martes, 4 de agosto de 2015

CRISTÓBAL DE BEÑA [16.699]


Cristóbal de Beña

Cristóbal de Beña (Madrid, 1777 - 1833), poeta español.
No se poseen muchos datos sobre este autor. Nació en Madrid. Llegó a conocer perfectamente las literaturas inglesa y francesa. Al estallar la Guerra de la Independencia Española era uno de los redactores del Memorial Literario en Madrid junto a los hermanos Carnerero (José María y Mariano) y el médico Andrés Moya Luzuriaga. En 1808 publicó en la imprenta de Benito Cano de Madrid una "Oda al Triunfo de Zaragoza" de 11 páginas en 4º. Liberal, asistió en Cádiz a la confección de la Constitución de 1812 y colaboró en el periódico gaditano Tertulia Patriótica. Ganó fama de poeta repentizador. Don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, le trató por entonces. Marchó como militar a Londres en compañía de su superior, el general escocés John Downie (Stirling, 1777 - Sevilla, 1826), el tuerto creador de la llamada "Legión extremeña", de la que fue coronel. En Londres Beña imprimió sus Fábulas políticas en 1813. Al regresar distribuyó la edición, que, en 1815, durante el gobierno absolutista de Fernando VII, fue mandada recoger, procesándose al autor. Además, tuvieron el honor de ser incluidas en el Index librorum prohibitorum del Vaticano. Pregonan una sociedad igualitaria. Hay algunas republicanas, y otras anticlericales. La Inquisición de México prohibió esta obra en 1816. Con el Trienio Liberal, su madre solicitó y obtuvo la devolución de la edición secuestrada el 2 de abril de 1821. Se volvió a imprimir en 1820 en tres imprentas de Madrid, en una de Granada y en otra de Barcelona, y otra vez en Valencia en 1822 junto a varias de Lafontaine traducidas por Bernardo María de la Calzada adaptadas estas últimas a un sentido político. Se reimprimieron en Caracas en 1833, en la imprenta de Tomás Antero.

Beña publicó también una colección de sus poesías, elaboradas durante la Guerra de la Independencia, con el título La lyra de la libertad. Poesías patrióticas (Londres, 1813).

Obras

Fábulas políticas, (Londres, McDowall, 1813).
La lyra de la libertad. Poesías patrióticas (Londres, 1813).
Memorias y campañas de Carlos Juan, príncipe real de Suecia, Madrid, 1815.



El anti Napoleón
ODA

Fragmento traducido del francés

Poco importa que el vulgo se humillase 
del palacio de Syla el poderoso 
en el umbral dorado, 
ni que al pasar el carro estrepitoso 
de Claudio, de Calígula o de Julia 
en el inmundo lodo se postrase. 
Sobre el pueblo asustado 
reinaron como dioses en la tierra, 
y su imperio de sangre y de furores, 
de asolación y guerra, 
azote fue del mundo envilecido; 
mas los siglos detestan su memoria, 
librándolos tan sólo del olvido 
la serie de sus crímenes y horrores, 
con que manchó mil paginas la historia. 

En vano, sí, la multitud vendida 
incienso vil de adoración te ofrece; 
que mi pecho más libre y generoso, 
en quien nunca el temor tuvo cabida, 
a un tiempo te desprecia y te aborrece.  
No me verán con porte vergonzoso 
la torpe servidumbre mendigando, 
ni al indigno renombre de que gozas 
adoraciones dando; 
pues mientras gime el pueblo en las cadenas,  
en que hoy de nuevo sin pensar se mira, 
y a que tú para siempre le condenas, 
el yugo he sacudido, 
y mi alma fiel la libertad respira. 

Ved, franceses, al pérfido extranjero, 
ved con cual insolencia 
viene a pisar nuestras sagradas leyes; 
vedle de parricidas heredero 
disputar al verdugo en su demencia 
los miseros despojos de los reyes. 
En bien aciago día 
vomitaron al mar ese embustero 
los muros de la infiel Alejandría. 
Nuestros buques y puertos sin recato 
al desertor admiten cariñosos,  
dale Francia engañada asilo grato 
y él da a la Francia hierros ponderosos. 

Cuando en la embriaguez de tu dominio 
marca pálidas frentes abatidas, 
con el sello de oprobio y exterminio 
el frenesí de tu ambición deshecho, 
¿alguna vez no sueñas, que en tu pecho 
abre el puñal de un Bruto cien heridas? 
Ya veo levantarse la venganza, 
que tu poder derriba de su solio, 
y deshace el encanto de tu suerte: 
del alto Capitolio 
no dista mucho la Tarpeya roca; 
el fúnebre ciprés nuncio de muerte 
a la palma de Arcole vese unido,  
y el trono más subido 
los negros bordes del abismo toca. 

