Fernando Burbano
De Zaragoza, aragonés, escritor y poeta fecundo.
Del revuelo de tu falda
al bailar se caen las flores,
yo las recojo una a una
para que luego no llores.
OQUEDADES
Nada. Nadie. No.
Ecos durmientes;
huellas de seres;
vientos de ronda.
Sueño. Suelo. Son.
Vuelo de ideas;
onda de instintos;
contradanza del uso
...Y hueco, y hueco, y hueco...
(Lunadar de gritos, 1985-2006)
Fernando Burbano es uno de los mejores poetas secretos de esta ciudad. Sus poemas mitológicos poseen una variedad de exposición sorprendente: desde el tono narrativo de EL LIENZO DE PENÉLOPE al dramático de IXIÓN. Digo “tono” para no decir “forma”, pues en la serie de textos a la que pertenecen estos poemas hay ante todo evocación, irónico-nostálgica, de la poesía como épica y como dramática. Pareciera el eco de un clamor lejano, registrado en la memoria akásica del Éter y que un deslumbrado vidente transcribe a tientas.
Hacen falta muchos arrestos para atreverse hoy a sacar nuevamente a la palestra los mitos griegos y a hacer con ellos una poesía de raíz moderna. Aún así, el poema que presento aquí es más tradicional expositivamente y en lenguaje, siendo que otros apelan a una dicción mucho más moderna y quebrada.
El dibujo que encabeza el presente post puede servir como ilustración con una doble intencionalidad. Burbano fuerza a las figuras ya momificadas sobre las que han pasado mil discursos, miradas, resurrecciones e interpretaciones, a no descansar en paz y a levantarse de nuevo. Al mismo tiempo, la ilustración parece evocar ese extraño autoamordazamiento en el que el verbo del autor pervive, con sus reticencias a mostrarse y dejarse leer, y que aún así se agita despertando el interés de quien pasa delante de sus estertores.
No he sido capaz ni de trocear el poema ni de incluir otro más breve. Quiero ofrecer éste en concreto. En este poema se exponen las razones de la mujer. Aún recuerdo cuando, tras leerlo, me acerqué a Fernando Burbano y le di una fotocopia con el poema ULISES de Tennyson, diciéndole “y estas son las razones de los hombres”.
No entro a analizarlo para no extender aún más este post y no cargarlo con un comentario como los que dedico a los poemas de Carmen Aliaga, por poner un ejemplo. Sólo quiero llamar la atención sobre la memorable elipsis poético-narrativa que se cobija en la primera parte del poema, y la manifiesta desconexión entre Penélope y la pareja de héroes que forman su marido y su hijo cuando describe su regreso:
“Telémaco volvió. Regresó Odiseo.
Uno a poco del otro, pero han vuelto.
Han vuelto, han regresado. Regresaron.
Y uno sigue su guerra. Otro la inicia.”
Aquí os dejo con Fernando Burbano.
EL LIENZO DE PENÉLOPE
A Ada Ibarbia Gascón, Ada de Orús, que
tejió en torno del artista un tapiz de amor,
en memoria.
Advertí luego a Sísifo, presa de recias
torturas. Iba a fuerza de brazos moviendo un
peñón monstruoso y, apoyándose en manos
y pies, empujaba su carga hasta el pico de
un monte.
ODISEA. Homero.
Sísifo, proletario de los dioses, impotente
y rebelde, conoce toda la magnitud de su
miserable condición: en ella piensa durante
su descenso.
EL MITO DE SÍSIFO. A. Camus.
ISAGOGE
Aquél que conozca entenderá
esta rebeldía revolucionaria..
EL SEPELIO DE ANTICLEA. RECUERDOS.
Enterramos a Anticlea esta mañana.
como ella hace algún tiempo nos pidiera,
buscamos un paraje desde el cual
ni la más gruesa mar en la tormenta,
con su fragor, rompiera su yacer.
Anticlea, mi suegra, aborrecía el mar,
idéntico que Laertes, su marido.
Nos sobrecogió que hallara la muerte
entre las olas. Era el odio antiguo.
Recuerdo que tornábamos de Esparta,
donde con Odiseo me habían casado
ante la corte de mi padre, Icario.
Tras de seis largos meses de demora
fueron a buscarnos Laertes y Anticlea.
Tornamos a poco hacia Itaca, vía
Pilos la arenosa, donde embarcamos.
Me encontraba ya encinta de Telémaco
y era aquel mi primer viaje por mar.
De rada en rada, sin perder la costa
de vista, hacíamos singla por vinosas
aguas. Eran proverbiales mis mareos,
y una y otra vez, desde la toldilla
me acercaba a la borda del navío
para desbocar mi nausea profunda.
En todo instante, y allí en el parasemo,
encontrábase a un Laertes embebido
en dejar caer guijarros a las aguas,
la cabeza afirmaba pensativa
algunas veces, en no sé qué caída
especial. Volví al tendal e inquirí
la fuente para aquel comportamiento
inexplicable. Mi suegra engoló
la voz, tal que hacían los viejos mistágogos
o las oscuras sibilas, diciendo:
“La mar, el mar, lo mar” ; quise escuchar
el murmullo del hado y me callé.
