ISMAEL VALDIVIA
Nació en Sancti Spíritus, Cuba, en 1959.
Tampa - En su cuenta de Twitter, se describe como médico, escritor, poeta y padre. Para honrarlo, sus hijos llamaron a su agrupación musical de trova y latin jazz, Los hijos de Ismael. "Fui el primogénito y cuando nací, en 1959, allá [en Cuba] se usaba ponerle a uno el día del santo. Nací el Día de San Juan", dijo Juan Ismael Valdivia. "Mi madre me cuenta que me debieron haber puesto Ismael Juan, pero no les sonó bien". Valdivia contó vía telefónica que, aunque es médico de profesión, siempre quiso que sus hijos, Alejandro y Gabriel, tuvieran más inclinación por el arte, la música, lo estético, la belleza y el buen gusto. "Recientemente se graduaron de diseñadores gráficos", dijo.
Valdivia nació en Sancti Spíritus, Cuba, en 1959, el mismo año en que "triunfó la revolución" en la isla. Recordó que desde la adolescencia comenzó a escribir poesías de manera aficionada y que se las presentaba a sus profesores. Ellos le descubrieron cierta inclinación por la escritura. Luego sus educadores le guiaron hacía la Generación del 98 (Unamuno, Pío Baroja, Machado, Vallen Inclán, Azorín, etc.) y los poetas españoles. "Después integré movimientos que estaban de moda en Cuba. Se estaban impulsando talleres literarios y por parte del gobierno se creó la Asociación Hermanos Saíz", dijo Valdivia. Destacó que dicha asociación tiene como objetivo recopilar trabajos de jóvenes aficionados al arte en general. De acuerdo con la página web de la Asociación Hermanos Saíz, ésta es una organización con fines culturales y artísticos que agrupa de manera selectiva y a partir de un criterio de voluntariedad a los más importantes escritores, artistas, intelectuales y promotores de todo el país, hasta de 35 años de edad. En la década del 80, Valdivia dijo que en Sancti Spíritus el movimiento literario y poético abundaba y que organizaban peñas literarias que llamaban té cultural, pues repartían fría o caliente esa infusión mientras hacían talleres, veían teatro, visitaban muestras plásticas o alguien realizaba un monólogo. "Los talleres eran como una escuela en el que nos sentábamos todos los que participábamos y teníamos la obligación dictatorial de emitir un juicio de los trabajos de los compañeros", dijo Valdivia. Agregó que esa época fue importante para perfilar lo que quería decir y que aprendió sobre el ahorro de palabras en la escritura. De esa experiencia le quedaron una serie de versos que Valdivia acabó de compendiar en un libro que llamó Susurro vital del testigo. "Entonces recopilé todos los trabajos que estaban recogidos en cuatro libros y los agrupé en uno, en un intento de resumir la experiencia vital mía en Cuba, en aquel tiempo que me tocó vivir allá", dijo. En su página web, Valdivia tiene su libro de poemas y dijo que lo estará publicando también en línea y físicamente a través del El Aleph Editores, de Argentina. La portada del libro es una fotografía de una calle espirituana, en su ciudad natal, y en la contraportada hay una fotografía del autor "en mis años mozos", cuando estaba "imbuido en todo el proceso romántico de la revolución; nos educamos en un sueño en la idea de un hombre nuevo...", dijo Valdivia, aclarando que el libro no tiene matices políticos sino que es una simple recreación de su experiencia en la isla. Contó que en 1994 salió de Cuba "para cambiar, para conocer otros horizontes, para tener la posibilidad de balancear las decisiones y hacer el uso del libre albedrío".
"Y decidir qué era lo mejor para mi familia y mí mismo en particular", agregó. Vivió 10 años en Costa Rica, donde pudo ejercer medicina familiar, aunque su especialidad en Cuba fue neonatología, una rama de la pediatría que se ocupaba de los recién nacidos. Es egresado del Instituto Superior de Ciencias Médicas de Villa Clara, en Cuba. En el 2004 llegó a Tampa y trabaja en el St. Joseph's Hospital como histotecnólogo. "Es lo que tiene que ver con el tejido que es extraído del cuerpo mediante una cirugía, y es procesado en el laboratorio para que los patólogos puedan observar las células bajo el microscopio, y puedan emitir un diagnóstico", explicó. Escribe una columna que se llama Saco de Gatos, la cual es publicada por un semanario de la ciudad. ¿En qué se inspira cuando escribe?
