Hesnor Rivera (Zulia, Maracaibo, Venezuela 1928-2000), poeta, periodista y profesor universitario. Integrante y fundador del grupo poético “Apocalipsis”.
Autor de una honda y extensa producción poética que fluye con soltura y decisión por los impetuosos cauces de la lírica vanguardista hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, está considerado como uno de los grandes renovadores de la poesía venezolana contemporánea.
La poesía de Hesnor Rivera se enmarca dentro de esa gran corriente empecinada en difundir por las Letras del subcontinente americano -bien es verdad que con cierto retraso respecto a algunos de los principales movimientos vanguardistas que florecieron en Europa durante las décadas de los años diez y veinte- un radical aire de renovación que hunde sus raíces en los postulados innovadores puestos en marcha por las citadas vanguardias europeas. Afincado en Chile entre 1949 y 1955, tuvo ocasión de establecer estrechos contactos con algunos de los principales poetas hispanoamericanos de mediados del siglo XX, con los que compartió esos objetivos estéticos apuntados en líneas superiores.
De regreso a su país natal, se integró en uno de los colectivos literarios más bulliciosos de su tiempo (el grupo poético "Apocalipsis", configurado hacia 1955) y comenzó a darse a conocer como poeta merced a las numerosas composiciones que fue dejando impresas en los principales rotativos y revistas de la época, como El Nacional y Panorama de Maracaibo. Entre sus poemarios más celebrados por la crítica y los lectores, cabe citar aquí los titulados Puerto de escala (1965), Superficie del enigma (1968), Persistencia del desvelo (1976), Las ciudades nativas (1976), Elegías a medias (1978) y La muerte en casa (1981). En líneas generales, todas estas colecciones de versos de Hesnor Rivera se caracterizan por el exquisito rigor con que el poeta de Maracaibo ha sabido conjugar sus inquietudes renovadoras con su deseo de ofrecer unas composiciones de impecable acabado formal.
Presente indefinido
Te encontraré ayer tarde.
Seguramente tú hayas perdido
ahora el porvenir contemplando
el vuelo del águila dorada.
Tú habrás estado siempre
inmóvil en el centro del día
de aquel año lejano
en que nos separamos sin darnos
cuenta —sin siquiera
percatarnos allí mismo
de lo que ocurría y todavía ocurre.
De lo que aún perseguimos
hollando la arena de un tiempo
malgastado miserablemente
por saborear los más vivos instantes
de una existencia
que no transitamos nunca.
El pasado por simple puede
que exista pero sólo
como un área y una atmósfera
donde apenas crece la espera.
Donde cada quien es el mártir
de sus propias alucinaciones
y declina y conjuga los hechos
según el giro de sus hábitos
—según la controversia
de sus delicadas memorias
siempre creadas y sobrealimentadas
con substancias fantásticas
para que se multipliquen
con voracidades indígenas.
Volveré a verte
y será de nuevo ayer.
Y te he perdido porque ahora
es mañana. Y es allí justamente
en ese bosque de los insomnios donde
las palabras intercambian las frondas
de sus significados absurdos
—donde pierden su brillo
y se bifurcan las sendas
de los astros del comienzo.
Donde los recuerdos cobran
las apariencias de las profecías
sobre el final de los combates
entre el amor y la muerte.
Es allí justamente donde estamos.
Donde nuestros desengaños
son simples como el pasado
que de pronto se volverá de espaldas
para que podamos
hace mucho encontrarnos.
Futuro pluscuamperfecto
El futuro no existe.
Lo inventaron los gramáticos
que padecieron más hambres
durante su permanencia
por lo común muy larga
bajo la superficie del mundo.
El futuro sólo existe
cuando le quita el puesto
al pasado vivido muchas veces
pero que desconocemos
casi siempre a diario.
Por eso
nada puedo prometerte
visión mía –sombra amada
que encontré y perdí tantas veces.
Que contemplé día tras día a fondo
pero en el laberinto de las
noches más claras.
Por eso
todo cuanto te digo lo invento
a expensas de mi propia
destrucción propiciada ahora
y a cada instante por los sentidos
cuando se interfieren
y se entredesgarran —cuando luchan
por beber en el ánfora
del más bello desorden.
Si alcanzo a recordar el tiempo
de nuestra vida próxima
resulta que en realidad somos otros.
Dos desconocidos que simpatizan
desoladamente. Y se tocan
hasta el extravío
en el traspatio
de una soledad que nos borra
furiosamente los rostros.
Es entonces cuanto tú me llamas
con el nombre de cualquier objeto.
Y me dices fuego noctámbulo —navío
para un solo viaje. Pájaro
de las alas impropias. Signo
de la intemperie sombría.
El futuro no existe.
Lo inventamos nosotros
sin siquiera conocer
la O por lo redondo.
Pero conociéndonos a tientas
siempre con el hambre o con la sed
de los sentidos revueltos
—conociendo en fin o apenas
cosas tan prácticas como
el infinito y el tiempo
donde los nombres se apagan.
