Cristóbal de Beña
Cristóbal de Beña (Madrid, 1777 - 1833), poeta español.
No se poseen muchos datos sobre este autor. Nació en Madrid. Llegó a conocer perfectamente las literaturas inglesa y francesa. Al estallar la Guerra de la Independencia Española era uno de los redactores del Memorial Literario en Madrid junto a los hermanos Carnerero (José María y Mariano) y el médico Andrés Moya Luzuriaga. En 1808 publicó en la imprenta de Benito Cano de Madrid una "Oda al Triunfo de Zaragoza" de 11 páginas en 4º. Liberal, asistió en Cádiz a la confección de la Constitución de 1812 y colaboró en el periódico gaditano Tertulia Patriótica. Ganó fama de poeta repentizador. Don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, le trató por entonces. Marchó como militar a Londres en compañía de su superior, el general escocés John Downie (Stirling, 1777 - Sevilla, 1826), el tuerto creador de la llamada "Legión extremeña", de la que fue coronel. En Londres Beña imprimió sus Fábulas políticas en 1813. Al regresar distribuyó la edición, que, en 1815, durante el gobierno absolutista de Fernando VII, fue mandada recoger, procesándose al autor. Además, tuvieron el honor de ser incluidas en el Index librorum prohibitorum del Vaticano. Pregonan una sociedad igualitaria. Hay algunas republicanas, y otras anticlericales. La Inquisición de México prohibió esta obra en 1816. Con el Trienio Liberal, su madre solicitó y obtuvo la devolución de la edición secuestrada el 2 de abril de 1821. Se volvió a imprimir en 1820 en tres imprentas de Madrid, en una de Granada y en otra de Barcelona, y otra vez en Valencia en 1822 junto a varias de Lafontaine traducidas por Bernardo María de la Calzada adaptadas estas últimas a un sentido político. Se reimprimieron en Caracas en 1833, en la imprenta de Tomás Antero.
Beña publicó también una colección de sus poesías, elaboradas durante la Guerra de la Independencia, con el título La lyra de la libertad. Poesías patrióticas (Londres, 1813).
Obras
Fábulas políticas, (Londres, McDowall, 1813).
La lyra de la libertad. Poesías patrióticas (Londres, 1813).
Memorias y campañas de Carlos Juan, príncipe real de Suecia, Madrid, 1815.
El anti Napoleón
ODA
Fragmento traducido del francés
Poco importa que el vulgo se humillase
del palacio de Syla el poderoso
en el umbral dorado,
ni que al pasar el carro estrepitoso
de Claudio, de Calígula o de Julia
en el inmundo lodo se postrase.
Sobre el pueblo asustado
reinaron como dioses en la tierra,
y su imperio de sangre y de furores,
de asolación y guerra,
azote fue del mundo envilecido;
mas los siglos detestan su memoria,
librándolos tan sólo del olvido
la serie de sus crímenes y horrores,
con que manchó mil paginas la historia.
En vano, sí, la multitud vendida
incienso vil de adoración te ofrece;
que mi pecho más libre y generoso,
en quien nunca el temor tuvo cabida,
a un tiempo te desprecia y te aborrece.
No me verán con porte vergonzoso
la torpe servidumbre mendigando,
ni al indigno renombre de que gozas
adoraciones dando;
pues mientras gime el pueblo en las cadenas,
en que hoy de nuevo sin pensar se mira,
y a que tú para siempre le condenas,
el yugo he sacudido,
y mi alma fiel la libertad respira.
Ved, franceses, al pérfido extranjero,
ved con cual insolencia
viene a pisar nuestras sagradas leyes;
vedle de parricidas heredero
disputar al verdugo en su demencia
los miseros despojos de los reyes.
En bien aciago día
vomitaron al mar ese embustero
los muros de la infiel Alejandría.
Nuestros buques y puertos sin recato
al desertor admiten cariñosos,
dale Francia engañada asilo grato
y él da a la Francia hierros ponderosos.
Cuando en la embriaguez de tu dominio
marca pálidas frentes abatidas,
con el sello de oprobio y exterminio
el frenesí de tu ambición deshecho,
¿alguna vez no sueñas, que en tu pecho
abre el puñal de un Bruto cien heridas?