"Estoy interesado en todos los aspectos de la vida, siempre y cuando le queramos dar un enfoque de amor", dijo Valdivia.
http://www.centrotampa.com/news/noticias/2010/jul/10/llamadme-ismael-padre-mdico-o-escritor-ar-338053/
Entre sus publicaciones se destaca Susurro Vital del Testigo, un compendio de su poesía en los años 80. Mas recientemente, puedes encontrar a Ismael escribiendo en su blog personal Apunte y Aparte.
LO QUE NO CUENTA LA PALABRA
Unos papeles blancos con algunos garabatos
esperan en el sostenedor metálico.
Llevan allí varios meses.
Espera que mi mano les acaricie,
les revuelque el orden o les ordene la muerte
con mi manera de suponer el rumbo.
Tienen la zozobra del que busca y no pueden hablar de pasado.
Si cantan, la memoria llora,
se desangra en limosnas.
Doblados sobre sí mismos,
me hablan con una voz que no reconozco,
que los afloja,
y empieza un acorde borboteante entre su celulosa monocromática y la valva que se me abre en los ojos,
y por ahí quedan,
como todos los papeles blancos con responsabilidad incierta.
EL PERRO SIEMPRE VUELVE A DONDE LE DAN DE COMER
La música está quieta, dormida en sus aparatos y ni uno de ellos se atreve a despertarme.
Tengo música escuchándose a sí misma y baila en mis oídos, en mi cabeza, en mis pies y en mi cintura.
Duerme la música sin saber de frío ni días rotos ni necesidad de espabilar la esperanza.
En cambio, con todos sus colores, me recorre en ritmos desesperantes
y frente a ella, todos estos aparatos lucen
sumisos a mis dedos
que ahora no hacen nada y los deja dormir,
en este océano que me cubre.
Yo tengo agua y música en mis pies desde hace un siglo.
Desde hace tanto tiempo que voy yo empapando la sangre
en el feto que soy,
y el océano se escurre,
envolviendo con su aliento madrugador.
La música no abre los ojos, no seca nada.
Atónito veo cómo se van yendo las gotas,
el agua a chorros,
como una fuente enorme chupada desde adentro,
como si amaneciera saliendo del mar
y descansara en la playa.
RESOLUCIONES
Las manos se trenzan pendientes de los ojos que se fugan,
al sitio de donde parecen venir las respuestas,
es decir, ahí está el tiempo que viví, sus ritmos únicos, sus luces que no se apagan,
sus estridencias que todavía resuelven mis oídos,
todo está ahí,
como una fiera que agoniza con un tajo en la garganta, y la vena le late y le brota sangre caliente, de un rojo extraordinario.
Ahí está inatrapable, colgado de su misterio, listo para ser engullido en una ola sucesiva de obstinación,
con la picardía de una mano retorciéndose sobre la otra.
Y desde el mismo sitio, un paso más, un segundo más, una espera más
quedando siempre en la pregunta.
Hago resoluciones de varios tipos: de trapo y de cera, de condones y champaña.
Resoluciones que me ven como si fuera a ser mi último día, que notan que las hago a pesar de ellas, juntando mis manos y suplicando no se vayan.
Machacadas en mis bolsillos, nacidas para quedarse en las costuras se agazapan sin reclamar más espacio, sólo titubean si deben morir,
si es el tiempo (el mío al menos, no sabe distinguir
y se arrodilla a resolver: yo resuelvo nunca más,
yo resuelvo nunca más).
NADA ES RELATIVO
Me gustaría expiar mis culpas, es decir,
levantarme en la mañana y escupir una saliva bien fina, sin la presencia de estos grumos que ahora tengo
y que estorban al hablar, atravesados en el medio de la lengua como dueños
que aconsejan rendirse;
y que me tire a la cama de nuevo y olvide que el día nace trayendo
una enormidad de sombreros repletos de soles para las cabezas múltiples de cada uno.
De más nadie es la urgencia que mía, de nadie más el camino que se abre para sacudir las culpas.
Me gustaría soltarlas en el trecho que me queda. Verlas caminar delante mío,
con sus murumacas
pero en fin lo que les veo son las uñas.
Pequeñas, frágiles, en dedos asustados y diminutos. Recortadas con el ansia de encubrir las pérdidas.