Donde desaparecen de pronto
las palabras para reaparecer
más libres que los pedazos
de nuestro amor siempre nuevo.
Respiración de la memoria
No siempre suele empezar el tiempo
Por unas hojas húmedas y unas palabras
Recogidas en la soledad de un río inconstante
Y es así como existen caminos
Donde no es posible recordar
Hacia dónde se quiso partir.
Y es así como se anhela a veces
Retener un pedazo de mar
Con que orientarse en medio de la tierra.
Todo podría entenderse alegremente.
Todo podría estar frente a su justa sombra.
Pero en las madrugadas donde hay estrellas todavía
Y en los inmensos parques donde se queda el viento
Como un hombre a quien sólo le resta esperar
No cesan de existir naufragios.
Que reparten espectros de ademanes turbios
En torno del fuego y de la rosa más honda
Por donde ansía respirar la memoria.
Es inevitable entonces estar solo.
Permitir que los sueños remonten la sangre
Y hagan cantar o llorar continuamente
Desde una ventana abierta hacia los árboles
O en una sombra.
Es inevitable sentirse andando lejos.
Hasta que en una tierra
A donde siempre se está llegando tarde
Se abre y caiga el cansancio como una fruta ciega.
Siempre el espacio empieza
Por una lluvia que lo apaga todo
Ebriedad de las lámparas
Yazgo ahora en un país
que brilla entre las hierbas.
Bajo el bosque no hay danzas
amorosas. No hay ojos de carbón
para la fiebre que recorren los dioses.
Los dioses más impuros que un hongo.
Más altos que la palma de amarrar
a las aves oceánicas.
Pero el infierno de repente aproxima
sus murallas de brazos ululantes.
Y surgen de un sollozo tus labios.
Surgen de una piedra de fulgor tus alas
de tiniebla como unas manos
en la hermosa tempestad de las noches.
Como un sollozo de tus labios
que eclipsan con su sed a las lámparas.
Como una piedra de fulgor que me golpea el rostro
cuando bates tus manos. Surges tú
de la queja fulgurante que derrama mi herida.
Desconozco este paisaje que descubro a diario.
La soledad revela inútilmente el génesis
de los festines negros donde el amor es blanco
y la tierra es una pobre alfombra
del color de un fantasma.
Te suelto de mi largo corazón oh! amada.
Pregunto ¿dónde brilla como un fruto sagrado
tu corazón? ¿Dónde ha muerto
que los dioses del bosque te nombran
y se beben la danza del clamor de tu nombre?
Yazgo ahora como en mi propia sombra
sobre el sueño. Cierro mi sangre
-quiero el torrente que alimentan mis ojos.
No te encuentran y han leído
las cartas infernales. Han visto
caer muy lejos como flechas los astros.
No te encuentran y allí mismo
tú surges más rara que la noche.
Silvia
Las mujeres que me amaron
de seguro han muerto.
Ellas pertenecían a una raza distinta.
La atmósfera de llama necesaria a sus cuerpos
desapareció una noche con los astros.
Y sólo pueden ahora reposar sus cabelleras
sobre la ilusión de resplandor sagrado
que es la lejanía.
En el tiempo del sol
yo podía reconocerlas
por el solo movimiento de sus sombras.
Entonces me invadía el ímpetu
de correr descalzo sobre el agua transparente.
Y eras tú Silvia
-nada más que tu mirada mágica
quien lograba abrillantar la arena
donde me tendía para huir de la noche.
Eras tú quien al pasar hacía
recobrar su juventud llameante a cada parque.
Y al abandonarnos al embrujo de las calles más altas
frente a las ventanas oscuras
eras tú quien invocaba y ponía a nuestros pies
los habitantes de la sombra.
Una noche enterraste en el césped una perla.
Fue en homenaje a los hermosos días de diciembre.
Y cuando percibiste la presencia
de los vagabundos que espiaban nuestra ofrenda
postergaste el nacimiento del árbol que nos uniría.
Desvaneciste la posible rosa
cuyo aroma igualaría en peso
y consistencia a nuestra sangre.
Porque a partir de entonces
—a partir de aquel gesto
tú me hubieras ayudado a salvar
esta doble apariencia que nos aprisiona.
Esto doble llamado que nos requiere a un tiempo
y nos deja inmóviles en el mundo
vacío de sus diferencias.
Después vi en tu rostro por primera vez el llanto.
Vi en tus manos las piedras que arrojaste a la noche.
En el mundo estaba solo.
Me hablaste de los seres desaparecidos.
De los mares desaparecidos.
De cierta estrella como única mansión
en donde muerte y vida amor y odio
eran hechos que lograban apenas
amenizar la caída de una tarde.
Y fuimos desde entonces fantasmas
—nada más que fantasmas.
Tú me amaste, Silvia. Yo amé en ti el desafío
a la sombra que se antepone al bosque.
El desafío al bosque que se antepone al cielo.
Nos amamos y era allí en el amor donde comenzaría
esa desaparición que nos anula.
El amor en mis manos es una fuerza
que distancia las cosas que acaricia.
Tú habrás desaparecido. Estarás en tu raza
—en tu astro donde sopla la llama.