A tu orgullo feroz sonríe en vano 
por un solo momento 
la fortuna traidora; 
que al morir un tirano, 
cual humo leve desvanece el viento 
de su poder la magia encantadora. 
Al pie de tu ataúd, quizá sangriento, 
la rígida verdad irá sentada;  
el tiempo venidero, juez sañudo, 
evocará tu gloria mancillada, 
disipando engañosas ilusiones; 
y el aire esparcirá tu polvo inmundo, 
y tu nombre odiarán cuantas naciones, 
cuanto respira en el extenso mundo.





El grito de guerra
CANCIÓN

YA marte sañudo 
desnuda el acero, 
fulmínale fiero, 
revuélvele atroz; 
y el cóncavo escudo 
furioso golpea, 
llamando a pelea 
con lúgubre voz. 

La escucha doliente 
la tímida esposa; 
la madre llorosa 
la escucha también; 
mas alza su frente 
la Patria abatida, 
las mira afligida, 
tranquilas se ven. 

El joven, oyendo 
la trompa funesta, 
las armas apresta, 
que nunca llevó: 
las viste riendo, 
ni teme la muerte, 
que ledo a la suerte 
su vida fió. 

Tú, Patria, la pides; 
tú, Patria, le ordenas 
quebrar tus cadenas, 
morir o vencer; 
y presto a mil lides 
se arroja brioso, 
jurando animoso 
tu yugo romper. 

Ni el débil anciano 
las armas rehúsa, 
ni da por escusa 
vejez u dolor: 
con trémula mano 
la espada rodea, 
su brazo flaquea, 
mas no su valor. 

Tus campos se cubren 
de huestes ¡oh España! 
la pérfida saña 
te quiere talar; 
mas ya se descubren 
los ínclitos hechos, 
los brazos y pechos, 
que te han de salvar. 

Del alto Pirene 
la cumbre nivosa, 
tu gente fogosa 
mirando a sus pies, 
las furias enfrene 
del fiero Tirano, 
y esfuércese en vano 
con rabia el francés. 

Del galo altanero 
la cólera necia 
quien no la desprecia, 
la debe sufrir.  
Perezca el guerrero, 
que no repitiere: 
¡Maldito el que huyere! 
¡Vencer o morir! 

Y siempre en campaña  
por grito de guerra 
darase el que aterra 
la impía maldad: 
que griten, España, 
tus hijos entonces 
al son de los bronces 
sin fin: ¡Libertad!





El voto de la Patria
CANCIÓN

Ferte citi ferrum, date tela. 
VIRGILIUS. 


MIS hijos amados, 
mi bien, mi esperanza, 
que guerra y venganza 
juráis al francés; 
corred esforzados, 
volad aguerridos, 
que aún llevo oprimidos 
con grillos los pies. 

Perezca el Tirano, 
perezca la gente, 
que quiere insolente 
mis fueros hollar. 
El yugo inhumano, 
que el fiero os ponía 
su cuello algun día 
le debe llevar. 

Retumben los bronces, 
las trompas resuenen; 
sus ecos os llenen 
de ardiente valor. 
Vengadme, y entonces, 
mis hijos queridos, 
de lauro ceñidos 
gozad de mi amor. 

Entonces gozosos 
cercados de gloria, 
tras dulce victoria 
la paz disfrutad; 
mas antes briosos 
romped mi cadena: 
que llegue hasta el Sena 
la voz ¡Libertad! 

Que tiemble en su trono, 
que tiemble el Tirano; 
que de él vuestra mano 
le arroje por fin; 
que en torpe abandono 
ninguno se mire; 
que solo respire 
venganza el clarín. 

Que al joven Fernando 
consuele su acento, 
sus alas el viento 
batiendo veloz; 
que, el son escuchando, 
la Europa se inflame; 
que ¡muera el infame! 
pregone a una voz. 

Entonces la tierra 
por él desolada 
la paz deseada 
con gozo verá; 
mas caiga en la guerra 
su ejército roto, 
y entonces mi voto
cumplido será.





La constitución española
ODA

Nihil maius generatur. 
HORATIUS. 

Lanzando muertes con sangrienta mano, 
y enfureciendo la cuadriga fiera, 
las huestes del tirano 
frenético Mavorte acaudillaba, 
y su veloz carrera 
negra desolación iba siguiendo; 
víalo el español y no temblaba, 
mas antes animoso, 
del antiguo valor alarde haciendo, 
corrió a parar su carro estrepitoso. 

