domingo, 18 de noviembre de 2012

ÁNGEL GRACIA [8444]


Ángel Gracia García (Zaragoza, 1970) 
Como poeta, ha sido incluido en las antologías Cinco jovencísimos poetas aragoneses (Lola Editorial, 1993), Los chicos están bien (Olifante, 2007) y Veinte poetas aragoneses expuestos (Olifante, 2008). 
Es autor de los poemarios Estigma (Universidad de Zaragoza, 1993), Escultura de la nieve (Ayuntamiento de Zaragoza, 1994), Valhondo (Diputación Provincial de Zaragoza, 2003), Libro de los ibones (Aqua, 2005) y Arar (Prames, 2010).

Como narrador, ha sido incluido en la antología El viento dormido. Nuevos prosistas en Aragón (Eclipsados, 2006) y es autor de la novela Pastoral (Prames, 2007). 






SERGE

Unido a la mañana
por la arteria abierta,
dando al día claridad
de lago, calma de condenado.

Tus rojos estigmas
son aullido de dios,
tus manos cortadas
ofrenda y caricia.






De ‘Arar’, publicado en el sello Prames. 



FUENTE DE LOS MACHOS

Junto a la fuente,
bebo en las manos de mi padre.
El agua me sabe a tierra
entre las grietas antiguas de su piel.

Mi padre aparta sombras con el brazo,
y me sienta en un árbol caído.
Era muy viejo, dice, deshaciendo su ceniza.
Y me lava la frente con su pañuelo de nubes,
y veo en sus hombros arder el sol.

Abrimos mandarinas a la mañana.
Hundimos los dedos en sus cortezas vivas.
Comemos y comemos.
Las hormigas se llevan peladuras
hacia su pequeño agujero negro.
Cargan hasta sesenta veces su peso,
lo leí en un libro.

Las bicicletas duermen en la tierra fresca.
Mi padre y yo sabemos que la rueda
perdurará por los siglos de los siglos.
Comemos y comemos.
Mi padre cuenta las piezas que me da,
y yo, los gajos que caben en mi boca.
Los gorriones nos roban los más pequeños.
Son muy listos, dice mi padre, no necesitan caminar.

Bebemos más y más agua
en la fuente luminosa, pero el dulce sabor
agrio de las mandarinas permanece.
Los saltamontes caen sobre mi cabeza.
Me conocen de otros veranos.
Llevaré el que se deje atrapar al agujero negro.
El mundo está bien hecho porque lo hizo mi padre.







CARPE DIEM

Oí decir a los muy, muy viejos
que vivos y muertos eran gemelos
de la misma floración. Minúsculas semillas
picoteadas por el sol, luz infeliz,
sílabas encadenadas por un dios idiota.
Dijeron lo que había que decir.
Los hombres yermos no engendran
lumbre, no cantan a la sal de la lluvia,
no abonan el aroma limpio
de la tierra mojada que tiembla.

Oí decir que los hombres yermos
no tienen vísceras, ni heces, ni alma.
Sólo beben agua de cardo estrellado,
y duermen en el rastrojo
sin haber saboreado la mies.

Oí decir a los muy, muy viejos
que no querían vivir ni morir,
sólo permanecer en el mismo hueco,
simplificar sus costumbres.
Los que vieron morir volverían a mirar.
Los que dieron muerte volverían a hacerlo.







ATAJOS

No sé cómo trazar el río
que une la nube con las hojas,
pasando por pozas azules y barrancos secos.
No sé cómo ser río
que asciende al nacedero abierto,
olvidando viejos meandros y deltas derrumbados.
Por eso salto por los roquedales,
hasta perderme en un cauce donde
las aguas huyen de la oscuridad
impetuosamente, derramando
pequeños azúcares de piedra.

Al salir del remolino, por encima
de la montaña ávida de sombra, alcanzo
la hierba en su nido, el altar del ruiseñor.
El agua se embadurna de dulzura,
y más arriba del aire aparece
el manantial de corazón nevado.

Y por fin encuentro un río en harapos,
confuso de amor recién brotado,
con el rostro embriagado sobre el lecho.






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