Se me aparecen un instante,
y es un escenario con una servidumbre que se agita en pos de uñas que nadie imagina que no huelen,
cargadas de culpa, hermoseadas en manos prósperas, dedicadas únicamente a que el ojo le reconozca sus prebendas.
Una alegría puede ser una esperanza vana.
Un sacudimiento de que pudiera pasar lo que no quiero que pase,
que se presente el momento con su fiesta y me llame por su nombre,
que me acaricie el oído con un tono reinventado.
Que la expiación diga que desea que yo esté allí, a su lado,
y me tome de la mano
y explore los gustos que se han quedado para después.
ORIUNDEZ
Me llama.
Su voz suena desde el otro lado del mundo con un estruendo en la voz que pareciera que ese lado tiene privados los anversos.
Le calmo diciéndole que aquí hay una cuota para cada amenaza y que la repartiremos,
pero su voz dice que no entiende de nada más que del atolladero,
encaramado en parte tan escabrosa que al final es
un universo formando su lado.
¿Será cierto que todo cambia?, ¿en qué zona de nosotros se esconde lo viejo
y dónde acurrucamos lo nuevo de manera que nos convenza?.
En todos nacen callosidades que abultan hasta la próxima orilla
y las tocamos, casi le pasamos el alma por su relieve
Una ola sucede a la otra
como una verdad metafísica,
el mar se relaja en sí misma y llega a la playa en una sucesión
en la que me estrello
y una nueva catástrofe me está esperando.
Me llamas y puedo definirte: tú eres
la verdad y la mentira, unidos en el presente y el pasado,
el pasado oscuro y claro; lo profundo que sé sobre lo sencillo que desconozco;
el salto de la noche en la calma del alba,
el paso
el quedarme quieto,
el que eres de mí porque estás todavía,
lo que nunca ha existido;
la nada que tiras y el todo que aguantas; el premio-la música,
el castigo,
y este ruido en la cabeza.
NI FLORES NI ESPINAS
Tras la noche donde los ojos no pueden hacer otra cosa que detenerse, están dos diablos rojos,
rojos incandescentes y mortales.
Subidos a un largo mástil de donde cuelgan, además, varias esperanzas. No destellan. No indican nada.
Ni borrosos ni luminosos, son dos diablos numéricos que se asoman en la noche negra que los arropa con una carita de lástima.
Sus pupilas son quietas y fieras, con una pasividad que hace daño. Dos números rojos erguidos tras el quehacer de todos lo que ahora duermen y que vendrán rendidos ante ellos una vez que la noche separe la oscuridad.
Dos diablos rojos con una desesperación que no tiene nombre,
y sentarse a aquilatarles el peso no tiene sentido.
De nada vale ser o no poeta o que las penas estén rondando o, lo que es lo mismo, las palabras por la cabeza,
que se sacudan dentro como galletas en el saco,
secas, saladas, fáciles de romper.
Porque las palabras vienen de estos dos diablos rojos y entre ellos hay una confabulación que es difícil hender y aquí sentado los oigo charlatanear
y no pretenden la burla
sino el escarnio de las palabras, que corretean, y les agarra la cintura
como si yo no fuera más que un espectador acribillado,
sin más solución que aplaudir.
No puedo celebrar algo que no tiene nombre,
que existe en la silueta borrosa de unos diablos rojos,
una desesperación loca,
y amargada.
NO TENEMOS MAÑANA
A Beatriz Basile
todavía hay una noche de insomnio
en su cuerda floja
configurando al miedo y dirigiendo al corazón en sus vorágines;
todavía una sirena persigue al desgraciado,
una vena corre desorbitada tras el muro,
y se deshace un pétalo tras la configuración de sus mitos;
todavía me restriego las manos
y un sudor leñoso me recorre la conciencia,
todavía me atosiga el hambre,
la tos estalla pendenciera en la voz
y mis oídos se agrietan con el témpano del ruido;
todavía puedo decir te quiero y ver cómo se abren fantasmagorías que pueden catalogarse de cursi;
todavía existe la catalogación, la riña entre los bandos, el susurrar pausado de la envidia,
todavía,
todavía hay un espectáculo armado en el espacio de las emociones
y allí nos movemos,
y les decimos a los demás que hay futuro,
un mañana verdadero.
