HERNÁN BRAVO VARELA
Nació en la Ciudad de México el 10 de noviembre de 1979. Poeta, ensayista y traductor. Profesor del Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Jefe de Prensa de la Casa del Poeta ‘Ramón López Velarde’. Imitador semiprofesional de Paquita la del Barrio, Octavio Paz, Roberto Carlos, Gonzalo Rojas, Raphael y T. S. Eliot.
Traductor de William Shakespeare, Emily Dickinson, Gerard Manley Hopkins, Oscar Wilde y Seamus Heaney. Premio Punto de Partida 1999 en poesía. Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1999 por Oficios de ciega pertenencia. Premio de Literatura Letras del Bicentenario 2010 por Historia de mi hígado y otros ensayos.
Ha publicado los libros de poemas: Oficios de ciega pertenencia (1999 y 2004), Comunión (2002), Sobrenaturaleza (2010) y Realidad & Deseo Producciones (2012); una antología personal: Prueba de sonido (2013), y dos volúmenes ensayísticos: Los orillados (2008) e Historia de mi hígado y otros ensayos (2011). Becario en cuetro ocasiones del Fonca y de la flm. Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1999 y el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz – Letras del Bicentenario 2010, en el área de ensayo literario.
Su último libro de poesía es ‘Hasta aquí’ (Almadía 2014).
Poética
Eras la piedra,
aunque me parecías
llamar como una boca:
seguidilla
tu círculo cerrado,
aparición del agua
que te gritaba esposa.
Sin ser guijarra,
te creí encinta.
A pleno sol,
entre palomas
que salen al campo,
la piedra —tú—
había estado sola,
solamente.
Fácil el día en que el cielo
sea azul
(decirlo, decir algo)
con levantar el vuelo
de la vista.
Quien camina tu ruta
debajo de la nieve
no ve claro;
el silencio que bate
cardinal,
sin centro, todavía.
El alma de lo dicho
no es un pájaro.
Apenas frío, busco
tu dicha, enmudecer.
¿Cómo llegar a ti
sino callando?
Pero si dirigiera
mis pasos a tu inicio
dejándote de hablar,
me mentiría.
Quiero decir ahora,
destemplado,
el bosque al que me invierno.
En la nevada tanta
se hizo noche,
oscura la blancura.
Parvaba alrededor,
de blanco, como nieve.
Adidía.
Veinticuatro
…y esa vela velándote
la demasiada sombra
para verte,
tendida ahí,
en un aparte níveo.
Indecididos,
indeterminados,
no sé si el corazón,
corazonada,
o si exterior bodega,
como suele
pasar al dividir
la noche sobre dos.
Memoria mía,
están por apagarse
los pabilos posibles,
y esa muerte
va de pedir
a despedir
—se nos agotan olas
para romper con eso
que solía
hundirse en una trama—;
de cortar a cortar
por el camino
más largo hacia la sombra
en lo que vuelves
de no volverme a ti;
va de clavarse
a desclavarse,
y esa vela
te aluza muellemente
los ojos del dormir,
y el 24 en puerta,
el cuarto 24,
a las afueras
de cuanto nos fantasma,
no sabe ser un día
después
ni sus contadas horas.*
*José Alfredo Jiménez, “Las ciudades”.
CHILLIDA
A Nicolás Pinkus
Entre que fue
para nosotros tanta
la puerta que se nos
habría de haber
abierto encima, estamos
aquí en medio,
llegados. Ven,
que no se cierra el aire
a sostenerse en pie,
a dar con una casa
donde sobre el espacio
para mover las cosas
del lugar que ocupaba
su vacío;
para quitar los ojos
de la llave
que abría el agua
en dos, los que quedamos
desviviéndonos
por llegar a salir.
Consistiera el quehacer
en no tapar el sol
con la palabra
que tuvo a bien
darnos en sombras
su acero sin forjar,
la voz de su incendiarse.
Ayer,
no movimos un dedo:
el alabastro estaba,
el peine que peinaba,
ese camino
de volver
a tomar el camino.
Ahora
que se le hace de noche
al mundo y a la puerta,
pasa de largo, estate
tú también,
como una aldaba. Pasa.*
*Ante la Puerta de la libertad.
RESACA
A Washington Cucurto
En cuanto a ti, el desierto.
Suelta la música,
ábrete la carencia,
dolor, la duna franca;
cansado de pensar
lo húmedo y lo seco,
separados;
la playa o la creación
y tu cabeza.
¿No escuchas
las reverberaciones,
la bilis en el blanco
por obra de la luz
o de su espectro
que no alcanzas
porque lo de la abuela
no se toca?
Pues sí, lo que parece
un vómito
común, tu soledumbre,
su nana por la noche
del lavabo
—así de blanca y doble
tu desaparición,
así
de inútilmente puros
cráneo y hemisferios
que a fuerza de pensar
te brillan fuera—,
tan sólo fue
tu propio llamamiento.
En cuanto a ti,
que confundes
escala y escalera,
lo único
posible es el comienzo.
Fablilla
A Amalia Bautista
HACE ya mucho frío,
en un reino lejano
a quien, por tu cesura,
viene y versa
un ayer en plural
-pasado el tiempo-,
vivía la música
al margen del oído.
En tu patio
de dulces disyuntivas
-el manto
de hierba o la corola,
peras o manzanas-,
donde un alcázar
interior te diera
alcance,
ya queda sólo
la sordina inmensa.
Ventanales abiertos
y círculos (no sé)
cerraron
como si, más o menos,
dos que tres goznes fueran
gozo mío.