Ya veo levantarse la venganza,
que tu poder derriba de su solio,
y deshace el encanto de tu suerte:
del alto Capitolio
no dista mucho la Tarpeya roca;
el fúnebre ciprés nuncio de muerte
a la palma de Arcole vese unido,
y el trono más subido
los negros bordes del abismo toca.
A tu orgullo feroz sonríe en vano
por un solo momento
la fortuna traidora;
que al morir un tirano,
cual humo leve desvanece el viento
de su poder la magia encantadora.
Al pie de tu ataúd, quizá sangriento,
la rígida verdad irá sentada;
el tiempo venidero, juez sañudo,
evocará tu gloria mancillada,
disipando engañosas ilusiones;
y el aire esparcirá tu polvo inmundo,
y tu nombre odiarán cuantas naciones,
cuanto respira en el extenso mundo.
El grito de guerra
CANCIÓN
YA marte sañudo
desnuda el acero,
fulmínale fiero,
revuélvele atroz;
y el cóncavo escudo
furioso golpea,
llamando a pelea
con lúgubre voz.
La escucha doliente
la tímida esposa;
la madre llorosa
la escucha también;
mas alza su frente
la Patria abatida,
las mira afligida,
tranquilas se ven.
El joven, oyendo
la trompa funesta,
las armas apresta,
que nunca llevó:
las viste riendo,
ni teme la muerte,
que ledo a la suerte
su vida fió.
Tú, Patria, la pides;
tú, Patria, le ordenas
quebrar tus cadenas,
morir o vencer;
y presto a mil lides
se arroja brioso,
jurando animoso
tu yugo romper.
Ni el débil anciano
las armas rehúsa,
ni da por escusa
vejez u dolor:
con trémula mano
la espada rodea,
su brazo flaquea,
mas no su valor.
Tus campos se cubren
de huestes ¡oh España!
la pérfida saña
te quiere talar;
mas ya se descubren
los ínclitos hechos,
los brazos y pechos,
que te han de salvar.
Del alto Pirene
la cumbre nivosa,
tu gente fogosa
mirando a sus pies,
las furias enfrene
del fiero Tirano,
y esfuércese en vano
con rabia el francés.
Del galo altanero
la cólera necia
quien no la desprecia,
la debe sufrir.
Perezca el guerrero,
que no repitiere:
¡Maldito el que huyere!
¡Vencer o morir!
Y siempre en campaña
por grito de guerra
darase el que aterra
la impía maldad:
que griten, España,
tus hijos entonces
al son de los bronces
sin fin: ¡Libertad!
El voto de la Patria
CANCIÓN
Ferte citi ferrum, date tela.
VIRGILIUS.
MIS hijos amados,
mi bien, mi esperanza,
que guerra y venganza
juráis al francés;
corred esforzados,
volad aguerridos,
que aún llevo oprimidos
con grillos los pies.
Perezca el Tirano,
perezca la gente,
que quiere insolente
mis fueros hollar.
El yugo inhumano,
que el fiero os ponía
su cuello algun día
le debe llevar.
Retumben los bronces,
las trompas resuenen;
sus ecos os llenen
de ardiente valor.
Vengadme, y entonces,
mis hijos queridos,
de lauro ceñidos
gozad de mi amor.
Entonces gozosos
cercados de gloria,
tras dulce victoria
la paz disfrutad;
mas antes briosos
romped mi cadena:
que llegue hasta el Sena
la voz ¡Libertad!
Que tiemble en su trono,
que tiemble el Tirano;
que de él vuestra mano
le arroje por fin;
que en torpe abandono
ninguno se mire;
que solo respire
venganza el clarín.
Que al joven Fernando
consuele su acento,
sus alas el viento
batiendo veloz;
que, el son escuchando,
la Europa se inflame;
que ¡muera el infame!
pregone a una voz.
Entonces la tierra
por él desolada
la paz deseada
con gozo verá;
mas caiga en la guerra
su ejército roto,
y entonces mi voto
cumplido será.
La constitución española
ODA
Nihil maius generatur.
HORATIUS.
Lanzando muertes con sangrienta mano,
y enfureciendo la cuadriga fiera,
las huestes del tirano
frenético Mavorte acaudillaba,
y su veloz carrera
negra desolación iba siguiendo;
víalo el español y no temblaba,
mas antes animoso,
del antiguo valor alarde haciendo,
corrió a parar su carro estrepitoso.