ASOMBRO
Ya no me asombro, sino que lo hacen por mí los niños.
Se asombran los niños y el mío se quedó detrás de una cámara azulito pálido.
Para asombrarse ellos se dejan mirar, hay que dejarse mirar uno mismo, dejarse mirar y saberse ahí, distinto,
lo mismo pero diferente, el mismo cerebro, pero cada vuelta atrapando su churre.
Un churre único nadie quiere meterlo en el suyo. O nadie puede. Los churres no se repiten. Ni se rinden. Ni se extinguen. Andan por los caminos para meterse en los cerebros. Y cada uno coge el suyo.
El churre puede venir gritando o hablando bajito,
como un animal que emitiera un sonido jadeante pero baboso destinado a la presa,
y nadie le abre un hueco. El cerebro es un gran lago para que el churre venga y lo vuelva pantano.
Pantanos azules, amarillos, verdeolivos, qué importa: cada pantano recuerda el origen del churre y así es cada cerebro.
Increíble la cantidad de colores que pueden existir. A veces colindan, o se mezclan.
He visto colores que si se hacen un poquito los bobos, reflejan el mismo color que otros.
Quién sabe si al final, todos los cerebros lo que hacen es nada más que lucirse como espejos. A un muchacho le tocan, por ejemplo, matices sombríos, y tal vez no sienta el miedo de la oscuridad que da ser uno mismo. Azulito pálido es un mal color.
Uno es un niño con todas las cámaras volando y llega su churre, revolcándolo todo pero con el rabillo del ojo.
El cerebro queda desordenado, con ansias del ojo entero, y niño, cámaras, azulitos pálidos, churre, todo queda un poco más allá del asombro.
VIEJOS DE MIEDO
Estoy siendo perseguida. En donde quiera que me meta ahí está la presencia implacable
y lumínica de un closet .- CKA
Estoy inflado porque la vejez infla. Se despereza temprano dispuesta a algo así como insinuar una pesadilla,
pero después de haber creído mucho en algunas cosas, mi vejez le teme a Karin Aldrey.
Karin Aldrey anda buscando un closet y se me abulta un espacio en la silueta por dónde menos lo espero.
Yo quisiera ser como el padre que nunca se miró al espejo, pero mi vejez se asoma desde su fondo oscuro y sus gafas se hacen enormes tijeras detrás de ojos irremediablemente asidos a la montura de un caballo.
La vejez mía es es sencillamente un aire, un vientecito pestilente que se infiltra en mis interiores y galopa, bum bum,
bum bum y afuera del aire vive Karin Aldrey.
Ha estrujado un manto de oraciones que ni edad tienen.
Abultado, insisto , me estiro.
Descubro un jardín oculto en la punta de mis dedos, y allá voy,
hacia flores que no se desgajan, sino que se yerguen con una dignidad limosnera de sol
y me dicen que me estire, y dé vueltas entre pistilos y abejitas dulzonas, como un Birdman.
Mi vejez es más que un Juan que va poniendo las cosas en orden: estoy inflado,
la escualidez anterior se ha transformado en un ejército de quisquilla.
Tal vez acomode piezas con facilidad y husmee entre ellas para ver si algo falta, pero a esta edad
sólo Karin Aldrey puede encontrar una disciplina
que me traicione
RETRATO
Es un tipo nacido en una fábrica de ilusiones que abandonaron.
Le pusieron un color azul mezclilla para que saliera a abochornar especulaciones
y así es que luce sus hilos, las costuras de pespunte y ladeo.
En su faena, da grima verle contra la pared,
sin más remedio que suspirar, y cuando colma un deseo, resuelve su ultraje con una doblez que le rasga la entereza.
Necesita descobijar el sobaco con frecuencia. Dada la oportunidad eleva el codo y lo apoya a una superficie que le resista y desde allí, atrincherada su axila en el augurio de los aires, se dispone a mirarle los ojos a cualquiera,
como si desde ese vuelo impar esperase el momento para hacerse efectivo,
o como si hubiera asombro en la parsimonia con que los demás brazos asumen la iniciada posición de colgarse a lo largo del cuerpo.
Este hombre estaba enterito el día del comienzo y se mira las manos.
Ruinas, sólo ruinas, sólo ve alamedas húmedas y vírgenes.
Era su empezar y creyó que podía.