Sin embargo sé que existe aún. Sé que existes.
He vuelto a contemplar los árboles.
A palpar las flores.
He caminado mucho porque un día
—lo sé bien— en un mar que conozco.
En la gran lejanía hecha como ésta de arena azul
de pequeñas piedras y frutos que han caído
—en un amanecer fuera de tiempo he de verte
he de oírte cantar desde tu vida.
Sé que existe. Y un día será tú Silvia
-nada más que tu mirada mágica
quien logre abrillantar la arena
dolorosa que me hago.
Quien haga recobrar su juventud llameante
al parque más antiguo del mundo que ahora soy.
De lo contrario sabrás que soy del mundo
y habré de maldecirte y estaré llorando
porque el odio me entregará a la noche que me llama
para nutrir conmigo sus túneles hambrientos.
Combates del amor
Desde tus hombros se aprestan
a saltar sobre el amor los monstruos.
Sobre el amor de labios de archipiélagos
blancos salta el viento que derraman
las linternas de un océano en calma.
Sobre el amor de vientre de león
devorador de estigmas salta la noche.
-salta y crece la noche como un árbol
del cielo. Contra su esmalte de animal
brillan de improviso tus hombros.
Toco tu cuerpo —tu cuerpo suave
como el césped de una aldea en la lluvia.
Y mis dedos atraviesan de un grito
la red de las hogueras que lo encubren.
Pero en el fondo hay ese río
-hay ese lago siempre que despliega sus garras
y penetra como un silbo de demonios
por el cauce de mis largos oídos.
Hay esa fauna de la sangre pintada
con ceniza de flores desaparecidas.
Hay esa flora de secretos designios
para que mis sentidos caigan como antorchas
entre los hambrientos fantasmas.
Es entonces cuando saltan sobre mis hombros
las águilas de la noche y del viento.
Transparencia
Pero los días en que el sol sale alegre
como dispuesto a contar los secretos de un bosque.
Los días en que un árbol en los parques
es algo más relativo a los caminos
y a la lluvia que apaga los barcos en el mar.
No es necesario tener una ventana donde apoyarse
para sentir que el olvido
respira detrás de los ojos.
No es necesario anhelar ni tener nada.
Todo consiste en abrir hacia la luz la sangre.
En arrancarle unas llamas a la tarde.
Todo consiste en dejar que la estrella
se niegue a abandonar la arena
donde estuvo descansando la noche.
Y en el extremo más distante de una mirada entonces
la vida queda sola y pequeña
como una ciudad llena de cosas.
La vorágine
…el tiempo nunca pasa, no se va
el tiempo… se nos queda adentro.
Alí Primera
Tus pies, tu sótano más frío y, que juntos, gemelos
esa edad de la que gozas y que yo vestía de un grueso azul..
duerme como el ñame, suena como el humo.
Todo magua en la diáspora de tus dedos
en el difuso pensamiento que vi en tus encías.
Rancios se atropellan los deseos y dedican menos a los escapularios.
Tus pies: diez dedos campesinos, tímidos y tísicos
regalados al andamio de otras posibilidades,
el misterio en prosa
el sigilo de uno a otro.
Es un rastro de céleres pájaros que nadie conoce,
uñas afiladas; alfolí para las primeras gotas.
Notas, fotografías, palabras paradas en una esquina
tu fondo, tu voz desde abajo, el fin de un baúl.
Qué diligente la vida
al no podernos llegar por los travesaños de la mesa
no acudir a la cita por la prioridad de la regla
por qué nos abandonaron las espinas.
Y tus pies allí, como dos prisioneros del celibato
como muelles de pasto que nadie arriba,
como dos mejillas.
El lugar contrario al remolino, condenados a partir del mismo día.
De números opuestos y encargados de llevarnos el peso
tus pies y el reloj descompuesto
nos acercaron una vez la saliva
y el mapa para la vuelta.
Ido de lagoarriba
Desde el mismo lugar me dirás adiós
y pasaré igual por encima de todos los años que me encuentre
no será ya, y desaparecerán los besos, hechos siempre con todas las puntas.
Derrotado por cansancio más no por los sucesos
me despido de la tribu, y ceno solo esta vez.
Otras manos me atraviesan, me acostumbro a su modo, rezo de sus labios y río a veces. Todo se hace al norte de la cama.
Y me sigue el mismo perro al cual los piojos se le mueren de viejos
amarillo, boca negra, soldado de mala crianza, enamorado de mis alpargatas, también se olvidó, ahora corre hacia otro silbido y en círculos sin compromiso.
No debo nada, sólo la manutención de las ganas y llegar temprano, no dejar que el monte cierre el camino y acercarme una vez al día por detrás.
No es lo mismo, y sólo lo pienso cuando cambia la dirección del fuego,
la presencia de la luz que siempre llegaba por las patas y dormía un poco más.
Tengo vecinos: doce perros de pereza, una araña suicida, y la terrible ausencia de jaulas abiertas.
Una pala, un río
y un puente de piedras, que hice sin querer
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