Carolina Zamudio Candia
Nació en 1973 en Curuzú Cuatiá, Corrientes, Argentina. Es periodista, con una Maestría en Comunicación Institucional y Asuntos Públicos. En 2002 ganó el Premio “Universitarios Siglo XXI”, otorgado por el diario La Nación. Trabaja de manera free-lance en Periodismo y Comunicaciones. Condujo el ciclo radial “Los libros no muerden”. En 2007 comenzó un derrotero por el mundo que la llevó a residir junto a su familia en Abu Dhabi, Ginebra y Barranquilla, lugares que -no casualmente- dividen al libro en partes.
“Los poemas escritos en estas ciudades poco o nada dicen de los sitios que los contienen. No los describen, no los recorren, no los celebran. Son sentidos y se dejan sentir, tal vez, porque son en verdad las estaciones de un viaje interior del poeta”, describió Miguel Iriarte, director de la Biblioteca Piloto del Caribe y gestor cultural, acerca del libro.
Seguir al viento fue presentado recientemente en el mítico recinto colombiano La Cueva.
En 2013 la poeta participó del “Festival Internacional de Poesía en el Caribe”, PoeMaRio. En 2014 fue seleccionada para ser parte de “Poetas bajo palabra”, novena edición de una experiencia cultural que lleva poesía a centros de reclusión, incluye recitales en un teatro y concluye con la participación en una antología.
Recientemente algunos textos suyos fueron publicados en la revista cultural “Gamba”, de Nueva York.
Ha publicado: Seguir al viento (Ediciones Último Reino), 2014. "La oscuridad de lo que brilla", edición bilingüe (Estados Unidos), la antología "Doble fondo XII", junto a Víctor López Rache (Colombia), con el título "Rituales del azar", y las plaquettes "Teoría sobre la belleza y otros poemas" (Argentina) y "Las certezas son del sol", (Argentina).
Sobre mi escritorio
un pequeño globo terráqueo.
A veces me lleva,
otras me retiene.
Las ciudades me anclan
un día impreciso.
Podrá ser antes de ayer,
pudo haber sido mañana.
En medio navego
vacilante estas aguas. Quizá
el reto
ése sea
soltar el timón
y seguir al viento.
Poema: “Seguir al viento”
Descansa el amor
Baja una silueta las escaleras
no son las sobras del día quienes la mantienen en vilo
el futuro le sostiene los párpados
esos sueños a los que no les siente el aliento
le deben las caricias.
La inmensidad del silencio tiene gusto a leche templada
dos galletas de manteca le calman la vigilia
–dice su madre que con eso llame al descanso–
se adelanta un mañana que escribir de puño y letra
la casa ahora descansa el amor que se tienen.
Ella recuerda como siempre el futuro bañado de niebla
el cartero hace lo que el taxi no y llega
más tarde habrá un sol huidizo en Ginebra, ella no abrirá la carta,
las niñas no la verán desde su admiración defraudada
tampoco disimulará un tenue adiós en besos.
Con estas palabras mudas interrumpe la leche de la madre
con las galletas de las niñas se atempera la inquietud
y espera un auto que no llega
rumbo a un futuro al que ella
ya llegó hace mucho tiempo.
Y ASÍ EN CADA OCASO
“Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie”
Jorge Luis Borges *
Sola y a cargo de su tristeza,
una Juana de Arco en el trópico
planta nueva, seca.
Frase muda en suspenso
mirando el ocaso en busca de un fuego en el que arder.
Se robaría un pirata que la lleve en brazos
a recuperar la virtud y la vehemencia,
plantaría algunos amaneceres en almas fértiles
se ahuecaría las heridas con agua maldita
hilvanaría de clavos las sábanas y se cubriría hasta el rostro.
Intempestiva, huiría de la morada que
mira al océano
al encuentro de Alfonsina.
Y así en cada ocaso.
(de Seguir al viento, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 2013)
INUNDACIÓN
Hay un par de zapatos
jugando bajo tu cama.
Parece que también hay víboras
Que te atan a las sábanas.
Un cortocircuito, una historia rebanada
un trago áspero,
tu alma en el espejo delineando sudor.
Parece que la inundación fue por tu llanto
que no cesó ni en los paros
a los que se atrevió tu corazón.