Se mira las manos y en ellas hay carencia de semillas.
Ruinas,
así no se puede, elevarse así sin un pecho al aire, sonríe: una cascada
empieza por una mueca pequeñita, y enseguida, desde los ojos
y desde el eco vacío de la risa
le van cayendo pedazos
CUANDO MI MUJER SE VA AL TRABAJO
Me quedo solo y otra vez el espacio es mío.
El espacio son unos cuantos metros cuadrados tirados en el camino. Quién los tiró no importa si acaso yo mismo voy fabricando medidas.
A esta parte, sí sé que no conozco la vida.
Me quedo solo y de nuevo vuelve la tristeza, esa palabra que no dice con exactitud lo que vuelve. Le miro porque se me impone un deber, una necesidad de demostrarle mi constancia.
Se lo debo a la tristeza.
Le debo y voy a pagar que es como entregar un poco el respiro. Voy por aire.
Viene la tristeza con las manos abiertas, estirados los brazos, los ojos semiocultos en sus intenciones. La sangre le vibra.
Toma mi aire y se lo lleva.
Parece que es normal que a nadie le interese un tipo triste. A mí no me importa. Un tipo triste es un poeta. Se mete en la tristeza y no tiene lágrimas, cuestan mucho, prefiere la sequedad en el centro fogoso del pecho.
Solo y sin aire a cualquiera se le ocurre salir a la calle y por ejemplo,
vender una canción que entiendan las mariposas.
Salir a la calle y vender una canción.
Lo más seguro es que habrá quién la compre. Si miras a los lados vas a ver gente que siempre entiende a las mariposas. Y las mariposas se dejan cazar, mansas, llenísimas de juicio.
Pero las calles, que entienden, se deciden por sí mismas.
Este espacio que queda está cubierto de mí y por eso le estoy mordiendo el caudal.
Abro la boca y los dientes lucen demasiado amarillos, como corroídos por la inanición. Caen las mandíbulas en un estrépito que asusta al espacio, y lo sé, lo siento, lo estoy escribiendo aquí: asusta al espacio.
MUROS MOJADOS
Se fue la lluvia. Como regalo ha dejado unas paredes húmedas y una tentación latiendo en los muros.
Bruscamente nos retiró su encanto.
Estaban mis rodillas frente al cristal de la ventana, arreboladas con su música, las plantas de los pies luctuosas, las pestañas puestas la cobija,
y la casa hecha un papel para la lluvia.
Le sonó en la cabeza para que entendiera sus hazañas y la casa mía me tomó las manos y me puso en la ventana a mirar.
Aquellos muros brillaban, entregados. No había palomas sobre ellos. El agua chorreaba buscando orificios, conductos y una negrura le dibujaba el camino. Qué música le entregaba a mi casa, a los oídos rotos de esta concha. Como nunca antes siento al techo cubriendo no sólo mi desnudez, sino al miedo. No me atrevo casi ni a estornudar no vaya a ser que se venga abajo la palizada que no deja entrar al sol de cuerpo entero.
No quiero que de pronto me vea respirándole al cielo.
Se fue la lluvia.
Se ha ido a situar encima de otros mares y por allá debe andar haciendo que otros miren hacia arriba con la dicha del miedo.
Otros ya se disponen a la fiesta. Me la imagino deshaciéndose desde la oscuridad que fuera antes un pronóstico.
Techará los lugares.
Y con aquel estrépito, de seguro, nadie pensará en esta humedad que amenaza.
"La cisterna de Escrápides", de Ismael Valdivia
“La cisterna de Escrápides”. Historia de una ilusión
Por SONIA DÍAZ CORRALES
Los libros son un espacios donde me puedo —me suelo— quedar, a experimentar, a apreciar que todavía hay escritos que consiguen deslumbrarme, a descansar un poco, incluso. Me he quedado por meses en un poemario de Ismael Valdivia: “La cisterna de Escrápides”.
Sobrescribí versos, dibujé sobre sus dibujos simples, casi primitivos, leí y releí y no llegue muy lejos —llegar lejos en un libro de poemas es de alguna manera agotarlo—, solo fui de un lado a otro, de una pared a otra, de una ventana a otra examinando lo que se veía por ellas, miré en los rincones de esa cisterna y me encontré unos jugos viscosos, algunos desechos inútiles, esa inmundicia, séptica o bien presentada, que a lo largo de toda la vida nos ha acompañado y que en el libro está presente en forma casi obsesiva, pero sobre todo encontré lo más difícil que se pueda imaginar: poesía en todo ello.