Y como suele, cuando en ancha calle 
rueda del monte rápido torrente 
que arrasa el verde valle, 
tranquilo el olmo en medio la llanura 
erguir la altiva frente; 
así los hijos de la fuerte España, 
cuando sumiso adoración impura 
el orbe le ofrecía, 
supieron arrostrar la ardiente saña 
del que Señor de Iberia se creía. 

Libres nacimos, dicen; y al momento 
del fértil llano y la enriscada sierra, 
del alma paz asiento, 
brotar se vieron súbito soldados 
apellidando ¡libertad! y ¡guerra! 
y ¡guerra! y ¡libertad! do quier se escucha, 
y conviértense en armas los cayados, 
y da la reja espadas, 
y a desigual y memorable lucha 
se arrojan en hileras apiñadas. 

Dioles Mengíbar ínclita corona, 
cuando el orgullo de Dupont rindieron; 
escollo era Gerona, 
que del francés detuvo la arrogancia, 
después que asombro fueron 
la ilustre Mantua y la ciudad de Augusto, 
que oscurece la gloria de Numancia; 
y el águila altanera 
rotos más de una vez miró con susto 
su corvo pico y garra carnicera. 

Mas ¡ay! de la alta roca, que solía 
burlar al huracán embravecido, 
no con tanta porfía 
socaban los hondísimos cimientos 
las olas en su embate repetido: 
como el error y la molicie, osados,
con la luz fatigosa mal contentos, 
sordamente minaban 
los altares, que en sangre salpicados 
al patriotismo y la virtud se alzaban. 

Nació el desorden, que a la intriga escuda, 
y ella, artera, con sórdido aparato, 
de la virtud desnuda 
triunfos abominables conseguía: 
perdió en su torpe trato 
la justicia el rigor, y en su balanza 
en peso al fraude el mérito cedía, 
mientras que los perjuros 
fieros blandían la ominosa lanza, 
rompiendo huestes, y allanando muros. 

¿«Será tal vez», gritaban los valientes, 
«será que el opresor ponga inhumano 
su yugo al nuestras frentes? 
Si la ley no dirige nuestros hechos 
todo tesón es vano: 
sea la ley y su poder defienda 
del ciudadano libre los derechos.» 
Y el cielo los oía, 
y al ver la nobilísima contienda
a sus deseos plácido reía. 

Luego, cual tras la noche borrascosa, 
que al mísero batel aleja el puerto, 
de nácares y rosa 
ceñida el alba, entre celajes rojos
le muestra el rumbo cierto, 
tras largo afán el Código sagrado 
parece al fin a sus llorosos ojos, 
y viole el pueblo mudo 
bajo el cañón del invasor dictado,
de libertad impenetrable escudo. 

De entonces el francés despavorido 
siente embotarse el filo a sus aceros, 
y acá y allá es vencido; 
y los gigantes bronces abandona 
a Gades nunca fieros; 
y de la fuga su esperanza pende; 
cuando con gozo el español corona 
aquel libro anhelado, 
que a los hombres iguala y que defiende 
del rico al pobre, al justo del malvado. 

Cántale, Musa, tú, con voz divina, 
que a tal grandeza mi humildad no alcanza. 
Canta cual se avecina 
el tiempo en que a la horrísona tormenta 
suceda la bonanza;  
y como, el cetro de oro manejando 
la dulce paz, que en libertad alienta, 
los ponzoñosos males 
huirán del suelo, do estará saltando 
la abundancia en riquísimos raudales. 

Cuando a su hijo decir podrá el guerrero: 
«Si en el alto Pirene alzado un muro 
de diamante y acero 
fuera pavor al déspota sangriento, 
no apoyo más seguro 
de la española libertad sería 
que esta Constitución, fiel monumento 
de virtudes y gloria, 
que hombres a un tiempo y ciudadanos cría, 
y hoy para siempre entrego a tu memoria.» 