Y como suele, cuando en ancha calle
rueda del monte rápido torrente
que arrasa el verde valle,
tranquilo el olmo en medio la llanura
erguir la altiva frente;
así los hijos de la fuerte España,
cuando sumiso adoración impura
el orbe le ofrecía,
supieron arrostrar la ardiente saña
del que Señor de Iberia se creía.
Libres nacimos, dicen; y al momento
del fértil llano y la enriscada sierra,
del alma paz asiento,
brotar se vieron súbito soldados
apellidando ¡libertad! y ¡guerra!
y ¡guerra! y ¡libertad! do quier se escucha,
y conviértense en armas los cayados,
y da la reja espadas,
y a desigual y memorable lucha
se arrojan en hileras apiñadas.
Dioles Mengíbar ínclita corona,
cuando el orgullo de Dupont rindieron;
escollo era Gerona,
que del francés detuvo la arrogancia,
después que asombro fueron
la ilustre Mantua y la ciudad de Augusto,
que oscurece la gloria de Numancia;
y el águila altanera
rotos más de una vez miró con susto
su corvo pico y garra carnicera.
Mas ¡ay! de la alta roca, que solía
burlar al huracán embravecido,
no con tanta porfía
socaban los hondísimos cimientos
las olas en su embate repetido:
como el error y la molicie, osados,
con la luz fatigosa mal contentos,
sordamente minaban
los altares, que en sangre salpicados
al patriotismo y la virtud se alzaban.
Nació el desorden, que a la intriga escuda,
y ella, artera, con sórdido aparato,
de la virtud desnuda
triunfos abominables conseguía:
perdió en su torpe trato
la justicia el rigor, y en su balanza
en peso al fraude el mérito cedía,
mientras que los perjuros
fieros blandían la ominosa lanza,
rompiendo huestes, y allanando muros.
¿«Será tal vez», gritaban los valientes,
«será que el opresor ponga inhumano
su yugo al nuestras frentes?
Si la ley no dirige nuestros hechos
todo tesón es vano:
sea la ley y su poder defienda
del ciudadano libre los derechos.»
Y el cielo los oía,
y al ver la nobilísima contienda
a sus deseos plácido reía.
Luego, cual tras la noche borrascosa,
que al mísero batel aleja el puerto,
de nácares y rosa
ceñida el alba, entre celajes rojos
le muestra el rumbo cierto,
tras largo afán el Código sagrado
parece al fin a sus llorosos ojos,
y viole el pueblo mudo
bajo el cañón del invasor dictado,
de libertad impenetrable escudo.
De entonces el francés despavorido
siente embotarse el filo a sus aceros,
y acá y allá es vencido;
y los gigantes bronces abandona
a Gades nunca fieros;
y de la fuga su esperanza pende;
cuando con gozo el español corona
aquel libro anhelado,
que a los hombres iguala y que defiende
del rico al pobre, al justo del malvado.
Cántale, Musa, tú, con voz divina,
que a tal grandeza mi humildad no alcanza.
Canta cual se avecina
el tiempo en que a la horrísona tormenta
suceda la bonanza;
y como, el cetro de oro manejando
la dulce paz, que en libertad alienta,
los ponzoñosos males
huirán del suelo, do estará saltando
la abundancia en riquísimos raudales.
Cuando a su hijo decir podrá el guerrero:
«Si en el alto Pirene alzado un muro
de diamante y acero
fuera pavor al déspota sangriento,
no apoyo más seguro
de la española libertad sería
que esta Constitución, fiel monumento
de virtudes y gloria,
que hombres a un tiempo y ciudadanos cría,
y hoy para siempre entrego a tu memoria.»
La libertad
Prólogo a la tragedia Roma libre
Pueblo español, cuyo poder un día
será otra vez terror al universo,
yo soy la Libertad, que a los mortales
dio por su bien, cuando le plugo el cielo.