Ismael Valdivia nació en la cuidad de Sancti-Spíritus, Cuba, en el año 1959, es médico de profesión, y según lo veo yo, un ser humano reservado y un poeta de gran exposición en lo íntimo y lo emocional. Escrápides es un sujeto lírico convertido y reconvertido en hombre, científico, esposo, padre, hijo, hermano, amigo, y en cada uno en un pensador, semejante a aquellos antiguos filósofos que lo cuestionaban todo, que trocaban la vida en análisis y duda.
La explicación de este nombre tan resonante está en el prólogo del libro, escrito con bastante acierto por Manuel del Pinar: “Scrap significa retirar lo que sobra, pero también es residuo, basura, sin valor o falto de interés. De ahí procede Escrápides…”
Así se reconoce el poeta: “¿Ya ves? Así soy, Escrápides, el de las ilusiones…”
Un monólogo interior que acaba siendo una andanada en pos del lector recorre el libro de principio a final y propicia dos formas de decir que confluyen, chocan y se complementan en el espacio del lenguaje: lo coloquial y un componente onírico que lo trastoca todo, nunca sabemos si Escrápides está despierto y le cerca la ensoñación de un mundo de laboratorios —adentro y afuera—, o si está dormido y ese sueño, adelanto de vida, es una premonición, un vacío que se llenará de sus invenciones cuando despierte: “Y que además buscar siempre será un experimento a ciegas, pues nunca sabremos si el barro está por dentro o por fuera de los ojos.”
La abundancia convierte este libro de poemas en un libro de otras cosas; confesiones, temores, esperanzas, y la certeza de lo inevitable: “¿qué otra cosa hacemos sino bañarnos? Entrar al agua sin bautismo.”. En cada pequeño acto hay una enorme reflexión que sobrepasa el acto en sí, lo convierte en dilema, en cansancio y repetición, todo cabe en esos parámetros que solo funcionan para el hombre que decide que una tinaja / cisterna es lugar suficiente para vivir, pensar, amar lo amable y lo hermoso o detestar lo execrable, porque “Una tinaja no debe tener límites.”, es suficiente para emular a Diógenes sin nombrarle, para ser grande en lo común, que suele ser lo más difícil: “Hay un reguero de vísceras que ordeno hasta ridiculizarlas. Pero voy cometiendo crímenes atroces y las larvas me miran… / Hoy tomo este riñón y le lamo tiernamente las esquinas como si fuera el de mi madre. / Esta rodilla como si le doliera a mi madre. / Este corazón como el precioso corazón de mi madre. / Todos estamos bajo el sol, unos de frente y otros de espalda. Y así tenemos entonces, luz o sombra.”. El sol salva a Escrápides de su propio dolor durante un rato “Ah, cisterna, le doy mi piel al sol.”, y busca la compensación en su entrega al poema, a la familia, al recuerdo del país distante, de una memoria que acosa y erosiona el presente con sus posibilidades: “Está claro que aquello de tirar piedras al río es más complejo. No siempre hay río…”. Al menos no el río que recordamos como nuestro.
No es viable leer “La cisterna de Escrápides”, sin contener en algún momento la risa o las lágrimas, una emotividad sofisticada, que se expande con cierta informalidad impertinente: “A mí me da igual que gane cualquier bando. De todos modos el jazmín seguirá moviéndose. / Al son de este airecillo.”, o se contrae hasta convertir la muerte y el amor en un espacio tan íntimo, tan personal que solo puede compartir con la cisterna: “Me apena saber cuán solo estoy”, o “…¿moriré sin amor?, aferrado a la más nítida de sus ilusiones, coño cisterna que me evacúas, dime si llegaré a mi fin sin lograr que alguien me quiera…”. El amor solo se asoma tímidamente, como un invitado ocasional, que está de paso y al que solo se mira, piensa y escribe de reojo.