La libertad
Prólogo a la tragedia Roma libre

Pueblo español, cuyo poder un día 
será otra vez terror al universo, 
yo soy la Libertad, que a los mortales 
dio por su bien, cuando le plugo el cielo. 
Con la lanza, costosa al africano, 
yo misma armé la diestra a tus guerreros, 
que, atados a la barbara coyunda, 
romper su infamia y su opresión quisieron; 
yo sus nunca domados corazones 
cerqué tres veces de bruñido acero,  
y diles el vencer y que su nombre 
de valor y virtud fuese modelo; 
yo escuché tus gemidos, yo tu llanto 
estéril vi correr, oh digno pueblo, 
cuando en lazo servil el despotismo  
pudo ligar tu generoso esfuerzo; 
mas vi también tras de la inercia torpe 
cual sacudiste los pesados hierros, 
y arrostrando la fuerza y la perfidia 
con voto ardiente me llamaste luego; 
y fui contigo, y la pequeña hueste 
llevé al combate, y de laurel eterno, 
con sangre de opresores salpicado, 
ciñó su frente indómito el guerrero. 
Tus ciudades, tus montes y tus valles 
con ala rapidísima corriendo, 
blandí la antorcha del valor y al punto 
tu te inflamaste en su divino fuego: 
ni hubo ya resistir, que derrotadas 
por donde quiera sin pensar se vieron  
las pérfidas falanges, que el tirano 
lanzó en su mal a tu fecundo suelo; 
y mientras él frenético y furioso 
sueña que extiende sobre ti su cetro, 
tú, magnánimo pueblo, tú, recibes, 
tronar sus bronces sin pavor oyendo, 
leyes justas, y santas, y durables; 
leyes escudo firme a los derechos, 
que yo te vuelvo a dar, yo que amorosa 
tu ruina aparto y en tu suerte velo. 
Y deseando que tu vista ocupen 
aquellos pocos, mas sublimes hechos, 
que inspira mi deidad a los humanos, 
si admito grata su ferviente ruego, 
ante tus ojos de la antigua Roma  
daré que nazca el esplendor primero, 
cuando tras un baldón, nunca sufrido, 
juró ser libre y quebrantó sus hierros. 
La escena que presido encantadora 
va a sacar del no ser por un momento  
a la ciudad, después reina del mundo, 
dulce morada para mí otro tiempo. 
Veras aquí abatida la insolencia 
de los nobles procaces y altaneros, 
y un rey en su grandeza envanecido,  
que del vasallo se gozó en el duelo 
veras también del trono derrocado. 
Escucharás el santo juramento 
del intrépido Bruto, cuando mira 
de la hermosa Lucrecia el frío cuerpo, 
manchado feamente con la sangre, 
que ella misma sacó del casto pecho; 
y eterna execración a los tiranos 
jurar con él al asombrado pueblo 
también escucharas, y en bases nuevas 
alzarse miraras gobierno nuevo, 
que torna en aguerridos ciudadanos 
los que antes eran del ultraje siervos. 
Al pueblo, soberano de sí mismo, 
verasle intervenir en el congreso, 
que formó por su bien, y allí explicando 
su libre voluntad con libre acento. 
Sabias leyes verás obedecidas, 
que al senador igualan y al plebeyo; 
verás en fin a un padre desdichado, 
verás a Bruto, al bienhechor del Pueblo, 
que entrega a la segur de los lictores 
de sus débiles hijos los dos cuellos. 
Seducidos los míseros, que en Roma 
volviese a entrar Tarquino consintieron, 
olvidando a su patria; mas perecen, 
y ella se salva, y con tesón austero 
el fuerte Bruto de virtud gloriosa 
da en su heroico dolor ilustre ejemplo, 
y su nombre y constancia esclarecidos  
serán durables a la par del tiempo. 
Tal fue, españoles, el origen alto 
de la grandeza del Latino Imperio, 
y tras la esclavitud más oprobiosa 
tiene principio igual el poder vuestro. 
Si entonces el romano enardecido 
sobre el cadáver de Lucrecia yerto 
juró venganza y muerte a los tiranos, 
muerte y venganza con igual esfuerzo 
jurasteis animosos por la sangre 
de Daoiz, Velarde y otros ciento, 
víctimas generosas de la patria, 
que no existiera si viviesen ellos. 
Vosotros sin temer el poderío 
del monstruo a quien el orbe viene estrecho, 
como al feroz Tarquino los romanos 
guerra, exterminación, rencor eterno 
le jurasteis también y a sus ministros 
cual a Mamilio visteis con desprecio. 
Después vuestro augustísimo Senado, 
cual pudo ser en la ciudad de Remo, 
estableció la santa independencia 
sobre inmutables sólidos cimientos: 
sonó su voz, temblaron los malvados, 
y estremeciose el déspota en su asiento  
y la superstición y el fanatismo 
del solio infame despeñados fueron.
Si por desgracia hubiere entre vosotros 
traidores hijos, que en error funesto, 
cual los de Bruto, quieran que su patria  
vuelva otra vez al duro cautiverio, 
la espada de la ley inexorable, 
la espada de la ley caiga sobre ellos: 
padre era el cónsul, padre cariñoso, 
mas Romano nació, y esto es primero.  
Tal cuadro, tal lección, tal semejanza 
jamás olvides, generoso pueblo. 
Roma, cual tú, gimiera esclavizada; 
cual tu quebró de tiranía el cetro; 
viose, cual tu, de nuevo envilecida,  
y señora del mundo viose luego. 
Tú misma, España, su poder burlaste, 
cuando hubo en ti, cual hoy, valientes pechos; 
tú del tirano que a la Europa oprime 
desvaneces los áridos proyectos: 
no temas, no, que en tu defensa esgrime 
la Libertad su vengador acero, 
y escrito esta en los libros del Destino 
que es libre la nación, que quiere serlo.