Con la lanza, costosa al africano,
yo misma armé la diestra a tus guerreros,
que, atados a la barbara coyunda,
romper su infamia y su opresión quisieron;
yo sus nunca domados corazones
cerqué tres veces de bruñido acero,
y diles el vencer y que su nombre
de valor y virtud fuese modelo;
yo escuché tus gemidos, yo tu llanto
estéril vi correr, oh digno pueblo,
cuando en lazo servil el despotismo
pudo ligar tu generoso esfuerzo;
mas vi también tras de la inercia torpe
cual sacudiste los pesados hierros,
y arrostrando la fuerza y la perfidia
con voto ardiente me llamaste luego;
y fui contigo, y la pequeña hueste
llevé al combate, y de laurel eterno,
con sangre de opresores salpicado,
ciñó su frente indómito el guerrero.
Tus ciudades, tus montes y tus valles
con ala rapidísima corriendo,
blandí la antorcha del valor y al punto
tu te inflamaste en su divino fuego:
ni hubo ya resistir, que derrotadas
por donde quiera sin pensar se vieron
las pérfidas falanges, que el tirano
lanzó en su mal a tu fecundo suelo;
y mientras él frenético y furioso
sueña que extiende sobre ti su cetro,
tú, magnánimo pueblo, tú, recibes,
tronar sus bronces sin pavor oyendo,
leyes justas, y santas, y durables;
leyes escudo firme a los derechos,
que yo te vuelvo a dar, yo que amorosa
tu ruina aparto y en tu suerte velo.
Y deseando que tu vista ocupen
aquellos pocos, mas sublimes hechos,
que inspira mi deidad a los humanos,
si admito grata su ferviente ruego,
ante tus ojos de la antigua Roma
daré que nazca el esplendor primero,
cuando tras un baldón, nunca sufrido,
juró ser libre y quebrantó sus hierros.
La escena que presido encantadora
va a sacar del no ser por un momento
a la ciudad, después reina del mundo,
dulce morada para mí otro tiempo.
Veras aquí abatida la insolencia
de los nobles procaces y altaneros,
y un rey en su grandeza envanecido,
que del vasallo se gozó en el duelo
veras también del trono derrocado.
Escucharás el santo juramento
del intrépido Bruto, cuando mira
de la hermosa Lucrecia el frío cuerpo,
manchado feamente con la sangre,
que ella misma sacó del casto pecho;
y eterna execración a los tiranos
jurar con él al asombrado pueblo
también escucharas, y en bases nuevas
alzarse miraras gobierno nuevo,
que torna en aguerridos ciudadanos
los que antes eran del ultraje siervos.
Al pueblo, soberano de sí mismo,
verasle intervenir en el congreso,
que formó por su bien, y allí explicando
su libre voluntad con libre acento.
Sabias leyes verás obedecidas,
que al senador igualan y al plebeyo;
verás en fin a un padre desdichado,
verás a Bruto, al bienhechor del Pueblo,
que entrega a la segur de los lictores
de sus débiles hijos los dos cuellos.
Seducidos los míseros, que en Roma
volviese a entrar Tarquino consintieron,
olvidando a su patria; mas perecen,
y ella se salva, y con tesón austero
el fuerte Bruto de virtud gloriosa
da en su heroico dolor ilustre ejemplo,
y su nombre y constancia esclarecidos
serán durables a la par del tiempo.
Tal fue, españoles, el origen alto
de la grandeza del Latino Imperio,
y tras la esclavitud más oprobiosa
tiene principio igual el poder vuestro.
Si entonces el romano enardecido
sobre el cadáver de Lucrecia yerto
juró venganza y muerte a los tiranos,
muerte y venganza con igual esfuerzo
jurasteis animosos por la sangre
de Daoiz, Velarde y otros ciento,
víctimas generosas de la patria,
que no existiera si viviesen ellos.
Vosotros sin temer el poderío
del monstruo a quien el orbe viene estrecho,
como al feroz Tarquino los romanos
guerra, exterminación, rencor eterno
le jurasteis también y a sus ministros
cual a Mamilio visteis con desprecio.
Después vuestro augustísimo Senado,
cual pudo ser en la ciudad de Remo,
estableció la santa independencia
sobre inmutables sólidos cimientos:
sonó su voz, temblaron los malvados,
y estremeciose el déspota en su asiento
y la superstición y el fanatismo
del solio infame despeñados fueron.
