Aquiles 

¡Hijo del Mar, espíritu de bruma 
de ojos marinos y de crenchas blondas, 
eres como el fantasma de las ondas 
y la cólera hirviente de la espuma! 

Es justo que tu enojo se resuma 
en estéril quietud y no respondas, 
hasta que por las picas y las frondas 
Patroclo caiga a quien la Moira abruma. 

Entonces nada habrá que te constriña 
o te detenga al fúnebre acicate; 
y prometiendo al ave de rapiña 

los huesos de Héctor si ante ti se abate, 
vuelves con él — despojo de la riña — 
¡atado al pie del carro de combate! 





Agamenón 

¡Toro divino, argólida potente 
a quien las ribas fértiles del Xanto 
vieran pasar de festonado manto 
como una torre entre la argiva gente! 

Aquí de Troya vese al sol ardiente 
surgir su fuerza de sombrío encanto, 
mientras Ilion le mira con espanto 
de sus tropeles ágiles al frente. 

¡Prometido del hacha! Tu faz muestra 
el divino terror de un dios huraño 
en el palacio azul de Clitemnestra, 

cuando, como al cabrío del rebaño, 
te degüella la hoz, muda y siniestra, 
sobre el ara de pórfido del baño! 



HÉCUBA 

¡Fecunda y triste como el surco! Nada 
pondrá quietud a tu inmortal fatiga; 
tu pecho es campo en que cundió la ortiga 
y panteón tu ancianidad helada! 

Tu vientre dio sus brotes a la espada 
como a la hoz el campo dio la espiga; 
ya el amor no te da su boca amiga: 
¡Eres como la tierra cosechada! 

No como antaño, majestuosa reina, 
la mano alada tus cabellos peina 
ni a tu hombro de marfil pone su broche; 

sola, estéril, errante, mustia y vieja, 
graznas como la lúgubre corneja 
en el naufragio inmenso de la noche! 




Priamo 

Más que del hacha del dolor cautivo 
— vieja deidad que el ábrego despeña — 
bajo la juventud que le domeña 
Priamo cae cual centenario olivo! 

Melló su dardo en el broquel esquivo 
la inútil mano en que el invierno sueña, 
y el albo cuello de nivosa greña 
doblóse al golpe del metal argivo. 

No circundaron a su frente pura 
en dulce enjambre los filiales besos 
ni abrió su hueco amor la sepultura; 

cayó, como su prole, a los excesos 
del Triunfador, y el viento en la llanura 
cubrió de arena sus sagrados huesos! 




Andrómaca 

Ya no más en tu estancia de labores, 
blanda mujer, esposa del desvelo, 
verás a tu hijo iluminar el suelo 
con infantiles gracias y primores; 

ni junto al lecho de épocas mejores 
con blanca mano bordarás tu velo, 
ni desde el atrio que recorta el cielo 
verás el mar, los pájaros, las flores... 

¡Llegó el Destino! Entre hórrido tumulto 
miras llevar a las argienas naves 
a Héctor, que arrastra por ú polvo inculto, 

y en la viudez de tus exilios graves, 
el dolor roerá, lento y oculto, 
tu pecho ¡semejante al de las aves! 




NÉSTOR 

¡Dulce agoreta, formidable anciano 
de cuya angelical vejez preclara 
corre como una fuente de agua clara 
tu sibilino verbo de océano! 

¡Grave Neleida cuya recia mano 
Hércules mismo antaño respetara, 
y que ahora que el dios tu fuerza para, 
interpretas el vuelo del milano! 

Bajo la fronda de tu encina añosa 
la juventud del agora congrega 
los olímpicos pleitos de la diosa, 

y tú, que eres patriarca y estratega, 
alzando tu palabra luminosa 
pones la paz entra la armada griega... 












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