Madrid libre
ODA


Manibus date lilia plenis. 
VIRGILIUS. 

¿Cuándo más bien que en tan felice día 
debes pulsar la cítara sonora, 
Musa de libertad y de alegría? 
Que atónita la gente 
los ecos oiga del divino canto 
de el lecho de la aurora, 
hasta do el carro ardiente 
el rubio padre de la luz encierra, 
luego que tiende su estrellado manto 
la oscura noche sobre la ancha tierra. 

Allá en su trono alzándose el impío, 
cercado de orfandad, y llanto y duelo, 
temblad, necios, gritó, mi poderío: 
y la servil cadena 
cruje y estalla el látigo afrentoso,  
y enrojecido el suelo 
de sangre en larga vena 
la triste Mantua entre congojas mira, 
y maldiciendo el yugo ponderoso, 
hierros arrastra y libertad respira.

El pueblo, que de espléndida victoria 
dio la señal, corriendo a la venganza, 
que nunca olvida la común memoria, 
solo, inerme, yacía 
entregado al escarnio y a la afrenta; 
mas plácida esperanza 
en medio su agonía 
tal vez rayaba en los valientes pechos, 
que así el piloto desdichado alienta, 
por más que ve los mástiles deshechos. 

Allí ejercía su poder insano 
bajo el dosel de maldición eterna 
una sombra de rey, fantasma vano,
que en duro cautiverio, 
fingiendo amor, al pueblo esclavizaba; 
y la ambición fraterna 
juntando al vituperio, 
sin temer la inconstancia de la suerte, 
con labios impurísimos dictaba 
leyes de asolación, leyes de muerte. 

Pero tronó en su indignación el cielo: 
y cual áridas hojas, que levanta 
furioso el Aquilón del seco suelo, 
y en raudo remolino 
llévalas por la esfera revolando, 
y a los ojos que espanta 
las roba el torbellino: 
tal de su vista para siempre huyeron 
el rey mentido y el infame bando, 
que su cuchilla y sus verdugos fueron. 

Huyeron, sí; que el rayo de la guerra 
hirió de pronto la orgullosa frente 
del que pensaba domeñar la tierra: 
Dios desde el alto asiento 
de sus iras la lanza vengadora 
dio a Wellington valiente, 
y rotas al momento 
buscan donde esconderse, pero en vano, 
las huestes que la Iberia vio en mal hora 
rasgar su pecho con sangrienta mano.  

Así tal vez el arduo Mongibelo 
súbito arroja de su negra cumbre, 
revuelto en humo que oscurece el cielo 
abrasador torrente, 
que derroca y arrastra enfurecido 
troncos, piedras, techumbre, 
y la mísera gente 
corre a salvar de su furor la vida, 
y si aún oye el horrísono bramido 
se estremece creyéndose perdida. 

¡Madrid! ¡Madrid! Quebrada es tu cadena, 
y en tus plazas, no ha mucho silenciosas, 
el dulce canto de victoria suena.
¿Quién te arrancó a la muerte? 
Teje68, oh musa, guirlanda inmarchitable 
de lauros y de rosas 
al héroe, al hombre fuerte, 
que la soberbia del francés humilla, 
y, tornándola en polvo deleznable, 
salva los hijos de la fiel Castilla.  

Y tú, Madrid, cuando te fuere dado 
levantar el trofeo esclarecido,
que recuerde aquel día no olvidado, 
de Wellington el nombre 
sobre Daoiz y Velarde escribe: 
que si a estos has debido 
tesón que al galo asombre, 
debes a aquel mirarte sin coyunda, 
y por él la energía en ti revive, 
que al tirano otra vez y mil confunda. 











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