Érase un azulejo
que no jugó a trinar
con fuego. O sea, a dúo
junto al fénix,
por dos montes (de veras)
y un canto por camino.
De noche,
movidos por el cielo
del amor
que se pone en Oriente,
tuvimos una fe
de lirios y astromelias,
un origami
en práctica de vuelo.
Pero en ausencia nuestra,
se calca el desenlace
-colorín...-
de lo que estuvo unido
-...colorado-:
Y el cuento es cierto:
quien te escuchó callar
oyó el invierno.
“Hasta aquí” (Almadía, 2014)
(Hay lo que hay)
No haber amor es un amor también.
Un amor a estar solo.
Le pertenece a alguien que lo siente
por nadie.
Pertenece
a una clase de amor que nadie toma.
Es una clase por correspondencia.
También salir con alguien es entrar
al amor que sentimos
por quien venga a tomarlo.
Si saliéramos a tomar el sol,
lo tomaríamos de quien viniera.
Nos correspondería.
(Sol en un cuarto vacío, 1963)
En el último cuadro de Edward Hopper
hay un cuarto vacío.
Salvo por dos paredes, bañadas por un sol
invisible que asoma desde una
ventana que sugiere el borroso follaje
de un árbol más borroso todavía.
Las paredes comparten
una esquina de sombra.
En ese cuadro,
las personas no tardan en venir. Están
por arrojar los sobres de la correspondencia
bajo la puerta, están
por tintinear las llaves
en un bolsillo, están
por hacer la mudanza
o clausurar la casa.
De un momento a otro.
Pero nada se oye, ni las ramas
del árbol que golpea los cristales
de la ventana, el viento
que agita las ramas.
Lo inminente
es la conjetura
de lo que pasa ahora, sin nosotros:
los que, parados fuera o dentro de la casa,
dudamos un momento en entrar o salir
nuevamente, por si olvidamos algo
en un lugar que no se nos olvida.
Estamos con las llaves
en la mano, mirando hacia el vacío. Estamos
inmóviles, de pie, frente a la puerta
que volveremos
a abrir para cerrar de un momento a otro.
***
Si en un cuarto vacío miráramos de frente,
estaríamos en ningún lugar.
Por eso no podemos ver el sol
en Hopper, y por eso proyectamos
una sombra que no podemos ver
a menos que se baje la mirada.
Como la esquina de las dos paredes
en ese último cuadro,
que cuelga en una esquina del museo
con luz tenue.
El guardia está detrás
de la mampara, inmóvil,
sentado, y una gorra le cubre la cabeza.
Las llaves cuelgan de su cinturón
y apenas tintinean al contacto
con el muslo.
El guardia está detrás
de algo, pero no se sabe qué.
(Una gorra le cubre la cabeza.)
Tal vez detrás de abrir y cerrar la sala
de martes a domingo.
Mientras tanto, no sabe
sino esperar, qué mira la gente en ese cuadro
sobre un cuarto vacío.
Como Hopper.
Cuando le preguntaron qué buscaba
con ese cuadro, dijo: "Me estoy buscando a mi".
Salimos del museo.
La luz nos encandila por algunos segundos
y, a mitad del camino, se nos olvida dónde
pegaba el sol en ese último cuadro,
si el árbol era un árbol o un arbusto.
Estamos por llegar a casa de un momento
a otro.
Galería Nacional de Arte, Washington, D.C.
13 de enero de 2008
(VEINTICINCO CENTAVOS,
POR EL AMOR DE DIOS)
Mi padre muerto vino el otro día.
Me dejó dos cobijas y una almohada
y se volvió a morir como solía.
Estaba oscuro, pero todavía
puedo verme temblando en su mirada.
Mi padre muerto vino el otro día.
Ni cuento de terror ni brujería:
mi padre apareció como si nada
y se volvió a morir como solía.
Con todo y que murió de neumonía,
lo vi muy tarde, ya de madrugada.
Mi padre muerto vino el otro día.
Apenas me duró su compañía
lo que tarda en hacerse una redada
y se volvió a morir como solía.
En su ausencia, llegó la policía
y dejé las cobijas y la almohada.
Mi padre muerto vino el otro día
y se volvió a morir como solía.
(GRENZGEBIET)
En vez del muro, todo lo que hay
es una galería al aire libre
de fotos sobre el muro,
una secuencia horizontal.
Las fotos
muestran hombres tirados en el suelo
con los ojos abiertos y la boca cerrada,
con las manos y frente rajadas por las púas,
a la sombra del muro.
Desde lo alto , una ventana abierta.
Cadáveres en línea vertical,
del otro lado.
Otros que, de camino a la oficina
o de vuelta a su casa, quisieron asomarse
a través de los bloques,
e imaginando cómo sería la vida a quince
centímetros, espiaron por primera
y última vez el más allá del muro.
Cadáveres
tirados en el suelo, de este lado.
*
“Pensé que no me tocaría”, dijo
mi padre aquella noche
mientras tapaba la televisión.
Picas, mazos, martillos y ganzúas,
jóvenes que venían
del otro lado, sin pensar que ahora
sería cuestión de dar
un paso hacia adelante, dar la espalda.
Mi hermano y yo escuchamos a mi padre
relatar noticias
que no pudimos ver sino en fragmentos.
Él vio el muro cayéndose a pedazos
y nosotros su nuca, sus hombros, sus omóplatos,
como la mano con que nos tapaba
los ojos en la escena de amor de una película.
.
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