María Josefa Mujía
María Josefa Mujía nació en Chuquisaca, BOLIVIA en 1812 y falleció en 1888. Es considerada una de las primeras poetisas del romanticismo en Bolivia. Perteneció a la época denominada romanticismo en el siglo XIX y destacó a lado de Manuel José Cortés, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía y Nataniel Aguirre.
Ciega a los catorce años y ajena, por tanto, a todas las sensaciones que procura la vista, su exquisita sensibilidad le ayudó a crearse un mundo interior de belleza y de bondad que supo exteriorizar en sus numerosas poesías.
LIBROS
Poesía: Correspondencia de un ciego a una ciega (con Pedro Alera, Perú, 1867); Canto a la Virgen Santísima del Rosario (1869).
La primera poetisa del romanticismo boliviano
Por: Víctor Montoya
María Josefa Mujía, conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.
María Josefa Mujía, considerada la primera poetisa boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poeta chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este “secreto”. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, “La ciega”, apareció publicado en el periódico “Eco de la Opinión” de su ciudad natal.
El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo que oscurece la razón: “Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura…/ Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/ Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/ Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor…/ Lo que en el mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror…/ Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir”.
No cabe duda de que estos versos, cargados de la insondable melancolía de un ser sensitivo y delicado, retratan de cuerpo entero a su autora, revelándonos tanto la naturaleza de un dolor sin consuelo como la soledad de su espíritu, debido a una insuficiencia que la apartó de la vida social y la condenó a asimilar los conocimientos literarios sólo de oídos, pero que, empero, no la impidió componer poemas que despertaron el interés de varios críticos como Gabriel René Moreno y el español Marcelino Menéndez y Pelayo, los mismos que, impactados por la calidad de su poesía y su situación de invidente, le dedicaron comentarios elogiosos en la prensa nacional y extranjera.
María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre, entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.
A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo, le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos, que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez, fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer a los valores humanos.
La poeta chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema “Bolívar”, escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y admiración al Libertador de cinco naciones americanas:
“Aquí reposa el ínclito guerrero:
Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,
Llora a su padre con dolor profundo,
Libertador de un hemisferio entero…
Al resplandor de su invencible acero,
Cayó el león de Iberia moribundo;
Nació la libertad, árbol fecundo,
Al eco de su voz temible y fiero…
Honra a la historia y enaltece al hombre
¡Bolívar! genio de eternal memoria,
Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!”.
María Josefa Mujía experimentó también las ataduras sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón, el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad. Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación. Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos convencionales.
Lo curioso de esta romántica boliviana es su rechazo a vivir en pareja con el amor de su vida. No contrajo matrimonio ni formó familia. Su alma se cerró a uno de los sentimientos que más inspiró a los románticos de todos los tiempos; más todavía, en su poema, “Al amor”, calificó este sentimiento de “ídolo falso que el mortal adora”, sinónimo de “muerte, veneno y amargura”. Ella, que se ufanó de haber conservado su corazón ileso y libre del amor, afirmó en otros versos:
“Si mi mejilla en llanto se humedece
Y si en el corazón hay amargor,
Si en la angustia, la dolencia crece,
No es del acíbar de tu copa, amor…
¡No te conozco, y de esto me glorío!
Tu nombre odioso escucho con horror,
Y al ver que causas males mil, impío,
Te dice el labio: ¡Maldición, amor!…
Sé que el interés te vence, abate, humilla;
Sé que los celos te dan gran temor;
Sé que el mortal te inclina la rodilla.
Yo te desprecio y te maldigo, amor!”.
Si en su famoso poema “La ciega” revela la sombra de su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de la dama sombría que es la muerte; en su poema “Al amor” destila la amargura, la desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio, donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial, compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos de su época.
LA CIEGA
Todo es noche, noche oscura
Ya no veo la hermosura
De la luna refulgente,
Del astro resplandeciente
Sólo siento su calor,
No hay nube que el cielo dora,
Ya no hay alba, no hay aurora
De blanco y rojo color.
Ya no es bello el firmamento,
Ya no tiene lucimiento
Las estrellas en el cielo;
Todo cubre en negro velo,
Ni el día tiene esplendor,
No hay matices, no hay colores,
Ya no hay plantas, ya no hay flores,
Ni el campo tiene verdor.
Ya no gozo la belleza,
Que ofrece naturaleza,
La que al mundo adorna y viste;
Todo es noche, noche triste
De confusión y pavor,
Doquier miro, doquier piso
Nada encuentro y no diviso
Más que lobreguez y horror.
Pobre ciega desgraciada,
Flor en su abril marchitada,
Qué soy yo sobre la tierra?
Arca do tristeza encierra
Su más tremendo amargor;
Y mi corazón enjuto,
Cubierto de negro luto,
Es el trono del dolor.
En mitad de su carrera
Y cuando más luciente era
De mi vida el astro hermoso,
En eclipse tenebroso
Por siempre se oscureció.
De mi juventud lozana
La primavera temprana
En invierno se trocó.
Mil placeres halagueños,
Bellos días risueños
El porvenir me pintaba
Y seductor se mostraba,
Por un prisma encantador.
Las ilusiones volaron
Y en mi alma sólo quedaron,
La amargura y el dolor.
Cual cautivo desgraciado
Que se mira condenado
En su juventud florida
A pasar toda su vida
En una horrenda prisión;
Tal me veo, de igual suerte,
Sólo espero que la muerte
De mí tendrá compasión.
Agotada mi esperanza
Ya ningún remedio alcanza,
Ni una sombra de delicia
A mi existencia acaricia;
Mis goces son el sufrir:
Y en medio de esta desdicha
Sólo me queda una dicha,
Y es la dicha de morir.
El Amor
Ídolo falso que el mortal adora
Y que insensato te erigió un altar,
Por quien el hombre su miseria llora,
De quien recibe solo un gran pesar.
Jamás cante tus triunfos, niño ciego;
No herirme pudo tu terrible arpón;
De tus saetas, de tu ardiente fuego,
Conservo ileso y libre el corazón.
Nunca manche las cuerdas de mi lira
Regando en ellas llanto de dolor
De engaños mil que tu deidad respira,
Con que penas sin fin causas traidor.
Mi puro labio de tu copa impía
Jamás gusto la emponzoñada miel,
Que al brindar viertes con sagaz falsía
Muerte, veneno y amargura y hiel.
Nunca mi oído se inclinó a tu acento;
Siempre tu halago lo creí falaz.
Mi alma inocente no perdió un momento
Su dulce calma, su tranquila paz.
Nunca cantar, tirano, tu victoria
Ni tributarte vil adoración
Es mi laurel, mi orgullo, dicha y gloria
Y el mas grato placer del corazón.
Si mi mejilla en llanto se humedece
Y si en el corazón hay amargor,
Si en el la angustia, la dolencia crece,
No es del acíbar de tu copa, amor.
No te conozco, y de esto me glorío!
Tu nombre odioso escucho con horror,
Y, al ver que causas males mil, impío,
Te dice el labio: ¡Maldición, amor!
Se que interés te vence, abate, humilla;
Se que los celos te dan gran temor;
Se que el mortal te inclina la rodilla.
Yo te desprecio y te maldigo, amor!
Gracias por el recuerdo/legitimo guardian de mi memoria/ descendiente de la ilustre soy/ aunque tercera o cuarta gerenacion/ orgulloso, humilde y franco/ dejo este recuerdo
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