Parece que el amor abrió
de golpe la ventana
y sin haberlo pensado hizo lo suyo
el suicidio mejor.
Hay una mujer amarrada a una cama,
una historia en pausa, entre alambres de púa,
una mañana que avanza.
(de Seguir al viento, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 2013)
TEORÍA SOBRE LA BELLEZA
Me dijo que le duele la belleza
que la alegría, la razón la abruman
detesta el suave cinismo de los días
la aparente armonía.
Me lo dijo con la voz que sale de los ojos
desaguándose tan completa
que no pude más que creerle.
La belleza no cabe
en un trozo de papel
sí en los ojos. Como ajustar
el enfoque de una lente
por detrás.
No en la punta de la lengua
más allá.
Cabe en el aire
al abarcar el ser.
Puede asirse la belleza
en silencio al reposar el cuerpo
desde atrás, en eso de ser
atesorar lo que haya sido
y bello es.
La belleza habita en la oscuridad
el don que nos fue dado oculto
la cáscara que se quita
lo bello es un fin vacío de principios
nace en el último tramo del próximo deseo.
La belleza abraza la luz de la muerte
o desata la nebulosa de la vida.
(de La oscuridad de lo que brilla, edición bilingüe español/inglés,
Artepoética Press, New York, 2015)
Un trozo de vidrio
Nada tengo
y todo al mismo tiempo.
Río de ideas
que se alimentan en algún arroyo
denso de infancia.
La copa en la mano
como toda medida del ahora.
Pasado y futuro no importan.
Intervalo fugaz
—ya no es—.
Aquí hay
un trozo de vidrio.
Atardecer de culto
I
Las cosas bellas también se lacran.
Cuando terminan pueden doler
como si algo se soltara. Pesar
como lo perdido.
II
Atardece. Un párpado a punto de cerrarse.
Un dios que no es mío
ofrece sus prodigios.
Artista solitario que golpea
justo a los vacilantes
guiña un ojo escondiendo un sol
y nada hay allí de culto. Todo
solo belleza que atardece.
Codicia
Hay reparo, avaricia en los bordes de la lengua
lo que se derrama todo inunda
un hueco de luz amanecido ancla
a una ventana la tarde
la frescura densa del agua
agita a lo lejos
por el ángulo de mis piernas sale el sol
donde antes se escatimaba un cuento
fantástico relato delira jadeante
la magia que cabría a lo lábil del momento
en historias prestadas oscurece demente
no hay ahora, nunca, quien extraiga y cuente
que dos cuerpos usados apenas improvisan.
Llorar
Llorar no es limpiarse
es mojar un vestido
correr el maquillaje
ahuecar los surcos de la cara
como cauce de deshielo
es sangrar del color de la piel
dejar algo esparcido
con anticipación, sobre la tierra.
Limpiar los ojos sí.
Después de llorar
lo que se ve recupera el foco
el paisaje es más claro
la flor naranja, intensa
hasta el tacto más sensible.
Limpiar
es solo cosa del agua
quizá de la lluvia, que no es agua
solo un rito que esclarece.
Las lágrimas son como de aceite
deslizan aquello
que —desde adentro—
viscoso
no puede más que verterse.
Cansancio
Deberíamos morir todos así, de golpe
y clava su lengua de acero recién afilado
justo en medio de la médula de mi noche.
Sostengo el cansancio entre temblores
y ella sigue —cándida y cruel—
tejiendo su día:
lo que queda de una enferma que aún respira
aunque quiera dejarse ir
que los restos de su madre sepultados años ha
deben ser cremados
que la muerte, la vida, la muerte.
Algo tenue, umbilical, nos mantiene
mientras una voz frenética hila dentro mío
quien me dio la vida debería abstenerse
de mezclar banalidad
con cuestiones tan cruciales:
la noche y el cansancio.
Mis muertos
Llevo mis muertos vivos en mí.
Vienen de mañana a extasiarse en mi mano
cuando acarician luminosos
las frentes de mis hijas. Uno mira al espejo
en mis ojos
de un pardo más ocre que verdoso
asomando enigmático por los párpados caídos
de otro muerto que vive en mí
hasta que la muerte nos separe.