Si por desgracia hubiere entre vosotros
traidores hijos, que en error funesto,
cual los de Bruto, quieran que su patria
vuelva otra vez al duro cautiverio,
la espada de la ley inexorable,
la espada de la ley caiga sobre ellos:
padre era el cónsul, padre cariñoso,
mas Romano nació, y esto es primero.
Tal cuadro, tal lección, tal semejanza
jamás olvides, generoso pueblo.
Roma, cual tú, gimiera esclavizada;
cual tu quebró de tiranía el cetro;
viose, cual tu, de nuevo envilecida,
y señora del mundo viose luego.
Tú misma, España, su poder burlaste,
cuando hubo en ti, cual hoy, valientes pechos;
tú del tirano que a la Europa oprime
desvaneces los áridos proyectos:
no temas, no, que en tu defensa esgrime
la Libertad su vengador acero,
y escrito esta en los libros del Destino
que es libre la nación, que quiere serlo.
Madrid libre
ODA
Manibus date lilia plenis.
VIRGILIUS.
¿Cuándo más bien que en tan felice día
debes pulsar la cítara sonora,
Musa de libertad y de alegría?
Que atónita la gente
los ecos oiga del divino canto
de el lecho de la aurora,
hasta do el carro ardiente
el rubio padre de la luz encierra,
luego que tiende su estrellado manto
la oscura noche sobre la ancha tierra.
Allá en su trono alzándose el impío,
cercado de orfandad, y llanto y duelo,
temblad, necios, gritó, mi poderío:
y la servil cadena
cruje y estalla el látigo afrentoso,
y enrojecido el suelo
de sangre en larga vena
la triste Mantua entre congojas mira,
y maldiciendo el yugo ponderoso,
hierros arrastra y libertad respira.
El pueblo, que de espléndida victoria
dio la señal, corriendo a la venganza,
que nunca olvida la común memoria,
solo, inerme, yacía
entregado al escarnio y a la afrenta;
mas plácida esperanza
en medio su agonía
tal vez rayaba en los valientes pechos,
que así el piloto desdichado alienta,
por más que ve los mástiles deshechos.
Allí ejercía su poder insano
bajo el dosel de maldición eterna
una sombra de rey, fantasma vano,
que en duro cautiverio,
fingiendo amor, al pueblo esclavizaba;
y la ambición fraterna
juntando al vituperio,
sin temer la inconstancia de la suerte,
con labios impurísimos dictaba
leyes de asolación, leyes de muerte.
Pero tronó en su indignación el cielo:
y cual áridas hojas, que levanta
furioso el Aquilón del seco suelo,
y en raudo remolino
llévalas por la esfera revolando,
y a los ojos que espanta
las roba el torbellino:
tal de su vista para siempre huyeron
el rey mentido y el infame bando,
que su cuchilla y sus verdugos fueron.
Huyeron, sí; que el rayo de la guerra
hirió de pronto la orgullosa frente
del que pensaba domeñar la tierra:
Dios desde el alto asiento
de sus iras la lanza vengadora
dio a Wellington valiente,
y rotas al momento
buscan donde esconderse, pero en vano,
las huestes que la Iberia vio en mal hora
rasgar su pecho con sangrienta mano.
Así tal vez el arduo Mongibelo
súbito arroja de su negra cumbre,
revuelto en humo que oscurece el cielo
abrasador torrente,
que derroca y arrastra enfurecido
troncos, piedras, techumbre,
y la mísera gente
corre a salvar de su furor la vida,
y si aún oye el horrísono bramido
se estremece creyéndose perdida.
¡Madrid! ¡Madrid! Quebrada es tu cadena,
y en tus plazas, no ha mucho silenciosas,
el dulce canto de victoria suena.
¿Quién te arrancó a la muerte?
Teje68, oh musa, guirlanda inmarchitable
de lauros y de rosas
al héroe, al hombre fuerte,
que la soberbia del francés humilla,
y, tornándola en polvo deleznable,
salva los hijos de la fiel Castilla.
Y tú, Madrid, cuando te fuere dado
levantar el trofeo esclarecido,
que recuerde aquel día no olvidado,
de Wellington el nombre
sobre Daoiz y Velarde escribe:
que si a estos has debido
tesón que al galo asombre,
debes a aquel mirarte sin coyunda,
y por él la energía en ti revive,
que al tirano otra vez y mil confunda.
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