De vuelta al palacio tras de aquel hórrido
entierro, contemplé a Laertes con nueva
mirada y fantaseé hacer un tejido
bordado y sin costuras que usaría
de sudario en su aún lejano sepelio.
A poco mi suegro dejó la casa
yéndose a alojar a la del boyero
Filetio y su familia. El orgullo
de los pretendientes minaba lento
mi paz familiar. Supliqué al divino
argonauta su retorno al palacio;
“Nunca sin mi hijo volveré a pisar
la casa”, replicó secamente.
Lo dejé lanzando jejos al mar.
Volví a mi cámara y ordené un telar
con que hacer efectiva mi infantil
venganza. Inicié la greca enmarcante
de toda la historia: el mar que se riza;
mascarón de proa, casi divinal…
…………………………………..
Pasaron largas horas de silencio
total. Desde mi habitáculo nada
rebullía. Se alarmó Euriclea que entró
asustada; me halló absorta al tejedor
con toda la labor del día deshecha.
Yo no respondía al estro de su voz
y hubo de zarandearme repetidas
veces para que volviera de nuevo
a mí. Algo me llevaba más allá
del tiempo siempre que emprendía el infausto
lienzo. Inconcluso quedó en sola urdimbre.
LOS REGRESOS. LA MUERTE DE LAERTES
Por esos días, Laertes henchía de cantos
el mar, en tanto que tristes salomas
llenaban nuestros puertos con los crueles
hados de algunos caudillos aqueos.
Sólo de Ulises resuena el silencio.
Telémaco, engallado, deja la isla,
la incuria asesina de los jóvenes
pretendientes le asegura el embarque.
No queda en casa ningún varón libre
con el que asociarme en las ceremonias
que prescriben la majestad del rey:
los viejos rituales de fertilidad
de la Diosa Tierra: yo, la Gran Madre,
otro, el Rey del Año; el solemne canon
de la Recogida, munificente
y alocado y, por fin, la mayestática
y precisa promulgación del Año
Nuevo. Al ausentarse el ayo Mentor,
regente y adjunto elegido en su día
por Odiseo, decido nombrar contra
su voluntad recia, a mi suegro Laertes
para el cargo. Accede a regañadientes.
Algún tiempo después, con la venida
de la estación cálida, muy cercano
a uno de aquellos rituales, volvieron.
Telémaco volvió. Regresó Odiseo.
Uno a poco del otro, pero han vuelto.
Han vuelto, han regresado. Regresaron.
Y uno sigue su guerra. Otro la inicia.
La sempiterna pelea de los hombres,
maldita y mil veces maldita, pero
así han sido hechos, o así se han hecho ellos.
Luego vino la siempre crucial noche
de los reconocimientos: un huero
corazón, y un corazón lleno de islas
que no estén, que sean, que las haya, pero
que nunca estén; y bajo nuestros pies,
el hueco; ni tan solamente el mar,
aún más, mucho más aterrorizante
( ellos, griegos invasores, no quieren
asumirlo, y ahí está: la mandorla yerma
y terrible, y sin embargo Gran Madre ).
Pronto, Ulises abandona la casa,
la isla, hasta la Grecia en pos de su credo.
Telémaco le sigue al poco, y vuelvo
a estar sola. Ya no quedan almortas
para el mar, Laertes se acurruca terco
en su yacija dispuesto a morir
por tabes. Se apagó a los pocos días.
Envuelto en un paño púrpura real
y lastrado con dos grandes pedruscos
lo lanzamos al mar. Yo lo miré
mientras se sumergía, sin pestañear.
Un murmullo interno de extrañas voces
me manifestaba el secreto mudo
de los cantos y las olas. Ya en tierra
conseguí, sin dificultad, tejer
mi lienzo con el negado dibujo:
…Midi le just y composé de feux
La mer, la mer, toujours recomencée! *
Y un hombre a horcajadas de un mascarón
arrojando a las argenteas espumas
minúsculos cantiles como rayos.
Prestamente volví con mi tejido
al lugar donde hundimos el cadáver,
y extendí, sobre las batientes, suave,
el por entonces ínclito pañuelo.
Las rápidas corrientes lo alejaron
pronto de nosotros. Mas súbitamente,
en lontananza, una especie de mano
apareció y lo arrebató a los fondos
marinos. Y entonces me sonrió el mar.
Aquí saqué de mi dedo el anillo
de bronce y lo arrojé al agua. Sonreí
al mar, mientras mi cabeza asentía.
Poco demoró mi regreso a Esparta.
ULTÍLOGO
No, nunca ocurrió exactamente así.
La penuria dramática del vate
en aquel lance preciso del poema
me condujo a deshacer el telado
que tejía diligente por el día.
Conoces, por mi ahora rodado canto,
la verdad de la verdad, ¿te (a)parece?
F I N
* “EL CEMENTERIO MARINO” de Paul Valery.
http://angelsobreviela.blogspot.com.es/2009/05/poetas-de-caesaraugusta-i-fernando.html
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