Los cambios de tono, el explayarse en una especie de catarsis de pensamiento accidentado colman los momentos álgidos de cada texto y del discurso general, crean continuidad y no dejan nada al azar. La mezcla entre lo urbano / cosmopolita, presente e inevitable, y lo rural / familiar lejano y añorado, expone un mapa del hombre prisionero, a menudo resignado a un esquema de vida que no eligió y que solo le deja la opción de crear una cisterna psíquica y espiritual, filosófica, que encuentra sitios diversos para hacerse tangible, que puede ser cuestionada o amada, invocada incluso en momentos de agotamiento de mundo, de rutina, y humanizada en extremo: “O que mi lengua se aligere y sabiendo mejor huya fuera de la boca a paladear el clítoris enmohecido de esta tinaja. Cualquier cosa, puede que de cualquier cosa salga el verso.”
Lo coloquial plantea la vitalidad como impronta o prueba de existencia, ante la duda legitima de si esto es real; lo que ocurre, la vida, la muerte, el trabajo, el frío, o “…una mujer abrazada a su intimidad de espina.”, salen de la nada versos en un tono conversacional que sirven para hacer creíble el resto, sin apartarse de un lirismo comedido, que por momentos se exacerba: “El río en cambio / tira por aquí su resquemor, le jode no tener playas, solo bordes, esquinas…”, “Que soy un tipo que vino a que le respeten. Por cualquier cosa…”, “Tengo gripe. / La tengo y huyo de ella como si esta vez no me perteneciera.”
Las obsesiones, la sangre y el agua, por separado o en esa composición homogénea y redundante nos permiten discernir un mundo que ni siquiera los cercanos adivinan en el interior del hombre de ciencia, que no deja al poeta ni se resigna a la rutina: “Un escasísimo prontuario de rutinas. / Y las rutinas solo escamotean el amplio diapasón de mi naturaleza… / Hay posibilidades que ni siquiera puedo imaginar…/”. No se resigna a la asepsia donde se ve obligado a diseccionar y analizar partes del cuerpo de otros seres humanos y donde respirar o recibir un poco de sol sobre la piel casi se podrían tener por un absurdo, donde escribir un poema se pospone a toda otra necesidad intelectual, social o fisiológica. La lucha por sobrevivir a todo, a lo cotidiano necesario, a la competencia de los otros, lo convierten en presa: “Miedo a la vida. / Miedo a cómo es la vida. / El ojo del leopardo. / Cervatillos, pequeños puercos, una mona alimentando a su hijo, todos muertos de un zarpazo…/ Lo que asusta es el método ladino, la danza alrededor de la presa…/ Lo desarmados que andamos. / Colmillos que nos espían la nuca. / La vida entera pendiendo de un apetito ajeno.”. Pero la opresión y el encierro no son del todo gratificantes y el poeta necesita interactuar, correr el riesgo de vivir la vida que tiene, simplemente: “…una oscuridad que es solo por fuera del cuerpo me rodea, inunda la almohada que persiste blanca… / Las paredes en esta habitación / son amigables, / de esas que no llevan ornamentación; las cubro de miradas, de manos mías buscando la luz que no existe.”
El agua, la sangre, las vísceras, las larvas, el unicornio, el sombrero, el sol, ese miedo interior a lo que escapa sin ser parte de lo que se sabe, se posee, se saborea, forman un círculo de diversos leitmotiv que acaban cediendo ante la avalancha de palabras y significados, ante la emotividad de versos que no exhiben rebuscamientos ni excesos metafóricos, sino que se instalan en una sencillez verbal correcta y suave.
En general “La cisterna de Escrápides” es un libro maduro y disfrutable, al que le habría venido bien un concienzudo trabajo de corrección y edición, que permitiera sin ambigüedad tener claro donde comienza y termina cada texto, visto que la mayor parte de los poemas carecen de título. Aunque Ismael Valdivia se sienta “sujeto a evaluaciones”, un buen libro merece el cuidado de ojos y manos hábiles, amigas, que le consientan el bien de las comas justas, como un aguacero de arándanos.
Recomendar la lectura de un libro de poemas, en estos tiempos donde todos somos críticos y no se lee con el deseo primordial de disfrutar, sino para poder mostrar cuánto sabemos, puede parecer temerario. No obstante, encuentro en lo escrito un acto de afectuoso valor y en el gesto de enviármelo como lectora y amiga otro de hermosa cortesía de parte del poeta, así que recomiendo mucho la lectura de “La cisterna de Escrápides”, un texto donde intensidad y veracidad se vuelven emoción.
Santa Cruz de Tenerife
Febrero 2016
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