IBN AL-SAMIR
Poeta y astrólogo en la corte de ‘Abd al-Rahmân II.
Desconocemos las circunstancias locales y temporales que envolvieron tanto su nacimiento como su muerte.
Sobre sus orígenes tenemos datos imprecisos, según nos lo confirma Elías Terés; imprecisión que comienza ya en la persona de su padre, Al-Samir ibn Numayr. Según unos era éste mawlà de los omeyas en Oriente, viniendo a establecerse posteriormente en la corte andalusí, donde permaneció hasta su muerte. De otro lado, se asegura que, después de haber estudiado en Córdoba, marchó a Oriente, se estableció en Egipto y allí murió.
Por lo que se refiere a nuestro Ibn al-Samir, ya de entrada nos encontramos que nos plantea problemas su nombre. Unos autores le llaman ‘Abd Allâh, otros ‘Abn al-Rahmân; con su apellido nos sucede lo mismo, debido a un pequeño problema de vocalización: para unos es Ibn al-Samir; para otros Ibn al-Simr; e incluso Ibn al-Faradî le hace natural de Huesca, mientras que Ibn Sa’îd le cree natural de Córdoba, y le llama <>.
No obstante sabemos ciertamente que fue preceptor de la poderosa familia de los Banû Abû ‘Abda, pero toda su vida se encuentra ligada a la del emir ‘Abd al-Rahmân II, con quien le unía una gran amistad que se remontaba a la infancia de ambos.
Tenía nuestro poeta un carácter tan agradable y dulce que ganaba el corazón de quienes le trataban; sería este modo de ser el que le granjearía la simpatía del príncipe ya en su tierna edad. Se dice que siendo aún ambos adolescentes, cuando todavía no había indicios claros de que ‘Abd al-Rahmân sería jurado heredero, Ibn al-Samir anunció a su amigo, por vía de una serie de consultas astrológicas, que había de obtener el trono de Córdoba.
Cuando sucedió realmente esto, el emir le colmó de favores y le asignó un doble estipendio: como poeta y estrellero. Alcanzó altos cargos en palacio y fue muy íntima su relación con el emir, como reflejan la mayor parte de los relatos conservados. Tomemos uno que nos sirva de ejemplo para documentar esta aserción: Ibn al-Samir se presentó un día en palacio ataviado con una vistosa túnica y una capa, ambas del ‘Irâk; comenzaron nuestros dos personajes a beber y, queriendo el emir burlarse de su amigo, le dijo, recordándole los pasados tiempos en que la penuria era el único capital de Ibn al-Samir:
- ¡Hola, Ibn al-Samir! Te has puesto una pieza de ‘Irâk sobre otra; ¿qué has hecho de aquella capita rapada, tejida con hilos tan bastos que parecían raíces y que te ponías para venir a verme cuando yo era niño?
- La he cortado –contestó rápido el poeta-, y he hecho con ella una albarda y unas cinchas para tu mulo tordillo.
Esta anécdota nos demuestra que la estrechez pasada había afectado tanto al uno como al otro, pues en realidad ‘Abd al-Rahmân sólo había poseído aquel tordillo al que se refiere el poeta, mejorando su suerte únicamente con la muerte de un hermano suyo, presunto heredero del trono.
En otra reunión cortesana el emir ‘Abd al-Rahmân, que era muy crédulo en lo que se refiere a la astrología, hablaba no obstante desdeñosamente de ella. Ibn al-Samir, que estaba presente y que era el mejor de sus astrólogos, según nos refiere Ibn Hayyân, saltó al punto y quiso demostrarle al emir la verdad de sus predicciones, pidiéndole que le pusiera a prueba…
Bien –le dijo el emir-, si adivinas por cuál de las puertas de este salón he de salir cuando me levante de aquí, entonces daré crédito a tu ciencia. Ibn al-Samir consultó al instante un horóscopo, y escribió sus deducciones en un pliego que se cuidó de sellar celosamente. El emir, entonces, hizo abrir una puerta justo tras el lugar en el cual había estado sentado, y salió por ella. Cuando abrió el pliego con las predicciones del estrellero, cuál no sería su sorpresa al ver que todo cuando había acontecido estaba plasmado en la predicción.
