Luis Ramoneda Molins
(Cervera, 1954) es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Zaragoza. Es autor de tres poemarios: Vientos que jamás ha roto nadie (1985); Tiempo de elegías (1995) y Rosal en la niebla (2006); de tres novelas juveniles: Las aventuras del comisario Cattus (2002), Nuevas aventuras del comisario Cattus (2003) y Carolina en el país de las estaciones (2009); y de una colección de relatos cortos: El siglo de Rembrandt y otras historias (2004) y “Diario de un idealista, 1970” (2015).
Varios de sus relatos han sido premiados.
Es miembro de la Asociación Española de Críticos Literarios y de la Asociación Colegial de Escritores Españoles. Es colaborador en diversas revistas culturales (Cristal, Númenor, Nueva Revista...) y crítico de libros en Aceprensa y en www.clubdellector.com. Imparte cursos de redacción a estudiantes universitarios y edita cada mes el “Boletín de ayuda al redactor”, de amplia difusión. Reside en Madrid.
La casa azul
¿Te acuerdas?
Era una casa grande pintada de azul,
casi violeta; un viejo caserón
junto a la carretera de las montañas de la infancia...
Ayer, tantos años después,
volví a pasar por la carretera de las montañas de la infancia
y casi no reconocí la casa azul,
más bien violeta:
la fachada blancuzca y desconchada,
alabeadas puertas y ventanas rotas,
lugar de nadie y de la nada...
Cuando me di cuenta,
volví la cara atrás:
fue como contemplar mi propia calavera.
*
Soy lector y hombre andariego y elegíaco al que le gusta más escuchar que hablar. Los poemas y las narraciones que escribo suelen surgir de contemplar la naturaleza, fijarme en las personas con las que me topo y sus historias, observar alguna obra de arte...; y, con bastante frecuencia, a raíz de alguna audición musical. El asunto unas veces llega a puerto y otras se queda en silencioso naufragio. Hay periodos largos de silencio y momentos en que llega alguna luz, sobre todo en otoño (¡ah los hayedos!), invierno o primavera. Los veranos me anulan con tanto calor y zafiedad.
Luis Ramoneda
Corren malos tiempos para la lírica
(una historia real)
Son las cinco y veinte de la tarde del martes santo, un hombre —rostro enjuto, pelo escaso y lacio— guarda cola en la dársena número 3 del intercambiador de Moncloa, que podría ser escenario de la Divina Comedia, de un cuadro del Bosco o quizá del juicio final. Al cabo de unos minutos, llega el autobús que cubre el trayecto entre Madrid y El Escorial por Galapagar. El hombre escuálido, que lee un libro encuadernado en tono marfil, deja una señal en una página, lo cierra y monta en el vehículo verde.
—¿Ha subido el precio, verdad? ¿Cuánto es?
—Uno con noventa.
El hombre entrega dos euros y el conductor le devuelve diez céntimos.
—¡Muchas gracias!
—¡A usted!— contesta el chófer.
Mientras busca un asiento vacío, el hombre piensa que da gusto encontrarse con gente educada. Se acomoda en el lado por el que se verá mejor la sierra, abre el libro y vuelve a la lectura:
Entro en templos sombríos,
Oficio un pobre rito.
En el centelleo de las rojas lamparillas
Espero a la Bella Dama.
En la penumbra, junto a una alta columna,
El crujido de una puerta me hace temblar.
La mera imagen, el sueño de Ella
Me mira a la cara, llena de luz…
El autobús se va llenando, faltan pocos minutos para las cinco y media de la tarde y quedan pocos asientos disponibles.
En el que el hombre tiene delante, una mujer bastante joven saca el móvil.
—¿Viky? Estoy en el autobús, hay mucha circulación, no sé qué pasa, llegaré hacia las seis, ten todo preparado.
De uno de los asientos posteriores al suyo, le llega la voz de alguien, a quien el hombre del libro no ve, que habla también por un móvil; por sus expresiones, debe de ser bastante joven. El hombre intenta concentrarse en la lectura.
El autobús ha arrancado y se dirige hacia la rampa de salida del intercambiador, al final de la calle de la Princesa.
La voz del móvil sigue imperturbable. Al hombre del libro, le invaden ráfagas de la conversación: algo de horarios de trabajo, algo que al parecer el hablador ha compuesto...
La mujer que tiene delante llama de nuevo. El autobús circula sin problemas por el «bus-bao» de la carretera de La Coruña. La Ciudad Universitaria está vacía, en algunos árboles se intuyen los primeros brotes y se presiente el brillo de las hojas nuevas.
—¡Paula! Estoy en el autobús, es que tenemos atasco, habrá habido un accidente o algo así, por eso llegaré tarde.
El hombre interrumpe la lectura, porque no da crédito a lo que oye: la circulación es de lo más fluida. El autobús se encamina veloz hacia la cuesta de las Perdices y el hombre del libro levanta los ojos y mira por la ventanilla hacia la sierra.
Oscuros nubarrones la cubren, aunque no impiden ver unos brochazos de nieve entre la Bola del Mundo y las Cabezas de Hierro, como en un paisaje de Aureliano de Beruete. El hombre enjuto vuelve a la lectura:
Nacida en la alta noche,
Pálida compañera de la tierra,
Envuelta en el manto terrestre.
