miércoles, 12 de octubre de 2016

CÉSAR TRUJILLO [19.261]



César Trujillo

(Yajalón, Chiapas, 1979). Poeta y periodista. Licenciado en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach). Ha colaborado en las revistas virtuales Vozquemadura, Ombligo, Carruaje de Pájaros y Otro Lunes, y en las revistas impresas Universa, Labrando agua e Inn Magazinne, y con crónicas, reportajes y artículos en periódicos. Es miembro del consejo editorial del suplemento cultural Rayuela. Obtuvo el Timón de Plata en el certamen de poesía del Instituto de Artes de Querétaro y la Secretaría de Marina (2014).
Ha publicado Laberintos, poemas donde la belleza se arruina hermosamente (Puerto Rico, 2012), Donde termina el país de las maravillas (Public Pervert, 2014) y De infartos y cardiopatías (Public Pervert, 2015). Parte de su obra aparece en las antologías: Un manojo de lirios para el retorno (Coneculta 2015), 8° Carruaje de Pájaros (Chiapas, 2015) y en el Tratado Mesoamericano de Libre Poética: Ecos Náhuatl Honduras-México (Honduras, 2015)



Partitura del amante desesperado 
en una central de autobuses

                                                       Parece difícil ahorcarse con el corazón.
                                                                                          Javier Payeras

Seguiremos ignorándonos,
regurgitando anémonas en nuestro mar de asfalto,
eligiendo el veneno más letal,
escupiendo amor en las aceras de ciertas cantinas.
Seguiremos ignorándonos hasta el cansancio,
hasta hilvanar la broma final
para que los excesos eyaculen
una taquicardia de barcarolas,
un vaivén de histerias.
Debe ser así,
pues de otro modo nos daríamos asco.



De El devenir de la nación (Fragmento)

Antes de que el fierro traspase mis entrañas,
dime que me quieres, muerte,
con la misma fuerza de tu vaho,
de tu fría piel.
Miénteme 
para que marche con fuerza,
para que no me espante con la jauría
que espera un accidente,
para que finque esperanzas 
en este infierno hecho mundo.
Dime que me quieres, muerte
con el mismo dolor de la cera derretida
en su roja piel,
con las mismas ansias de la tierra 
por devorarse los cuerpos para sus gusanos,
con el mismo amor de madre
que parió este siglo,
este espacio de sangre.



Los hombres que devoró la luz

In memoriam de las víctimas
de Chernóbil a 30 años de la tragedia


Una mariposa negra entró al cuarto. Con sus alas, igual de negras, enfrió mi cuerpo que era un pantano con las fauces abiertas. En su negrura, su voz, como un látigo reventando la carne, sonó: Duerme, me dice, mientras con sus limpísimas patas me toca la frente. Afuera, cae una lluvia enlutada que me oprime el corazón. No hacen falta trompetas ni blanquísimos ángeles que anuncien lo que viene. Hoy, a todos nos tragará la luz.


*

Mi patria es su cuerpo lleno de ámpulas: la baba que le escurre en la comisura de sus labios, sus ojos que alguna vez fueron azules y hoy están marchitos. Mi patria son los pocos dedos que le quedan, su respiración entrecortada y esa tos que lo agita. Es mi nombre pronunciado en sus pesadillas, los roetgen que me regala sin querer. Mi patria es la niña que descansa en mi vientre abultado, que nunca verá a su padre vuelto una masa deforme, sin rostro y que nacerá muerta, como yo, hace varios veranos.


*

Con una esponja bañada en un líquido rosa acaricio su cuerpo. Por más tiernas que pasan mis manos, su piel se descascara, cae a pedazos. Sonríe mirando al techo, como si la blancura de su cielo le dijera algo. “No tiene caso”, dice entre dientes. Y yo, que sé que ese mensaje es por las lágrimas que brotan de mis ojos, finjo reírme para hacer compañía a su soledad.

*

Liudmila, deja que me apague. Tengo una sed eterna que me quema el alma. Es como un camión de brazas ardiendo en mis entrañas. Quizá algo del reactor se metió dentro de nosotros para mostrarnos cuán horrendo será todo. Siento mis miembros muertos como la tierra estéril de la que tanto nos hablaban tus padres. Tengo una sed eterna que no se calma. Liudmila, deja que me muera.




Epístola

A Gisel, por supuesto

I

He soñado el fuego que amamanta las telarañas de la luna. Te cuento, Gisel, que la mágica aureola que compramos se desmoronó en el camino, se quedaron estancadas sus luces en los fangosos sueños del Minotauro. ¿Sabes que escribo con el cordón umbilical a cuestas? Con la premisa de que el amanecer quemará mis fauces, morderé el polvo como cada día.

De mis plumas nacen cometas que juegan a cuidar el umbral de los sueños, esos donde tus pequeños pasos transitan. ¿Te he contado que la podredumbre de mis letras no es por el temblor de los dedos ni por desandar mis pasos? El pensamiento te busca en el insomnio de las madrugadas, en las risas que rebotan con el eco que emana de las cataratas de las estrellas.

Hay noches que me siento espectro y desaparezco entre las paredes del departamento, me guindo de los techos para verme dormir. Nado entre sorbos de aguardiente; pululo en la nostalgia de mis pensamientos con ironía despiadada, especulando un leve sentido del humor, esa chispa díscola con que sales del espejo -monocordio de agua, parábola que reposa en el desván- y desnudas mi piel para besar mis huesos.

Apenas anoche escudriñé mis poros para buscar en qué resquicio te escondes, Gisel. No pude encontrar el hilo negro del que hablaban los brujos, pero encontré tu corazón ardiendo, reposando la sed de amar en una acera quebrada por la furia del tiempo. Los tulipanes que sembramos en las nubes han parido helechos que roban el viento a la ciudad y nos hostigan, muertos de risa, pensando en unir aquel idilio de Borges con el jardín de los senderos que se bifurcan.

¿Ya te he dicho que he soñado el candor de tus pechos navegando en mares diacrónicos? Los preludios retumban y de su marcha aparece tu cuerpo, esa niebla que desaparece con la aurora y se esfuma como ausencia de luz entre las sombras.






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