Refiriéndose a otra de las notas predominantes en la relación de ambos personajes, ‘Abd al-Rabbi-hi, en su Al-‘Iqd al-farîd, nos describe la solemnidad, el ceremonial, el protocolo que el emir había introducido en las normas palatinas; se nos relata, por boca del eunuco Nasr, cómo el emir, que se había irritado en cierta ocasión con sus comensales, ordenó que fueran borrados del registro de las dádivas (<>), y que no fueran reemplazados por otros nombres. No obstante, al cabo de unos días, añorándolos, le comunicó a Nasr que sentía nostalgia de ellos, a lo cual replicó el eunuco que ya habían sufrido un buen correctivo y que gustosamente los habría de mandar buscar, si el emir así lo deseaba. El monarca accedió ante tal propuesta: vinieron los poetas y en todos ellos se notaba la tristeza en que les había sumido la ira del gobernante; se organizó la tertulia, pero la melancolía seguía siendo evidente. Entonces el omeya le preguntó a su esclavo que cuál era la causa de haber perdido sus antiguos amigos su tan estimada alegría. Replicó éste que sólo había una: que en ellos pesaba la ira que su señor les había demostrado. Ante esta respuesta, les concedió su perdón y les exhortó de nuevo a la alegría. Ibn al-Samir, que estaba presente, se levantó de su asiento e improvisó los siguientes versos, dirigidos al emir:
¡Oh tú, que eres la clemencia de Allah sobre sus criaturas,
y cuya generosidad se desborda en todo instante!
¡Si rechazas la compañía de los pecadores,
muy pocos serán los hombres que puedan gozar de tu compañía!
Este relato es particularmente valiosos porque en él vemos declarada explícitamente la existencia de esa oficina o registro (<>) que el emir tenía organizada para pagar al coro de poetas que le rodeaba. También denota la anécdota la importancia que nuestro poeta poseía dentro de dicha cohorte de poetas y literatos.
Así mismo, Ibn al-Samir participaba, junto con su amigo, de todos los asuntos puramente políticos, pues sabemos que fue él quien dictó la inscripción que llevaba el sello oficial del emir, cuando aconteció que éste había perdido el que en un principio poseía. Nasr, que fue encargado por el soberano para la realización del nuevo sello, pidió consejo y ayuda a Ibn al-Samir, sobre la inscripción que había de imprimirse en él, a lo que el poeta respondió:
El sello del nuevo reinado
que refrendará las órdenes ante el pueblo,
será: ‘Abd al-Rahmân está satisfecho
con el decreto de Allâh.
El monarca omeya estimaba en mucho las dotes de improvisación de que hacía gala el poeta. Por ello, cuando en cierta ocasión en que había regalado a una de sus esclavas un collar valorado en una gran cantidad de dinares, uno de sus visires osó recordarle al emir el enorme gasto que ello implicaba, lo cual no agradaba mucho al emir, replicó:
¡ay de ti; la que ha de lucir esa alhaja es otra joya más preciosa que ella, más estimable, más digna. Si con estas piedras brilla su rostro y es su hermosura más grata a los ojos, también Allah creó joyas que brillan y cautivan los corazones! ¿Es que hay entre las joyas de la tierra, entre sus más estimadas presas, entre las dulzuras de sus mayores placeres y goces, cosa más agradable a los ojos, conjunto tal de perfecciones como un rostro en el que Allah acumuló todas las bellezas y que dotó con todos los atractivos de la hermosura?
Tras decir estas palabras, se volvió a nuestro poeta y le espetó con el siguiente verso:
¿Qué se te ocurre a ti sobre este asunto?
A lo cual replicó Ibn al-Samir:
¿Acaso se pueden comparar los rubíes y las perlas
a aquélla que aventaja en esplendor al sol y a la luna?