Tú brillabas argéntea en la lejanía.
Yo me dirigía al norte inhóspito,
Yo me dirigía al polvo helado,
Oí tu voz misteriosa.
Tú brillabas argéntea en la lejanía.
Nacida en la alta noche,
Tú brillabas argéntea en la lejanía.
Y mi alma abatida devino
El manto de la tierra helada…
Al lector, le cuesta sustraerse de la voz del hombre del móvil, que sigue con la misma conversación. Parece que corren malos tiempos para la lírica, habla con una chica, intenta leerle algo de lo que ha compuesto, luego inicia otra historia sobre sus relaciones con una mujer rubia, al parecer muy rarita. El hombre del libro relee varias veces el mismo poema y maldice los móviles y la mala educación, que le impiden concentrarse en la lectura.
La mujer del asiento delantero vuelve a la carga:
—¿Eres Begoña? ¿Sabes si va a llover mañana? Estoy en un atasco, ha habido un accidente y esto no se mueve, llegaré hacia las seis.
El autobús circula ya a la altura de Casa Quemada, no hay ningún problema con el tráfico, «¿por qué miente?», piensa el hombre del libro. Vuelve a los poemas, detrás sigue la voz del joven sin rostro, que ahora trata de justificar sus relaciones con la rubia rara y cuenta algo de cuando le ayudó a arreglarse las uñas. El hombre del libro ha estado a punto de levantarse para pedir al incansable hablador que se calle de una vez. Al llegar a Las Rozas, el autobús deja la autopista de La Coruña
y toma la carretera del Escorial. El hombre del libro intenta concentrarse en la lectura. Se para ante unos versos de Alexander Blok, como si los degustara:
…Desde las almenadas alturas del bosque
Despunta un alba nupcial.
El hombre del móvil sigue, «¿qué pensará su interlocutora?
Tendrá más paciencia que Job, porque no hay diálogo, es un monólogo estúpido y sin fin». La mujer del asiento delantero vuelve a marcar:
—¿Vicky? Dile a Rafa que ha habido un accidente, esto no se mueve, llegaré tarde. Me ha dicho Begoña que mañana no lloverá, por favor, que llame para que vayan sin falta a llevarse el contenedor.
El hombre del libro interrumpe la lectura, «¿por qué miente?», vuelve a preguntarse. «Esto daría pie para un relato de intriga», piensa. El autobús se detiene junto a la entrada de una urbanización, se bajan dos mujeres, por sus rasgos deben de ser eslavas. El autobús reemprende la
marcha. El chico del móvil sigue en sus trece y para colmo dice que tendría que hablar menos; sin embargo, sigue con la historia de la rubia rara sin parar un segundo, como si quisiera justificarse ante su interlocutora.
El hombre del libro deja una señal en la página, lo cierra, se levanta y aprieta el botón de solicitud de parada. Varias personas se preparan también para apearse. El autobús frena al llegar a la rotonda de la entrada a Molino de la Hoz y se detiene. El hombre deja salir a los demás. La mujer joven está hablando con alguien y sigue con la mentira del atasco.
Antes de apearse, el hombre del libro mira hacia atrás y ve agazapado a su enemigo del móvil, que sigue monologando, aunque dice que se le está acabando la batería. Es joven y larguirucho, y o tiene la barba más cerrada que un portugués o probablemente lleva varios días sin afeitarse. Siente deseos de estrangularlo, pero se baja. El autobús parte. «¡Dichosos móviles, menuda pandemia!», piensa el hombre del libro mientras anda hacia una residencia de ancianos en la que vive un viejo profesor suyo: «Hablad, hablad, mentid, contaos estupideces, yo me quedo con Alexander Blok y con esta indescriptible nube velazqueña que ahora cubre el cielo de los alrededores de Madrid y con la pincelada de Beruete en la sierra». ■
LA VISITACIÓN
Virgen–Madre del Hijo y de los hijos,
dichosa por alcores y por valles,
con premura de Amor que nadie aún sabe.
Guía andariega y del alba posada,
templo de nuestro Dios anonadado,
dichosa por alcores y por valles,
con premura de Amor que nadie aún sabe.
Tú en las quebradas y ásperos caminos,
Tú entrañable nidal de la Palabra,
brisa del mar que vuela a los collados:
¡Oh Madre del Amor desconocido!
(soñábamos con pompas imperiales,
y Tú en silente soledad corrías
como esclava de Dios y de los hombres.)
Esperándote hay nieve en los almendros
y violetas que adornan los veriles;
te aplauden las mimosas estrelladas,
despliega sus aromas el espliego
y alegra la retama los barrancos:
por ti, ya abril muy pronto ha madrugado,
que en premio el Padre–Dios así lo quiso.
El coro de la mies en los umbrales,
dintel de tus pisadas ruiseñores;
y olivos cenicientos que presagian
aquel lejano huerto de dolores:
Virgen–Madre del Hijo y de los hijos,
sagrario de la Luz en los eriales,
con premura de Amor que nadie aún sabe.
Espadaña del gozo y del consuelo,
hollaste con fatiga los caminos.
Ante el Hijo abogada de los hijos,
besaste tolvaneras de pesares:
doncella venturosa, enamorada,
sanaste las heridas de los siglos,
con premura de Amor que nadie aún sabe.
Luis Ramoneda
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