Selección de poemas inéditos en prosa
El pasajero
En tránsito va el cuerpo. El viaje en una caja redonda. Una caja de sombreros. No hay viaje, no hay caja redonda, ni siquiera un sombrero. Hay un violín que va en un estuche: 14F, salida de emergencia.
Un avión que dibuja su sombra en una tierra de campo verde, sembrado, cada vez más lejana. Sin nombre. El hombre sin sombrero la mira, cree caerse desde la ventanilla hacia ella. Cae una angustia alargada, como la figura sobre el suelo. El avión es melodía de la pérdida, lo que se dejó no vuelve. La pena en tránsito lo acompaña. También en la garganta algo que, difuso, crece.
El dolor tiene forma y va junto a él. En caso de pérdida de presión tire de la máscara y colóquesela primero a quien lleva a su lado. El hombre apoya la mano derecha sobre el pecho. El pulgar y el dedo mayor le recuerdan que tiene un cuerpo. Los huesos de los hombros, ¿tienen nombre? Se llaman rotura. Quiere saltar por el hueco que se forma justo arriba de esos huesos, al medio. Saltar hacia adentro. Nadar en búsqueda. Tocar la molestia.
El hombre suda, tiembla, traga; suspira… se mete al hueco. Siente, por primera vez, la resistencia de la respiración. Lentamente, ve alejarse una partitura que flota en un lago: Bach BWV 1068. Las ondas que él mismo produce al tirar una cáscara de nuez. Mismo lago. Se ve flotando sobre el agua; lleva dolorido el peso de cada una de las partes de su cuerpo. Carga, cae y ya no siente el cuerpo.
Sobre el océano se ve la sombra de un avión. Y un cuerpo en tránsito.
El paciente
Llevaba un libro violeta, los ojos negros. A primer golpe de vista, podría haberse dicho que las páginas no se separarían jamás de esa mirada: Un soplo de vida, Clarice Lispector. Ojos grandes de pupilas dilatadas. Ella sintió —como una historia que saltara directo desde la página— un pinchazo. En otra época la enamoraban los juglares, quienes eran capaces de montar una serenata en plena madrugada o despertarla con la vereda regada. Regada de pequeñas flores de pensamiento.
A él le gustaban desde siempre las mujeres que miran, atentas, a quienes leen. Él sabe cuánto leen. Tanto, como cuánto escriben. Lo ve en el dorso de sus manos. De no encontrarse ambos en un hospital, ella se acercaría a hablarle: Dígamelo. Las de labios rojo carmín, tan salidas de una película en blanco y negro. Imagina que esas señoras se llevan un Martini a los labios, mientras con la uña del dedo índice rozan, como al descuido, una aceituna de corazón de pimiento.
Ella se acercaría: Míreme. De no llevar los labios y las uñas tan estridentes, iría a hablarle. Las antesalas de los quirófanos no son sitios para colores fuertes. Primeras citas. Quizá un verde aguado, un azul empalidecido. Tal vez un reencuentro, una charla pendiente.
De no estar a punto de entrar a su quinta cirugía a corazón abierto, él sacaría las líneas del libro de dentro de sus ojos. Preguntaría, quizá, algo como al pasar, rozándole apenas un pensamiento. Y la invitaría, decidido, a comer. Tan bonito aquel lugar de paredes pintadas con líneas verticales adonde alguna vez lo citó cierta mujer.
Las luces del quirófano lo apuntan con furia. Luego el pinchazo. Usted tan solo sabrá de la anestesia, cuente conmigo: Diez, nueve, ocho, siete… carmín.
El semáforo la detiene, ¿escribiría, también él?
La enferma
Cada viernes santo es igual. Espero en la iglesia su muerte, a las tres de la tarde. Durante el año guardo mi ayuno. Hoy cumplo, expío, mi penitencia. Escribo.
Escuchen la balada del que sufre: se descuelgan viejas desnudas por las faldas del despeñadero, todos los pobres del mundo cantan su canción de cuna, corriendo cruzan enfermos escapados de sus diagnósticos, flacas de revistas caen de sus enaguas y hay una gorda —cachetes colorados, batón, ojos de sabia— que a carcajadas grita: y por qué sufrir.
Una matrona de vestido negro, rescatado con pompa para el velorio, mira desconfiada mi libreta. Por una puerta, abierta a mi costado, veo turistas que pasan en hordas e ignoran a los indigentes. También yo. Sigo.