¿A aquélla cuya forma creó en el principio la mano de Allah
pues nadie sino El hubiera podido crearla?
¡Honra, pues, en ella a una joya fabricada por Allah,
ante la cual son despreciables las del mar y de la tierra!
Para ella creó Allah cuanto hay en cielos y tierra
Poniéndolo bajo su dominio.
Entonces el emir, continuando con el mismo metro y en la misma rima, declamó a su vez:
Tus versos ¡oh Ibn al-Samir! Aventajan a toda poesía,
y exceden a cuanto puede concebir la mente y la razón…
Tras recitar tan excelsamente, el emir le obsequió con quinientos dinares. Y, como ya estamos observando, tanta adición sentía el emir para con su poeta, que le cursaba invitaciones personales en verso para organizar partidas literarias, o para beber. Una de estas invitaciones puede ser considerada como de entre las primeras poesías báquicas que se compusieron en la Andalucía musulmana, y ya en ella aparece el tema del vino asociado al del jardín. Incluso a veces salían juntos de cacería, sobre todo para poner en práctica la afición suprema del gobernante: la caza de grullas. También el emir omeya lo solía llevar consigo en algunas de sus expediciones militares, y a este respecto poseemos varios testimonios: uno de ellos, que insiste sobre la sabiduría astrológica de nuestro poeta, nos refiere cómo, al volver de una de sus campañas ‘Abd al-Rahmân mandó plantar las tiendas en el Fahs al-Surâdik, a la vista de Córdoba aplazando la entrada en la ciudad hasta la mañana siguiente, con objeto de entrar en perfecto orden militar, a lo cual se negó en redondo Ibn al-Samir, exhortándole para que lo hiciera al punto. Y, en efecto, el emir no tuvo más remedio que aceptar la propuesta, debido a que un tremendo aguacero amotinó al ejército que exigía la entrada inmediata en la fortaleza, con vistas a encontrar el refugio que la campiña le negaba. Esto, unido a la predicción cumplida de que ambos, emir y poeta, habrían de entrar en Córdoba vestidos con un mismo atuendo, motivó que el emir hubiera de tomar en serio, de aquí en adelante, las predicciones del astrólogo.
Ibn al-Samir no se recataba de dar rienda suelta a sus palabras, aun cuando éstas pudieran herir la sensibilidad del monarca, usando expresiones que eran evidentemente atrevidas, si tenemos en cuenta el natural respeto que ha de imponer un monarca a sus súbditos, y mucho más entonces que, en virtud del solemne ceremonial ‘irâquî, recientemente adoptado por el emir, había éste revestido a su persona de toda majestad y pompa imaginables, apareciendo ante su pueblo como un ser augusto e infalible.
Incluso nuestro poeta componía versos que hacía leer a su señor y amigo, el cual adoptaba como suyos. A este respecto es revelador el siguiente relato: en el año 225 de la Hégira (839-40 de nuestra era) ‘Abd al-Rahmân II emprendió una campaña, mandada por él en persona, contra los cristianos de Yillikiya, campaña que fue dura y prolongada, según parece. A la vuelta, cuando el ejército ya se encontraba por tierras de Guadalajara, el emir soñó una noche con su favorita Tarûb, y al despertarse mandó llamar a Ibn al-Samir, quien le acompañaba en la expedición. Tan fuerte fue el deseo del monarca de volver a contemplar el rostro de su favorita, que dejó el ejército en manos de su hijo Al-Hakam y se adelantó rápidamente dirección a Córdoba. En este camino, y con motivo de tal suceso, Ibn al-Samir compuso una qasîdah, de la cual son los siguientes versos que el poeta pone en labios de ‘Abd al-Rahmân:
Perdí el gozo del amor desde que dejé a mi amante,
y solo paso las noches suspirando.
Cuando surge ante mí el sol naciente del día
me recuerda a Tarûb,
muchacha adornada con las galas de la hermosura:
los ojos al verla la creen una mansa gacela.