Es tiempo de gritar.
Niños juegan al elástico, viejos estiran un dominó, la plaza toda se llena de mendigos, pájaros se hacen los clavadistas, música sacra se descabeza en reggaetón, el cielo baja a comer el alpiste, a las flores le explotan petardos, mujeres arrugadas comparten banco y miseria.
Tú todavía crees que gritas.
Veo el cristo sangrante en mis venas. Escribir se parece a morir. Opresivo es el silencio. Vetusto, el de estos muros. Borroneo el dolor: Hacerte creer que soy yo quiero. A este punto desconfías, haces bien. Cómo saber qué hay de cierto en las palabras. Métete dentro mío, no muerdo cuando escribo. Miento un poco, no sea que me creas.
El obispo lava unos pies, una niña escapa del rito conocido, se detiene en el moño naranja de mi pelo. Tengo cómplice. Se esfuma una bendición. No escucho.
Cuando al nostálgico lo pasean, de anteojos negros mira dentro. Si lo llevan de fiesta, con una silla baila un tango. Si le quitan el sombrero, su cabeza se parte en dos. Si lo sacan de negro, los velorios cierran sus puertas y el cartel dice: vuelvo en diez minutos.
Es triste la vida del triste.
La iglesia está en penumbras. La sombra de un candelabro corta en dos la cara de un ángel, manso y gordito. ¿Cómo será creer? Tener fe, hijos… Ahora mancho la hoja.
El enfermo baja a un pozo, abre un cofre y salen las arañas, la picazón ocurre antes de la picadura, tiembla bajo la piel y una cajita de música gira loca, mientras un órgano de catedral se tranca. El pozo no tiene fin ni luz, afuera y lejanas quedaron todas las manos del mundo, el enfermo se arranca la ropa, se enrosca feto a su pena, va hacia el sueño sobre la cajita y gira una melodía sin fin.
Hay gente que sale de la iglesia. Sus pasos me desclavan del letargo. Abro los ojos. Los hundo en el cristo y lloro. Tomo la libreta que cayó al piso por descuido y resguardo la mirada en las flores naranjas de mi vestido. En cada baldosa bajo mis pies, una flor de lis. En los cuatro vértices, una daga. Cuatro baldosas juntas forman una cruz.
La turista
El primer gran recuerdo de mí misma sucede en un cementerio. Son las cuatro de la tarde, quizá las cinco. Lo sé por cómo cae el sol. Lo sueño, lo pienso, lo vuelvo a recordar.
Estoy parada y frente a mí una estatua gris —pudiera ser de mármol— mucho más alta que yo. La veo inalcanzable. Base rectangular, situada justo en un vértice de un cruce de pequeños senderos. Hacia los costados, dos callecitas de baldosas grises. Faltan algunas, varias, por cuyos huecos crece un yuyo desmadrado. No las veo. Mi atención completa está sobre los dos angelitos abrazados que descansan encima del pedestal de mármol. Ese que es más alto que yo.
Si solo pudiera moverme, tampoco los tocaría.
Unas nubes blancas pasan y deslizan su sombra sobre algunas otras figuras. No las puedo ver. Mis ojos siguen fijos en las estatuas que miran.
Inmóviles, nada hacen por mí. Ni con él. Un hombre que como un ánima se disuelve. ¿Veo ánimas también dormida? Nadie más que nosotros y los muertos en ese momento en el camposanto.
Siempre es igual en el sueño. Cavilo. ¿Se sacan conclusiones al soñar? Muda, tengo la boca tapada. Sus manos son grandes. También él. Pero pasa y se va. No sé si no grito porque miro a los ángeles o porque no puedo. ¿Se sueña aquello que no se puede recordar?
Siempre, con los angelitos, todo es gris salvo las nubes.
La última vez, iba de turista por una ciudad en cuyo centro había un cementerio. Entraba. El lugar era entonces verde. Pequeño, una suerte de parque sin cruces ni monumentos. Atmósfera nítida. Era la hora del almuerzo y veía a una mujer, a unos metros de mí, que en un banco comía un croissant.
Ya podía hablar. Lo sé porque me inquietaba, esa vez, no tener nada que decir.
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