¡Cómo añoro su rostro!
¡Qué heridas ha dejado en mis entrañas!
¡Oh la más bellas de las criaturas a mis ojos,
la que más plaza tiene en mi corazón!
El amor ha extenuado mi cuerpo,
prendiendo llamas en mi alma.
Ya no puedo pasar sin ti, privado de visitarte,
después de haberte tenido tan cerca de mí…
A causa de todo ello, Ibn al-Samir gozaba del favor real, y sin duda alguna triunfaba en la corte; dentro de los círculos palatinos fue un gran admirador de las composiciones del cantor ‘Alî ibn Nâfi, más conocido por su apodo de Ziryâb, el gran favorito de la corte cordobesa, a quien dedicó esta composición:
¡Oh ‘alî ibn Nâfi! ¡Oh ‘Alî!
¡Tú! ¡Tú eres el insigne, el ilustre!
Para que todos lo sepan, fue tu origen hâsimî,
pero en el amor eres ‘absamî.
En cambio, la oratoria suelta y procaz, a veces, de Ibn al-Samir, se encaró con encumbrados personajes. Uno de éstos fue Yujâmir ibn ‘Utmân al-Sab’ânî, juez supremo de Córdoba, pero hombre incapaz, quien fue centro de atención y blanco de las sátiras y habladurías de todo el pueblo, hasta que acabó por ser destituido de su alto cargo. Nuestro poeta le hizo objeto de una travesura que debió dejarle amargo recuerdo para toda su vida. Estando el juez un día en su tribunal, en pleno ejercicio de sus funciones, llegó Ibn al-Samir y, tomando una de las cédulas en las que se inscribían los litigantes, para ser llamados por turno, no se le ocurrió otra cosa que escribir en ella el nombre del profeta Jonás y el del Mesías, hijo de María. El juez, irreflexivamente, convocó a ambos litigantes; al oir la llamada, Ibn al-Samir, desde el público, grito: ¡La aparición de estos dos personajes es uno de los signos que anuncian el fin del mundo!.
Parece ser que tampoco tuvo una relación armoniosa, al menos en los últimos tiempos, con el eunuco Nasr, el poderoso valido del palacio, del que hemos hablado anteriormente, pues éste trató de envenenar al emir de acuerdo con la favorita Tarûb, con objeto de colocar en el trono al hijo de ésta, en contra de los deseos del soberano, quien se mostraba más inclinado a su otro hijo Muhammad. El eunuco cayó víctima de su propio veneno a Nasr había dejado de frecuentar la presencia y compañía de Muhammad, volvió a ello, tras dedicarle una serie de versos.
Podemos suponer, por último, que el poeta llegaría a conocer el reinado de Muhammad, según la fecha de composición de la qasîdah, dedicada al sucesor, escrita un año antes de la muerte de ‘Abd al-Rahmân (852).
Tuvo siempre un gran amor al estudio, por lo que llegó a realizar un viaje al Oriente, logrando la posesión de amplios y vastos conocimientos en todas las ramas del saber. Ya hemos ido viendo, a lo largo de las pequeñas muestras de su poesía que hemos reflejado, cuál era su técnica y su vena poética, reveladoras ambas de una sólida formación, la cual era a todas luces necesaria para mantenerse en un alto puesto junto a un crítico capaz como ‘Abd al-Rahmân II. Los historiadores nos advierten que fue poeta excelente (muflik), que alcanzó una gran fama y que las gentes acudían a él para aprender sus versos. También nos lo presentan como amigo entrañable e inseparable del emir, y le llaman su poeta, su comensal y su estrellero.
Como astrólogo, una autoridad en la materia, cual es Ibn Hayyân, nos dice que junto a ‘Abd al-Rahmân II no había otro tan notable como Ibn al-Samir; Al-Hiyârî, le llama por las dotes de penetración que Allah le había dado, ra’is al-munayyimîn bi-l-Andalus, <>
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